viernes, 28 de febrero de 2014

En el libro vivo


Con mucha reticencia, me dejé involucrar en el asunto. La colega colombiana en la universidad había llevado un grupo de estudiantes a San Andrés —dos años atrás— y la expe­riencia seguía generando comentarios favorables y entu­siastas. Insistió en que mi conocimiento de la vida y la obra de Gabriel García Márquez permitiría hacer un viaje similar a Cartagena y otras partes del Caribe colombiano. Al final accedí, con la con­dición de que ella me ayudara con los asuntos prácticos. Soy capaz de hablar por horas sobre el amor, la locura o la muerte, pero me declaro incapaz de programar una cena o reservar un hotel. A mediados de enero empezamos el curso y discutimos con detalle El amor en los tiempos del cólera. En las páginas del libro nos fuimos adentrando en ese mundo que en sólo cuestión de días se materializaría ante nosotros.

Llegamos a Cartagena, dos profesores y once estu­diantes, el sábado 15 de febrero a las nueve de la mañana. Fugitivos del invierno, acogimos sonrientes el calor y la brisa que vinieron a buscarnos al interior del avión. Era un grupo diverso: algunos habían viajado bastante, otros salían de su país por primera vez. Sólo cuatro tenían vínculos con el mundo hispano: una chica de origen domi­nicano, una mexicana, una colombiana y otra chica cuya madre nació en Colombia, pero se la llevaron de tres años y nunca regresó. Dos de los estudiantes estado­uni­denses habían visitado San Andrés y tenían una idea de lo que verían. Para el resto el lugar al que llegábamos era todo un territorio inexplorado. 



En el viaje visitamos los lugares obligados: hicimos el reco­rrido por la ciudad vieja y vimos los sitios y costumbres que inspiraron la historia de Fermina y Florentino. También nos preparamos para la lectura que haremos de Cien años de soledad. Fuimos a Aracataca, vimos la casa museo, nos bañamos en el río. En la Quinta de San Pedro Alejandrino conocimos detalles de la muerte de Bolívar y de la masacre de las bananeras. En Barran­quilla visitamos La Cueva y el Museo del Caribe. Fuimos juiciosos a la hora de estudiar, pero también nos Diver­timos. Exploramos la vida nocturna de Cartagena, hici­mos paseos en coche, navegamos y buceamos en las islas del Rosario. Mientras los chicos se divertían con el paisaje y con la gente, yo me divertía observándolo. Me llenaba de orgullo comprobar que sabían más de la obra de García Márquez que muchos colombianos. Su alegría me llenaba de alegría. Todo esto habría hecho este viaje memorable, inolvidable, incluso si no hubiera ocurrido lo más memorable: nuestra visita a los barrios populares, nuestro encuentro con los sectores de Carta­gena donde no llegan los turistas.

Ocurrió el lunes 17 de febrero. De la mano de Ofelia Castillo, empezamos a entender la manera como Carta­gena y Colombia esconden sus miserias, como las desa­parecen de los medios, como se llega incluso a estig­matizar a los pobres y desplazados como los malos de la película. Con asombro inocultable, el grupo de estu­diantes comprendió que detrás de la imagen bonita de la ciudad se esconden los infiernos del narcotráfico y la prostitución infantil, las secuelas de una guerra que lleva muchas décadas. Al día siguiente, superado el impacto, pudieron hablar. Ocurrió en una de las salas de ese diario El Universal que me dio la oportunidad de alzar el vuelo hacia el País del Sueño. Los estudiantes empezaron a expresar lo que habían sentido con ese contacto directo con la pobreza verdadera, con multitudes que conviven con el miedo, con niños que ríen y se divierten a pesar de tener hambre

       No tuve que decir ni una palabra, pero siento que ha sido mi mejor clase.



Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de febrero de 2014.






jueves, 27 de febrero de 2014

Las noticias de hoy





Today I am born, today I cry
Today I laugh, today I die.
                  W.T.

Hoy conoció la nieve. Estaba dormida y soñando, jugando en el agua con Rosa y Adriana, gritando, cuando algo la trajo a un lugar silencioso y oscuro que no era su cuarto.
Primero pensó que no estaba despierta, que estaba en un sueño sin colores donde no pasaba nada. Pero pronto descubrió que sí pasaba. Pudo distinguir respiraciones como si fueran voces. Su papá respiraba como un carro que se esfuerza por subir a una montaña. Mateo, como brisa que se mete por una ventana mal cerrada. Su mamá, como el mar de madrugada.
Entonces, comprendió que ya tenía menos miedo de pensar que no soñaba y trató de recordar.
Estuvo forcejeando contra la oscuridad, buscando alguna imagen del día o la noche anteriores, algo que le ayudara a recordar dónde estaban, cómo habían llegado a esa cama donde todos, menos ella, seguían durmiendo y respiraban, como si sus respiraciones conversaran. Pero, por más que lo intentó, lo único que pudo recordar fue algo como una noche llena de estrellas pálidas.
Estaba en el esfuerzo cuando oyó un grito lejano que parecía un secreto. Sólo entonces notó el silencio que los rodeaba. Empezaba a extrañar su casa, el resplandor en la ventana, los vendedores y los pájaros cantando en las mañanas, el rugido risueño de los ventiladores, cuando volvió a escuchar el grito, agudo, remoto, amortiguado, como si quien gritara tuviera una almohada sobre la cara. Entonces sus padres se despertaron. Empezaron a moverse, a buscarse con las manos.
–¿Qué hora es?
Cuando escuchó a su padre, la recorrió un sobresalto.
–No sé. Debió amanecer hace rato. Ya estaba clareando cuando vine a acostarme.
–¿Hablaron toda la noche?
Ella fingía dormir. Era un extraño placer escuchar lo que decían cuando estaban convencidos de que no los escuchaban. Trató de respirar como respiran los dormidos, pero a veces se ahogaba. Pensó que había logrado, por fin, ser invisible. Pronto sería capaz de escuchar lo que pensaban.
–Llevábamos diez años sin vernos, sólo cartas o llamadas. Teníamos mucho que contarnos. Además, es domingo, no tiene que trabajar.
–¿Le preguntaste si sabe de algo?
–Dice que va a preguntar dónde trabaja.
Lejos, mucho más allá de esa conversación, los gritos continuaban, decían “no”, una y otra vez.
–Dice que es mejor que nos turnemos para estar con los niños.
Una luz débil, sombría, que en otras circunstancias alguien habría llamado oscuridad, irrumpió por la puerta y dejó ver dos siluetas.
–Está nevando –dijo la sombra grande.
–It’s snowing, it’s snowing –dijo la pequeña.
Alguien encendió la luz y todos empezaron a moverse como marionetas apuradas, tropezando con camas y sillas y maletas abiertas, hasta que abandonaron ese sitio perdido en el fondo de un sótano (tardarían poco en saber que no se decía sótano sino basement) y ascendieron las escalas con pies no habituados aún a los peldaños y se asomaron por la puerta, trasnochados y atónitos, a un mundo cuyas nubes estaban cayéndose a pedazos.

* * *

Hoy fue su cumpleaños. Algún observador desprevenido diría que la fiesta que le hicieron ha sido la mejor: nunca tuvo un ponqué así de grande o adornado, nunca recibió tantos regalos. Pero hace un año exactamente, poco antes de dormirse, ella supo sin tristeza, extenuada de dicha, que nunca en la vida tendría una fiesta mejor que la que tuvo ese día. Todo había sido hermoso, todo había sido divertido: su vestido, los juegos, los regalos que les dio a sus amigas, el momento en que quitaron las sillas de la sala y bailaron y cantaron hasta quedar rendidas.
Hoy estuvo recordando aquella fiesta. Mientras recibía regalos de niños desconocidos, mientras soplaba unas velas que volvían a encenderse, pensaba en esa felicidad que todavía le duraba. Se dijo que en unos días volvería a ver a sus amigas y que les hablaría de esta fiesta como quien cuenta un sueño sin ocultar el alivio que le da haber despertado.
Hoy ha fingido sorpresa y alegría al abrir los regalos. La cama donde duerme con sus padres y su hermano se ha llenado de papeles. Mirando ese paisaje recordó que hace sólo una semana su madre, allá en su casa, le pidió que eligiera sus juguetes preferidos y luego regaló entre las vecinas los demás. Pensó que lo mismo ocurriría cuando regresaran a su casa: no serían capaces de llevar en el avión tantas maletas. Con un suspiro largo, sin darse cuenta de lo que hacía, decidió no apegarse a ninguno.
Poco antes de dormirse eligió el pequeño diario que le regaló su madre. Estuvo probando la llave en la cerradura diminuta. Sintió que su mano había crecido al agarrar el lapicito y estuvo preguntándose dónde dejar guardados –en lugares separados– el diario y la llave.
Luego escribió su nombre, con letra pulida, en la primera página. Escribió aquella fecha que conocía de memoria. Estuvo combatiendo contra el sueño para pensar qué más escribiría. Al final sólo puso: “Hace un año fue mi fiesta de cumpleaños”, y soñó que ya había regresado.

* * *

Hoy sintió que volaba. No fue un vuelo extendido y tranquilo, fue un vuelo imprevisto y violento que duró un solo instante.
Por la mañana había llenado de preguntas a su padre, lo había confrontado en la sala–comedor–cocina del basement. Se interpuso entre él y la pantalla, miró por un momento sus ojeras y le dijo: “¿No crees que ya es hora de volver a nuestra casa?
Su padre suspiró y retrocedió hacia el espaldar del sofá, sabía que esa conversación ocurriría tarde o temprano.
–¿No te gusta este país?
–Muy bonito –dijo ella–, pero este paseo está muy largo.
Él le acarició el cabello, sonrió, fue a buscar un libro al cuarto y regresó.
–¿Ves? –le dijo, señalando un mapa–. Este puntico frente al mar es Cartagena.
Ella miró y asintió, siguió esperando respuestas.
–¿Recuerdas la noche que vinimos? Primero estaba oscuro porque al avión volaba sobre el mar.
Su padre tomó entre los dedos un diminuto avión imaginario, lo hizo elevarse desde Cartagena y volar muy lentamente sobre el mar.
–¿Recuerdas las luces que empezamos a ver allá abajo?
El avión empezó a volar sobre Cuba y la Florida, a ascender bordeando la costa oriental. Ella asintió con la cabeza. Pensaba en lo lejos que estaba de su casa, de su escuela y sus amigas, en lo grande que debía ser el mundo de verdad, si el avión tardó tanto en recorrer una distancia como ésa, si cada punto en el mapa era toda una ciudad. Entonces, una pregunta inoportuna la alejó de las respuestas que esperaba escuchar.
–¿Por qué cae nieve, papá?
Él suspiró aliviado, fue hasta la nevera, tomó un limón y una naranja y estuvo un buen rato moviendo las frutas, rotándolas, inclinando el limón para crear las estaciones. Trataba de explicarle por qué la gente que vive en el sur no se cae, ni siente que está de cabezas, cuando la mujer de arriba vino con sus niños a buscarla.
Las botas, la chaqueta, la bufanda, el gorro y los guantes la envolvieron y, al dar el primer paso fuera de la casa, sintió que volaba. Fue un vuelo sorpresivo y detenido, pero alcanzó a sentir que abandonaba aquella superficie de cristal para perderse en el azul sin nubes. Cuando el hielo crujió bajo su peso, imaginó que el mundo entero e inmenso se había sacudido, que hasta el agua de los mares se había trastornado.
Esa noche en su cama recordó la batalla de bolas de nieve, el muñeco con nariz de zanahoria, el vapor que salía de su boca cuando se tendió feliz y fatigada en la blancura crujiente.
Se durmió sobre su diario después de haber escrito: “Me han dicho que el que se cae jamás va a regresar”.

* * *

Hoy fue su primer día en la escuela. Después de unas vacaciones demasiado largas, después de semanas en las que cada vez pasaba menos (los niños de arriba habían empezado a estudiar hacía mucho; al final, días enteros se le iban viajando con su hermanito entre la cama, la mesa del comedor y el sillón del televisor, a veces con su papá, a veces con su mamá, muy rara vez con ambos), después de esa noche sin fin que era la vida en el basement, la llevaron un día a las tiendas para comprarle ropa nueva, crayolas, cuadernos y una hermosa maleta con ruedas.
Al día siguiente (hoy, esta mañana) un bus pequeño y amarillo llegó a recogerla frente a la casa y la llevó a un lugar lleno de niños y de señoras sonrientes que le hablaban con palabras que no parecían palabras.
Al comienzo, la idea le pareció divertida. Era como ese juego que tenía con su padre: fingir que discutían haciendo ruidos enrevesados. Pero pronto comprendió que faltaban las risas después de los disparates: el hombre gordo que conducía el bus, las señoras, los niños, todo el mundo le hablaba como si esos ruidos raros fueran algo natural, como si todo el mundo, desde siempre, hubiera hablado de esa forma y no con las palabras que ella estaba acostumbrada a escuchar y pronunciar.
Tardó poco en sentirse mareada. Renunció a entender lo que querían decirle y se dejó llevar por cualquier mano que se posara en su espalda, siguió el rumbo que cualquier dedo le indicara.
Y como en esos sueños que nos llevan de un lado a otro en un instante, se descubrió después frente a la puerta de la casa, corriendo hacia su madre, abrazándola, con un nudo en la garganta que no la dejaba hablar, con un desconcierto incapaz de ser llanto, que sólo fue un breve apunte en su diario: “Quiero regresar”.

* * *

Hoy volvió a despertar en la casa de sus padres. Antes de abrir los ojos, antes de recordar en qué momento de su vida se encontraba, se entretuvo en la alegría luminosa de sus párpados, en ese sol que se metía por la ventana y llegaba hasta su cara a despertarla.
Recordó las emociones de la noche, los saludos y regalos, la conversación hasta muy tarde con su madre. Después había subido a su cuarto y descubrió que las cosas están casi como estaban. Se durmió con la sensación de que esas cobijas abrigaban más y que la cama podía darle más descanso.
Por fin ha podido tomar las vacaciones en que todo (las prisas, el trabajo) podrá ser olvidado. Durante una semana estará oculta donde nadie puede hallarla.
Sintió que la luz en los párpados quería recordarle algo, pero se levantó de un salto.
Pasó la mañana con su madre en la cocina. Hablaron, recordaron, decidieron qué platos y postres preparar el día de su cumpleaños. A la hora del almuerzo trató de convencer a su padre de que el mundo podía estar a su alcance con una computadora. En la tarde descubrió que sus padres empezaban a cansarse de hablar tanto y decidió que había llegado la hora de meterse en su refugio.
Eran las cuatro de la tarde y el cielo empezaba a oscurecerse cuando inició una búsqueda frenética en todos los cajones. Lo que buscaba, como siempre, estaba en el último lugar: un tarro de galletas debajo de la cama.
Permaneció en el suelo, con la espalda recostada a la cama, recuperando el aliento. Supo que, por más que buscara o tratara de recordar, nunca encontraría la llave. Un par de intentos indecisos fueron suficientes para abrir la pequeña cerradura.
Cuando empezó a mover las hojas, sintió que un aire de otro tiempo buscaba su nariz. Las anotaciones eran cortas. Al comienzo, la letra era pulida y uniforme. Después, irregular y nerviosa.
Sentada en la alfombra, volvió a recordar el viaje, las luces allá abajo, las noches y los días de oscuridad en el basement. Llevada por esos viejos trazos, volvió a conocer la nieve, volvió a extrañar a esas amigas que se quedaron niñas para siempre, volvió a sentir ese mareo que la hizo vomitar día tras día, durante semanas, al llegar a la escuela.
Mientras vivieron en el basement, escribió casi todos los días. Con ese lapicito que aún seguía en su lugar, se habló a sí misma de las discusiones entre su madre y la mujer de arriba, de los gritos y amenazas, de la sonrisa que no volvió a ver en el rostro de su padre, de las veces que lloró desconsolada en lo profundo de un closet.
La última anotación la había hecho cuando se mudaron a esta casa. Eran unas letras grandes que llenaban la página: “Hoy el sol ha venido a buscarme hasta la cama”.
Cuando terminó de pasar las páginas en blanco, levantó la mirada a la ventana y descubrió que en el temprano anochecer empezaba a caer la primera nevada. Suspiró, sonrió, tomó el lapicito y escribió: “It’s snowing, it’s snowing”. Pensó por un momento, notó que empezaba a crecer el tamaño de los copos y, antes de bajar corriendo las escalas y salir a la calle, agregó con trazos cortos y apurados: “... and I feel happy and sad at the same time”.

 Texto incluido en La Brújula del deseo'(cuentos 1986-2014), 
que será lanzado por la editorial UPB en abril próximo



jueves, 13 de febrero de 2014

San Florencio de Banfield




He tenido sueños que se han cumplido en la vigilia. He mencionado a alguien a quien no veía en años y al instante lo he visto aparecer en la distancia. He escuchado que pronun­cian la palabra que leo justo cuando la leo. Me resulta insuficiente la explicación que la ciencia les da a los déjà vu. El radar de mis tripas me ha conducido a hallazgos decisivos. Me he preguntado qué son esos raros atisbos a un orden inex­plicable y, por suerte, he encontrado personas que me han hecho sentir menos solo con mis perplejidades. Por eso leo a Jung y a Swedenborg. Por eso he tenido interés duradero en la obra de Cortázar.

Llevo media vida insistiendo en que la importancia de Cortázar está en su interés por las ‘figuras’ y, por eso, en sus dimensiones religiosas. El problema es que, apenas uno men­ciona la palabra religión, los intelectuales se persignan y dicen “vade retro”. Por razones que sería largo explicar —o breve, si recurrimos a ‘El traje nuevo del emperador’— se ha llegado a creer que ser ateos e inteligentes es la misma cosa. No deja de ser una paradoja que se utilice la inteligencia para negar que haya inteligencia. La imagen de un tipo que serrucha su rama podría ser el símbolo de esa secta que con­cluye que si hay guerras, injusticias, desastres naturales o curas pederastas es porque Dios no existe. Como si el sentimiento religioso, ese principio que es la base de nuestro entendimiento, dependiera de instituciones o accidentes. Todos nos pregun­tamos por lo que somos —por la causa y el propósito— y al hacer esas preguntas está en juego el sentimiento religioso. No hablo de los negocios que se montan alrededor del misterio, hablo del misterio mismo, la obsesión principal de Cortázar.

Con Cortázar me ha pasado de todo. Una fiebre juvenil me llevó a escribir su biografía. Recorrí París llevado por encuentros y azares inexplicables. Un día busqué a Aurora Bernárdez —su primera esposa y el alma de su prolija obra póstuma— y sólo al despedirnos comprendimos que ese día —el 26 de agosto— era el cumpleaños de Cortázar. A una oportuna tormenta de nieve le debo que mi presentación más importante sobre Julio Florencio fuera un doce de febrero. Hurgando en su biblioteca personal —que está en Madrid— encontré que Cortázar le debe más a Juan de los Ángeles que a Marx. Y, como si eso fuera poco, mi obsesión con la idea de que las figuras son la clave para entenderlo me llevó a encontrar en la última página de Mimesis —el libro de Auerbach sobre las ‘figuras’— este relato inédito que divulgué hace unos años y que hoy quiero regalar a quienes por estos días recordamos devotos a San Florencio de Banfield.
Polizón
La canción la silbaba el marinero de proa y del viento pasó a los labios del grumete en el pañol repitiéndose, más aguda, hacia el puente donde una pasajera la tuvo entre los dedos como un vilano, dejándola flotar hacia atrás, titubeante, en busca de alguien que supiera alzarla del silencio que acechaba. Fui yo quien vino a salvarla de la charca en que se hundía, y la dejé seguir hasta el tripulante de boina azul que abrazado a un ventilador jugaba al oso; por él nació otra vez, grave y segura, y ya nada detuvo su ronda hasta la popa donde un marino de dormido rostro la sostuvo un segundo.
(Ay, ay,ay, ay, canta y no llores ____) Y la dejó ir, burbuja última mezclándose al pavo real furioso de la estela.
Provence, 18/ 10/(el año es ilegible, puede ser 57 o 58)[1].




[1] Una lectura posterior de este texto ha revelado que la fecha de escritura fue el 18 de octubre de 1951, y que el lugar fue el trasatlántico Provence, a bordo del cual Julio Cortázar emprendía la aventura de dejar la Argentina para irse a vivir al París donde transcurrió buena parte del resto de su vida.





Publicado en Vivir en El Poblado el 13 de febrero de 2014.












domingo, 9 de febrero de 2014

Dolores

Un fragmento de 'La brújula del deseo'


Entre los libros de José Pequer también venían traspapeladas unas curiosas postales. 
Supongo que la felicidad de aquel hombre habría sido total de haber vivido en estos tiempos en que las películas llegan a casa.
¿Les hablé de José Pequer? Fue un amigo de mi padre. Era austero, probablemente usurero, y acumuló una fortuna. 
Se sepultó vivo entre libros. Usaba los cheques como separadores.
Un Douglas Fairbanks que bailaba rodeado por mujeres sonrientes. Una Loretta Young llena de brillos claroscuros.
Una foto preciosa de Dolores Costello.
Las postales, digo.
También heredé de José Pequer Los cuarenta días de Musa Dagh y una novela de Mauriac cuyo título he olvidado.
Recuerdo que llevé la foto de Dolores por mucho tiempo en mi billetera, que a veces la miraba imaginando un mundo compartido con ella, toda una vida.
Soy un romántico empedernido. Muchas de mis ensoñaciones de adolescencia suponían matrimonios.
Alguna vez consulté su nombre en una enciclopedia del cine, pero sus películas en aquel tiempo eran inaccesibles para mí, estaban perdidas en no se sabe qué archivos y jamás irían a presentarlas en los teatros que quedaban cerca de mi casa.
El tiempo pasó, la foto se perdió y me olvidé de Dolores y me interné en la vida siempre plagada de dolores.
No fue un olvido trágico. Ni siquiera fue ingrato. De cuando en cuando la recordaba con la misma emoción y sentimiento con que volvía a los amores con personas reales.
Hasta el martes pasado, nunca se me ocurrió pensar en la ironía de que pude haber pasado toda la vida amando a una actriz a la que nunca vi en una película.
Pedí The Magnificent Amberson por razones varias. Era una película de los cuarenta, mi decenio favorito. Orson Welles estaba involucrado en el asunto. Joseph Cotten me recordaba el rostro de hombre bueno que tenía mi padre.
Acababa de verlos a ambos en The Third Man y quería saber cómo funcionaba aquí el equipo.
Sólo cuando empecé a ver la película descubrí que mi memoria caía vertiginosa en un abismo de más de medio siglo.
Ahí estaba, Dolores, con su rostro de rasgos menudos y sus ojos cristalinos de tristeza natural.
Dolores moviéndose, enseñando sus perfiles después de una larga vida de quietud.
Dolores hablando y sonriendo y susurrando, antes de caer abatida por el peso de un amor imposible.
Vi la película sin poder entender todo lo que me ocurría en ese instante, el significado de esas casi dos horas al final de la vida.
Usé el control remoto para repetir las escenas del baile. Activé la pausa cuando el perfil de Dolores se dibujaba contra el cristal de una puerta. Admiré la destreza ostentosa de Welles y la profundidad moral del personaje de Cotten: un fabricante de autos que sabía que los autos atropellarían rasgos valiosos de la humanidad.
Sólo más tarde, con el televisor apagado, justo antes de dejarme arrastrar por el placer del sueño, pude ver lo ocurrido en perspectiva.

Sentí que finalmente se había cerrado un capítulo remoto. 
Suspiré con el alivio que me daba haber llegado a este tiempo paradójico, incapaz de soñar alto, en el que algunos sueños se encuentran al alcance de la mano.



sábado, 8 de febrero de 2014

Julio Verne, el más incomprendido de los genios


Sobre Julio Verne circula una imagen estereotipada y simple que lo define como  autor de novelas juveniles que además fue un adelantado estudioso de la ciencia, capaz de predecir los inventos que le darían su peculiar aspecto al siglo XX.

Olvidados de las consideraciones literarias, de su obra prolífica y diversa, las multitudes que hablarán de Verne este año con motivo de su centenario de su muerte, el 24 de marzo, se concentrarán en la precisión con que vislumbró la llegada del hombre a la luna o la aparición de inventos como el submarino o el helicóptero.

Eso, a estas alturas, cuando la humanidad ya no se asombra con los inventos, resulta lo de menos. Si la anticipación científica, junto con la glorificación del progreso,  fuera la única razón por la que Verne merece ser recordado, podemos estar de acuerdo en que su centenario marca el inicio de un merecido olvido como escritor.

A Verne se le confiere el mérito adicional de haber hecho predicciones históricas y sociales como la de la irrupción totalitaria del nazismo,  en “Los quinientos millones de la Begún”. Pero hay mucho más que eso.

Es un error creer que los casi ochenta libros que escribió Verne están marcados por el optimismo científico que se respiraba a mediados y finales del siglo XIX. Ese deslumbramiento sólo está presente en sus obras más famosas: “Cinco semanas en globo”, “De la tierra a la luna”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “La vuelta al mundo en ochenta días”  y “La isla misteriosa”, pero incluso en ellas se asoma un elemento sombrío –una persistente desconfianza frente al corazón humano- que se haría más notorio en sus últimos años.

Una lectura atenta de estos y otros libros de Verne permite descubrir que su obra –repleta de mensajes cifrados- está muy alejada del concepto ensoñador y dulce que se tiene de la literatura juvenil. Verne ha corrido la suerte de otros autores que incomodan, como Herman Melville,  Edgar Allan Poe y Hans Christian Andersen, a quienes –ante la imposibilidad de desaparecerlos– se les trivializa confinándolos al mundo de la literatura infantil y juvenil.

Algunos de los libros de Verne son decididamente sombríos.  En “Martín Paz” (1952), por ejemplo, Verne nos narra una tragedia escenificada en el Perú: una historia de amor imposible entre un indio y la hija de un comerciante español. Allí todos pierden, no hay sonrisas ni bromas al final, sólo muertos. También podemos decir lo mismo de uno de sus últimos libros, el “Eterno  Adán” (1905), que representa una visión apocalíptica del mundo, donde los personajes se encuentran atrapados y sin esperanza en las páginas finales. Si bien este libro parece haber sido escrito en su mayor parte por el hijo de Verne, a partir de un texto de su padre titulado “Edom”, este breve relato sirve de justo cierre a una obra menos optimista de lo que suele creerse.

Algo que se le ha negado a Verne es su filiación con una de las corrientes literarias más importantes del siglo XX: la literatura del absurdo. Quizá porque sus historias, en la superficie, resultan bastante lineales y casi todas concluyen con la superación de los obstáculos. Pero en su obra abundan personajes y situaciones típicos de ese género literario que se constituyó en espejo de un mundo sin esperanzas, después de los ruidosos entusiasmos que trajeron los inventos.

Suyo es uno de los comienzos literarios más originales y trasgresores de la  literatura universal. Las primeras líneas de “La jangada” (1881), en el original francés, aunque no parezca, dicen así:
 “Phyjslyddqfdzxgasgzzqqehxgkfndrxujugiocytdxvksbxhhuypohdvyrymhuhpuydkjoxphetozsletnpmvffovpdpajxhyynojyggaymeqynfuqlnmvlyfgsuzmqiztlbqgyugsqeubvnrcredgruzblrmxyuhqhpzdrrgcrohepqxufivvrplphonthvddqfhqsntzhhhnfepmqkyuuexktogzgkyuumfvijdqdpzjqsykrplxhxqrymvklohhhotozvdksppsuvjhd”.

Después, por supuesto, vienen las explicaciones. Pero por ese instante que dura la lectura, Julio Verne se ha acercado a la filosofía que subyace bajo las obras de Beckett y de Ionesco. Sus personajes no esperan a Godot, hacen viajes extraordinarios para ir a buscarlo (lo cual los vuelve todavía más absurdos) y a veces incurren en la extrema insensatez de creer que han logrado lo que se proponen.

Verne, el marinero frustrado, el esclavo de un editor que le dio una fama engorrosa, el amargo padre de una familia con la que nunca consiguió comunicarse, ese capitán Nemo de tierra firme que decidió suicidarse trabajando, vio el abismo más allá del resplandor engañoso de los inventos. Pero pocos le han prestado atención a sus palabras.

jueves, 6 de febrero de 2014

Una flor amarilla en Montparnasse



“El día en que morimos no cantan ruiseñores, ni nos sos­tiene en sus brazos el amor, ni las cuentas están bien sal­da­das”.
John Keats

“But I know by now
why did you sit here
in the grave”.
Dolores O’Riordan

¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Lla­mar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, lla­mar a esto ir, llamar a esto adelante. Llamar a esto y aquello dormir y despertar. Y a eso otro llamarlo cuar­to de hotel y al color azul claro que se ve por la ven­tana llamarlo, con un júbilo tranquilo, el cielo de París, el cielo de la última mañana de París, cie­lo del fin de un sueño del que será posible regresar a la vigi­lia con flores y cuadernos, con recuerdos y ampo­llas que los meses irán desdibujando.
Por un momento, el sujeto consideró la idea de no levantarse, de no moverse de esa cama por el resto de su vida: perder el desayuno del hotel, per­der esa mañana, perder el tren de las seis de la tarde que debía conducirlo a Madrid, perder su nom­bre para siempre, la vida vivida hasta ese en­ton­ces.
Pero el teléfono lo sacó del ensueño de vacío y una voz con cierto aire de disgusto soltó una reta­híla en la que sólo pudo comprender las palabras neuf y déjeuner.
Recordó la insólita insistencia del primer día, en la recepción del hotel Celtic, para que estuviera en el comedor cada mañana antes de las nueve, com­pren­dió que si no se apuraba perdería el desayuno que de todas maneras ya había pagado, y a esas alturas del viaje no podía darse el lujo de perder ese café, ese gigante pan con mantequilla y mer­me­lada.
 
Al tratar de ponerse de pie comprendió la magnitud de su cansancio: llevaba treinta días de caminatas bestiales por ciudades de España y de Francia, sorbiendo con apetito insaciable los pai­sajes de esas tierras que quedaban muy lejos de su casa. La última semana se había dedicado a de­vo­rar grandes porciones de París ignorando la queja pronunciada paso a paso por sus pies. En cierta forma, su viaje había terminado, ahora sólo le res­ta­ba hacer un par de cosas en París, marcharse lue­go hasta la Gare d'Austerlitz, tomar el tren que iba a Madrid y, de allí, montarse en un avión para mirar la llanura monótona del mar, imaginando las tortuosas peripecias de los primeros viajeros que surcaron esas aguas hace apenas cinco siglos.
"Un par de cosas y ya está", pensó. “Las flores deben ser de un amarillo proverbial”. Sonrió al com­­pren­der que con sólo una semana ya tenía asun­­tos y gestiones para hacer, como cualquier otro habitante de París.

* * *

Comenzó, si es que comienzan las cosas de la vida —si no son una larga serpiente de causas y efec­tos que se muerde la cola—, durante aquellos días en que el hombre de las flores era un  mucha­cho tímido que cumplía sus deberes escolares y te­nía disponibles muchas horas en las tardes y los fi­nes de semana.
El mundo era pequeño y conocido, empezaba a la orilla de la cama, se extendía por la casa, abar­ca­ba unas seis cuadras y llegaba hasta el lugar don­­de estudiaba. A veces se le abrían horizontes que acababan en telones luminosos o en estantes don­de el joven exploraba en busca de los libros que leía por las tardes y en los fines de semana.
El ritual era preciso y agradable. La biblioteca pública era inmensa y el carnet de lector eran las lla­ves del paraíso. El muchacho caminaba sin ro­deos hasta la vasta sección 863 y allí se dedicaba a hojear y sopesar libros y libros.
Tardó poco en comprender que el nombre del autor era importante, que unas aguas secretas y co­mu­nes se movían a lo largo de los libros de un mismo ser humano.
El primero fue un abogado de Nantes que escribió mucho. Sus libros ocupaban dos filas de un estante y detrás de cada título se abrían enig­mas apasionantes, situaciones extremas, proble­mas insolubles que encontraban soluciones mila­gro­sas y absolutamente razonables. Con él viajó por el espacio en un pedazo de tierra que fue arras­trado por un cometa, con él perdió la vista y volvió a recuperarla en las inhóspitas estepas siberianas, y fue de él que recibió las primeras noticias sobre el mar.
Pero como la curiosidad era insaciable, como nin­gún mundo —por rico que fuera— resultaba suficiente, un día el muchacho decidió alejarse por un tiempo de los libros del abogado de Nantes y buscó por otros lados. Así llegó a sus manos La isla al mediodía, que parecía ser una historia sobre náu­fragos y el mar, dos temas que ya habían empe­zado a obsesionarle.
Y ese mismo día por la tarde —al leer los extra­ñí­­simos relatos del autor que acababa de encon­trar— comprendió que también él, que también to­da aquella gente que veía en el colegio o en el cine, todos esos rostros que encontraba por las calles o mirando en los estantes, eran náu­fragos, y que la soledad era su mar.

* * *

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la iz­quier­da, ajustando la mesa de plástico antes de ins­talar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la me­sa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasa­jera, una americana de las muchas, cuando en el óva­lo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada.
Julio Cortázar, “La isla al mediodía”

* * *

Y al primer cuento le siguió otro y al primer libro le siguió otro —una novela, un libro collage— y cada nuevo libro era un hallazgo decisivo,  también una admiración más grande e incondicional.
Y en los libros de aquel hombre no sólo estaba el mar. Había también casas tomadas y hombres que huyen para siempre y fuegos hermanados en el tiempo y conejitos brotando temblorosos por gar­gan­tas, ensuciando con su inocencia la casa en Buenos Aires de una graciosa señorita que está en París.

Y también estaba París, con el Club de la Serpiente, con la mujer que murió en el río, con sus hoteles y sus peceras, con callejones por donde un tipo insignificante se escabullía hacia otra vida. París con sus cantantes tristes y sus magas perdidas, con sus paraguas destrozados y sus flores amarillas.
Y, cuando quiso saber más del autor de aquellos libros, descubrió que el tal Cortázar —así se llama­ba: Julio Cortázar— era argentino y que hacía muchos años vivía y deambulaba por París.

* * *

Así habían empezado a andar por un París fabu­loso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos en una frase de clochard, de una buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo.
Julio Cortázar, Rayuela

* * *

Entonces empezó a soñar con ir un día hasta París —París ovillo, París tornillo, París metáfora existencial—, con el único propósito de ver al escri­tor de aquellos libros, estrechar su mano de gigante viejo y niño, y tratar de decirle en pocas frases lo que significaban para él todos sus libros.
Adquirió la costumbre de leer a Cortázar acom­pañado con un mapa de París. Con el sueño del via­je agazapado, buscaba en el mapa cada calle o plaza que encontraba en sus novelas y relatos, y se mo­vía cada vez con más confianza por aquella ciu­dad imaginaria.

* * *

“Aquí había sido primero como una sangría, un vapu­leo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin de Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee, al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche Midi, cuando subía a mi pieza de las rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque.
Julio Cortázar, Rayuela

* * *

Pero el viejo no pudo seguir arrastrando con el niño, Cortázar murió mucho antes de que ese lector agradecido y transformado pudiera viajar hasta París a visitarlo.
Y a pesar de que el muchacho llegó a escribir un libro sobre él, la idea de ese viaje empezó a diluirse con los años y el mapa de París terminó por extraviarse entre cajones y mudanzas.

* * *



Sólo al subir por la rampa y alcanzar la super­ficie de madera sintió que había llegado.
Tras su primer gran recorrido por París, el suje­to había decidido que el Pont des Arts sería el lugar donde debía hallarlo la noche.
Justamente el Pont des Arts.
"¿Encontraría a la Maga?", recitó. "Tantas veces me había bastado asomarme...". Recordaba pocas palabras del comienzo de Rayuela: “la luz de ceniza y olivo”, la “pinaza color borravino” (la primera vez que la leyó tuvo que recurrir al diccionario para hacerse una idea del color borravino), la silueta de la Maga deambulante o detenida, pero finalmente ausente.


 
El Pont des Arts, el puente de la Maga —como lo dijo un día Madame Léonie—, un acogedor pasaje de madera sobre el río Sena, donde Oliveira llegó a cumplir, cuando era tarde, una cita que no ha­bía sido acordada, fue el sitio elegido por ese hom­bre venido de muy lejos para pensar un poco en las impresiones recibidas durante su primer recorrido por París.
El puente estaba de fiesta. En torno a una de las bancas que ocupaban la parte central, había baile y sonido de tambores. Parejas enamoradas y soli­ta­rios pensativos contemplaban el cuadro. El sujeto se recostó de lado en el pretil de hierro, a mirar el río y la vida del puente, a dejar pasar, inconsciente y abierto, una ruidosa multitud de sensaciones que sólo entendería con el tiempo: las pinazas de diver­sos colores,  las Lucías y Horacios, Colettes y Ber­nards, ignorándose, huyéndose o buscándose.
Apoyado en el pretil del Pont des Arts, el sujeto recordó una vieja conclusión: los instantes cargados de vida sólo pueden ser comprendidos con el tiempo. El instante pertenece a los sentidos.
Cerró sus ojos y sintió la rotación vertiginosa de la tierra. Aspiró fuertemente para oler a París, ese pálido atardecer de tambores. “París huele a cielo”, se dijo y abrió nuevamente los ojos y vio al otro lado del puente, en la misma baranda, a la Maga volando en el cielo.

* * *

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distin­guir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, incli­na­da sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su cintura delgada y acercarme a la Maga que sonreiría sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas y que la gente que se da citas precisas es la misma que nece­sita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Rayuela, capítulo primero

* * *

Esa mañana, al llegar en el tren de Madrid, el sujeto había jugado con la idea de estar en el cielo.
Después de despedirse en la estación de la familia árabe, de la maestra de escuela francesa, de la abuela española que estaba inconsolable porque había dejado a sus nietos en Madrid, el sujeto se supo solo y gratamente perdido.
Pensó que lo primero sería comprar unos fran­cos y un mapa, pero antes de cumplir esos rituales que terminarían de integrarlo al plasma humano de París, se dejó arrastrar unos minutos por el vértigo inicial, por ese estar mudo y perdido, eufórico, se­re­no y sin dolor, en una franja impredecible y recién conquistada de mundo.

* * *

Y ahora la Maga volaba aferrada al pretil del Pont des Arts.
Al final de ese día, después de haberse instalado en un hotel lo más cerca posible del cementerio de Montparnasse, después de visitar el cementerio, des­pués de torres y arcos y Campos Elíseos, para agotar la novedad, el sujeto había terminado su ce­re­monia de llegada en el Pont des Arts.
Ya entonces había comprendido que recorrer esa ciudad era un juego de reglas impredecibles, de im­pul­sos inexplicables, en el que cada movimiento y cada pensamiento dibujaban el encuentro que la muerte hizo imposible en otro plano. Caminar, re­cor­dar lo leído, vivir, transitar por las calles mu­chas veces imaginadas, como en un juego de pistas para dar con un tesoro, doblando en las esquinas según los dictados del corazón, yendo al encuentro de sitios desconocidos y entrañables, así recorrería aquellos días las calles de París.
Jugar a París era mirar los zapatos que tanto habían caminado en los últimos días, verlos seguir las huellas de los pies del gigante, y pensar que algún día serían un recuerdo borroso de un ancia­no que escarba entre cenizas en busca de objetos y episodios largamente olvidados.
Jugar a París era, y fue durante todos esos días, recordar al viejo librero de la rue Verneuil, el cafe­cito de la rue des Lombards donde Madame Léonie predecía viajes y sorpresas en las líneas de la ma­no, mirar las ventanas de las habitaciones de la rue de la Tombe Issoire preguntándose en cuál había una postal Klee o Miró junto a una flor marchita y un espejo sucio, o atisbar a los clientes de los cafés de la rue du Cherche Midi creyendo vol­ver a ver a la mujer del Pont des Arts en cada mujer parecida a ella, siempre con ese silencio ensordecedor, esa pausa filosa y cristalina que terminaba por derrum­barse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra.
Jugar a París era entender que todo estaba tan bien escrito, tan sincronizado con los misterios de la vida, que habría alguien en Montparnasse para ayudarle a hallar la tumba de Cortázar, que visitaría a Aurora justo el 26 de agosto, que habría una Maga asomada al río en el Pont des Arts.

* * *

La Maga tenía unas botas oscuras de tela que no despegaba del suelo a pesar de su danza. Miraba hacia el sol que se iba perdiendo más allá del río, detrás de una franja de bruma y viejos edificios. Miraba hacia el sol extasiada y bailaba, ondulaba su cuerpo menudo y traslúcido dentro de la tela que alejaba al aire de su desnudez.
Caminó hacia ella unos pasos pero desvió su rumbo cuando estuvo cerca. Fue a sentarse en el suelo del puente, con la espalda apoyada en una maceta de flores, justo detrás de ella, donde era más traslúcida, donde era más intensa su danza con el sol.
Por momentos, la danza se ajustaba al ritmo de los tambores que venían del otro extremo del puen­te. Por momentos, parecía seguir algún melo­dioso silabeo venido desde el sol.
El hombre que venía de muy lejos se preguntó qué hacía ahí, sentado en el piso de madera de un puen­te de París, a dos metros de una imagen que lo desbordaba, atento a la belleza de esa danza.
“Estoy aquí para cuidarla”, se dijo. “Está dema­siado ausente y feliz y eso la hace vulnerable”.
“La gente que cruza por el puente la mira con sorpresa. No pueden entender su plenitud. No debe ser usual ni aquí ni en ningún lado que alguien con­temple el sol con tanta placidez, tan olvidado del mundo, meciéndose al ritmo de sonidos que nadie más escucha. Porque aún cuando los músi­cos del puente están callados ella danza, a un rit­mo distinto, sobrenatural”.
Algunos de los que se reúnen en torno a los mú­si­cos la miran intrigados, algunos con avidez. El su­jeto concluye que debe formar una barrera que la proteja del mundo, así ella nunca se entere.
Y, justo en medio de esa ceremonia inconce­bible, con la danza eclipsando en su rostro el atar­de­cer amarillo pálido, el sujeto volvió a decirse lo que se había dicho durante todo el día desde el mo­men­to en que bajó del tren en la Gare d’Austerlitz: “Estás en París”.
Y recordó que, después de dejar el equipaje esa mañana en el hotel, había salido de inmediato a bus­­car una tumba en Montparnasse.

* * *
Cuando se llega al cementerio de Montparnasse le dan ganas a uno de morirse. Es gris y tranquilo, vegetal y de piedra, una sosegada isla de silencio en la ciudad. Allí sí se descansa. Sus mausoleos le dan una elegancia anticuada y apacible.
El vigilante de la entrada de la rue Edgar Quinet le había regalado un mapa para que señalara los muertos que buscaba. Otro mapa, más grande y detallado, pegado a la ventana de su oficina, tenía ubicadas las tumbas de los notables.
El sujeto curioseó en busca de los muertos rescatables del lugar y fue anotando la ubicación de los más allegados y queridos: la de Vallejo (más tarde vería esa loza triste y herida por muchos aguaceros), la de Sartre (descansando a puerta cerra­da con Simone de Beauvoir), la de Baudelaire (llena de flores, custodiada desde una tumba aleda­ña por un misterioso gato).
Marcó con letra más grande la tumba de Cortázar y antes de alejarse le dio una mirada gene­ral al resto del mapa. Sufrió una alegría adicio­nal al descubrir que en aquel sitio también estaba Barklay, pero al volver a mirar la avenida principal del cementerio la muerte se burló de su alegría.
Treinta pasos más tarde el sujeto ya estaba perdido. Lo que era muy claro y directo en el mapa se volvía sinuoso y oscuro en la vida.
Como muchas otras veces a lo largo de ese viaje, volvió a sentirse una criatura abandonada justo en medio de la nada. Disfrutó del vértigo. Pensó que llegaba tan tarde a la cita que tenía desde niño que ya no tenía prisa. El retraso era de casi quince años. Tardaría en hallar la glorieta y la tumba pero llegaría, y al llegar sentiría una satisfacción inútil, difusa, vacía.
Entonces prestó atención a la voz insistente que venía desde las tumbas situadas a la derecha de la avenida principal. Era un hombre delgado, de casi cincuenta años, que levantaba un brazo y lo lla­maba.
El sujeto tardó en entender que era a él a quien llamaban. Le costaba creer que con sólo un par de horas en París (no debía haber pasado más tiempo desde que bajó del tren y tomó el metro y llegó al hotel y salió corriendo hasta el cementerio) ya había gente llamándolo entre las tumbas de un cementerio. Pero era a él a quien llamaban. No había nadie más cerca y el hombre insistía con gestos y palabras.
“Es a usted. Venga acá”. El idioma era un lento castellano que olía a mate. El tono era amigable y el apremio tranquilo.
Mientras se acercaba, eludiendo sepulcros, el su­je­to vio el cabello canoso y lacio del hombre. Su rostro, que parecía de una tristeza permanente, se había permitido una sonrisa que no alcanzaba a borrar por completo su desencanto.
“Aquí está”, dijo el hombre cuando el sujeto es­tu­vo cerca. “Cuesta trabajo encontrarla”.
“¿Qué es esto?”, se preguntó el sujeto. “¿De dón­de aparece este hombre que sabe lo que busco?” Pero no hubo tiempo para más preguntas. A sus cansados pies, una suave llanura de mármol tenía escrito el nombre que buscaba.
En una esquina de la llanura había un bosque­cito humedecido por la lluvia, con una flor rosada y algunas hojas secas.
 “Mire”, dijo el hombre. “La gente le deja mensajes”.
Sobre el mármol, al lado del bosquecito, debajo de tres piedras había unos papeles mojados. Mensa­jes amorosos de gente llegada hasta allí desde Chile, Guatemala o Venezuela, peregrinos que acudían a una cita no pactada y sin embargo ineludible.
“Alguien escribió aquí la palabra cronopio”.
El sujeto se alejó de la tumba y vio la letra roja y ciudadosa, ya un poco borrada. Imaginó el fervor y la cautela de quien escribió esa palabra, su pincel y su tarrito de pintura escondidos en su abrigo, la desolación y el éxtasis : la ce un poco indecisa, la erre temblorosa, el resto de las letras un poco más seguras.
Al levantar nuevamente la mirada, vio por pri­me­ra vez una luna blanca y sonriente al final de la llanura, elevada por círculos de mármol color no­che. La luna de Luis, el escultor amigo de Cortázar que estuvo junto a él, con Aurora, hasta el final.
Entonces el sujeto recordó ese ya lejano libro que escribió sobre Cortázar: al hablar del instante de su muerte, en el Hospital Saint Lazare, al cons­truir esa escena en la que Aurora y Luis lo vie­ron alejarse después de que la enfermera parecida a la señorita Cora le aplicó una inyección, el sujeto ha­bía comprendido que el resto de su vida escri­biría.
“Aurora”, se dijo. “Debo encontrar a Aurora”.
Sólo entonces reparó en el otro nombre que había en la llanura de mármol. Más allá del nombre de Cortázar, cerca de la luna, estaba Carol Dunlop —muertenauta que zarpó unos meses antes que él—, su amor final, su amor definitivo, su  compañera en el último y más largo de los viajes.
Aurora en cambio había sido el amor inicial, el de los primeros libros, el de los primeros saltos, el amor que le dio alas para dejar la Argentina a sus 37 años y conquistar el anhelado cielo de París.
“París”, volvió a pensar, se volvió a ubicar, a decirse incrédulo estás aquí y el tiempo transcurre y la vida quizá no te alcance para saber y entender todo lo que vivas durante los días que pases aquí. 
Pensó que tenía que buscar a Aurora, tenía que recorrer todos los rincones de esa ciudad con la voz de Cortázar murmurando en su memoria. Tenía que ir al Pont des Arts, al Jardin de Plantes, al Parc Montsouriss a buscar el paraguas roto, a la rue de la Tombe Issoire, al Boul’Mich’. Tenía que abrir sus ojos aturdidos a los cuadros y esculturas de los museos, sentir una  alegría perturbadora frente al escri­bano egipcio, una viejísima personificación de su tarea y su destino. Tenía.
Pero recordó al hombre que estaba a su lado —recordó también que ese instante ya era un recuer­do de un hombre que custodiaba a un ángel en el Pont des Arts— y quiso saber qué cadena de he­chos, qué causalidades, qué extrañas figuras ha­bían convertido a ese hombre en su guía en los territorios de la muerte.
“Llevo quince años en París”, dijo con su sonrisa insuficiente. “Hace mucho quería visitar la tumba de Cortázar y hoy que pasaba por aquí decidí en­trar. En la puerta oí que usted preguntaba por él. Por eso lo llamé. Es una tumba difícil de encontrar, con el mapa uno se pierde”.
El sujeto pensó que, como su sonrisa, su expli­ca­ción también resultaba insuficiente, sospecho­samente clara y razonable.
“Si yo no hubiera venido hasta París, si a este hombre no le hubiera dado por entrar esta mañana gris de agosto al cementerio, si no hubiera pregun­tado por Cortázar —¿Pregunté?—, si el tren de Madrid se hubiera retrasado, si el metro, si el hotel...”
Pero era inútil encontrarle explicaciones a las cosas que ocurrían, la vida se extinguía a cada instante y había que vivirla y aceptarla a manos llenas, con la remota esperanza de entenderle sus sentidos más profundos algún día.

* * *

“Salomé”.
Un hombre cincuentón, de barba entrecana, vestido todo de negro, venía caminando por el Pont des Arts.
Un sol débil que le rasguñaba la mejilla terminó de traer al sujeto del recuerdo del cementerio (Recordó que ése también era un recuerdo de alguien que abrió los ojos a su último día en París).
“Salomé”, volvió a decir con voz recia el hombre de negro mientras se acercaba. Sus movimientos, a pesar de los años, seguían siendo juveniles. 
 El sujetó se entretuvo con el brillo que el sol pálido del final del verano hacía en sus pestañas entrecerradas, irisadas, embriagadas con el campanilleo de esa luz de tibieza casi impercep­tible.
Tardó en comprender que el eclipse de Maga había terminado, que donde antes había estado la mujer ahora estaba la gata color de ceniza y olivo —como el gato del cementerio— que el hombre de negro se agachó a acariciar.
“Salomé. Tu est là, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi”.
Al ponerse de pie con la gata entre los brazos, una sombra volvió a cubrir el rostro del sujeto re­cos­tado en la maceta. El hombre de negro lo miró, le sonrió y se alejó.
El sujeto decidió regresar a la mañana azul clara de su último día en París, porque el tiempo trans­curría, corría el riesgo de perder su desayuno y tenía un par de asuntos que debía resolver.

* * *
Con dificultad, consiguió abrirse paso por entre la fatiga hasta llegar al baño. El rostro en el espejo tenía unas ojeras de ultratumba. Era lunes, esa tarde tomaría el tren que iba a Madrid.
Pensó que al volver a su casa dormiría una semana.
Humedeció su rostro con el agua del lavamanos, recordó que ya no era el que fue hasta hacía pocos días. La tarde anterior, en el Jardín de Luxem­burgo, había sufrido algo que, con un poco de opti­mismo, habría podido llamar una revelación.
Ese domingo había caminado poco. Tras un mes de caminatas demenciales sus piernas se habían negado a obedecerle y el sujeto optó por irse al mu­seo George Pompidou a ver películas experi­men­tales.
En la tarde había hecho un esfuerzo sobrehu­mano para llegar hasta el Jardin de Luxemburgo y decidió sentarse frente a la glorieta principal a tra­tar de poner al día su diario de viaje, que tenía bas­tan­te descuidado.
Allí, mientras se armaba de valor para ordenarle a su mano que escribiera, mojado por una llovizna intermitente y casi imperceptible, sintiendo que había alcanzado la cima de una inmensa montaña y que ya lo que seguía era regreso, sus ojos saturados de ver viajaron por el gris de aquella tarde y fueron a posarse en unas flores pequeñas y amarillas que parecían hablarle.

* * *
 


Una tarde cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
— Estaba al borde de un cantero, una flor amari­lla cualquiera. Me había detenido a encender un ciga­rrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también  la flor me mirara, esos contactos, a ve­ces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente era eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era her­mo­sa, siempre habría flores para los hombres futu­ros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría na­da, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse ab­sur­damente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entra­da la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pa­re­ciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarle irse sin decirle nada, casi prote­gién­dolo para que siguiera por su pobre vida estú­pi­da, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Julio Cortázar, “Una flor amarilla”

* * *

¿Dónde ahora? Ligero como esa lluvia que no conseguía mojarlo, el sujeto se dejó invadir por el alivio de haber escrito sus certezas de ese instante.
Al final de esa tarde de domingo, mimetizado en el fluir sereno del Jardín de Luxemburgo, había divisado verdades esenciales a través  de las pala­bras que dejó caer en su diario de  viaje.
Vio, con una claridad inusitada, su soledad de criatura perdida entre miles de millones de criatu­ras. Supo, como si sólo en ese instante lo hubiera descubierto, que le bastaba una mano y le sobra­ban dedos para contar las personas en el mundo a las que de verdad su vida le importaba. Compren­dió, viendo la efímera eternidad de las flores, que a esa precariedad sensible que era él le quedaba el consuelo de no ser sólo él. Y recordó que, aunque el ruido de sus obras lo esperaba al regresar, su ver­da­dero territorio era el silencio: las palabras que se dan y se reciben en silencio.
Estaba invadido por la dicha del presente, por el desapego del instante, cuando sintió que lo mira­ban.
Frente a él, en la baranda de piedra que lo sepa­ra­ba de la glorieta, la gata dejó de mirarlo y siguió caminando sabiéndose mirada.
“Salomé”, dijo el hombre con su voz arrugada. Esperó a que la gata lo alcanzara, acarició su lomo erizado —también ese día vestía de negro— y des­pués de sonreírle al sujeto se volvió con la gata en sus brazos y empezó a alejarse.
El sujeto se alegró de no sentir ya el impulso de encontrarle explicación a los hallazgos y encuen­tros que tenía. Ahora sabía que eran el alimento de su oficio de misterios.
Antes de que la noche acabara de caer —antes de que los gendarmes llegaran con sus pitos y sus altavoces a desalojar a los visitantes del Jardín— decidió hacer una lista de episodios vividos desde la última vez que había escrito en su diario.
Lo más importante, sin duda, había sido su encuentro del día anterior con Aurora Bernárdez.

* * *

Ese sábado el sujeto había despertado con el convencimiento de que lo único verdaderamente importante que tenía para hacer era buscar a la persona que podía hablarle de Cortázar como si estuviera vivo.
Dar con ella fue fácil. Su nombre estaba en la guía de teléfonos y la voz del contestador, a pesar de no dar su nombre, era sin duda la de una mujer argentina, de cierta edad, pero vital.
El sujeto dejó un mensaje en el contestador y decidió encaminarse a la dirección que indicaba la guía. Consultando en el mapa, no parecía lejos del hotel: era en la Place du general Beuret y si llegaba hasta allí caminando daría tiempo a que la mujer considerara su mensaje y accediera a recibirlo.
“Vení, pero nada de entrevistas”, le dijo la mujer cuando volvió a llamarla desde un teléfono público al lado del edificio.
El sujeto atravesó un pasillo en la planta baja y llegó hasta un patio grande con una casa de tres niveles al fondo.
La mujer era menuda y elástica, los ojos azules y el rostro vivaz. Durante varias horas le habló de Cortázar con la familiaridad con que se habla de un pariente común: de la Argentina, de los primeros años que vivieron juntos en París, de la forma como las mujeres caían derretidas ante él (“estaba hecho con los ojos”), de sus últimos días de vida y de su muerte, de sus estremecedoras últimas palabras.
 
Casi al final de la visita, recordaron en forma desprevenida la fecha de ese sábado y algo mudo y pesado vino a oprimirles el pecho.
“Hoy es 26 de agosto”.
“Hoy cumpliría ochenta y uno”.
El sujeto pensó que estar allí, justo ese día, era como el final de un juego en el que —después de muchos años y rodeos— por fin podía encontrarse frente a frente con Cortázar.
Sintió que lo abrazaba la sombra de unos brazos que venían de muy lejos.
Antes de acompañarlo hasta la puerta, la mujer le obsequió un libro con los últimos poemas de Cortázar y le leyó un viejo verso de John Keats sobre la forma trivial, gris e inoportuna como nos despedimos de la vida.

* * *

Aquella tarde de sábado caminó horas y horas buscando más pasos en las huellas.
Pero el destino de esa larga caminata que pasó por Montsouriss y el Jardin des Plantes —donde no encontró axolotls, pero sí un camaleón—, era un lugar que sólo aparecía fugazmente en la obra de Cortázar: la Biblioteca de Arsenal.
La Biblioteca era un edificio antiguo y de arqui­tectura pacífica. Estaba cerrado por el verano, o quizá porque era sábado. Tenía una amplia zona de grava al frente y una escultura de Rimbaud.
Fue el último lugar que Cortázar visitó.
Lo había dicho Aurora horas antes. Fue una mañana de invierno, pero el día —como el doce de febrero— estaba soleado. Antes de lle­gar al Hospital Saint Lazare, Cortázar había pedido que se detuvie­ran un instante en la Biblio­teca.
Aurora y Luis estaban con él.
Al poner un pie en el primer peldaño, comprendió que las fuerzas no le alcanzarían para llegar hasta arriba.
Impotente, pidió a Aurora que subiera a mirar —que fuera sus ojos— y volviera a contarle cómo estaba ese lugar que lo había albergado tantas ve­ces desde hacía más de treinta años.
Aferrado al pasamanos, debió recordar la fidelidad obsesiva con que regresaba a ese remanso de libros, su otro hogar al llegar a París. Luego vino el natural distanciamiento. Ahora tenía la certeza fi­nal de que allí se quedaban muchísimos momen­tos que hacían que valiera la pena haber vivido.



 
 “Está igual de bonita”, había dicho Aurora al bajar. “Pequeña, acogedora”.
Y en medio de un tráfico enredado llegaron a la casilla final.

* * *

Si no es que alguien te sueña o te imagina, ten­drías que contar que llegó el día de marcharte de París y que las flores para Julio y para Barklay debían ser de un amarillo proverbial.
Y anotar que finalmente caminaste por la acera que Oliveira recorrió al final de algo.
Tú, con tus maceticas plásticas, bordeando el vie­­j­í­­simo muro exterior del cementerio, como un feliz subsidiario de la desgracia.
Y él, Quinto Horacio Oliveira, leyendo distraído avisos publicitarios de brujas y quirománticas.
Y agregar además que no preguntaste nada a nadie y que llegaste hasta la llanura blanca donde ese día ya no había papelitos con mensajes y que pusiste las flores pegadas al bosquecito y que viste la luna sonriente en el horizonte y que pasaste tus dedos por cada una de las letras de su nombre y que quisiste llorar pero faltaron razones.
Y que antes de marcharte volviste a mirar esa tumba que mira las nubes que pasan —una blanca, una gorda, una larga— y que pensaste lar­ga­mente, mirando esa flor que parecía saludarte, en aquellas palabras sin canto de ruiseñores:
“Que me den un calmante”.
Y que juraste no olvidar, mientras durara ese dolor que llaman vida, esa flor encendida, ese lago tranquilo, su luna de mármol, ese instante perdido en la vida de un hombre perdido en la vida de un mundo perdido en un amplio universo perdido.

París, agosto de 1995
  
Texto incluido en 'Un tal Cortázar y otros pasos en las huellas'
De venta en la Libreria de la U