Un fragmento de "La ciudad de los crepúsculos"
Ahí estaban, como para enloquecer
hasta al más frío Humbert Humbert. Siete, quizá ocho; sí, ocho en realidad.
Tres en un sofá, cuatro en el otro y una en una silla individual. Ansiosas,
inquietas, mujeres ya, fuera de las rutas cotidianas, en la sala de entrevistas
de El Liberal, a solas con un hombre que, según su profesora de español,
era importante.
Pero la informalidad del traje –tenis
blancos y jeans, un sol enorme y bello sobre el pecho y el vientre ya un poco abultado–
y la juventud del gesto les hicieron comprender que quizá la tarea de español no
sería tan aburrida como habían imaginado.
Tardaron en hacer la primera
pregunta. Reían nerviosas, se dirigían miradas cargadas de intención. El hombre
aprovechó la indecisión y el protocolo para verlas, una a una, desde la silla
rodante que había dispuesto frente a la formación en herradura. Empezó por su izquierda, por la de los ojos
claros y los retenedores en los dientes. La claridad de los ojos la salvaba de
la intrascendencia. Era evidente que usaba esa diferencia para ejercer liderazgo
frente a sus compañeras. Fue ella quien grabó la presentación:
“Muy buenos días, somos la Pupys,
estamos con el famoso escritor Agustín Heredia, autor de la novela Plegaria
y la colección de relatos Qué ajenos a mí tus sueños. Muy gentilmente,
el señor Heredia ha accedido a responder las preguntas que le haremos”.
Eran las preguntas de un famoso
cuestionario que solía asociarse con Marcel Proust. El color preferido, el
músico, el héroe real o literario, la heroína, las cualidades y los defectos,
las frustraciones y los sueños, los pintores, las flores, los pájaros. Las chicas
se turnaron para hacer las preguntas y, como había algo de rigidez en el
proceso, Heredia procuró darles vida a las respuestas. Dijo que su pájaro
predilecto era el cuervo, por incomprendido. Dudó al hablar de su heroína y pidió
a la de ojos claros que apagara un momento la grabadora para pensar. Al final recordó
a Juana de Asbaje y les dijo que podrían ser como ella. Aprovechó para elogiar a
esa inquieta multitud que lo escuchaba, a esa turba de niñas mujeres
impacientes por vivir. A medida que hablaba, Heredia leía sus gestos, su
aprobación y su estupor, la aquiescencia al escucharlo, las verdades ya intuidas,
y sentía que eso –ese fervor nuevo y limpio, esas hojas en blanco– lo llenaban
de vida.
El resto de ese día y los días
siguientes recordó aquel insólito episodio, el regocijo y la entrega a medida
que la entrevista transcurría.
Al final del cuestionario de treinta
preguntas hubo un vacío triste en la sala. Todo había ocurrido demasiado rápido.
Pero ya ambos, él y ellas, habían ideado una manera de alargar la charla. Alentándose
entre ellas nombraron a la chica de ojos claros para que le pidiera a Heredia permiso
para hacerle preguntas personales. Heredia aceptó halagado, pero les pidió permiso
para retirarse de la sala por un momento. Necesitaba respirar y buscar sus libros,
para no ser ante ellas un escritor sin libros. Sintió que también ellas necesitaban
ponerse de acuerdo. Al salir de la salita vio correr apurada y múltiple la
frase: “Pregúntale si es casado”. Esa fue la primera pregunta que le hicieron cuando
regresó.
La hizo la que ocupaba la silla
individual, la que cerraba la herradura: coqueta, piel canela y rasgos hermosos
y pulidos, con un enternecedor aire de mujer que aparenta que ya sabe algo de
hombres.
La respuesta produjo un coro de
desencantos frente al que Heredia tuvo que hacer un esfuerzo de oratoria para
reponer los ánimos. La chica en el centro de la herradura hizo la nueva
pregunta.
“¿Ha sufrido por amor a una mujer?”
Heredia sintió que en ese instante
vislumbraba las profundas dimensiones de ese encuentro, lo definitiva que podía
ser para ellas –en la flor de la vida, algunas ya víctimas de las fiebres del
amor– la posibilidad de conocer respuestas al misterio que es el hombre.
“Sí”, dijo Heredia, aliviado,
purificado por esa charla en la que decidió no escamotear nada.
Y les habló del dolor irrepetible que
nos llega con el primer amor, del sufrimiento que padece todo aquel que siente
amor y de la imposibilidad de renunciar a sentir eso sin lo que no se puede
transitar por la vida.
Y vio el brillo agradecido en los ojos
de esos seres de belleza inabarcable, en esas madres y abuelas que aprendían a
querer a sus hijos en el inconsciente esplendor de sus quince años, añorando y
anhelando el vanidoso y sensual juego del amor.
Al final de las preguntas, al final
de los latidos más expuestos y sinceros, una de ellas, la última del sofá donde
había cuatro, la séptima en el orden que empezaba con la de los ojos claros,
venció un temblor emocionado en la garganta, contuvo la humedad exaltada de sus
ojos y le dijo, con una pureza y una transparencia que Heredia jamás olvidaría:
“Agustín, quiero decirte que eres una
nota”.
La emoción la hizo callar y detenerse
en un gesto casi amargo, como si quisiera estar completamente sola para dejar
salir el llanto dulce de la felicidad.
Heredia no supo qué decir.
Agradeció a la mujer emocionada,
agradeció a esa multitud que había llegado a renovarle la alegría cuando ya se
le extinguía, agradeció a la vida el regalo de ese instante.
Propuso leerles un cuento para que
también quedara en la grabación. Entonces vio que la segunda, la más tranquila
de todas, la que había alargado el brazo cuando entró con los libros, la más
bella para él, le entregaba el libro abierto y le pedía que leyera un cuento que
ella acababa de elegir.
Heredia había pensado leer otro, pero
accedió a su solicitud y leyó casi sin equivocarse.
Mientras leía pudo ver por el rabillo
del ojo que la tercera, la soberana en la sombra, la que días atrás había hecho
el contacto telefónico con una seguridad de mujer mayor habituada al trato con
los hombres, les indicó a todas que aplaudieran cuando terminara la lectura.
Y aplaudieron y Heredia sintió un bochorno
que no llegaba a ser desagradable, pero hizo lo posible para que no se prolongara.
Entonces comprendieron que era el
momento de separarse.
Prometieron volver a verse –pronto y
diez años más tarde– y expresaron regocijo por haberse conocido. Una que había
hablado poco le agradeció por no ser un viejo amargo.
La que Heredia había elegido fue la
última en despedirse. Le preguntó el significado de otro cuento que acababa de
leer.
Él la invito a pensar, a encontrar
por ella misma lo que significaba. Le propuso que hablaran del asunto si algún
día volvían a encontrarse.
De “La ciudad de los crepúsculos”
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