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miércoles, 11 de agosto de 2021

Las Pupys

 Un fragmento de "La ciudad de los crepúsculos"



Ahí estaban, como para enloquecer hasta al más frío Humbert Humbert. Siete, quizá ocho; sí, ocho en realidad. Tres en un sofá, cuatro en el otro y una en una silla individual. Ansiosas, inquietas, mujeres ya, fuera de las rutas cotidianas, en la sala de entrevistas de El Liberal, a solas con un hombre que, según su profesora de español, era importante.

Pero la informalidad del traje –tenis blancos y jeans, un sol enorme y bello sobre el pecho y el vientre ya un poco abultado– y la juventud del gesto les hicieron comprender que quizá la tarea de español no sería tan aburrida como habían imaginado.

Tardaron en hacer la primera pregunta. Reían nerviosas, se dirigían miradas cargadas de intención. El hombre aprovechó la indecisión y el protocolo para verlas, una a una, desde la silla rodante que había dispuesto frente a la formación en herradura.  Empezó por su izquierda, por la de los ojos claros y los retenedores en los dientes. La claridad de los ojos la salvaba de la intrascendencia. Era evidente que usaba esa diferencia para ejercer liderazgo frente a sus compañeras. Fue ella quien grabó la presentación:

“Muy buenos días, somos la Pupys, estamos con el famoso escritor Agustín Heredia, autor de la novela Plegaria y la colección de relatos Qué ajenos a mí tus sueños. Muy gentilmente, el señor Heredia ha accedido a responder las preguntas que le haremos”.

Eran las preguntas de un famoso cuestionario que solía asociarse con Marcel Proust. El color preferido, el músico, el héroe real o literario, la heroína, las cualidades y los defectos, las frustraciones y los sueños, los pintores, las flores, los pájaros. Las chicas se turnaron para hacer las preguntas y, como había algo de rigidez en el proceso, Heredia procuró darles vida a las respuestas. Dijo que su pájaro predilecto era el cuervo, por incomprendido. Dudó al hablar de su heroína y pidió a la de ojos claros que apagara un momento la grabadora para pensar. Al final recordó a Juana de Asbaje y les dijo que podrían ser como ella. Aprovechó para elogiar a esa inquieta multitud que lo escuchaba, a esa turba de niñas mujeres impacientes por vivir. A medida que hablaba, Heredia leía sus gestos, su aprobación y su estupor, la aquiescencia al escucharlo, las verdades ya intuidas, y sentía que eso –ese fervor nuevo y limpio, esas hojas en blanco– lo llenaban de vida.

El resto de ese día y los días siguientes recordó aquel insólito episodio, el regocijo y la entrega a medida que la entrevista transcurría.

Al final del cuestionario de treinta preguntas hubo un vacío triste en la sala. Todo había ocurrido demasiado rápido. Pero ya ambos, él y ellas, habían ideado una manera de alargar la charla. Alentándose entre ellas nombraron a la chica de ojos claros para que le pidiera a Heredia permiso para hacerle preguntas personales. Heredia aceptó halagado, pero les pidió permiso para retirarse de la sala por un momento. Necesitaba respirar y buscar sus libros, para no ser ante ellas un escritor sin libros. Sintió que también ellas necesitaban ponerse de acuerdo. Al salir de la salita vio correr apurada y múltiple la frase: “Pregúntale si es casado”. Esa fue la primera pregunta que le hicieron cuando regresó.

La hizo la que ocupaba la silla individual, la que cerraba la herradura: coqueta, piel canela y rasgos hermosos y pulidos, con un enternecedor aire de mujer que aparenta que ya sabe algo de hombres.

La respuesta produjo un coro de desencantos frente al que Heredia tuvo que hacer un esfuerzo de oratoria para reponer los ánimos. La chica en el centro de la herradura hizo la nueva pregunta.

“¿Ha sufrido por amor a una mujer?”

Heredia sintió que en ese instante vislumbraba las profundas dimensiones de ese encuentro, lo definitiva que podía ser para ellas –en la flor de la vida, algunas ya víctimas de las fiebres del amor– la posibilidad de conocer respuestas al misterio que es el hombre.

“Sí”, dijo Heredia, aliviado, purificado por esa charla en la que decidió no escamotear nada.

Y les habló del dolor irrepetible que nos llega con el primer amor, del sufrimiento que padece todo aquel que siente amor y de la imposibilidad de renunciar a sentir eso sin lo que no se puede transitar por la vida.

Y vio el brillo agradecido en los ojos de esos seres de belleza inabarcable, en esas madres y abuelas que aprendían a querer a sus hijos en el inconsciente esplendor de sus quince años, añorando y anhelando el vanidoso y sensual juego del amor.

Al final de las preguntas, al final de los latidos más expuestos y sinceros, una de ellas, la última del sofá donde había cuatro, la séptima en el orden que empezaba con la de los ojos claros, venció un temblor emocionado en la garganta, contuvo la humedad exaltada de sus ojos y le dijo, con una pureza y una transparencia que Heredia jamás olvidaría:

“Agustín, quiero decirte que eres una nota”.

La emoción la hizo callar y detenerse en un gesto casi amargo, como si quisiera estar completamente sola para dejar salir el llanto dulce de la felicidad.

Heredia no supo qué decir.

Agradeció a la mujer emocionada, agradeció a esa multitud que había llegado a renovarle la alegría cuando ya se le extinguía, agradeció a la vida el regalo de ese instante.

Propuso leerles un cuento para que también quedara en la grabación. Entonces vio que la segunda, la más tranquila de todas, la que había alargado el brazo cuando entró con los libros, la más bella para él, le entregaba el libro abierto y le pedía que leyera un cuento que ella acababa de elegir.

Heredia había pensado leer otro, pero accedió a su solicitud y leyó casi sin equivocarse.

Mientras leía pudo ver por el rabillo del ojo que la tercera, la soberana en la sombra, la que días atrás había hecho el contacto telefónico con una seguridad de mujer mayor habituada al trato con los hombres, les indicó a todas que aplaudieran cuando terminara la lectura.

Y aplaudieron y Heredia sintió un bochorno que no llegaba a ser desagradable, pero hizo lo posible para que no se prolongara.

Entonces comprendieron que era el momento de separarse.

Prometieron volver a verse –pronto y diez años más tarde– y expresaron regocijo por haberse conocido. Una que había hablado poco le agradeció por no ser un viejo amargo.

La que Heredia había elegido fue la última en despedirse. Le preguntó el significado de otro cuento que acababa de leer.

Él la invito a pensar, a encontrar por ella misma lo que significaba. Le propuso que hablaran del asunto si algún día volvían a encontrarse.

De “La ciudad de los crepúsculos”

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