domingo, 26 de diciembre de 2010

El ardor


Cuento publicado en el suplemento "Generación"




El ardor

Podría abundar en detalles para explicar la inusual agudeza de aquel día.
Podría referirme a lo intenso y atípico de los días anteriores, a ese placer egoísta que es salir de una sala de cine para entrar a otra y salir de esa otra para meterse en otra y... pero ese es otro cuento.
Lo único importante es que, aquella mañana de domingo, el mundo no era un sitio  hostil y plano, sino algo sinuoso y sugestivo.
Eran como las diez de la mañana y yo había llegado al aeropuerto en compañía de mi amigo, Gustav Redsome, quien se había hospedado en mi casa durante una semana: durante esa semana de luces proyectadas en cavernas.
Esos días nos habían permitido renovar nuestra amistad. Hablando entre películas —o el día en que, cansados de cine, nos fuimos pronto a casa a escribir una novela, a dos manos derechas, hasta la madrugada— compartimos aquellas dolorosas lucideces que han sido nuestro punto de encuentro principal.
Aquella mañana de domingo, Gustav estaba triste y pensaba con angustia en la vida que lo esperaba cuando su avión aterrizara. También estaba atento a su equipaje y su tiquete. Por eso no pudo ver la pareja que hacía la fila frente al mostrador de la aerolínea.
Ahora que lo pienso, fue un regalo de la vida que fijara mi atención en la pareja. Suelo moverme por el mundo tan hundido en lo que pienso, que las cosas que ocurren en torno mío casi nunca las percibo, aun las evidentes y ruidosas. Pero aquel día —esta mañana, para ser sincero y exacto— leí de inmediato en la pareja una historia subyugante. Él era un tipo simple, como una sombra blanca —más tarde, Redsome me ayudaría a entender su insignificancia—, pero ella era un ser florecido, un sol joven, un animal que hacía muy poco se había reconocido en su fiereza.
Observé, con un gusto perverso, el fuego que tenía en la mirada, su brillante altanería, su maldad y su fuerza. Comprendí que ella estaba por encima del hombre, que algo en él la rehuía. Ella todo lo miraba como si le perteneciera, como si el universo se moviera en torno suyo y le debiera sólo a ella su energía.
Cuando fueron atendidos en el mostrador de la aerolínea, traté de advertir a Redsome sobre lo que había visto, pero había mucha gente allí y no encontré las palabras ambiguas y exactas para que sólo mi amigo me entendiera.
Me limité a decirle:
“Acabo de ver una novela”. Al verlo dispuesto a escuchar, agregué disuasivo: “Después de que te atiendan te la cuento”.
Y mientras la fila se movía, y Redsome trataba de entender desconcertado lo que quise decirle, vi a los dos alejarse, pero especialmente a ella, con sus piernas vacilantes y hermosas, como si intentara acostumbrarse a un cuerpo acabado de adquirir, su cuerpo verdadero, no el de aquel largo aplazamiento que por fin había terminado. Fue ella quien buscó y trenzó sus dedos con los del hombre sombra.
Caminábamos por un pasillo del aeropuerto cuando pude explicarle a Redsome el asunto:
“Acabo de ver una escena deliciosa”, le dije. “Una pareja muy joven, no tienen más de veintitrés. Ella tiene unos ojos de fiera satisfecha”.
Tardamos poco en encontrarlos —el aeropuerto de la aldea donde vivo es tan tremendamente chico, como la misma aldea— y Redsome siguió con interés mi recomendación de mirar a la chica de vestido amarillo, con falda muy corta, y al muchacho con la camisa a cuadros, que hacían fila para salir a la pista.
También Redsome percibió lo que irradiaba esa pareja que para el resto de la gente era invisible. Se bebió —como yo— cada sutil movimiento, cada compás de esa hermosa melodía dedicada a un momento decisivo de la vida.
“Está completamente exhausto”, dijo Redsome. “Y ella está rebosante de vida. Es como si le hubiera robado la energía”.
La mirada de la mujer era perturbadora, de una soberbia arrogancia. Estaba contenta de haber conquistado su verdadero carácter. Se sentía dispuesta a enfrentar cualquier mirada.
“¿Te imaginas la intensidad de las imágenes que pasan por su mente?”, dije. “Los olores, las texturas, los vértigos que los sacuden mientras actúan como dos ciudadanos comunes”.
“Sí, no hay duda”, dijo Redsome cuando la mujer volvió a tomar la mano del hombre, a apretujarse contra él sin importarle si la fila avanzaba.
Después, cuando el joven se alejó por un momento, para dejar un papel en un cesto de basura, Redsome y yo nos dedicamos a mirar a la mujer. Yo me preguntaba qué sentiría ella si un hombre, cualquier hombre, buscara su mirada y le expresara con los ojos su deseo. Entonces ocurrió ese movimiento culminante, ese destello súbito que llevó el gozo de ese instante hasta lo máximo. Fue sutil y más que rápido, pero aquella mañana de domingo nos sentíamos singularmente hipersensibles. Por eso el ardor que la obligó a sacudir brevemente sus caderas cayó como un rayo en nuestros viejos corazones.
“Qué hermosura”, dijo Redsome, mientras la miraba conmovido.
“Y qué tristeza”, pensé yo.
Al verlos caminar rumbo a la pista, tomados de la mano y a punto de alejarse para siempre de esos días, a punto de volar a su ciudad —donde un mundo de rutinas y allegados estaría esperándolos con las fauces abiertas—, no pude dejar de lamentarme por la forma tan ciega y obediente en que la dicha camina en dirección a la desgracia.








sábado, 18 de diciembre de 2010

Reflexiones sobre un témpano de hielo




Palabras leídas en la Universidad de Cartagena, el pasado 9 de agosto de 2010, en el marco de la celebración del día del comunicador. 


Por Gustavo Arango


            
          Me encuentro aquí en una curiosa situación: me dispongo a hablar de periodismo a pesar de que hace más de diez años no trabajo en una sala de redacción. Es como si a un congreso de domadores de leones invitaran al payaso a dar el discurso. Es posible que el payaso haya sido alguna vez domador, y que al final haya elegido las dentaduras humanas, pero de todas maneras puede quedar la sensación de que el invitado no es la persona apropiada. Suponiendo que llegara a decir algo de sustancia sobre el oficio, queda también la sensación de que quien habla es un desertor, alguien que encontró refugio en otra actividad, la enseñanza, que quizá le parece más emocionante o más segura. En tiempos tan patrioteros, podría creerse que es como pedirle que hable de la patria a uno que la traicionó. 

          Pero quizá no esté de más escuchar lo que dicen los desertores. A un buen periodista le interesa todo y es posible que entre los discursos de los insensatos se encuentren cosas claras. Estoy aquí, celebrando el día de los comunicadores y periodista con ustedes, porque creo que tengo cosas para decir y porque, en cierta forma, nunca he dejado de ser periodista. Desde hace doce años, cuando me marché del oficio y del país, he mantenido el contacto con las rotativas a través del periodismo de opinión. El tiempo ha pasado y, casi sin darme cuenta, me he convertido en una especie de veterano que ha publicado cerca de mil artículos de opinión: primero con el seudónimo de un viejo y, después, con nombre propio, porque un día descubrí que si me quitaba la máscara el rostro que estaba debajo también era el de un viejo. Así que acepto con entusiasmo la invitación y me dispongo a hablar de las dificultades del oficio, de los privilegios que conlleva y, en últimas, de la importancia de asumirlo desde una perspectiva literaria. 

No ha sido fácil escribir estas palabras, entre otras cosas porque tengo la sensación de haber expresado ya muchas veces las mismas ideas. Otra paradoja en la que me encuentro, además de la del payaso en el congreso de domadores, es que pienso que los escritores deben ser discretos; de lo contrario, corren el riesgo de gastar las dos o tres ideas que subyacen en todo su trabajo. Quizá lo mejor sea salirle al paso al problema diciendo que, en mi opinión, hay dos maneras de ejercer el periodismo: una como trabajo, como instrumento de dinámicas históricas y sociales, y otra manera para la que escribir es el aspecto principal del oficio. He vivido el oficio periodístico de la segunda manera y hablo desde la experiencia que he tenido trabajando de ese modo. Pero resulta necesaria una distinción adicional: no toda pasión o interés por la escritura se enmarca en la idea que tengo del periodismo como literatura. Hay en los terrenos de la literatura mucho de vanidad y de vacuidad. Mucho de lo que se denomina periodismo literario no son más que malabares lingüísticos o explotación astuta de temas de moda. Cuando hablo de literatura en el periodismo me refiero a algo mucho más íntimo y sagrado, a ese misticismo de la palabra por medio del cual buscamos respuestas a las preguntas esenciales del ser humano. Hablo de la literatura y de lo poético como una especie de vocación religiosa cuyo propósito es explorar los misterios de la realidad con espíritu visionario. Y aquí cito de manera indirecta a Álvaro Mutis, cuando dice que la verdadera poesía es siempre visionaria.

          Aclarados los términos, volvamos a nuestro tema. El periodismo no es un oficio reputado. Más allá de las celebridades ocasionales, pulula un ejército de cargaladrillos sometidos a los caprichos de los poderosos. Los más dóciles prosperan, los rebeldes duran poco. Aquellos que tienen devaneos literarios es mejor que se alejen lo más pronto posible, apenas hayan aprendido las lecciones que el periodismo tiene para enseñarles. En un diálogo memorable entre Borges y Sábato, uno de los dos –no recuerdo cuál–dijo que se publican más periódicos de los que se necesitan. El otro agregó que la última gran noticia pudo haber sido: “El señor Colón acaba de descubrir un continente”. Las primeras páginas de los periódicos –y hablo de los masivos, de los impersonales, de los que son voceros de grupos económicos tan anónimos como sus intenciones– están llenas de noticias innecesarias: anuncios oficiales que se quedan en nada, escándalos que se olvidan a la semana, tiranuelitos a quienes el tiempo les dará su merecido, dramas que no consiguen mantener por mucho la atención de los testigos, inventos que harán reír a las generaciones del futuro.



Pero lo peor del periodismo no es que se nutra de cosas innecesarias, sino que los medios sean instrumentos del poder desmesurado. Gilbert K Chesterton, el mejor periodista que he conocido, era un enemigo declarado del periodismo; pero sus artículos de opinión siguen tan frescos y agudos cuando aparecieron en las primeras décadas del siglo veinte. Su última aventura, el semanario G K Weekly, lo escribía él solo, desde la primera hasta la última página. Chesterton no se hizo rico con su trabajo. Lo suyo era una tarea artesanal, frente a los emporios informativos que empezaban a consolidarse. Quizá por eso entendió con toda claridad el peligro para la libertad que representaban los medios masivos. En un libro sobre Chaucer y las virtudes de la edad media, Chesterton afirmó que el problema de  aquellos tiempos no era la falta de ideas, sino la falta de medios para comunicarlas.  La magnitud de ese drama, decía Chesterton, se puede apreciar mejor en nuestro tiempo, cuando tenemos excelentes medios de comunicación “y nada para comunicar”.  Así emprende una de las reflexiones más agudas que se han hecho sobre los periódicos modernos, “esos órganos ruidosos por medio de los cuales nuestra civilización proclama diariamente que no tiene nada para decir”. Con la edad media como referencia se puede entender la magnitud del poder que los medios tienen hoy. Nadie, en el siglo catorce, por más rico que fuera, poseía riqueza suficiente para enviar un mensajero a cada hogar y para refutar con trompetas y tambores el punto de vista de sus opositores. Nadie, en el siglo catorce, tenía los medios para clavar en la puerta de cada casa una proclama con su versión de los hechos más recientes.  Concluye Chesterton que “si el rey hubiera podido hacer que sus palabras fueran escuchadas por todos sus súbditos simultáneamente en todos los rincones del reino, ese poder habría diluido cualquier intento de rebelión, habría conjurado cualquier rumor –aunque el rumor fuera cierto y la aclaración del rey fuera falsa”. De manera que al desearles feliz día a los periodistas celebramos un oficio tal vez demasiado ingrato, en el cual es cada día más difícil poder decir la verdad.



Esta sombría perspectiva sobre los medios modernos podría tomarse como un intento de disuadir a los jóvenes interesados en ser periodistas. Pero ése no es mi propósito. El periodismo hay que vivirlo, ofrece oportunidades inigualables para ponernos en contacto con nuestro tiempo. Si Epicteto no hubiera sido un esclavo, no habría escrito sus maravillosas reflexiones sobre la libertad.  Es necesario conocer de primera mano el periodismo, para entender que en ese oficio lleno de servidumbres se encuentran también las claves del poder liberador de la literatura.  Del mismo modo, sólo a través de la lectura de la buena literatura, el periodista puede entender la diferencia entre las verdades oficiales y las verdades del corazón. Aquí hago referencia al discurso de William Faulkner, cuando recibió el premio Nobel de literatura. Aquel discurso es una clase magistral sobre las verdades del corazón y sobre las prioridades del escritor. Lo recomendaría a todo periodista para tenerlo presente en el ejercicio de su oficio.

Pero también hay que saber abandonar el periodismo a tiempo. Ernesto Sábato le hizo jurar a Juan José Hoyos que abandonaría el periodismo. Hoyos, uno de los cronistas colombianos más destacados de los últimos tiempos, tardó pero cumplió su promesa. Es preciso reconocer las oportunidades para marcharse de ese medio para el que sólo somos herramientas prescindibles, fácilmente reemplazables. El periodismo es una emoción juvenil, nos hace sentir dueños del mundo; es una droga y los dueños de los medios saben bien eso. Cuando el vicio está arraigado, uno es capaz de vivir hasta del aire con tal de que no lo priven de sus dosis de adrenalina periodística. Uno se codea con celebridades, los políticos le hacen creer que son sus amigos, uno es testigo directo de las tragedias y los grandes eventos; uno es capaz de poner orden en las calles o de perseguir con brazo fuerte. Cuesta abandonar esa licuadora de novedades que nos deja además la sensación de ser poderosos.

Ahora mismo estoy escribiendo una novela sobre mis años como periodista de El Universal de Cartagena, en la década de los noventa.  La revisión de mis escritos de aquel tiempo me produce hoy una sorpresa que no sentía entonces. Entre los veintiséis y los treinta y cuatro años tuve la oportunidad de codearme con toda clase de gentes: estreché manos de presidentes, besé mejillas de reinas de belleza, fui  uno de los pocos privilegiados que estaban en un saloncito del Centro de Convenciones, cuando Cartagena tuvo la más alta densidad demográfica de sabios por metro cuadrado. Entonces no tenía tiempo para entender y degustar lo que estaba pasando. Ahora todo lo vivido son tesoros. Recuerdo la tarde gris de sábado en que una niñita de pelo negro y como de trece años fue a buscar periodistas para que le ayudaran a promocionar su primer disco. Éramos dos gatos en la sala de redacción y la niñita se aferró al antepecho del cubículo del Panti y empezó a cantar “Magia”, con tanta devoción que parecía que el mundo entero la estuviera escuchando. Puedo ser un fracaso en muchos terrenos, pero alguna vez Shakira me dio un concierto privado.



Entrevisté a Higuita cuando estaba en la cárcel. En compañía del loco de Víctor Sánchez Rincones,  fuimos los primeros periodistas en hablar con el Pibe Valderrama después del triunfo de Colombia, cinco a cero, en Argentina.  Aquí en Cartagena entrevisté a Adriana Salazar, recién saciada con otro campeonato de ajedrez, y fui testigo del desenterramiento de las cerámicas más antiguas del continente: la sonrisa más vieja de que se tenga noticia. Vi arrojar cenizas de notables a la bahía, ayudé a rescatar pedazos de la historia que el olvido se estaba llevando; llegué a escribir el horóscopo, hasta que un escorpión se enojó conmigo porque le dije que no usara el aguijón.

Durante aquellos años también era consciente de que lo que estaba haciendo  era un aprendizaje: mi verdadero sueño era escribir literatura, el periodismo sólo sería un camino para lograrlo. Así que aproveché al máximo la oportunidad que el periodismo me ofrecía para hablar con todos los escritores que encontré a mi alcance: Gabriel García Márquez, Alberto Sierra, Umberto Eco, Estrella de los Rios, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa, Francisca Aguirre, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Mario Benedetti, Félix Grande, Gustavo Ibarra Merlano, Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo, Humberto Rodríguez Espinosa, Roberto Burgos Cantor y algunos más jóvenes: como Héctor Abad Faciolince, Evelio Rosero Diago y Pedro Badrán… Todos me enseñaron algo. La viuda de Onetti y la primera esposa de Cortázar accedieron a ser médiums para que me comunicara con mis maestros.  Hasta la tumba de Samuel Beckett y la taberna donde Chesterton se alegraba el espíritu fueron estaciones necesarias en el viaje.



No puedo decir que todo en aquel tiempo fuera color de rosa. Tener criterio propio es a veces un peligro en una sala de redacción. Estuve en almuerzos donde quisieron comprarme y en reuniones cuyo propósito era destruirme. Viví el extraño privilegio de saber lo que es tener enemigos. Jugué fútbol con el criminal más famoso del mundo y con un hombre que llegaría a ser presidente del Senado; lo curioso es que el primero jugaba limpio y al segundo era tan mañoso que me dieron ganas de agarrarlo a patadas. Llegué a asomarme al engranaje de la política, de las clases sociales, de las intrigas y rumores de la vieja capital del virreinato.

Pero sólo hace muy poco he empezado a darme cuenta del enorme privilegio que tenía con todo lo vivido en esos años. Mientras trabajaba como reportero en El Universal, estaba también atareado con el trabajo inmenso de ser padre y, como el dinero no alcanzaba, empecé también a ser profesor universitario.  En los ratos libres que me quedaban, más allá de la medianoche, intentaba hacer literatura. De ese esfuerzo fatigado me ha quedado un diario de quinientas páginas que, sólo ahora lo comprendo, es la crónica más sincera que escribí en aquellos años. Ha sido la relectura de ese diario triste y patético lo que me ha permitido comprender la magnitud  y la importancia de mi experiencia como periodista.  En ese archivo en letra menuda y a espacio sencillo dejaba consignados los vaivenes de mis días y la constante frustración por no estar haciendo  literatura. Pero el problema era que no entendía lo que estaba sucediendo. Me sentía frustrado y atrapado, a pesar de estar viviendo uno de los mejores momentos de mi vida. Mi único problema era la impaciencia.

Siempre creí con fe ciega en la imagen del témpano de hielo para referirme a la escritura. No hubo taller de escritura o de periodismo en el que no dijera que hay que escribir mucho, pero que debe ser muy poco lo que se asoma por encima de la superficie del agua. Hoy pienso distinto. El verdadero periodismo sólo se aprecia cuando tomamos el témpano completo y se lo entregamos al lector, para que se queme con ese frío. Al lado de la entrevista a la celebridad, es necesario decir lo que soñamos, lo que comimos la noche anterior, lo que se nos ocurrió en el ocio fructífero del inodoro, o por qué algunos días sentimos como Neruda que estamos cansados de ser hombres. Al lado de la crónica florida y cuidadosa sobre un evento, también es importante transcribir el balbuceo que salía de unas manos agotadas que no se resignaban. Al lado de la afirmación ejemplar, es preciso confesar la conducta reprochable.  Sólo ahora comprendo que en el periodismo verdadero, aquel que no perece al día siguiente, es preciso contar la vida toda, la que casi nunca sale publicada. Es a través de la sinceridad que el periodismo se acerca a la literatura.

Aquí quiero hacer un paréntesis para hablar de dos supersticiones muy difundidas en el ejercicio del periodismo: el que insiste en que el periodista debe ser invisible y el que valora en exceso lo que ha dado en llamarse “periodismo puro y duro”. En cuanto al segundo, me limitaré a decir que también es necesario un periodismo “blando e impuro” que se dedique a cosas distintas a las películas de vaqueros con que se llenan los periódicos y los noticieros. En cuanto a la insistencia en que el periodista se debe borrar de sus textos, me parece una trampa domesticadora. Ese consejo siempre me pareció sospechoso. Como he dicho, hay formas de la vanidad que sobran en el periodismo, pero no hay que renunciar jamás a lo que somos cuando damos nuestro testimonio.

Mi paso por el periodismo me ha enseñado que lo único que hacemos es escribir la crónica de nuestra vida, de nuestros encuentros, de nuestros deslumbramientos.  Lo que se publica en los medios es lo que tiene interés común.  Tarde o temprano, una mezcla de principios y oportunidades me ha puesto a salvo de los peligros éticos y los atropellos contra la dignidad que abundan en los medios.  He encontrado en la enseñanza y el destierro una oportunidad para no comprometer  mi libertad para escribir. He sido bendecido con tiempo para leer, para estudiar, y he podido comprender que quien aspira a ser un buen periodista debe hacerse dueño de toda la tradición humana: leerlo todo, tratar de entenderlo todo…escapar de las prisiones conceptuales de lo que está de moda. Esa ha sido la conclusión a la que he llegado con el tiempo: que no hay diferencia entre el periodismo y la literatura, porque el periodismo, y la escritura literaria en general, son siempre aspiración a la totalidad: nacen del deseo de saberlo todo, de entenderlo todo.

No soy un escritor popular, mis libros circulan de manera furtiva y muchos de ellos los he publicado yo mismo. Pero he llevado adelante mi sueño de hacer literatura. He escrito las novelas que he querido. He llegado a la edad en que murió mi padre y empiezo a aceptar la idea de estar cansando, pero no cambiaría por nada la vida que he vivido, la que ahora mismo vivo. Uno de mis placeres favoritos es hablar de literatura en salones llenos de gente joven; el otro placer, el de escribir, no me ha abandonado. Me falta redondear tres novelas que están casi listas y organizar  recopilaciones de ensayos, cuentos cortos y poemas. He renunciado a la aspiración de superar los setenta y nueve libros que escribió Chesterton. Sé que tampoco podré ganarle a Julio Verne, que escribió más de sesenta, aunque ninguno de los dos –ni Chesterton ni Verne– tuvo las facilidades que tengo yo ahora con el computador.


He tenido el enorme privilegio de vivir hasta llegar a saber que soy mi propia casa periodística, que mis palabras son mi riqueza, que las he tenido en abundancia. He cumplido la tarea de tomar copiosos apuntes sobre el hecho más asombroso que me ha sido dado presenciar: mi propia vida.  Empiezo a sentirme preparado para ser, por fin, periodista, a la manera de Marcel Proust o de J. D. Salinger. Ha llegado la hora de escribir mi crónica definitiva. El libro que hoy presento, Impromptus en la isla, es parte de esa crónica. Sin proponerlo de manera consciente, he incluido en ese libro todo lo que he sido. Por primera vez me he presentado como un ser íntegro: ahí conviven los textos que podrían aparecer en un periódico, con la página del diario y con el cuento, ahí están la fotografía y  la prosa poética. Salvo la de dibujante frustrado, no hay una sola faceta de mi trabajo artístico que no esté incluida ese libro. Ahí está incluso la tarea de editor, que tanto disfruté cuando me daba el lujo de diseñar las 16 páginas del suplemento Dominical de El Universal. Este libro tiene el rostro del tipo de periodismo que propongo y me propongo. Mi tarea como cronista de mi propia vida apenas comienza, lo único que espero es que me sean concedidos el tiempo y la energía para dar por concluida mi tarea.









domingo, 12 de diciembre de 2010

La fil

La nota de Vivir en El Poblado



LA FIL

Ahora que España sublima sus nostalgias imperiales dictando solemne que la “ye” se debe llamar “ye”, y que “solo” sólo debe llevar tilde cuando hay riesgo de que diga lo que no debe decir, conviene sugerir que se incluya en la biblia del lenguaje una palabra ligera y afilada que bien puede connotar, entre otras cosas, esa esquiva independencia que llevamos ya dos siglos sin poder asumir. Me refiero a la común y ampliamente difundida palabra “fil”.

Supongo que buena parte de mis lectores no recuerda o no sabe lo que significa “fil”. Pero, como ocurre con las leyes, el desconocimiento de una cosa no niega su existencia; sólo afirma lo poco enterados que viven algunos acerca de lo que ocurre más allá de su nariz. Etimólogos de oficio, o sin oficio, estarán ya aventurando parentescos, encontrando relaciones con “filósofos” o cosas “afiladas” o hasta con la extrañísima “filfa: mentira o engaño”, palabra que un remoto profesor de español me hizo aprender de memoria, aunque he pasado el resto de la vida –hasta ahora mismo– sin poder utilizarla. 

Me pregunto cuál es el criterio para que una palabra reciba la bendición de la Real Academia de la Lengua Española. Si el criterio es demográfico, no sólo (¿o será solo? Si escribo sólo corro el riesgo de quedar solo) la palabra fil debe estar en todos los diccionarios; también la Academia debe cerrar sus solemnes puertas. Resulta obsoleto que las directrices de una lengua se den desde un país que a duras penas es el tercero o cuarto en el número de hablantes de esa lengua. 

Fil empezó siendo una sigla, su origen era un título largo y ostentoso: Feria Internacional del Libro de Guadalajara, pero hoy en día todo el mundo la conoce como la “fil”. En pocos años se ha convertido en la feria del libro más importante del mundo hispánico y para el año entrante tiene previsto extender sus alcances a Los Ángeles, la segunda ciudad hispana más grande del mundo, después de ciudad de México. Cada año, a finales de noviembre, la Fil es el centro vivo de una lengua rozagante que se deriva del español y, aunque todavía tiene residuos cortesanos (este año de bicentenarios el invitado especial fue “Castilla-La Mancha”) y la mayoría de los libros que allí se venden atan y no liberan, la FIL está en camino de convertirse en el símbolo de un cambio quizá más importante que las independencias de papel que se proclamaron hace dos siglos: el momento en que Hispanoamérica comprenda que ser independientes no sólo es un derecho, sino una obligación.



Publicado en Vivir en El Poblado el 11 de diciembre de 2010









viernes, 10 de diciembre de 2010

Colima



Vine a Colima porque me invitaron a dar una conferencia sobre literatura, aunque sería más preciso si dijera que fui yo quien se hizo invitar. Estaba previsto que visitara Guadalajara a finales de noviembre, para presentar una novela, y la noticia se supo en muchos rincones de México.  Para alguien en Colima la noticia tuvo un interés particular.

Conocí a Carlos Díez Salazar hace más de veinte años, en la Facultad de Comunicación Social de la UPB. No era un estudiante típico. Era mayor que casi todos sus compañeros y era el líder de Los Changos, un grupo de música andina que además de sonar bien tenía cosas para decir. Nos acercamos cuando Carlos me pidió que fuera su director de tesis: una biografía intelectual de Porfirio  Barba Jacob, que aún espero ver publicada. Salvo la recomendación de torcerle el cuello al cisne, en una que otra frase, fue poco lo que tuve que dirigir. Carlos sabía muy bien lo que hacía, tenía –y sigue teniendo– el raro don de moverse por entre la oscuridad como si fuera mediodía.  Nos despedimos casi sin despedirnos. Yo estaba impaciente por empezar a vivir en Cartagena, la ciudad donde pensaba que por fin sería escritor, y nuestros últimos contactos fueron por correo (normal, no electrónico, porque eran otros tiempos). Luego dejamos de vernos hasta hace dos semanas.

En agosto pasado, Carlos me escribió un mensaje electrónico. Me contó que era profesor en la Facultad de Letras y Comunicaciones de la Universidad de Colima y esbozó la posibilidad de que algún día fuera a hablarles a sus alumnos. Lo demás fue una entusiasta gestión de itinerarios que concluyó, o mejor comenzó, con un viaje en un cómodo autobús desde Guadalajara hasta Colima, la capital del estado que lleva el mismo nombre. Colima es uno de los estados más pequeños de México y, sin embargo, está lleno de cosas extraordinarias. Tiene su propio volcán activo, que parece diseñado por paisajistas o por un dios inspirado con tequila. Tiene el puerto mexicano más importante sobre el Pacífico. Tiene un pueblo de ficción, Comala, que algunos se apresuran a aclarar que no es la Comala de Rulfo; aunque quizá sí sea la misma y los muertos que deambulan y cantan en sus calles aún no saben que murieron. Tiene un lugar misterioso, la “zona mágica”, donde las leyes de la física no tienen jurisdicción, porque las cosas ruedan y se derraman para arriba. Y, como si todo eso fuera poco, tiene una gente que envuelve al visitante con un cariño eufórico y tranquilo, bastante enviciador.

Podría escribir un libro sobre las treinta y seis horas que pasé en Colima. Podría, por ejemplo, hablar de la atención y el afecto con que fueron acogidas mis palabras. Podría contar ese viaje de altibajos extremos que llevó a Carlos Díez a instalarse, a casarse con Adriana, y a ver nacer y crecer sus hijos en ese rincón del mundo.  Podría alejar un poco la mirada y hablar de lo complejo y variado que se ve México, ese vasto universo de ciento doce millones de habitantes, cuando uno lo recorre. Podría hablar de lo que han llamado la “colombianización” de México, ese lento cederle el poder, y hasta la vida cotidiana, a la violencia y el miedo. Podría también insistir en que los buenos siempre son más y que los medios son los que se encargan de enaltecer criminales. Pero quizá sea suficiente con que diga que en Colima hay una piedra misteriosa, cuyo origen no ha sido establecido, y que existe la creencia de que aquellos visitantes que se deslizan por su pulida superficie regresarán. Dicen también que aquel que se desliza dos veces volverá para quedarse y el que lo hace tres veces volverá para casarse.  No lo pensé demasiado para arrojarme por la piedra, lo hice con entusiasmo. Ahora estoy en Colima preguntándome qué habrá sido de mí. Por qué tardo tanto en volver a la piedra y dejarme caer una o dos veces más.

Oneonta, Diciembre de 2010




Texto publicado originalmente en Centrópolis








sábado, 4 de diciembre de 2010

Manuscrito olvidado en un bolsillo


Cada uno de nosotros posee un calendario personal que incluye fechas cargadas de recuerdos, de momentos decisivos que han hecho de nosotros lo que somos. Podría contar toda mi vida, y no omitir pasajes sustanciales,  si sólo recordara lo vivido un 2 de enero  de hace dieciocho años, un 14 de julio de hace trece, un 20 de enero, un 15 de diciembre o un 12 de mayo.
Durante mucho tiempo hubo una fecha que traía para mí el momento más doloroso y decisivo de mi vida. El martes 14 de agosto de 1984, mi padre fue asesinado por sicarios en Medellín. Por años sentí que yo también me había muerto ese día. Pero  en medio de la oscuridad y el sinsentido ocurrió algo que me mantuvo vivo: mis manos se empeñaron en escribir. Escribir me salvó la vida, fue mi venganza, fue mi manera de devolverle a la vida el sentido que había perdido.
El pasado 14 de agosto, cuando volvía a pensar en ese día de pesadilla, recibí una de las mejores noticias de mi vida: un libro mío, otro de esos libros míos donde el dolor se ha convertido en celebración de la vida, recibió un premio que le permitirá llegar a muchos lectores. La concesión de este premio parece un error. Hace unos años, cuando envié la novela a una editorial en Colombia, fue rechazada porque, según el lector de la editorial, era una novela en la que “no pasaba nada”. Después de la indignación inicial, decidí tomar ese juicio como un elogio que me ponía al lado de autores tan queridos como Samuel Beckett y Juan Carlos Onetti. Medio en broma y medio en serio me he dedicado a decir que esta novela no tuvo éxito en Colombia porque era una novela que no tenía sicarios.
Desde el momento en que Yeana González me dio la noticia de que había ganado el premio Bicentenario, no he dejado de pensar en las estructuras y en el lenguaje de esta novela muy personal sobre la que ha caído una atención pública inesperada. El origen del mundo no es un libro para escapar. Según su arrojo y entusiasmo, los lectores podrán explorar las capas geológicas del texto: la del humor, la del amor, la del dolor; incluso las zonas más profundas, aquellas donde estamos más desnudos. El origen del mundo celebra la complejidad de la realidad y de los seres humanos. Este libro es también un homenaje a muchas tradiciones literarias, puede ser leído como un manual de escritura creativa  y como un homenaje a la escritura manuscrita. Es también una reflexión sobre el exilio, sobre el español y su aventura en los Estados Unidos, y sobre el proceso como la experiencia se transforma en literatura. Pero si tuviera que resumirla en una frase, diría que mi novela es un inventario de gratitudes, por ese privilegio extraordinario que significa estar vivo, por todos los instantes que me han sido concedidos.
Agradezco a todo el equipo de Ediciones B por el inmenso apoyo a la literatura que representa este premio literario. Agradezco a los jurados del Premio, Tomás Granados Salinas y Mario González Suárez, por la generosidad con que valoraron mi obra, y a todos los que contribuyeron a la materialización de este sueño. La fecha 27 de noviembre es, desde ahora, una de las más alegres de mi calendario personal. Cada vez que regrese en el recuerdo hasta esta tarde de sábado, volveré a reunirme con ustedes en este hermoso instante. Sus rostros y sus nombres serán parte de mi felicidad.

Guadalajara, Noviembre de 2010.




Texto publicado originalmente en Centrópolis