martes, 27 de julio de 2021

Una fiesta que se apaga

 Una reseña de "Caminos divergentes: Una mirada alternativa a la obra de Gabo",

en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República




Gabriel García Márquez sigue siendo un autor pleno de vigencia. El país olvida a sus autores con facilidad, los recuerda cuando hay aniversarios y los devuelve a la oscuridad, donde unos pocos lectores y estudiosos se adentran para valorarlos. Pero con García Márquez es distinto. Además del Premio Nobel, sus múltiples aportes al cine y al periodismo latinoamericanos, así como su condición de figura pública internacional, permiten suponer que se seguirá hablando de él mientras exista esa ficción que llamamos Colombia. Es posible que el interés oscile con el tiempo, que vengan generaciones cansadas de su nombre y otras que lo redescubran. Pero lo cierto es que se seguirá hablando de él y de su obra, como se habla de Shakespeare o Cervantes. Para quienes tuvimos el privilegio de ser sus contemporáneos, ahora empieza un raro período de balances, de miradas panorámicas en las que su vida muestra un perfil definitivo...


Sigue este enlace para leer el texto completo









Una buena novela y un mal chiste

 Una reseña de la novela "La matrioshka", de Rubén Orozco

en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República




La novela es el testimonio eterno de una joven con alma de niña, Anastasia Mijáilovna, cuya madre acaba de morir y está a punto de morir. La historia tiene lugar en las estepas siberianas, muy blancas y frías, con casas distantes unas de otras, con una estación de tren desolada. La luna es presencia constante: sus ciclos resaltan la circularidad del relato, su delirio. El silencio es otra forma de la blancura: “No digo nada; nada respondo”, repite la protagonista. Hay un cerdo llamado Félix y unos pocos personajes que son como sombras o espejismos: el padre Alekséi, el telegrafista, la loca del pueblo con una muñeca que cree su bebé, la triste pareja formada por Tatiana Filípovna y Fiódor Andreievich, quien abusa de su esposa y de la protagonista...





lunes, 26 de julio de 2021

Un golpe de autoridad

De "Un ramo de nomeolvides; García Márquez en El Universal


La hoja del machete rasgó el viento y fue a dar de plano en las nalgas descubiertas de un hombre al que varios policías tenían inmovilizado.

Estaban en el patio de una casa grande y vieja de un pueblo ribereño.

El hombre al que golpeaban trabajaba en un pequeño periódico de oposición que se editaba en la capital del departamento. Días atrás había llegado a ese pueblo por una calamidad doméstica. Ahora estaba de bruces en el patio y recibía desconcertado e impotente una paliza por culpa de su trabajo.

La casa estaba custodiada por policías junto a la puerta cerrada y en los tejados y balcones. Por mucho que el hombre gritara, nadie vendría a ayudarlo.

Desde una silla situada en un pasillo del patio, el alcalde del pueblo daba órdenes al policía que aplicaba el castigo.

“Pregúntele al señor si es el autor de estos escritos en mi contra”.

El hombre de la silla exhibió un arrugado ejemplar de El Universal.

El policía tomó el periódico, volvió al centro del patio y pegó el papel impreso a la nariz del torturado.

“¿Escribió usted esto?”, preguntó el policía con una sonrisa que esperaba una respuesta positiva.

El hombre no podía decir nada, sólo trataba de entender lo que pasaba.

“¿Trabaja usted en El Universal? ¿Su nombre es Jorge Franco Múnera?”

En medio del dolor, el hombre pudo recordar que había llegado hasta ese pueblo porque allí vivía la madre de su esposa, que estaba enferma. Recordó que el primer día no se asomó ni a la puerta de la casa. Recordó el encuentro con Pellito Padilla, al día siguiente, y la extrañeza de éste al verlo. Recordó la irrupción de los agentes en su casa y la forma de traerlo. Recordó todo eso y no pudo decir nada. Se limitó a mirar al alcalde, sentado en el borde de su silla.

“Dale, dale duro”, decía con rabia placentera. A cada golpe del machete daba un leve brinquito en su silla.

El alcalde sacó su revólver y muchos de los policías que asistían a la escena pensaron que la diversión había terminado. Pero no se decidía a levantarse de su silla y disparar. Seguía alentando al verdugo después de cada golpe.

“Dale duro. No dejes de darle”.

Cuando la hoja del machete golpeó por trigesimasegunda vez su piel sanguinolenta, el hombre cayó extenuado y siguió repitiendo el mismo número en los golpes siguientes.

Antes de pensar que se había muerto, Jorge Franco Múnera vio al alcalde ponerse de pie y caminar hasta pegar la punta del zapato contra su cara. Un policía levantó su cabeza tirándolo salvajemente del cabello.

El alcalde le puso el cañón de su arma contra las fosas nasales y le dijo con voz satisfecha por el desahogo de los golpes:

“Si usted vuelve a publicar otra cosa contra mí en ese periódico, le doy un tiro, sépalo, un tiro”.

Y se retiró jadeante y dando gritos a los cuatro vientos.



Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal 

Disponible en Amazon



miércoles, 21 de julio de 2021

"Prontuario del pasado"

 Un fragmento de La ciudad de los crepúsculos




El filósofo Wencesla Triana, famoso por su estudio sobre el derrotero de las nubes, fue un domingo al mercado. Los domingos eran su día de descanso y Wenceslao descansaba comprando en el mercado. Cambiaba la ruta habitual hasta las aireacondicionadas oficinas de la revista “Ay”.

Tan habituado estaba al recorrido hasta la revista que, cuando se bajaba del bus en el mercado, era como si sus pensamientos no se hubieran bajado. Seguía mentalmente el recorrido hasta el centro, se veía caminar por esas calles en las que ya empezaba a dejar surcos y entraba al edificio ultramoderno y empezaba a trabajar.

Mirando a las señoras con canastas, a los niños con carritos para transportar mercados, a los vendedores de limones y de bolsas: “los limones son a diez”, su mente estaba lejos, encendiendo la pantalla, levantando los librotes empolvados en busca de noticias impactantes para la popular sección: “Prontuario del pasado”.

Los días que trabajaba añoraba el mercado. Su mente se bajaba en el mercado y el cuerpo que su mente imaginaba continuaba en el bus y llegaba a la oficina y buscaba las noticias asombrosas que hacían tan exitosa a la sección de viejos cuentos reencauchados.

Pero ese domingo en particular, el último domingo de mercado, sus pensamientos tomaron un derrotero excepcional. En su viaje mental al edificio entró con pasos decididos. No saludó a la amable recepcionista, que iba siendo una de las pocas personas en la revista que aún lo trataba con amabilidad. Subió las escalas cruzándose con gente a la que decidió no mirar ni saludar. Llegó hasta su escritorio, le dio un punetazo a la pantalla y compró cinco docenas de limones.

El vendedor pensó que estaba enojado con él. Wenceslao pagó, se quedó unos minutos petrificado en el río de gente y de mercado, incapaz de seguir internándose en la colmena de almacenes en busca del puesto de cebollas y tomates.

Su mente buscó su escritorio en la revista y lo vio salir volando por la ventana. Luego volvió a buscarse al mercado y se descubrió perdido bajo un sol criminal que empezaba a insolarlo, con la mirada perdida en un aviso, incapaz de seguir, aturdido de presente y de tristeza, y se obligó a regresar, a tomar un bus a casa, a ver a los niños jugando en el antejardín, a saludar de paso a Edith en la cocina, a encerrarse en su cuarto, a sentarse en su taburete, atónito, nuevamente estático, con la bolsa de limones en la mano.

La puerta se abrió. Por supuesto, era Edith. Tenía puesta una bata de dormir, un mechón de pelo negro le caía sobre el ojo izquierdo. Hacía un batido de claras de huevo. No tuvo que preguntar nada para saber que algo grave pasaba, algo rotundo y decisivo.

Wenceslao la miró. La luz que entraba por la ventana producía sombras duras  en su cara, en sus pómulos salidos, en su barbilla torpemente afeitada.

–No más –dijo, sin fuerza, si preocuparse siquiera por que se escuchara.

Edith dejó de mirarlo. Siguió batiendo y mirando el estante de los libros. Hubiera querido decirle a ese hombre en ruinas que no se preocupara, que todo saldría bien, que encontrarían la manera de seguir, que ella trabajaría y él se quedaría con los niños, que podría escribir sus tratados, que algún día recibiría lo que hasta ese momento le habían negado; pero no dijo nada.





 


lunes, 19 de julio de 2021

El sueño

 



Soñé que me levantaba. Que me bañaba y que me vestía.

Soñé que salía a la calle y encontraba a una mujer.

También soñé que le hablaba y que la amaba.

Luego soñé que pasaba el tiempo y que dejaba de quererla y de buscarla.

Más tarde soñé que moría de amor por otra mujer.

Y, en efecto, morí.

Y aquí estoy en esta oscura tumba de aire enrarecido tratando de despertarme de ese sueño que comenzaba cuando yo me levantaba.


De "Historias del sexto sentido" (La brújula del deseo)


Disponible en La librería de la U


jueves, 15 de julio de 2021

Entre Mary Gossy y Ricardo Piglia

 Un fragmento de Morir en Sri Lanka





“Explora la influencia de San Ignacio de Loyola en el marqués de Sade”, dice Mary Gossy, mi madre superiora. “Lo revolucionario en Sade es el lenguaje, pero el lector no puede ver el lenguaje a causa del tema. El texto sádico no quiere no decir. Leer a Sade es una experiencia de sadismo. El masoquismo hace posible el placer para quienes tienen problemas de culpa. La vida nos ofrece muchas posibilidades de ser castigados. El sádico quiere crear un sistema cerrado y perfecto”.

“There is crime in nothing”, sostiene el marqués.

“La televisión es un tableau sádico”, agrega Mary Gossy, enorme y sonriente, los ojos dementes y claros. “Es un mundo cerrado: gente con dinero, que vive bien, que tiene placeres perversos. ¿De dónde viene el dinero? Sex and the City y El casamiento engañoso. Nada ha cambiado desde 1615”.

“Las mujeres tienen un falo. Más pequeño, that’s it”. Mary Gossy dixit.

“You have to laugh because we are generating a lot of erotic tension”.

Entonces, Piglia.

Mirando desde lejos puedo ver el privilegio que tenía. Las semanas transcurrían entre Raritan City y Princeton. Entre Mary Gossy y Ricardo Piglia.

“Los grandes héroes de la cultura moderna son lectores”, comienza Piglia.

Siendo Piglia un afamado escritor argentino que ahora enseña en Princeton. Aquí enseñó Einstein. Aquí enseñó Eliot. Aquí enseñan Toni Morrison y Joyce Carol Oates. Un convenio venturoso me permite ser alumno de esta clase.

Pocos meses más tarde, Escritor también enseñaría en ese lugar.

“Para mí, el detective es el último intelectual”, agrega Piglia. Tiene gesto desconfiado, aire de conspirador.

“En Borges, el que dice la verdad es el que mata. Un miedo a la experiencia insuficiente puede llevar a la avidez de información. En la lectura paranoica hay una sensación de ser manipulado o inducido. La sensación de que hay un nudo, un secreto, que alguien tiene y que no se conoce. Mientras más se lee, se busca más información, crece la sensación y viene el exceso de interpretación. Me parece divertido que el género empiece en una biblioteca y termine con el matrimonio de Marlowe, cuando ella le regala un libro de Eliot. El intelectual, para ser crítico, tiene que estar fuera de la sociedad que critica. ¿Cómo criticarla, si forma parte de ella? El detective no está ligado. Los detectives suelen ser célibes o desligados. Tienen una relación distante con el dinero, con la estructura familiar, con estructuras de sentimiento. Tienen un elemento excesivo: Holmes, cocaína; Marlowe, alcohol; Dupin, mundo de la noche, relación extraña. Una noción de diferencia o distancia, sin ser delincuentes o sujetos ajenos a la ley”.

Sombra oscuridad acumulada que se derrama y dice, que se hace delgadez y trazo y línea y dice: falta poco, también, para el final de esta página y gimo… para el final de esta página y flor… para el final de esta noche y suspiro y lágrima y flaqueza. Falta poco, y vuelvo a decir y digo, para el final de esta vida y luz oscura y verde, para el final de este dolor y sonrisa: para el final de este final que ya termina.

“El silencio o la demora puede ser la respuesta”, dice Mary Gossy. “Escuchar se convierte en la respuesta. Es como el genio del sistema. Divine vacuum. La ausencia de respuesta es el significado más fuerte. Lo inefable: la falta de una marca, de una palabra, de una respuesta, equivale al momento más lleno de Dios.

“Los ejercicios espirituales buscan producir más deseo de Dios, nutrir el deseo. Una pregunta famosa del Siglo de Oro: ¿Por qué en el género más importante, la comedia, no aparece la madre? Santa Teresa tiene problemas con la madre; la madre leía novelas de caballería y eso era un vicio. La cosa más valiosa: el momento sin la palabra. Los intersticios del lenguaje”.

Un libro lleno de intersticios, visibles, sonoros.

“Es muy difícil no hacer nada, ocupar un espacio de indiferencia”, prosigue Mary Gossy. “Deseo vivir en el presente: deseo absoluto. Deseo relativo: tengo hambre. El sufrimiento es el deseo de escapar de la tensión conflictiva del momento; no es la tensión. Deseo de escapar, deseo de morir, drugs… oblivion, olvido. Ulysses: los lotófagos comen lotos para olvidar. San Ignacio está tratando de mediar este conflicto. El método: establecer un lenguaje cerrado, entrar en un estado de indiferencia. Creo posible decir que la mística de San Ignacio es una mística de la indiferencia; en lugar de una mística de lo inefable. Lo no dicho no equivale a lo inefable; da un espacio limitado donde inventamos nuestra propia narrativa. Culpa: este sistema se conecta con nuestros padres. Prohibir se conecta con el sobrevivir. La idea es que el no es un sí. Éxtasis: to stand outside, fuera de los espacios cerrados”.

Creo haber comprendido lo que es el inconsciente. Quiero decir que es “lo que no es”, porque aquello a lo que se le confiere, asigna, la condición de ser ha dejado de ser lo que no es, ha abandonado el espacio de lo inconsciente y se ha hecho consciente. El concepto de inconsciente lo tenemos en el consciente, de ahí su precariedad.

La metáfora de la sopa caliente cuya superficie se endurece, se hace nata. Rompes la nata, abres un hueco donde es posible ver lo tibio y más líquido de abajo. Pero ese mismo movimiento supone la natificación de lo expuesto. Ya es superficie, cada vez más espesa, endurecida, menos sopa caliente.

Tres años y cuatro meses. Una muela me tiene doliendo hasta el alma. Además, está el cansancio y la ruina moral.

Abril 7. Cambia el horario. Nos adelantamos una hora. Curioso que ese distanciarse frente a la hora del país de los colombios sea también un distanciarse real con alguien a quien quizá sea mejor poner en lugar seguro por los tiempos que vienen.

Hablo de Luz. No hay casi vestigios de nuestro primer encuentro. El dos del dos del dos mil dos. Los dos. Ya duele la distancia.

April 11. Trabajo en las historias de Fa Hsien y de Merton.

“Borges no busca percibir la realidad en la ficción, sino la ficción en la realidad”, dice Piglia. “Borges en la Embajada de Rusia. Lo invitaron a dar una conferencia sobre Dostoievski. Dijo: ‘Como no me gusta Dostoievski, les voy a hablar de Dante’”.

Momentos en que no se sabe quién es qué, cuándo es cómo, quién es cuándo.

Qué soledad tan fría y sin embargo.

“Onetti construye un policial con enigma, pero no lo resuelve o lo resuelve ambiguamente. Es un relato construido alrededor de un vacío”.

La vida tiene sus vueltas raras y uno puede terminar sentado en las mesas más insospechadas.

Fue en un restaurante de Princeton.

Una vez convencidos de que ni Borges, ni Florencio, ni Bioy Casares eran eternos, les ha llegado el turno a nuevas generaciones que ya no son tan nuevas después de todo, que peinan canas y que pueden soportar con estoicismo ese equívoco supremo que es el reconocimiento.

Piglia no habla de sí mismo. Habla de sus maestros, del más maestro de todos.

Piglia era estudiante de la Universidad de la Plata, su ciudad natal, cuando conoció a Borges. Cómo él y un grupo de amigos eran los que tenían las iniciativas, consiguieron dinero para invitar a Borges a dar una conferencia.

El primer contacto fue por teléfono.

Cómo está, maestro, mi nombre es este y este, lo llamo a esto y esto.

Borges contribuyó a la charla con una anécdota de infancia. Un día fue a visitar a su padre un poeta de La Plata cuyo nombre no recuerdo –hubo vino aquella noche en esa mesa. Cómo era la hora de la siesta, y la siesta del padre de Borges era sagrada, le dijeron al poeta que volviera un poco más tarde. Pero el poeta insistió y al final no hubo otra opción que despertar al señor de la casa. Al día siguiente el poeta se suicidó.

Pero volvamos a la historia que les estaba contando.

Cuando Piglia le dijo a Borges la cantidad que pensaban ofrecerle por la conferencia (algo así como ochocientos dólares de hoy), Borges dijo que no, que era imposible, que por esa suma no.

Un silencio en la línea del teléfono contribuyó a crear el suspenso necesario: “Mejor me pagan la mitad de ese dinero”.

Piglia no olvida la sonrisa de Borges cuando terminó la conferencia, le estrechó la mano y dijo, cómplice, divertido: “Buena la rebaja que les conseguí, ¿cierto?”

La anécdota ocurrió cuarenta años atrás y Piglia no ha podido olvidarla.

Recuerda el silencio en el teléfono, la sensación que tuvo de estar ofreciendo poco y la sorpresa posterior.

Se ha pasado la vida tratando de entender esa actitud y ha llegado a una conclusión: “Ese hombre era capaz de perder cuatrocientos dólares con tal de crear una anécdota que lo hiciera inolvidable. Me ha obligado a contar esta historia toda mi vida”.









lunes, 12 de julio de 2021

La calle larga

 


La calle estaba desierta. ¿Quién sería el primero que usó esa palabra para hablar de lugares vacíos?

Unas cuantas personas en el segundo piso de una casa muy vieja: ocasionales asomos al balcón para ver a esos dos que hablan y hablan.

Están sentados en una acera. Ella acaricia su pelo. Toma mechones largos y delgados. Juega a ensortijarlos. Usa el cabello como una cortina.

Él está nervioso y fuma, pero también está contento. Habla, gesticula. Los ojos le brillan.

Ella le ha preguntado si sabe leer los ojos.

Él ha dicho que no. Sabe que lo está provocando.

Ella lo mira con gesto de estar pensando algo.

Él cree saber lo que está pensando.

–Veo una A –dice.

Ella sonríe.

–Veo una M.

Cree saber para donde va.

–Veo una B.

El desconcierto le arruga la frente. Él se apresura a completar la palabra.

–Una I, una G, una U con diéresis, una E, una D una A una D.

Ella no alcanza a formar la palabra. Busca un lapicero y le pide que diga las letras nuevamente.

Él vuelve a deletrear la palabra ambigüedad.

Ella dice que no, que no era eso lo que decían sus ojos.

Él pregunta en qué se ha equivocado.

Ella empieza a tachar letras. Solo quedan la I, la U sin diéresis y la E.

Él propone jugar al ahorcado. 

Ella escribe ocho líneas. La E en la segunda y la sexta casillas. La U y la I en la cuarta y la quinta.

Él se equivoca de manera intencional, hasta que se encuentra a punto de morir.

Luego dice las letras necesarias.


De "La ciudad de los crepúsculos"


 


domingo, 11 de julio de 2021

Has visto muchas películas

 



En un parque muy lindo, dos niños jugaban a los vaqueros.

Por entre las ramas de los verdes árboles se asomaban para dispararse con sus pistolas imaginarias.

“Pam”, “Pun”, “Bang”, sonaban los sonidos de los disparos que hacían los dos juguetones niños.

Resulta que, por esas cosas de los juegos y la guerra, quedaron los dos en un campo abierto.

El más rápido sería el ganador.

Uno de ellos, de cabello negro y algo ensortijado, disparó antes que su rubio rival.

El rubio rival se llevó una mano al pecho. Como un enorme árbol a punto de derrumbarse, comenzó a bambolearse.

Caminó con dificultad, llevándose ambas manos al corazón y con cara de dolor y de angustia.

Casi arrastrándose, terminó de llegar a una roca.

Dejó el arma a un lado y, con respiración agitada y cada vez menos fuerzas, comenzó a tratar de hablar.

Antes de cerrar los ojos y dejar caer la cara a un lado, dijo que regresaría para vengarse.

El de cabello ensortijado se acercó al amiguito que fingía estar muerto.

Observó el esfuerzo que hacía por detener el aliento, los ojos entrecerrados de pestañas que vibraban contenidas.  

Se dedicó a mirarlo, con desdén y sin prisa, hasta ver que empezaba a ponerse morado.

Poco antes de marcharse hacia su casa, le dijo con desprecio:

–El problema es que has visto muchas películas.


De "La ciudad de los crepúsculos".

viernes, 9 de julio de 2021

Resplandor

 Ya está disponible en Amazon la segunda edición de Resplandor






A finales del siglo cuarto (399 d. C.), el monje chino Fa Hsien partió de Chang-han y, en compañía de otros monjes, se dirigió a la India en busca del libro de disciplina del budismo. Bordearon la región del Tibet, atravesaron el desierto y siguieron hacia el Oeste, hasta lo que hoy son Afganistán y Pakistán. Luego descendieron a la región norte de la India y sur del Himalaya. Allí visitaron los lugares donde mil años atrás había transcurrido la vida de Siddhartha Gautama, el Buda.
Fa Hsien realizó en solitario la parte final de su periplo. Atravesó más de treinta países, su viaje se prolongó por catorce años, y los libros que obtuvo fueron fundamentales para el auge del budismo en el extremo Oriente.
Resplandor cuenta la historia del Buda y del viaje de Fa Hsien. Aquí están los pueblos y gentes que el monje encontró, las condiciones extremas de su viaje y sus visitas a los sitios sagrados. Aquí también está la aventura de un viajero contemporáneo que tiene la intención de morir en Sri Lanka y recorre los sitios donde diecisiete siglos antes estuvo Fa Hsien.
La determinación admirable de un monje que buscaba un libro y los aportes del budismo para el entendimiento de la experiencia humana son los temas centrales de esta historia que abarca dos mil quinientos años
.







domingo, 4 de julio de 2021

La mujer de blanco

Revisando una nueva edición de Resplandor
vuelvo a encontrarme con momentos de una extraña belleza.




Al salir del edificio, el viajero vio pasar a una mujer de traje blanco. Sintió por un momento que acababa de salir de alguna de las pinturas. Quiso seguirla, pero Prax lo llamó para que fueran a la pagoda. Mientras se alejaban se volvió a buscarla. No pudo verla. Había desaparecido.

La pagoda tenía unos cinco metros de alto y su forma era como de campana o de tazón invertido. La coronaba una especie de columna terminada en punta y la rodeaban cuatro réplicas pequeñas con altares. Prax le explicó que en todos los templos encontraría una construcción similar, y que en su interior solían estar guardadas las reliquias más valiosas.

Luego caminaron veinte pasos al Norte, en dirección al árbol. Los altares parecían servirle de maceta. Prax le explicó que el árbol también era infaltable en todos los santuarios y que representaba el lugar donde el Buda alcanzó el Nirvana. Antes de entrar al espacio del árbol, Prax señaló en el suelo la piedra lunar. Le dijo que vería en muchos templos ese semicírculo de piedra que marcaba la entrada a los sitios sagrados. Esta piedra lunar parecía un sol negro y pequeño extendiendo sus rayos.

Una mujer de aspecto humilde daba vueltas en torno a la enorme maceta con altares. Tenía un gesto agobiado y llevaba sobre el hombro un cuenco de barro con agua. Prax le preguntó en singalés por qué lo hacía, y ella le respondió que su esposo la había abandonado, que estaba rezando y haciendo penitencia para que regresara.

Estaban en esa conversación cuando el viajero volvió a ver a la mujer de blanco. Se había acercado a uno de los altares del árbol y esparcía pétalos blancos. Tendría unos treinta años. El cabello negro le caía en cola de caballo hasta la cintura. El perfil de su rostro era de una belleza sobrecogedora. Cuando terminó de orar, Prax le preguntó por qué lo hacía. Como no entendía la lengua, el viajero se desentendió de la conversación y se dedicó a observarla. Su piel oscura emanaba tibieza. Tenía en la mano izquierda un puñado de pétalos blancos. La pintura rosada de las uñas empezaba a desgastarse. En la mano derecha llevaba una pulsera con esferas de colores. Su blusa blanca tenía encajes de flores blancas. Parecía tener dos o tres meses de embarazo. Su mirada dulce, capaz de comprender y de aceptar muchas cosas, revelaba que su vida no había sido fácil. Sonreía sin énfasis con las preguntas que le hacía Prax. El viajero imaginó en un instante una vida posible de la que esa mujer formara parte. Conjeturó para ambos infancias y juventudes en la isla, los caminos del destino conduciéndolos a un encuentro propicio y oportuno. Pensó en la dicha de contemplar ese rostro cada mañana al despertarse.










viernes, 2 de julio de 2021

Gustavo Adolfos



La víctima siguiente fue un anciano. Después del episodio con la cabeza, procuraba estar poco tiempo en casa. Pronto descubrí que una manera de estar siempre haciendo cosas y en contacto con la gente era uniéndome a grupos de voluntarios. Bastaba llegar a las oficinas de un centro de ayuda para los que necesitan ayuda. Ahí encontraría tareas de sobra.

Decidí probar suerte como lector para ciegos y ancianos. En la oficina me dieron una lista de direcciones. Me recomendaron que hiciera arreglos para visitar a uno cada día, y me pidieron que al final de la semana les pasara la cuenta por los gastos que había tenido.

No voy a hablar de todos. Sé muy bien lo valioso que es su tiempo. Hablaré solamente de tres: dos viejitos y una ciega.

La ciega era… bueno… eh… ciega. También era joven y bonita. Me esperaba los lunes por la mañana en la salita de su casa, con una postura de alumna aplicada, las piernas bien juntitas, las manos bien simétricas sobre la falda gris oscura y bien planchada.

Su madre solía moverse por la cocina o por los cuartos, mientras yo leía en la sala. A veces calculaba silencios o pausas y lanzaba comentarios amables.

La ciega se llamaba Soledad y me pedía que le leyera artículos sobre la moda de París. Sus ojos erráticos y grises parecían perderse aun más cuando yo empezaba a describirle cortes y materiales, pliegues, colores y accesorios.

 Era ciega de nacimiento y siempre me intrigó lo que se imaginaba cuando yo mencionaba los colores. Pero nunca pude hablar con ella de esas cosas.

Uno de los viejitos era un ogro, el otro era un santo. El primero era gordo y el otro era flaco. No creo que la contextura tenga que ver con el carácter. He visto flacos perversos y gordos dulces y mansos. Menciono ese rasgo porque es uno de los pocos detalles exteriores que los diferenciaban. Tenían la misma edad: ochenta y tres años. Ambos estaban postrados en sus camas. Ambos tenían el cabello de un blanco impecable y la piel clara. He calculado que tenían la misma altura. Al gordo lo veía los martes por la tarde y al flaco los miércoles por la mañana. Los dos se llamaban Gustavo Adolfo y ambos proclamaban que era el nombre de un poeta, ilustre para uno, cornudo para el otro.

A veces me daba por pensar que eran dos versiones distintas de una misma persona. Imaginaba el momento de la juventud en que se separaron: el autobús que uno tomó y el otro no, el encuentro que uno tuvo y otro no.

El hombre de los martes me recordaba a mi abuela con su manera de quejarse. Era tiránico con sus empleados. Te nía una criada y un chofer a los que mantenía jodidos con una campanita que ocupaba su mesita de noche.

Le gustaba que le leyera sobre Napoleón. A veces, cuando se olvidaba de mi presencia, llevaba la mano al pecho, la deslizaba dentro de la camisa de su pijama y elevaba la frente con gesto marcial.

El otro Gustavo Adolfo era alegre y cariñoso. Nunca tuve que leerle. Me decía:

—No seas pendejo. Mejor me cuentas tu vida. Algo me dice que es más entretenida.

Tenía una rara habilidad para hacer las preguntas necesarias y yo empecé a sentirme a gusto cada miércoles contándole mi historia. Uno se da cuenta de que ha tenido una vida cuando tiene que contarla.

Gustavo Adolfo intercalaba risas cómplices o exclamaciones compasivas. A veces, cuando me veía en dificulta des, se decidía a regalarme alguna historia de los tiempos en que ni mis padres habían nacido.

La charla con Gustavo Adolfo me quitaba para el resto de la semana el sabor amargo que me había dejado la charla con Gustavo Adolfo.

Por suerte la amargura duró poco. El último martes que fui a leer a esa casa, el chofer se acercó a la cama del viejo y le preguntó si podía tener con él a su hijo de ocho años, porque ese día no había escuela. El niño tenía orejas grandes y cara de malo.

El viejo apretó los labios con furor, abrió los ojos como si fueran a echarle gotas y gritó.

— ¿Usted qué cree?, canalla, ¿que esto es un orfanato? Al niño se le borró la maldad y se le bajaron las orejas.

El hombre se puso rojo como esa manzana que está ahí, y a mí me fue dando ira mala. Si hay algo que no soporto, si hay algo que no tolero, si hay algo que me saca de casillas es que humillen a una persona frente a sus hijos.

Nadie se dio cuenta de mi enojo. Cada uno estaba reconcentrado en su papel en la tragedia. Respiré hondo y profundo, esperé a que el chofer se marchara del cuarto con el niño, dejé que un silencio sirviera de punto y aparte y propuse leer un capítulo que hablaba de la muerte de Napoleón.

Hice mi mejor esfuerzo en esa lectura. Además de la úlcera o cáncer de estómago, le agregué problemas de diabetes y de presión arterial. También principios de artritis. Mi voz fue lenta y mi dicción perfecta cuando dije que los trajines de su vida le habían dado a su cuerpo la fragilidad y el deterioro de un hombre de ochenta años.

No dejé de notar que ese dato había hecho mella en Gustavo Adolfo.

Seguí mi lectura, cada vez más prolífico y pausado. Hablé de las punzadas de dolor, de las terribles taquicardias y dolores musculares.

Cuando leí el testamento que dictó a finales de abril, lo hice con voz adolorida, como si un ejército minúsculo me atacara por dentro.

Al leer su voluntad de que arrojaran sus cenizas al Sena, me detuve y le pregunté a Gustavo Adolfo qué quería que hiciéramos con sus cenizas. Me miró con unos ojos de terror detenido y no me dijo nada.

Entonces seguí inventando males y dolores, vómitos, mareos y gritos de agonía, hora por hora, día por día.

Cuando por fin llegamos a las cinco y cuarenta y nueve de la tarde del cinco de mayo del año mil ochocientos diecisiete después de Cristo, Gustavo Adolfo, el malo, ya era ido.

 

De "Confieso que he matado" (El origen del mundo).