viernes, 28 de octubre de 2016

Una fiesta sin músico

La columna de
Vivir en El Poblado


Es posible que algunos de mis lectores recuerden que hace quince días hubo conmoción mundial porque la Aca­demia sueca decidió darle el Premio Nobel de Literatura al cantante estadounidense Bob Dylan. Forzando un poco el caletre, es posible que consigan también recordar que a lo sorpresivo del anuncio le siguieron reacciones pola­rizadas.

Unos no ocultaron su alegría y afirmaron que el reconocimiento para Dylan era un recordatorio de que la poesía es patrimonio de todos y no de unos cuantos elegidos. Se habló de una reivindicación de los orígenes de la literatura en los rapsodas y juglares. Se habló de Homero y de los romances medievales. Expertos engola­dos afirmaron que tal vez la Academia Sueca estaba expre­sando su preocupación por la ruina ideológica que padecen los Estados Unidos (como lo demuestra su actual proceso electoral), y que con ese premio le estaban recordando a ese país que su patrimonio incluye una tradición poética en la que brillan nombres como Walt Withman, Carl Sandburg o Vachel Lindsay.

También hubo un grupo que expresó su rechazo. El grupo de los que no quieren mezclas raras. El de los que sólo conciben la literatura empacada en las páginas de los libros. El de los que olvidaron que Shakespeare escribía telenovelas. También, el de los dos o tres entre nosotros que tienen a sus agentes literarios apuraditos gestionando traducciones y premiecitos en Europa, y que ven la llegada de los músicos al baile como una amenaza a sus aspiraciones.

En términos generales me ha alegrado que, por un momento, la mayoría de la gente se haya puesto a hablar de literatura y haya emprendido la tarea de definirla. Pero la opinión que ha brillado por su ausencia es la más importante: la que pone en entredicho la importancia de los premios literarios.

Hace quince días, cuando se hizo el anuncio del Nobel para Dylan, una amiga me preguntó qué opinaba sobre el asunto. Le dije que el Premio Nobel no es un campeonato mundial de literatura, sino la opinión de unos suecos con algo de criterio y mucho tiempo libre. Pero puedo agregar más. El Premio es una inyección de vitalidad para una institución moribunda. Podría decirse que el Nobel necesita más a Dylan que Dylan a ese premio despres­tigiado. Por eso es tan hermoso e interesante el silencio del ganador.

Todo tiene su momento. Cuando García Márquez ganó el Nobel, el premio todavía tenía la reputación que le daban autores como Faulkner o Beckett o Thomas Mann. Después de que lo han recibido Elfriede Jelinek o Vargas Llosa –que lo buscó con desvergüenza cortesana– el Nobel no tiene más prestigio que el premio del papel higiénico.

Los premios literarios suelen ser la única opción para un autor que quiere que su obra se conozca. Pero no podemos olvidar que esos corrillos de reconocimiento son lugares donde la literatura inclina la cerviz y se prosti­tuye. No creo a ciegas en los méritos de Dylan. Me parece que sus posiciones políticas suponen oscuras complici­dades. Para colmo, hace poco lo vi vendiendo autos de lujo en un comercial de televisión; me pareció que él mismo no entiende su legado. Pero ahora tiene una oportunidad maravillosa para ganarse el respeto de muchos.

Una de las cosas que más me gustan de este premio es que quien lo recibió no lo ha buscado. Hasta el momento en que escribo, Bob Dylan no lo ha aceptado ni ha dicho nada sobre el asunto. Los de la Academia ya están inquietos y uno de ellos perdió la compostura y le dijo maleducado (olvida que uno no está obligado a recibir lo que no ha pedido). Cruzo los dedos a la espera de que su silencio no termine y deje a todos plantados.



Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de octubre de 2016.





viernes, 14 de octubre de 2016

Elevaciones

La columna de Vivir en El Poblado



Hace algunas semanas recibí un nuevo grupo de estudiantes en uno de mis cursos favoritos: el de intro­duc­ción a la literatura. Haberlo enseñado muchas veces me permite sentirme muy tranquilo sobre la estructura de las clases, pero eso no significa que corra el riesgo de caer en la repetición o la monotonía. Cada curso es una expe­riencia diferente: el texto que para un grupo resulta inspi­rador puede no ser tan diciente para otro, una etimología conduce por senderos nunca antes recorridos, el verso hasta entonces oculto germina de repente.

He adquirido la costumbre de ocupar las primeras clases de cada semestre en leer con los estudiantes una pe­queña muestra de los géneros que después estudiaremos con más de­ta­lle: el ensayo, la narrativa y la poesía. Para hablar de poesía me gusta conducirlos a través de los veinticuatro versos de “Llama de amor viva”, la maravilla de San Juan de la Cruz, el santo patrón de los poetas castellanos. Nunca falla. Para cuan­do hemos terminado de reflexionar sobre el título del poema, ya tengo claro el nivel de la clase. Así he podido saber que el curso que ahora mismo estoy enseñando será memorable.

La palabra “llama” me sirve para recordarles que en la poesía el lenguaje está llevado a su máxima expresión, que sobreabunda en significados, y que en este caso la palabra puede ser un verbo o un sustantivo. “Llama” puede ser man­dato –un “llamado”– que hace alguien que está haciendo lo que pide; pero su sentido más notorio es el del fuego: la fogata, la hoguera, la antorcha, la vela, la luz, el calor. Para hablar de poesía es preciso apelar con fre­cuencia a los niños que fuimos. Sólo el niño tiene la lucidez suficiente para maravillarse con el fuego, para verlo mantener a raya la oscuridad, para ver llorar la cera, para “herirse tiernamente” la mano con las llamas.

Cuando todos han logrado regresar a la experiencia sensorial y arrobada del fuego me divierte tener que decirles que el viaje apenas comienza, e invitarlos a imaginar un fuego especial, un fuego vivo cuya vivacidad la alienta el amor. También me divierte la cara que ponen cuando les pido que me expliquen qué es la vida o qué es el amor, cuando les digo que el entendimiento del poema nunca será completo, porque nunca comprenderemos por completo esos misterios cotidia­nos. Debió ser la misma cara que yo puse cuando Ramón de Zubiría me dijo hace veinte años: “Mi querido amigo, si a uno no lo ha tocado la centella del amor –pero del verdadero–, entonces ni se le va a encender el corazón, ni se le va a aclarar el enten­dimiento, y uno se vuelve pasivo. Pero cuando eso llega, que es un milagro, entonces –ahí sí– no lo para nadie. Es una cosa prodigiosa”.

Pasé el resto de mi vida queriendo descubrir el rostro esquivo y luminoso del verdadero amor. La Rochefou­cauld decía que mucha gente no se habría enamorado si nunca hubiera oído hablar del amor. Cuesta admitir que uno nunca estuvo enamorado o que confundió lo que sentía o que no estaba preparado o que las ganas de sentir lo obligaron a convencerse de que amaba.

Aquella vez, don Ramón de Zubiría me habló de la relación con Carmen, su esposa, que empezó cuando eran niños, de cómo iban por el mundo como en yunta y la gente los llamaba “Titoycarmen” como si fueran uno, y de la fuerza que les daba ese amor que se tenían.

“La gente se olvida de una cosa”, concluyó. “Me fastidia decirlo, pero eso está en las palabras de todos los grandes poetas: el amor es siempre ascensional. Pedro Salinas, uno de los grandes de la poesía amorosa de la lengua española, tiene un poema que dice: “Tus besos son siempre elevaciones”. Cuando uno ve a un tipo que anda por ahí sucio y, de pronto, lo ve afeitadísimo y oloroso, que hiede a colonia, uno le dice: ‘¿Y tú es que estás enamorado?’ El enamorado quiere ser siempre mejor, en lo físico y en lo espiritual. Cuando el amor llega lo levanta a uno. Eso lo pone a uno en levitación”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 14 de octubre de 2016.









Sobre el Nobel a Dylan

Una nota de Mónica Quintero Restrepo, 
en El Colombiano