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lunes, 10 de julio de 2017

domingo, 6 de noviembre de 2016

Sobre "Un ramo de nomeolvides"

Una reseña de José Miguel Alzate,
en Eje 21







Gustavo Arango es un escritor antioqueño que durante cinco años estuvo vinculado a la nómina de redactores del periódico El Universal, de Cartagena. Con vocación literaria, aprovechó este tiempo para sumergirse en la investigación del trabajo que como periodista desarrolló durante los años 1948-1949 Gabriel García Márquez en el diario fundado por Domingo López Escuriaza. Admirador de la obra literaria de nuestro Premio Nobel, quería descubrir cómo fue perfeccionando su narrativa, cómo llegó a la maestría literaria y cómo su paso por el periódico cartagenero fue definitivo para estructurar argumentos que se entrecruzan en su obra novelística. El fruto de ese trabajo en los archivos del periódico es el libro cuyo título lleva este artículo: Un ramo de nomeolvides.

Pues bien: cuando Gustavo Arango inició su trabajo de investigación en los archivos de El Universal no pensó que se iba a encontrar columnas escritas por el autor de Cien años de soledad, donde se presagiaba el inmenso escritor en que se convertiría años después Gabriel García Márquez. El hijo del telegrafista de Aracataca ingresó al periódico el 19 de junio de 1948, y al día siguiente empezó a escribir la columna Punto y aparte. Cuando Manuel Zapata Olivella se lo presentó a Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de Redacción, éste le dijo que ya había leído los cuentos que desde 1947 le venía publicando El Espectador. Entonces lo contrató para que, además de crónicas, escribiera notas cortas para la sección Comentarios, que aparecía todos los días en la página cuarta.

Gustavo Arango dice que el ambiente intelectual que en ese tiempo se vivía al interior de El Universal le abrió a García Márquez las puertas para entrar en conocimiento de la novela moderna. En el periódico trabajaba ya Héctor Rojas Herazo, que era un lector exquisito. Y Clemente Manuel Zabala era un periodista con formación intelectual que había leído a los autores norteamericanos. Además, pasaba por allí todos los días Gustavo Ibarra Merlano, columnista del periódico,  que conocía como pocos el teatro griego. Los tres le recomendaron leer a Dos Passos y a Steinbeck. Pero también le dijeron que para cultivar su imaginación debía conocer a los autores griegos. García Márquez aceptó los consejos. Y se internó en la lectura de estos autores antes de descubrir a Faulkner.

¿Qué temas llamaron la atención de Gabriel García Márquez como columnista? Los hechos internacionales del momento, la despedida a los amigos que salían de Cartagena, la violencia que se registraba en el Magdalena, la carrera en el cine  de Rita Hayworth y la reseña de libros escritos por autores costeños. En ninguna de las columnas publicadas en El Universal abordó el tema de los novelistas que lo marcaron como escritor. Escasamente escribe sobre poesía, destacando la obra de Eduardo Carranza y Jorge Rojas a propósito de la publicación de un libro de Guillermo Payán Archer. Sin embargo, en las tertulias que con sus compañeros hacen en el Paseo de los Mártires, en el sector de El Cabrero y en la Cafetería Americana sí son recurrentes las charlas sobre literatura.

En el libro de Gustavo Arango se revelan datos sobre García Márquez que pocos conocen. Por ejemplo, dice que en el Municipio de Sucre, donde el escritor vivió parte de su infancia, existió un personaje que lo llamaban el coronel Buendía. Vestía totalmente de negro, y usaba un sombrero inmenso también negro. En una visita que Jorge Eliécer Gaitán hizo a la población, el hombre se paseó por la plaza montado en una mula negra, echando discursos a favor del líder liberal. El otro dato tiene que ver con la columna La jirafa, que firmada con el seudónimo de Séptimus escribió durante varios años en El Heraldo, de Barranquilla. García Márquez llamaba a Mercedes Barcha, en su época de novios, La jirafa. Y Séptimus era un personaje de la novela La señora Delloway, de Virginia Wolf.

¿Cómo era García Márquez a los veintiún años de edad, cuando llegó a Cartagena? Para establecerlo, Gustavo Arango recurre a la memoria de quienes fueron sus amigos en aquellos años. En entrevistas que les hace a Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la Espriella, Gustavo Ibarra Merlano y Manuel Zapata Olivella todos coinciden en señalar que era un muchacho mal vestido, que usaba camisas de colores estrambóticos, que calzaba unos mocasines sin embetunar. Como era un conversador exquisito, los amigos lo invitaban por su cuenta a tomar trago en algunos burdeles de la ciudad. Pero, eso sí, todos dicen que se presentía en él a un joven que por su inteligencia iba a llegar lejos, interesado en aprender cada día nuevas técnicas narrativas, con una capacidad de fabulación asombrosa. 




Publicado en Eje 21 el 11 de junio de 2017.







miércoles, 18 de mayo de 2016

Breve historia de un fantasma

Gabriel García Márquez regresa a Cartagena

                                      Foto cortesía revista Semana


Por Gustavo Arango
El amor en los tiempos del cólera es la novela de García Márquez que mejor refleja su relación con Cartagena. Como en la historia de Florentino y Fermina, el amor del escritor por la ciudad abarcó casi toda su vida. Tuvo lugar en escenarios de leyendas. Su inicio fue  promisorio, pero hubo desencuentros. La entrega de los amantes tardó más de medio siglo. Al igual que Florentino, García Márquez “se propuso ganar fama y fortuna para merecerla”.
El idilio empezó en abril del 48. Gabito, como entonces se llamaba, tenía veintiún años y acababa de huir del bogotazo. Llegaba a Cartagena a seguir sus estudios de Derecho y el impacto fue inmediato. “La ciudad era tan hermosa que parecía mentira”. Los fantasmas deambulaban por las calles. Muy poco había cambiado desde los tiempos de los virreyes. Su testimonio de ese instante es elocuente: “Me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.
La primera noche la pasó en una celda. Había toque de queda y la noche lo encontró sin hospedaje. Un par de policías le quitaron sus cigarrillos y le dijeron que los siguiera. Cuando pasaron por el mercado público, el recién nacido conoció a uno de sus personajes más recurrentes: un cocinero escandaloso de clavel en la oreja llamado Juan de las Nieves. Antes de irse escoltado a dormir, calmó el hambre con un filete de carne con anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde.
Su vida tuvo pronto un giro inesperado. Manuel Zapata Olivella lo condujo a El Universal, un diario de oposición fundado dos meses atrás. El jefe de redacción, Clemente Manuel Zabala, era un tímido intelectual de izquierda que fue a dar a Cartagena después de hacer carrera en Bogotá. Zabala vivía atento a los asuntos de la capital y recordó haber leído un par de cuentos de García Márquez en El Espectador. García Márquez buscaba trabajo como dibujante, pero Zabala lo comprometió para que escribiera columnas de opinión. El 21 de mayo de 1948, El Universal anunció en la página editorial el inicio de sus colaboraciones. La primera de sus columnas “Punto y aparte” fue sobre el toque de queda. Zabala tachó todo con un lápiz rojo y escribió entre líneas una versión mejor. Fueron maestro y discípulo. Con el tiempo, hubo menos correcciones. Esa fue la medida de su aprendizaje. Muchos años después, al conocer los detalles de la muerte de su maestro, García Márquez diría: “Zabala es un señor al que le debo gran parte de lo que soy”.
Gabito estuvo vinculado a El Universal por casi veinte meses. Además de columnista, fue reportero y editor de cables internacionales. Aquel tiempo estuvo lleno de primeras veces: primeras crónicas, primeros problemas con la censura, primeras amenazas a causa de sus escritos, primer discurso público (en un reinado), primeros manifiestos políticos y primeros borradores de la primera novela.
Aunque los amigos que hizo después en Barranquilla se llevarían la gloria, también en Cartagena hubo encuentros decisivos. En El Universal la estrella era el telúrico Héctor Rojas Herazo, seis años mayor que “Gabito” y ya reconocido en aquel tiempo como pintor y poeta. Fueron émulos, más que amigos. Al final del camino Rojas Herazo tenía la sospecha de que García Márquez influyó para que sus novelas no se conocieran. “No quiere que le hagan sombra”, decía.
Gustavo Ibarra Merlano, era  dulce y pausado y alguna vez quiso ser sacerdote.  Amplió los horizontes literarios de Gabito. Lo acercó al Siglo de Oro español, a los trágicos griegos, a Claudel y Hawthorne. Después de leer la primera versión de La hojarasca, señaló las semejanzas con Antígona, de Sófocles. Ibarra se radicaría en Bogotá y llegaría a ser un respetado abogado de aduanas. Los reencuentros serían pocos, pero amables. Ibarra definió a García Márquez como un “cuentero guajiro”, decía que su gran logro era de orden moral: claridad de propósito, entereza en lo adverso y lealtad a sus raíces expresada en su matrimonio con Mercedes Barcha.
Con Rojas Herazo e Ibarra Merlano eran frecuentes las tertulias callejeras hasta la madrugada. El destino era el parque del Cabrero –donde una vez tuvieron una experiencia mística– o el mercado en la Bahía de las Ánimas. Juntos acudieron a saludar en su hotel a Dámaso Alonso. Juntos crearon al poeta imaginario César Guerra Valdez y publicaron una entrevista apócrifa en la primera página de El Universal.
Otros amigos de aquel tiempo fueron el hombre de radio y empresario de taxis, Víctor Nieto Núñez, el  periodista Jorge Franco Múnera, en cuya casa García Márquez dormiría con frecuencia, y los hermanos Óscar y Ramiro de la Espriella, de quienes recibió formación política.
En diciembre de 1949, las relaciones de García Márquez con Cartagena parecían terminadas. Los estudios de Derecho eran un desastre. “Comerás papel”, le diría el viejo Gabriel José cuando supo que quería ser escritor. A Gabito Cartagena le parecía estrecha. Su “encanto” virreinal incluía una excesiva reverencia por los abolengos. Por mucho talento que tuviera, para “los cachacos de la costa” Gabito no era otra cosa que un muchachito excéntrico de provincia, mal vestido y peor alimentado. Las burlas y el desprecio eran frecuentes. Se fue a Barranquilla en busca de mejores aires.
Pero pronto estaba de regreso. A principios de 1951, su familia se trasladó a Cartagena, y García Márquez regresó de Barranquilla para ayudarlos. Entonces enviaba sus “jirafas” a El Heraldo para pagar un préstamo. Por aquel tiempo emprendió su primera aventura como empresario y, junto con El Mago Dávila, creó Comprimido, “el periódico más pequeño del mundo” y también uno de los más efímeros. Para aligerar la carga que significaba la enorme prole de los García Márquez, Gabito se la pasaba en casa de los De la Espriella. Don Juan Antonio, el señor de la casa, lo llamaba “valor civil”, por su atrevimiento en el vestir. En la casona de la Calle Segunda de Badillo, Gabito daría recitales informales. Pero escapó de Cartagena a la primera oportunidad. Esta vez tardaría en regresar.
Mucho se ha hablado del regreso a Aracataca que dio origen a Macondo. Del mismo modo, al regresar a Cartagena, García Márquez empezó a entender su relación con la ciudad. En 1966, formó parte de la delegación mexicana que vino al Festival de Cine. En septiembre de 1967, poco después de la publicación de Cien años de soledad, pasó por Cartagena hecho una celebridad y siguió para Arjona a tomar unos días de descanso. A principios de los ochenta, estaba de regreso en Cartagena y parecía dispuesto a quedarse. García Márquez recibía a sus amigos de todo el mundo y les mostraba, de primera mano, los desafueros del realismo mágico.  Sus notas de prensa de aquella época abundan en descripciones de la ciudad y recuerdan con nostalgia las noches de tertulia cuando era reportero.
Así empezó a reconocer lo que su mundo literario le debía a Cartagena. La ciudad le había dado modelos para sus personajes: un coronel legendario de apellido Buendía, un empresario de circo al que llamaban “el cazador de la muerte”, un héroe picaresco –Ñoli Cabrales– dueño de una “potra descomunal”. Todo se había ido y seguiría destilando en sus novelas: las visitas como reportero al Hospital Santa Clara, los cuerpos exhumados, los robos de gallinas, los prostíbulos del Bosque, las yerbas alucinantes. Desaparecido Macondo bajo un ciclón bíblico, empezó a tomar forma “la ciudad de los virreyes”, ese mundo paralelo de sus novelas de amor. Aunque tuvo que huir del país por intrigas políticas, no dejó de notar que ya la sociedad cartagenera lo trataba mejor.
En octubre de 1982, tras la concesión del Nobel, García Márquez dijo que se compraría una casa frente al mar en Cartagena. Ya su amor por la ciudad era cosa proclamada. Pasó parte de los ochenta y noventa apoyando el festival de cine de su amigo Víctor Nieto. Con dos o tres llamadas conformaba jurados de lujo.  En 1995, creó en Cartagena la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano y el primer taller tuvo lugar en la nueva sede de El Universal.
La apoteosis de esta historia ocurrió en marzo de 2007, en el Centro de Convenciones que está justo donde quedaba el mercado público. El mundo hispánico le rindió a García Márquez el más grande homenaje que recibió en toda su vida. No es coincidencia que aquel emotivo episodio  ocurriera en el sitio donde medio siglo atrás sintió que volvía a nacer. Al leer su discurso fue notorio que el olvido empezaba a acorralarlo.

Un año antes de morir, García Márquez visitó Cartagena por última vez. Pasó allí varias semanas y rara vez estuvo solo. La ciudad se desvivía en atenciones. Fue invitado a los salones más encopetados. Le llevaron músicos y lo alentaron a bailar. Le tomaron fotos y le grabaron videos. A veces repetía sin memoria las letras de las canciones.  La ciudad de sus amores era suya y Gabito ni se enteraba. Sin morirse todavía, ya era uno de sus fantasmas.



Esta entrada ha sido reproducida por Las 2 Orillas (21 de mayo de 2016).



Ver el texto en Las 2 Orillas





jueves, 3 de marzo de 2016

Un peso pesado (1)

La columna de Vivir en El Poblado


Plutarco advierte sobre la facilidad con que podemos caer en la ingratitud. Cuenta que, al momento de morir, “Platón se felicitó a sí mismo por tres cosas: en primer lugar, por haber nacido hombre; luego, por la alegría de haber nacido griego, y no un bruto o un bárbaro; y, por último, por ser contempo­ráneo de Sófocles”. El fanático de los paralelismos dice también que hay muchos que, “olvidados de las bendiciones que han recibido, siguen aferrados a la engañosa esperanza”.

Como no sé si al morir tendré tiempo para balances y gratitudes, he adquirido la costumbre de apreciar y agradecer lo vivido cada vez que lo recuerdo. No me siento orgulloso del sitio donde me vinieron al mundo, ni agradezco haber nacido tan bruto; pero comparto con Platón el honor de haber vivido en tiempos de un gran hombre y que nuestras vidas se hayan cruzado. He hablado en otros lados de lo que significa que García Márquez me haya leído, que sus comentarios hayan sido favorables, y que se haya robado una copia de Un ramo de nomeolvides, el libro que escribí sobre sus inicios. He hablado también de las conversaciones que tuvimos cuando escribía ese libro y del privilegio de escucharlo durante tres días seguidos, durante un taller de periodismo narrativo. Pero no he hablado mucho de algunas de las inquietudes que me quedaron después de esos tres días.

El taller fue en Barranquilla, en diciembre de 1997, y García Márquez no paró de hablar día y noche sobre el oficio, sobre su vida y sobre sus relaciones con gentes principales. En medio de todo aquello dijo sin mucho énfasis que el cuento que más le gustaba era uno de W. Somerset Maugham, titulado “P.O.”. Explicó que el título eran las iniciales de una compañía de navegación que hacía grandes cruceros al Oriente. Contó que era la historia de un magnate inglés que se fue a alguna de esas islas remotas, Sumatra, o algo así, y que el magnate había vivido durante treinta años con una especie de plan para el futuro en el que cada detalle estaba cuidadosamente calculado: “en tal momento hago esto, en tal otro momento debo tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla”. Cuando el magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P.O., se vistió, fue al bar, pidió un whisky, y al beber el primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día el barco estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el viejo. “Para mí, ese cuento es un peso pesado”, concluyó García Márquez aquella vez en Barranquilla.

No diré que pasé casi veinte años buscando ese cuento, pero decirlo no estaría lejos de la verdad. Desde aquella mención de García Márquez, presté atención a Maugham. Me hice amigo de su estilo elegante y lleno de sutilezas. Leí biografías y entrevistas. Supe de las intrigas que le escamo­tearon el Premio Nobel. Me familiaricé con la vida y la obra de ese autor brillante al que el tiempo no le está haciendo justicia. Pero, aunque no perdí ocasión de hojear los índices de sus libros, nunca había podido encontrarme con “P.O.”.

Lo irónico del caso es que siempre estuvo cerca de mí, aquí mismo en mi casa, en una maravillosa colección titulada Los mejores cien cuentos del mundo, publicada en Nueva York, en 1927, por la editorial Funk and Wagnalls. Como decía el difunto Eco, la biblioteca personal debe estar llena de libros por leer. Aquella colección la había comprado en un mercado de las pulgas por menos de lo que cuesta un almuerzo. La tenía en reserva para que me sorprendiera alguna tarde en que estuviera abierto a las sorpresas. El sábado pasado andaba desempolvando los lomos de mis queridos libros viejos, cuando me dio por abrir y mirar el índice de uno de los volúmenes de la colección. Ahí encontré a “P. & O.”. Hablaré de sus virtudes dentro de dos semanas. Por lo pronto les diré que lo curioso era que estaba en un volumen dedicado a cuentos sobre mujeres.



Publicado en Vivir en El Poblado el 3 de marzo de 2016.






viernes, 17 de abril de 2015

Un asunto de tahúres

Una nota sobre el origen de la palabra Macondo
en la edición conmemorativa de El Colombiano.
Abril 17 de 2015.



     Macondo está en boca de todos. El aniversario de la muerte de García Márquez hace que resuene por todos lados el nombre de ese pueblo mítico, heredero de otros pueblos literarios –como el Yoknapatawpha, de Faulkner– pero también de la ardiente y desaforada realidad del Caribe colombiano. Como si fuera poco, la Feria del Libro de Bogotá tendrá a Macondo como “país invitado”.

    Poco importa que aquel pueblo de espejos haya desaparecido a mitad de la carrera literaria de Gabo, para dar paso a la innombrada “Ciudad de los Virreyes” y a otros lugares reales como Medellín, Barranquilla, Santa Marta o Bogotá.  Con el tiempo, Macondo se ha vuelto y será el espacio representativo de la vida y la obra de nuestro nobel, así como su símbolo serán las mariposas amarillas que, dicho sea de paso, no son un elemento sustancial de su legado.


Leer el texto completo en la página web de El Colombiano








lunes, 6 de abril de 2015

Del origen de la palabra macondo

Como en la historia del huevo y la gallina, mucho se habla de la finca en Fundación que pudo haber inspirado el nombre del mítico Macondo, pero poco se habla del juego de azar que muy probablemente lo inspiró.

Una nota publicada en El Universal el sábado 3 de octubre de 1948 se refiere a los juegos de azar en el municipio de Sucre. Sólo uno de los redactores del diario -a quien llamaban Gabito- tenía vínculos directos con ese municipio.

Fragmento de Un ramo de nomeolvides; García Márquez en El Universal.   




La influencia de Sucre –y en general de la región de la Mojana– en la formación del mundo novelístico de Gabriel García Márquez ha sido insuficientemente valorada. Dentro de las muchas polarizaciones que ha recibido su vida, Aracataca acaparó unos honores de los que también debió gozar Sucre, ese pueblo que Gabriel García Márquez conoció y frecuentó cuando empezó a ser escritor y donde, incluso, algunos aseguran que nació.
Pero hay algo más que justifica la inclusión de esta noticia en estas páginas: allí, traspapelada y anónima entre juegos prohibidos, aparece, sin el significado que tendría con los años, la palabra macondo.

* * *

Denunciada la industria de
juegos prohibidos en Sucre
A la Contraloría Departamental ha llegado una copiosa documentación referente a la industria de juegos prohibidos que viene establecida en el municipio de Sucre, como en muchas otras poblaciones del departamento, y de la cual derivan jugosos dividendos no ya los propios ciudadanos particulares que aparecen como explotadores del negocio, sino también las autoridades locales que permiten el funcionamiento de ellos mediante el pago de determinadas sumas por concepto de multas, las cuales casi nunca ingresan a las arcas municipales.
De conformidad con los documentos enviados a la Contraloría y con las informaciones que traen las personas llegadas de aquella región, el alcalde de Sucre, señor Humberto Bustillo, ha seguido patrocinando los juegos prohibidos por el consabido sistema de las multas en la cuantía siguiente:
Por cada 4 sesiones de ruleta $ 400,oo
Por cada 4 de macondo $ 20,oo
Por cada 4 de plumilla $ 40,oo
Por cada 4 de boliche $ 20,oo
Por cada 4 de gallito $ 20,oo
Cualquiera podría pensar que con estos curiosos arbitrios rentísticos el Municipio de Sucre estaría en capacidad de desarrollar un programa de obras públicas o de construcciones, tales como el levantamiento de edificios para cárcel o para escuelas; pero no hay que hacerse ilusiones, pues se trata de un sistema ideado en varios municipios, y también puede estar pasando algo análogo en Sucre, para acrecentar dineros para el Fondo Conservador.

El Universal, sábado 9 de octubre de 1948, primera página.






jueves, 31 de julio de 2014

El feo durmiente - La columna de Vivir en El Poblado


      Foto http://bib-on-the-sofa.blogspot.com/


Hace un mes comentaba un texto medieval donde está resumido lo que puede decirse sobre el tema del amor. No dejé de anotar que El romance de la rosa era el relato de un sueño que luego se cumplió. Los sueños me interesan. Siempre me han intrigado. Pero me iré de este mundo sin entender lo que son.

Mis amigos psicólogos recurrirán al loco de Freud para decir que los sueños son deseos reprimidos, pequeñas neurosis, basuritas mentales que procesamos de noche para poder seguir siendo sensatos. Mis amigos supers­ticiosos esgrimirán, por su parte, el último diccionario de sueños y me dirán solemnes que las bodas anuncian funerales y que la mierda es oro. La idea, por supuesto, es refugiarse en la fantasía de tener todo explicado. ¿El agua? Sí, claro: dos de hidrógeno y uno de oxígeno. ¿La vida? Pan comido: ciertas formas del ácido desoxirribonucleico. ¿Una mariposa negra? Cuidado, viene una mala noticia.

Reconozco que algunos de los sueños se pueden explicar como deseos o neurosis. Siempre que iba a empe­zar un nuevo año en la escuela soñaba con el primer día de clases, con los útiles, con los encuentros iniciales. Aún ahora sueño con aeropuertos, con aviones a punto de dejarme, cada vez que tengo planes de viajar. Reconozco también que los símbolos son el lenguaje de los sueños. Pero tengo la firme convicción de que, en medio de las basuras, de deseos y temores, hay voces que nos hablan cuando estamos soñando.

En las transmisiones del Mundial de Fútbol escuché a varios jugadores decir, al final de los partidos, que habían soñado el triunfo que acababan de obtener. Uno dijo haber soñado el número de goles que marcó y otro dijo haber soñado el minuto de juego y las circunstancias. Los escépticos dirán: “Sí, claro. Tenían ganas de hacer goles. Se predispusieron después de haber soñado”. Me pre­gunto qué dirán los escép­ticos sobre el sonámbulo brasi­lero al que su esposa le preguntó cómo iba a quedar el partido de Brasil contra Alemania y predijo el siete a uno.

Hace tres semanas volví a tener uno de esos sueños extraños que prefiguran lo que vendrá. He tenido muchos sueños así. Algunos me han anunciado tragedias definitivas. Esta vez la cosa fue menos dramática, pero no ha dejado de intrigarme. En el sueño, un Gabriel García Márquez con cuerpo de niño dormía incómodo en un sofá. No era la primera vez que lo soñaba. Desde que escribí la biografía sobre sus inicios, cada cierto tiempo he tenido extraños sueños con él. Alguna vez me mostró unos manuscritos escondidos tras los ladrillos de una pared. Esta vez sólo dormía. Cómo tenía los pies en el aire, decidí acomodarlo y cubrirlo con una manta. Agradeció con gestos plácidos y siguió durmiendo.


A la mañana siguiente encontré en mi correo electrónico un mensaje de Silvana de Faria, una actriz brasilera que tenía la sospecha de haber inspirado “El avión de la bella durmiente”, el cuento de García Márquez. Silvana había encontrado mi blog y me preguntaba detalles sobre ese cuento. Buscaba claridad, explicaciones. Así empezamos una charla intensa y detallada que se convirtió en crónica (cualquiera puede encon­trarla en la red buscando nuestros nombres). Silvana aún no sale del asombro que le inspira pensar que su encuentro fugaz con Gabo —en un aeropuerto— se convirtió en literatura. Lamenta no haber contactado a aquel hombre que trató de seducirla, y a quien sólo pudo reconocer cuando se despedían, aquel día de octubre de 1990. Yo aún no salgo del asombro que me inspira pensar que ese sueño de Gabo durmiendo me anunciaba la llegada de Silvana de Faria.


Publicado en Vivir en El Poblado el 31 de julio de 2014.





martes, 15 de julio de 2014

El despertar de las bellas durmientes

Tras la muerte de Gabriel García Márquez, la ex modelo y actriz brasilera Silvana de Faria descubrió que su encuentro fugaz con el autor colombiano se convirtió en literatura. Silvana aún no sale del desconcierto que le inspira ese mensaje que permaneció escondido mucho tiempo entre las líneas de un cuento peregrino.


El despertar de las bellas durmientes

Por Gustavo Arango




Silvana de Faria con su nieta Ayla.



“Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París.
Gabriel García Márquez, “El avión de la bella durmiente”.


Hace tres meses, cuando el mundo se inundó con la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, Silvana de Faria sintió que despertaba de un largo encantamiento. Expresó su tristeza en su página de Facebook y recordó un encuentro que tuvieron, a finales de 1990, en el aeropuerto Charles de Gaulle. Su familia y sus amigos reaccionaron incrédulos. Silvana casi nunca había dicho que conoció a García Márquez. “Ya viene mi mamá con sus historias”, dijo Maya, su hija de doce años. Pero pronto empezó a revelarse que aquel fugaz encuentro también dejó una huella en Gabriel García Márquez.
Para convencer a los suyos de que no mentía, Silvana trató de buscar en internet alguna prueba de que García Márquez estaba en París por los días en que ella situaba su recuerdo. Así encontró “El avión de la bella durmiente”:
Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias".
Al principio, Silvana no podía creer lo que leía. La descripción de sus rasgos y su atuendo era precisa. Recordaba bien la blusa y los zapatos rojos de Kenzo que llevaba aquel día. Pero eso no era todo. Dispersa entre las líneas de ese cuento estaba la conversación que sostuvieron mientras el caos del aeropuerto se solucionaba. “Es un vampiro”, pensó. “Lo estaba absorbiendo todo”. La historia en general tenía poco que ver con lo ocurrido. Silvana pensó que la escena del avión debía corresponder a otra experiencia, a otra mujer. Pero estaba segura de que Gabo -como él le pidió que lo llamara- le había enviado un mensaje, la había complacido en su pedido de que le escribiera un cuento. Lo triste era que el mensaje le había llegado tarde.
Desde entonces Silvana no ha parado de volver a ese recuerdo. Ha leído y releído “El avión de la bella durmiente” en todos los idiomas que conoce. Ha descubierto que el relato tuvo una versión temprana que prefigura el encuentro (una columna de prensa publicada en 1982). Se ha vuelto una experta en aspectos precisos de la vida y la obra de Gabriel García Márquez.
Buscando respuestas, Silvana también ha empezado a aceptar la atención de los medios. La fama no le interesa para nada. Dice que hace tiempo tuvo sus quince minutos de fama y que no quiere un minuto más. Pero tiene la esperanza de encontrarse con respuestas, claridades, que le ayuden a entender ese raro episodio en que se ha visto involucrada.



La mujer de las selvas
Silvana nació en Acre, un pueblo del Amazonas brasilero, cerca de las fronteras con Perú y Bolivia. Sus abuelos caucheros tuvieron una enorme fortuna. Eran dueños de embarcaciones y de enormes casonas en la selva. En 1910, cuando nació su padre, la fortuna familiar empezaba a declinar. Las compañías internacionales se habían llevado las semillas de caucho a Malasia, donde la explotación y el transporte eran más fáciles, y la abuela de Silvana terminó de criar a sus hijos vendiendo las joyas de sus antepasados. Hace cincuenta años, cuando nació Silvana, ya todas las riquezas se habían evaporado.
La familia se mudó a Belém, al norte del Brasil, y Silvana creció con el sueño de vivir en París. Quería ser profesora, investigar, escribir libros. Pero sus padres no tenían recursos para enviarla. En 1984, un golpe de suerte le permitió a Silvana conocer al director inglés, John Boorman, quien le dio un papel pequeño en la película Emerald Forest. Con lo que le pagaron, compró el tiquete de avión. Tenía veinte años cuando llegó a París con la intención de estudiar Historia del Arte en la Sorbona.
Gracias a su belleza exótica, Silvana encontró trabajos de actuación y modelaje que le ayudaron a sobrevivir y a pagarse los estudios. También tuvo una incipiente carrera como cantante. Tenía la ilusión de ingresar a la exigente Ecole du Louvre, pero le resultaba muy difícil estudiar y trabajar. El cansancio la abrumaba, pasaba mucho tiempo de un lado para otro,  viajando en el Metro y viviendo en casas de amigos o en cuartos alquilados. Al final, se enamoró del director francés Gilles Behat, quedó embarazada y se alejó de los estudios. Su hija, Oona, tenía siete meses cuando Silvana conoció a García Márquez.
Silvana tenía veintiséis años y se sentía descontenta con su vida. Su esposo había pensado que una visita de sus padres podría ser beneficiosa. Aquel día de octubre de 1990, Silvana había ido a recibirlos. Cuando llegó, el aeropuerto estaba cerrado por mal tiempo y el terminal parecía un refugio para náufragos.
“Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. También la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar”.
Silvana no consigue precisar quién de los dos llegó a ocupar la única silla disponible. Lo cierto es que quedaron uno al lado del otro y que se entendieron de inmediato. Silvana pensó: “Que homem Simpático”.  Tenía un aire elegante,  olía bien, le pareció italiano. Cuando sonrió, Silvana pensó que tenía bonitos dientes.




Monólogo de la bella
“Me encanta la gente con dientes bonitos. Yo misma estoy obsesionada con los dentistas. Así que me gustó su sonrisa. Había leído Cien años de soledad -que me encantaba, lo leí muchas veces cuando vivía en Brasil- y El amor en los tiempos del cólera, pero no lo reconocí cuando lo vi en el aeropuerto. En aquel tiempo no existía el internet y uno leía los libros sin pensar mucho en la cara que tenían sus autores. Yo estaba esperando a mis padres, que venían de Brasil. No recuerdo muy bien la ropa que él llevaba. Tal vez tenía un chaleco de tartán. Me conmueve pensar en todo eso. No digo que yo sea su “inspiración”, porque no puedo probarlo. Es por eso que ando en busca de respuestas en quienes lo conocieron. Lo único que tengo es la poderosa sensación de que él estaba coqueteando conmigo y, cuando leí la historia, me dije: “Aquí hay un mensaje para mí”. De eso estoy segura.
“En ‘El avión de la bella durmiente’ nada ocurre como en nuestro encuentro, pero todo está ahí como subtexto: lo que le conté sobre mi vida, lo que hablamos del amor, de intuiciones que se vuelven realidades, de los signos del zodiaco, del montón de pastillas que tomaba en aquel tiempo (incluso las de dormir). Al final, por ejemplo, encuentro una alusión. Él me había pedido que le contara mi vida y yo le hablé de mi infancia en Acre, el pueblo de las selvas del Amazonas donde nací. Le hablé de mis antepasados, de la modesta casita de madera donde vivía con mi familia. La versión final del cuento, la que incluyó en el libro publicado en 1992, termina con la frase: ‘... y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York’.
“El tema de los signos del zodiaco le interesaba. También la frase ‘¡Por qué no nací Tauro!’ fue agregada para la versión final de su relato y pienso que es otra alusión a lo que hablamos. Yo le había dicho que elegí vivir en París por mi signo del zodiaco. Le dije que yo era Leo y no puedo evitar encontrar un reflejo de esa respuesta en los “trancos de leona” y en los jardines “devastados por leones”. También le dije que mi ascendente era Tauro y mi descendente Escorpión, pero que éste no me gustaba por el temperamento fuerte. Él me dijo que era Piscis, pero que quería ser Tauro. ‘¿Piscis?’, le dije, y me reí. Le conté que mi madre también era  Piscis, que las personas de ese signo eran muy amables y que su problema era que siempre querían hacer felices a los demás.
“La referencia sobre el amor a primera vista también es una señal. Cuando me preguntó cómo era mi vida en París le dije que estaba allí por culpa del amor a primera vista. Pero no entré en detalles. No quise decirle que estaba casada, porque pensé que eso lo haría sentirse incómodo. Yo había notado que me estaba coqueteando y que era un hombre tímido. Pensé que era frágil e inseguro. Me hizo muchas preguntas, pero no me preguntó si era casada. Así que lo dejé que adivinara. En aquel tiempo no sabía si quería seguir viviendo en París o marcharme a otro lado. Amaba al padre de mi hija, pero había muchos celos. Era muy posesivo y a mí me encanta hablar con todo el mundo. Hablar es mi deporte preferido.
“Yo soy como un imán. Me he encontrado en la vida a muchos de mis héroes. No necesito viajar mucho, porque es como si ellos vinieran a mí. Aquel encuentro con Gabo fue fascinante. Al principio nos saludamos en francés. Después, él me dijo que era de Colombia y que hablaba español. Tuvimos una divertida discusión sobre si se decía español o castellano. Yo le dije que podía entenderlo si me hablaba despacio, pero que yo hablaría francés o portuñol. Le hizo gracia la palabra portuñol. No parábamos de hablar. Hablamos sobre el amor, sobre literatura, sobre las coincidencias, sobre el café de Brasil y el de Colombia, sobre cosas que uno a veces imagina y que luego se vuelven realidad.
“Es divertido. Le pregunté muchas veces si iba a viajar y nunca me respondió. Siempre que quise saber algo personal, me respondía con otra pregunta. No llevaba equipaje, por eso presumo que no iba a ningún lado. Sólo después de mucho preguntarle me dijo que estaba esperando a su hijo. Pero no me dio más detalles.
“Cuando por fin lo reconocí me sentí muy disgustada. Estaba furiosa con él, por no haberme dicho quién era, y conmigo, por haber hecho unos comentarios desobligantes sobre La bella palomera, la película de Ruy Guerra basada en uno de sus libros. Habíamos estado hablando de cine, yo le había contado de mi experiencia como actriz de cine y televisión, y fue él quien me preguntó si conocía a Ruy Guerra. Le dije que claro que conocía su trabajo. Ruy Guerra es de Mozambique, pero las películas que lo hicieron famoso fueron hechas en Brasil. Le dije que hacía poco había visto esa película y él me preguntó si me había gustado. ‘Más o menos’, le respondí. Le dije que no me había gustado el tratamiento que Guerra le había dado a la historia de Gabriel García Márquez. ¿Te imaginas? Yo no tenía idea de con quién estaba hablando. Le dije que el casting estaba equivocado, que la chica estaba bien, que era bonita, y lo mismo el esposo, pero que el amante no tenía presentación. Le dije que como mujer no podía imaginar por un minuto que la bella palomera pudiera enamorarse de ese hombre. Yo no paraba de hablar y hablar y hablar.  Le dije que me gustaba Eréndira, la primera película de Ruy Guerra, porque estaba  llena de poesía. Le dije que me encantaban Irene Papas y la protagonista, Claudia Ohana, pero que, con La bella palomera, Guerra había hecho un mal trabajo. Hablé mal de la escenografía, de los problemas del doblaje. Me dediqué a analizar toda la película y él se limitaba a escucharme. Dios mío, soy terrible. Me hacen una pregunta y no paro de hablar. Eso me pasó en el aeropuerto. Dije que la escena donde Bella camina con la sombrilla era una copia de una escena de La hija de Ryan, de David Lean. Dije que tenía la impresión de que Ruy Guerra no tenía dinero para hacer la película, que el set olía a viejo, no por que la historia lo exigiera sino por la improvisación, porque usaron lo que tenían a la mano. Soy una persona apasionada. Amo el cine, me tomaba muy en serio lo que decía y él seguía escuchando mi crítica alocada. Por eso me sentí tan mal, al final del día, cuando lo reconocí. Quería morirme. Trató de defender a Ruy Guerra y yo me burlé de él. Le dije: ‘Sí, claro. Tenías que ser Piscis’.

Foto Luiz Braga
“Las horas pasaban y nosotros hablábamos como viejos amigos. El caos del aeropuerto no importaba para nada. Yo me había olvidado de que esperaba a mis padres. Disfrutaba de manera absoluta de la conversación. Él es de ese tipo de personas que miran a los ojos cuando te hablan. Tiene unos gestos con las manos y los brazos que son muy agradables… quiero decir, era...tenía. Pobre Gabo, me da pena y tristeza pensar que está muerto.
“Sólo supe quién era poco antes de despedirnos.  Fue al final de la tarde. La calefacción del aeropuerto era muy alta y decidimos buscar agua. Seguimos hablando y caminando. Me encantaba su compañía y su coquetería. Era apuesto y no tenía la actitud de macho de la mayoría de los latinoamericanos. Después de mucho preguntarle qué hacía, me dijo que era periodista. Entonces, de repente, tuve la revelación.
“‘¡Yo te conozco!’, exclamé en voz alta y creo que todos en el aeropuerto me escucharon. ‘Mi madre me regaló O Amor nos Tempos da Cólera y tu fotografía está en la contraportada’.
“Él me dijo: ‘Y la foto, ¿me hace justicia?’, o algo por el estilo.
“Yo no podía creerlo. Le dije: ‘Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad’. Es una frase que mi madre siempre dice, creo que es del Eclesiastés.
“Me sentía furiosa y me alejé. Pero él siguió detrás de mí, me tomó del brazo y me detuvo. Me preguntó por qué estaba enojada y me pidió que me calmara. Le dije que si hubiera sabido quién era no habría dicho todo lo que dije. ‘¿Quién soy yo para criticar a Ruy Guerra?’
“Yo no quería estar ahí. Me sentía avergonzada. Dije que lo sentía y que tenía que irme. Pero él siguió caminando a mi lado. Nunca dejó de ser amable y educado, pero mi reacción fue convirtiendo todo aquello en una especie de novelón mexicano. ¿Te imaginas? Parecíamos una vieja pareja discutiendo en el aeropuerto. Yo me sentía una idiota. Traté de calmarme, mientras él seguía tomándome del brazo. En aquel tiempo yo era muy delgada. Era como una ramita en sus manos. Le dije que lo sentía y que tenía que irme. En ese momento pude ver a mis padres a través de los cristales. Me pidió una agenda que yo llevaba en la mano y me dijo: ‘Ya sabes mi nombre. Pero, para ti, soy Gabo’. Escribió su teléfono, su número de fax y su dirección postal en México. Me dijo: ‘Me vas a escribir, cierto? Escríbeme, por favor’.

“Yo le dije: ‘Sólo si me escribes un cuento’, y agregué: ‘Un cuento... y un guión de cine’. “Él me miraba de cerca y le dije: ‘Gabo, estoy bromeando’. Entonces nos despedimos como los franceses, con un beso en cada mejilla.
“Cuando ya me alejaba, su voz me alcanzó: ‘¡No me dijiste tu nombre!’ Le respondí: ‘No te lo diré. Tú no me dijiste quién eras. Eres un mentiroso’. Pero volví a acercarme: “Mi nombre es Silvana”. Dijo: “Silbana”, como quien dice ‘banana’, y me reí de su pronunciación. ‘Silvana’, le dije. Volvió a decir ‘Silbana’. Entonces le dije: ‘Esta bien, para ti seré SilBana’.
“Después de reunirme con mis padres, me volví a buscarlo en la distancia y vi que estaba hablando con una mujer alta, de cabello oscuro, que todo el tiempo estuvo  sentada cerca de nosotros. La reconocí hace unos meses, cuando vi los reportes de televisión y comprendí que era la Gaba”.
El e-mail de la bella durmiente
La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en diciembre de 1997, durante un taller de narración periodística, en Barranquilla, y en casa de su madre, en Cartagena. Pero seguí encontrándolo en los laberintos de los sueños. Hace diez días volví a soñar con él.  Esta vez tenía cuerpo de niño y dormía, incómodo y con los pies en el aire, sobre algo con aspecto de sofá. Me acerqué a acomodarlo y lo cubrí con una manta. A la mañana siguiente encontré el primer mensaje de Silvana de Faria.
Silvana había leído en mi blog una crónica sobre el taller de narración en Barranquilla. La había encontrado porque hacía referencia a “El avión de la bella durmiente”. Agradecía de antemano la información que yo pudiera darle sobre ese relato.
En el taller de narración, García Márquez había dicho que nada en ese cuento era inventado:  “Cuando la mujer subió al avión y se sentó a mi lado, me quedé pasmado. Yo no he visto nada igual. Antes de que el avión despegara se tomó una pastilla, se cubrió los ojos y durmió todo el viaje. Yo viajé sin moverme y casi sin respirar. Sólo cambió de posición una vez. Es indescriptible la belleza de esa mujer. Al llegar la estaba esperando un ejecutivo con unas rosas. Sólo supe su apellido: Mrs Warren”. Era evidente que García Márquez seguía pensando en la mujer. “Qué tal que haya leído ese cuento y nunca sepa que era ella”. Podría decirse que en ese comentario latía la esperanza de que se manifestara. También en el taller de narrativa García Márquez había hablado de su descontento como Piscis: “Mejor me voy para Tauro”.
Cuando le respondí lo que sabía, Silvana me habló del encuentro en el aeropuerto Charles de Gaulle y me dijo que tenía la certeza de que García Márquez le había enviado una señal. Así empezó a contarme su historia.
Me habló de su infancia en el Amazonas, de su sueño de viajar a París, de las fortunas e infortunios que le trajo su belleza y de los hombres que quisieron comprarla. Tras una relación difícil con el padre de Oona, su hija mayor, Silvana decidió dejar París y mudarse a Londres, en 1994. Allí conoció a su segundo esposo, el músico Martin Ditcham, con quien tiene una hija de doce años llamada Maya. Silvana decidió hace mucho tiempo abandonar la actuación, la música y el modelaje para dedicarse a su familia. Ahora es una hermosa abuela de cincuenta años, llena de fortaleza y de espiritualidad. Todos los días se levanta a las cuatro a meditar. Cree en las intuiciones y en lo sobrenatural. Admite con resignación que ella misma es como un imán. Eso explica los encuentros mágicos que ha tenido con sus héroes de juventud. No sólo tiene historia con García Márquez, sino también con el guitarrista de Led Zepellin, Jimmy Page -su ídolo desde que tenía nueve años-, con Eric Clapton y con el parlamentario laborista Tony Benn. Silvana le debe a Tony Benn su ocupación más reciente. Desde hace unos años, se ha dedicado a producir documentales de apoyo a la causa palestina. En marzo pasado, la muerte de Benn, a los 89 años de edad, la afectó muchísimo. Un mes más tarde, la muerte de Gabriel García Márquez terminó de devastarla.
Silvana habla más que perdido cuando aparece. Por los días en que empezó a contarme su historia estaba a punto de salir una nota en Newsweek Europa, escrita por el novelista y crítico inglés Nicholas Shakespeare. Silvana estaba inquieta y asustada. Fue difícil que aceptara posar para unas fotos que ilustrarían el artículo.
Nicholas Shakespeare -un remoto pariente del afamado William-  ha venido preparando a Silvana para el exceso de atención y las polémicas que puedan generarse. También le ha ayudado a entender el mensaje misterioso que García Márquez le dejó entre líneas. Tiene incluso la sospecha que hay algo de Silvana en algunos pasajes de Memorias de mis putas tristes.
García Márquez insistió mucho en que no había una sola línea de su obra que no estuviera inspirada en la realidad. La historia de Silvana parece una parte mínima de los muchos secretos que guardan sus libros. Quizá algún día sepamos quién fue la misteriosa Mrs. Warren que dormía en el avión. Pero nunca sabremos cuántas bellas durmientes habitan ese cuento y jamás conoceremos la totalidad de los secretos que, con marcas de agua, dejó García Marquez. Por lo pronto, hemos tenido el privilegio de encontrar el origen de unas frases enigmáticas en uno de sus cuentos peregrinos.




Escrito en las estrellas
Todo esto es muy extraño”, dice Silvana por Skype, mientras juega con su nieta. “No se me ocurre otra palabra para definirlo. La descripción que él hace en su nota de prensa de 1982 corresponde a lo que yo llevaba cuando nos encontramos en octubre de 1990. Nicholas me ha dicho que cuando nos encontramos García Márquez estaba recorriendo Europa, visitando lugares, recordando ambientes, para su libro Doce cuentos peregrinos. A veces he pensado que fue al aeropuerto porque tenía la certeza de que iba a encontrarme. Lo imagino buscando los zapatos rojos.
“Cuando Nicholas ofreció mi historia, hubo muchas revistas y periódicos interesados. Yo no quiero ser célebre. Sólo quiero entender. Me resulta un misterio que la Gaba hubiera estado cerca de nosotros todo el tiempo y que no hubiera intervenido. Era evidente que su esposo coqueteaba conmigo. He pensado que su relación podía ser un poco como la de mis padres. Mi madre siempre supo que mi padre tenía amantes, pero ella no se preocupaba. Decía: “Él siempre va a regresar”. Poco antes de la publicación en Newsweek, Nicholas me advirtió que debía prepararme para que me dijeran que soy una oportunista y que mi historia es inventada. Yo le dije que la Gaba podía, si quería, dar fe de la veracidad de mi relato. Pero descartamos la idea de contactarla”.
¿Cómo explicas que no lo hayas buscado en todos estos años, que ni siquiera hayas vuelto a leer sus libros?
“No sé. No me lo explico. Tal vez, después de todo, estuve dormida todo este tiempo. Yo tenía miedo de él. Sabía que estaba interesado en mí. Pensé que, si le escribía o lo llamaba, eso querría decir que también yo estaba interesada. Pero no era así. Al menos, no de ese modo. Creo que fui orgullosa. Pensé que era como todos los hombres: ‘Se cree que puede tenerme’. Imaginé que, si nos veíamos, vendría la invitación a la cama, disfrazada de invitación a tomar café. Pensé que vendrían las palabras de amor y el ofrecimiento de la luna y las estrellas. Lo admiraba mucho. No quise arriesgarme a una situación en la que tendría que decirle que el dinero no puede comprarlo todo.
“No lo busqué. No volví a leer sus libros. No le dije nada a nadie de mi encuentro con él porque siempre pensé que era un asunto muy mío y no había que andar proclamándolo. Pero me impresionó mucho la noticia de su muerte. Me sentí muy triste y apenada. Escribí en mi página de Facebook que tenía un recuerdo muy especial con él. Así empezó todo. Después no ha habido forma de detener las cosas.
“Ahora mismo estoy a punto de abrir un Coffee Shop aquí en Kensington, porque de alguna manera hay que ganarse la vida. Quiero ganarme la vida vendiendo café y sánduches. Me alegra haberte encontrado antes de que empezara el ruido, porque en adelante no pienso hablar con nadie.
“Tengo un dossier completo que he venido llenando a lo largo de estos meses. He encontrado en los textos de Gabo detalles que ni los académicos han notado. Hay que ver la cantidad de tonterías que dicen los académicos. Entre lo que he encontrado me llamó mucho la atención algo que dijo un amigo de Gabo, Álvaro… no recuerdo el apellido, quien dijo que Gabo era un visionario, que muchas veces, en sus escritos o en lo que decía, anunciaba cosas que después pasaban.
“Pienso que, aquel día, él ya sabía que íbamos a encontrarnos. Lo sabía desde años atrás, cuando describió el vestuario que yo tendría. Todo eso me asusta y me maravilla.
“Después de saludar me preguntó si creía en las coincidencias.
“Le respondí que todo estaba escrito en las estrellas”.