miércoles, 18 de agosto de 2021

"Eres un literato"

 De "La ciudad de los crepúsculos"



Diciembre 17 de 1997.

Son las doce de la noche, faltan cinco minutos –me dispongo a dormir–. Mañana comienza el taller con Garcia Márquez. Estoy en Barranquilla. Hace mucho no escribía en este cuaderno. Es curioso, escribía más cuando estaba dando las clases en las universidades. Ha aprovechado mejor estas páginas Valentina, que ha hecho unos hermosos dibujos. Yo estoy aterido de frío, voy a bajarle al abanico también –ya antes había apagado el aire–. Estoy en casa de Ariel Castillo. Es un personaje de lecturas enormes. Tiene una cantidad de libros asombrosa. Yo no he querido hacerme muchas expectativas frente al curso que comienza mañana, pero sí alcancé a imaginar algunos asuntos en el bus que me trajo a Barranquilla. Sé, sí, que no debo preguntar locamente, ni hablar sin control. Sé, sí, que tomaré muchos apuntes y que trataré de llevarme un registo exhaustivo de esta jornada que en mi perspectiva vital es un hecho de profundas resonancias. ¿Qué diría el que eras en el 82, si llegaras a contarle que quince años más tarde estarías aprendiendo de ese hombre? Tus primeros textos tienen ya más de quince años. Has recorrido, pero vaya si te falta camino por andar. Acuéstate pensando en la novela.

 



Son las diez y treinta de la noche del 18 de diciembre. Hace dos años salía Un ramo de nomeolvides (mi libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez en Cartagena) y hoy he recibido las primeras impresiones del protagonista de ese libro.

Estoy cansado porque el día y la atención prestada a cada gesto y palabra de ese hombre me ha dejado exhausto. He tomado centenares de apuntes y muy probablemente mañana y pasado suceda lo mismo. Pero quiero dejar constancia de unos cuantos gestos y expresiones que son, en cierta forma, todo lo que él puede decirme o darme. Lo demás, todo lo relativo al periodismo y al arte de narrar lo podré escribir en otro momento, y quizá se pueda publicar. Lo otro, lo personal, es bastante subjetivo, consiste en la interpretación –quizá amañada– de unos indicios, y solo a mí y a los míos nos puede interesar.

Cuando hablo de los míos pienso en mis hijos y en los otros seres futuros que puedan existir y que estarán ligados a mí. Pienso también en una película que jamás olvidaré, “Cartas de un hombre muerto”, y en la idea de que esto que escribo para mí sea en cierta forma cartas a mis hijos escritas por otro hombre muerto (paréntesis para agradecer a Valentina la compañía que me hizo con sus dibujos, página tras página, en este cuaderno. Este árbol mano es una belleza). Quizá estos textos que he escrito esporádicamente, estas crónicas que solo a mí interesan, sean un libro –una carpeta– llamada “Cartas de otro hombre muerto”, y aquí va la de hoy:

Queridos hijos:

Hoy estuve con un hombre al que admiro, un hombre que –además– es tan famoso por sus obras literarias que su nombre le sobrevivirá por muchos siglos. Sé que es arriesgado hacer afirmaciones que impliquen al futuro, pero puedo asegurar que, si alguien dirige la mirada a este siglo y a este país, necesariamente verá la notoria presencia del hombre con el que tuve el honor de compartir cuatro horas esta mañana. Hablo de mí a pesar de que la reunión incluía a otras personas: los otros doce participantes en el taller, el director de la Fundación para un Nuevo Periodismo y la sobrina del escritor, quien es su colaboradora personal– porque quiero referirme a las cosas relacionadas conmigo que ocurrieron esta mañana.

La llegada del hombre fue teatral. Los participantes del taller estábamos reunidos en torno a la mesa donde íbamos a trabajar. Escuchábamos al director de la fundación, que nos anunciaba la llegada del maestro, cuando llegó el maestro. Abrió la puerta y dijo: “¿Qué hora es?”, y caminó hacia la mesa.

Pensé en su madre, caminando por un pasillo, segura y enigmática. El director le dijo que eran las nueve y tres y él le dijo: “Está mal tu reloj”. La gente rio. Había roto el hielo que sabe que se forma cuando él llega.

Mientras la gente se acomodaba, habló consigo mismo: “A ver, estas caras qué dicen, qué rollos hay por dentro”. Y, después de un momento, empezó a saludar a uno por uno. Siguió la lista suministrada por la fundación, interesándose brevemente por la experiencia de cada uno. Mientras hacía el recorrido, García Márquez me miró con risa nerviosa, casi podría decir que también con miedo, como si en ese destello de sus ojos admitiera a su pesar que a mí no podría engañarme tan fácil, que sabía lo honda que podía posarse sobre él mi mirada.

Quizá por eso preparó el acercamiento. Al hablar con Carlos Mario, el periodista de el colombiano que me antecedía en la lista y estaba sentado a mi lado, García Márquez le preguntó –mirándome– quién, en ese periódico, era el del lápiz rojo. Carlos Mario tardó un momento en comprender la pregunta, y él aprovechó para decir que su primera columna la escribió completamente su jefe de redacción, en El Universal. Antes de que se largara a contar su historia de El Universal llegó otra señal. Me señaló y dijo: “Este hombre tiene una versión mejor que la mía”. Y contó la historia de los primeros cuentos en Bogotá, del bogotazo, del incendio de la pensión, de su viaje a Cartagena y de su llegada a El Universal: “Había un hombre escribiendo a mano en una baranda y le dije que quería escribir. Le dije mi nombre y, como él había leído los cuentos que me habían publicado en El Espectador, me dijo: ‘Siéntate ahí y escribe’. Cuando le entregué la nota, tachó la primera línea y la reescribió encima, tachó la segunda y la reescribió, y así hizo con el resto. Cuando terminó, la pasó a talleres completamente escrita por él, pero respetando todo lo que quise decir”.

Se extendió en detalles sobre Cartagena: habló del grupo de amigos –dijo que llego a ser muy amigo de Zabala, de Ibarra Merlano y de Rojas Herazo– y me regaló una anécdota completamente inédita. Dijo que Rojas –a quien presentó como un artista múltiple–, según pudo recordarlo hace poco con la ayuda de un amigo, había sido su profesor de dibujo cuando estudiaba en Barranquilla en el Colegio San José. García Márquez recordó la presencia de Rojas cuando era profesor: “Tenía 20 años, usaba sombrero bombín como el de Chaplin, era de una elegancia y una belleza…, era un gran hablador, pero no recuerdo una sola de sus clases”.

Siguió recordando la vida en Cartagena y contó que, como a las 9 de la noche, se iban al mercado donde un cocicnero que se ponía un clavel en la oreja. Dijo no recordar el nombre, pero ese olvido era –en cierta forma– una invitación a que interviniera: “Juan de las Nieves”, le dije y él lo ratificó: “Juan de las Nieves”. Agregó, refiriéndose a mí: “Conoce de mi vida más que yo”.

“A Juan de las Nieves lo tengo en varias novelas: es Catarino el de Cien años de soledad, está en El otoño…”, y concluyó, refiriéndose a las noches con los compañeros del periódico, que “en los alrededores del mercado aprendí lo que sé sobre periodismo y sobre novela”.

Aclaró, también, que no es cierto –como dicen algunos– que había un grupo de Cartagena y uno de Barranquilla: “Lo que había era un solo grupo que iba y venía”.

Después volvió a hablar consigo mismo: “¿Por qué conté todo esto?”, y se respondió de inmediato: “¿Por ganas de acordarme?”.

Entonces miró la lista y vio que seguía mi nombre. Me preguntó qué estaba haciendo. Elogió el suplemento, hizo notar que había aumentado el número de páginas,  contó que el suplemento incluía reportajes, y aprovechó para hacer el que ahora pienso que fue el guiño final (antes habló de la importancia de renunciar a tiempo, de su propia indepedencia a muy temprana edad) por ese día: “El periodismo es un género literario, eres periodista literario. Si lo que quieres es ser un literato, ya eres un literato”.

 


miércoles, 11 de agosto de 2021

Las Pupys

 Un fragmento de "La ciudad de los crepúsculos"



Ahí estaban, como para enloquecer hasta al más frío Humbert Humbert. Siete, quizá ocho; sí, ocho en realidad. Tres en un sofá, cuatro en el otro y una en una silla individual. Ansiosas, inquietas, mujeres ya, fuera de las rutas cotidianas, en la sala de entrevistas de El Liberal, a solas con un hombre que, según su profesora de español, era importante.

Pero la informalidad del traje –tenis blancos y jeans, un sol enorme y bello sobre el pecho y el vientre ya un poco abultado– y la juventud del gesto les hicieron comprender que quizá la tarea de español no sería tan aburrida como habían imaginado.

Tardaron en hacer la primera pregunta. Reían nerviosas, se dirigían miradas cargadas de intención. El hombre aprovechó la indecisión y el protocolo para verlas, una a una, desde la silla rodante que había dispuesto frente a la formación en herradura.  Empezó por su izquierda, por la de los ojos claros y los retenedores en los dientes. La claridad de los ojos la salvaba de la intrascendencia. Era evidente que usaba esa diferencia para ejercer liderazgo frente a sus compañeras. Fue ella quien grabó la presentación:

“Muy buenos días, somos la Pupys, estamos con el famoso escritor Agustín Heredia, autor de la novela Plegaria y la colección de relatos Qué ajenos a mí tus sueños. Muy gentilmente, el señor Heredia ha accedido a responder las preguntas que le haremos”.

Eran las preguntas de un famoso cuestionario que solía asociarse con Marcel Proust. El color preferido, el músico, el héroe real o literario, la heroína, las cualidades y los defectos, las frustraciones y los sueños, los pintores, las flores, los pájaros. Las chicas se turnaron para hacer las preguntas y, como había algo de rigidez en el proceso, Heredia procuró darles vida a las respuestas. Dijo que su pájaro predilecto era el cuervo, por incomprendido. Dudó al hablar de su heroína y pidió a la de ojos claros que apagara un momento la grabadora para pensar. Al final recordó a Juana de Asbaje y les dijo que podrían ser como ella. Aprovechó para elogiar a esa inquieta multitud que lo escuchaba, a esa turba de niñas mujeres impacientes por vivir. A medida que hablaba, Heredia leía sus gestos, su aprobación y su estupor, la aquiescencia al escucharlo, las verdades ya intuidas, y sentía que eso –ese fervor nuevo y limpio, esas hojas en blanco– lo llenaban de vida.

El resto de ese día y los días siguientes recordó aquel insólito episodio, el regocijo y la entrega a medida que la entrevista transcurría.

Al final del cuestionario de treinta preguntas hubo un vacío triste en la sala. Todo había ocurrido demasiado rápido. Pero ya ambos, él y ellas, habían ideado una manera de alargar la charla. Alentándose entre ellas nombraron a la chica de ojos claros para que le pidiera a Heredia permiso para hacerle preguntas personales. Heredia aceptó halagado, pero les pidió permiso para retirarse de la sala por un momento. Necesitaba respirar y buscar sus libros, para no ser ante ellas un escritor sin libros. Sintió que también ellas necesitaban ponerse de acuerdo. Al salir de la salita vio correr apurada y múltiple la frase: “Pregúntale si es casado”. Esa fue la primera pregunta que le hicieron cuando regresó.

La hizo la que ocupaba la silla individual, la que cerraba la herradura: coqueta, piel canela y rasgos hermosos y pulidos, con un enternecedor aire de mujer que aparenta que ya sabe algo de hombres.

La respuesta produjo un coro de desencantos frente al que Heredia tuvo que hacer un esfuerzo de oratoria para reponer los ánimos. La chica en el centro de la herradura hizo la nueva pregunta.

“¿Ha sufrido por amor a una mujer?”

Heredia sintió que en ese instante vislumbraba las profundas dimensiones de ese encuentro, lo definitiva que podía ser para ellas –en la flor de la vida, algunas ya víctimas de las fiebres del amor– la posibilidad de conocer respuestas al misterio que es el hombre.

“Sí”, dijo Heredia, aliviado, purificado por esa charla en la que decidió no escamotear nada.

Y les habló del dolor irrepetible que nos llega con el primer amor, del sufrimiento que padece todo aquel que siente amor y de la imposibilidad de renunciar a sentir eso sin lo que no se puede transitar por la vida.

Y vio el brillo agradecido en los ojos de esos seres de belleza inabarcable, en esas madres y abuelas que aprendían a querer a sus hijos en el inconsciente esplendor de sus quince años, añorando y anhelando el vanidoso y sensual juego del amor.

Al final de las preguntas, al final de los latidos más expuestos y sinceros, una de ellas, la última del sofá donde había cuatro, la séptima en el orden que empezaba con la de los ojos claros, venció un temblor emocionado en la garganta, contuvo la humedad exaltada de sus ojos y le dijo, con una pureza y una transparencia que Heredia jamás olvidaría:

“Agustín, quiero decirte que eres una nota”.

La emoción la hizo callar y detenerse en un gesto casi amargo, como si quisiera estar completamente sola para dejar salir el llanto dulce de la felicidad.

Heredia no supo qué decir.

Agradeció a la mujer emocionada, agradeció a esa multitud que había llegado a renovarle la alegría cuando ya se le extinguía, agradeció a la vida el regalo de ese instante.

Propuso leerles un cuento para que también quedara en la grabación. Entonces vio que la segunda, la más tranquila de todas, la que había alargado el brazo cuando entró con los libros, la más bella para él, le entregaba el libro abierto y le pedía que leyera un cuento que ella acababa de elegir.

Heredia había pensado leer otro, pero accedió a su solicitud y leyó casi sin equivocarse.

Mientras leía pudo ver por el rabillo del ojo que la tercera, la soberana en la sombra, la que días atrás había hecho el contacto telefónico con una seguridad de mujer mayor habituada al trato con los hombres, les indicó a todas que aplaudieran cuando terminara la lectura.

Y aplaudieron y Heredia sintió un bochorno que no llegaba a ser desagradable, pero hizo lo posible para que no se prolongara.

Entonces comprendieron que era el momento de separarse.

Prometieron volver a verse –pronto y diez años más tarde– y expresaron regocijo por haberse conocido. Una que había hablado poco le agradeció por no ser un viejo amargo.

La que Heredia había elegido fue la última en despedirse. Le preguntó el significado de otro cuento que acababa de leer.

Él la invito a pensar, a encontrar por ella misma lo que significaba. Le propuso que hablaran del asunto si algún día volvían a encontrarse.

De “La ciudad de los crepúsculos”