lunes, 7 de diciembre de 2020

El remoto país de lo que soy


Por andar distraídos con los torpes delirios de redes y medios, dejamos olvidado el asombro de estar vivos. Este extraño paraje que habitamos, estas raras criaturas que somos, ese brillo fugaz de la existencia… todo eso relegado a causa de espejismos con los que unos bandidos enfermos de avaricia nos engañan.

Decidido a ser el dueño de mis días, sostengo una batalla contra aquello que quiere despojarme de mi propia realidad. Me obligo a estar alerta, procuro recordar que las grandes noticias no han sido una disputa en el congreso ni una final de infarto en un estadio, sino algo más cercano y más recóndito: los hechos del país de lo que soy.

Hace un par de semanas, en ese país remoto, ocurrió un hecho extraordinario. Mi cuerpo fue invadido por curiosos aparatos: una cámara ínfima, herramientas minúsculas, tornillos e hilos que ahora se confunden con los huesos y músculos que componen mi hombro.

Entre las cosas raras que han pasado en mi cuerpo, aquella cirugía ha sido la más rara. Ya antes tuve cámaras dentro de mi organismo. Mi paisaje interior ha sido dibujado con la ayuda de rayos invisibles. Perdí la doncellez con un urólogo con manos de gigante. Pero nunca había sido el objeto de una intervención tan minuciosa, tan íntima y profunda. Lo curioso es que, mientras tuvo lugar la gran noticia de mi vida reciente, yo andaba en la más inconsciente de las inconsciencias.

Ese día había llegado temprano al hospital y seguí como niño juicioso las indicaciones que me hicieron. Me pusieron un gorro y una bata indecorosa. Me cubrieron las piernas con calentadores. Me explicaron de nuevo lo que harían: cortes aquí, costuras y enlaces allá, limaduras en el hueso tal.

Poco antes de las once vino una enfermera pequeña y fuerte que me condujo en la camilla hasta la sala de cirugía. A pesar de la luminosidad y la blancura, el ambiente era como de cantina del viejo oeste: música ruidosa, gente armada, de antifaz y con gesto de que no se sorprendían ante nada. Recuerdo que respondí una pregunta del anestesiólogo, algo sobre mi nombre, pero no recuerdo más. Cuando volví a ser este que soy, supe que habían transcurrido cuatro horas.

Una quietud prolongada y un régimen progresivo de ejercicios me devuelven poco a poco la movilidad. Pero no deja de asombrarme esa muerte temporal en que me hundí, mientras un grupo de gente se movía por parajes de mi cuerpo nunca antes visitados. Cada vez que recuerdo esa ausencia total me vuelve a sorprender la sencillez con que se apaga la luz del entendimiento, lo fácil que fue dejar de ser.

Publicado en Vivir en El Poblado, el 23 de mayo de 2019.



sábado, 21 de noviembre de 2020

Extrañas coincidencias

 Un par de textos de Regreso al centro (Notas de prensa 2007-2011), 

ahora disponible en edición para Kindle.


 

Extrañas coincidencias

 

Al lado del álbum de chocolatinas, otra de mis ventanas al mundo era una sección de periódico que cada día venía cargada de sorpresas. “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, insistía en recordarme que el mundo era un lugar lleno de cosas estrambóticas y extrañas. Recuerdo que siempre recortaba el recuadro ilustrado y lo pegaba en un cuaderno. Por años, ese cuaderno fue mi pertenencia más preciada y aún lamento que se haya perdido en uno de los tantos trasteos de la vida. Solía abrirlo en cualquier lado y volvía a sorprenderme con las cosas que encontraba, como si sólo en ese instante acabara de enterarme.

Pienso que uno de los grandes aciertos de “Aunque usted no lo crea” radicaba en el desenfado del título. Si se hubiera llamado “Todo esto es cierto” le habría faltado credibilidad. Pero al ofrecerle al lector la oportunidad de creer o no, al insistir en que las cosas eran ciertas a pesar de que no faltaran incrédulos, obligaba a todos a creer sin atreverse a dudar. Con el tiempo he llegado a preguntarme si, a veces, Robert R. Ripley o los sucesores de su empresa no nos estarían metiendo cuentos de vez en cuando. Pero nunca he dejado de creer que la mayoría de las historias fueron ciertas y que el mundo es un lugar bastante extraño.

He vuelto a pensar en todo esto porque hace poco cayó en mis manos una recopilación de historias de “Aunque usted o lo crea”, sobre extrañas coincidencias, y el asombro remoto ha vuelto a despertarse. Me leí el libro de una sentada y me enteré de cosas tan curiosas e inútiles como que Joseph Samuels, un australiano condenado a la horca por robo, se salvó de morir después de que la cuerda se rompió tres veces y un juez decidió que mejor no lo colgaran. Me he enterado también de que Betty y Marvin Marx, de Springs (Maryland), compraron un día una caja de huevos donde todos salieron con doble yema. No importa lo trivial de las historias que nos cuenta Ripley, es casi imposible dejar de leerlas. Ignoro para qué pueda servirme saber que el inventor de la catapulta murió catapultado por su invento y fue a caer sobre su esposa, quien quedó viuda y difunta al mismo tiempo; o enterarme de que el escritor griego Esquilo murió golpeado por la tortuga que un águila arrojó sobre su calva, que confundió con una piedra. Pero la inutilidad de ese conocimiento no me ha privado del goce de adquirirlo.

Medellín también aparece en este inventario, o al menos una persona nacida en esta ciudad. En 1964, un tal Germán Suárez encontró en la selva del Amazonas una guía turística de Nueva York. Me pregunto si la guía todavía existirá, si Germán o su familia conservan en un armario la guía más perdida de que se tenga noticia.

 He creído encontrar en esta edición sobre coincidencias una idea constante e implícita: que una inteligencia habita tras las cosas. Pero todo está contado con tanto desparpajo que sería muy difícil demostrar que Robert Ripley nos estaba sermoneando. Lo cierto es que la idea de una justicia divina parece inocultable en historias como la de Henry Ziegland, de Texas, quien murió cuando derribaba un árbol. Veinte años atrás, Ziegland había dejado plantada a su novia, Catherine, y la chica se había suicidado. El hermano de la chica trató de vengar la afrenta, pero la bala sólo rozó a Ziegland y se clavó en el árbol. Convencido de que había matado a Ziegland, el hermano de la chica también se suicidó. Veinte años después, en 1913, Ziegland estaba cortando el árbol y, como era un trabajo difícil, decidió usar dinamita. La explosión lanzó la bala en dirección a su cabeza y colorín colorado.

 

Oneonta (Nueva York), septiembre de 2011.

 


 

La guía perdida

 

Cuando nacemos, el mundo ya llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos, mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película, exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas. Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de basura.

Pasamos la vida encontrando relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no estaremos cuando ocurran los hechos memorables.

Nuestra breve estadía, sin embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida, nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la casa.

Es posible decir que la historia que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas. Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles, cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana.  Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés, entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros hasta ese remoto paraje.

Cuarenta y siete años más tarde, en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados de la fiesta.

 

Oneonta (Nueva York), octubre de 2011.

 


 

 

martes, 3 de noviembre de 2020

Una tórtola escondida

 

En "La cebra que habla", una reseña de la novela de Miguel Falquez Certain, La fugacidad del instante, publicada por la editorial Escarabajo. Texto leído durante la presentación del libro, el jueves 29 de octubre de 2020.


lunes, 14 de septiembre de 2020

Morir en Sri lanka

Disponible en Amazon 

Edición impresa

Edición para Kindle

La historia toda es bastante simple: Érase que se era un pobre hombre que sabía que se iba a morir en Sri Lanka. Son los catorce años de su viaje. Nothing else. The rest is silence. 

Novela finalista del Premio Herralde 2014




martes, 1 de septiembre de 2020

García Márquez, un mundo mágico y otros ingredientes para que este libro se venda como pan caliente

Este perfil del Nereo López Meza fue escrito originalmente en inglés, para un libro que se proponía reunir una selección de sus fotografías. El libro nunca fue publicado y el texto permaneció inédito por muchos años.


 Leer la versión en inglés

 Texto y foto Gustavo Arango

 “Aquí”, dice Nereo, señalando con el dedo que ha hecho todo el trabajo. “Quiero que mis fotos se publiquen aquí”.

El dedo presiona sobre la elegante letra “T”, como si atrapara una rara mariposa. Parece un tranquilo don Quijote, liberado de la aparatosa armadura, pero igual conmovido por visiones de grandeza. A su lado, un cansado Sancho Panza anota frases y detalles. Están sentados en la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Queens, en Corona, rodeados por niños pequeños que se debaten entre leer o jugar. De vez en cuando un empleado de la biblioteca ejerce su pequeña porción de poder y les pide que se callen. Los dos ancianos también guardan silencio.

El que atrapó la mariposa tiene ochenta y ocho años, pero parece estar más vivo que los niños que lo rodean –al menos más que el niño de diez años que sufre con su tarea de matemáticas, con la ayuda de un paciente muchacho. El otro viejo tiene la mitad de la edad de Nereo, pero se ve el doble de cansado. Ya van tres días de caminar por todos lados y tomar nota de todo lo que dice su maestro.

Tienen un plan. Esperan a la dama que les ayudará a conquistar la ciudad con un libro. El libro tendrá fotos tomadas por Nereo durante las últimas seis décadas y una nota introductoria del escribano. Ambos piensan que son buenos en lo que hacen y ambos piensan que el mundo no los aprecia lo suficiente (aunque el viejo tiene más derecho a pensarlo) y, mientras esperan a que llegue la dama, permanecen sentados junto a la sección de los periódicos, hojeando, preguntándose si hay algo más por decir o preguntar.

“No veo por qué mis fotografías no podrían publicarse en el New York Times”.

El hombre que toma notas tampoco ve una razón. Han viajado para adelante y para atrás a lo largo de ocho décadas de vida, mientras han recorrido los cinco distritos de la ciudad, y podría mencionar al menos diez razones para publicar las fotos de Nereo en el periódico que señala. Una de las razones menos importantes es justo aquella que han elegido para promover ese libro que esperan que se venda como pan caliente: una serie de fotografías de García Márquez, tomadas por Nereo en momentos diferentes de la vida del escritor. Para seguir con el tono quijotesco, es como si Cervantes quisiera triunfar con un entremés, mientras lleva el manuscrito de don Quijote en una bolsa. Lo curioso es que el entremés parece la única llave que abrirá la puerta del éxito.

 

Hace unos años, después de ver unas fotos que Nereo tomó en el río Magdalena –el río donde El amor en los tiempos del cólera tiene su final grandioso–, un editor español exclamó:

“Son maravillosas, pero no se venderá. Si consigues al menos una frase de García Márquez sobre las imágenes, publicamos el libro de inmediato”.

Fue en el río Magdalena donde Nereo tomó sus primeras fotografías, en 1947. Desde entonces ha tomado cientos de miles de imágenes del mismo paisaje que inspiró la obra de García Márquez: la selva, los pueblecitos polvorientos, hombres enamorados de violines, jóvenes volando, gente alimentando piedras y muchas otras cosas increíbles ocurriendo de la manera más casual bajo ese sol tropical.

Nereo consiguió la frase que buscaba, pero no por escrito. El año pasado se encontraron en una fiesta privada en Cartagena de Indias, la ciudad donde Nereo nació y el escenario de tres novelas de García Márquez. El escritor estaba de regreso a su lugar favorito: “la ciudad más hermosa del mundo”, donde permaneció por casi tres meses dedicado a celebrar una serie de aniversarios: sesenta años de la publicación de su primer cuento, cuarenta de la publicación de Cien años de soledad, veinte de la concesión del Premio Nobel y su cumpleaños número ochenta. Aunque estaba cansado de fotos y saludos, García Márquez saludó a Nereo con afecto:

“¿En qué andas, Nereo?”, le preguntó.

Nereo consideró por un momento la idea de mencionar sus muchos proyectos, pero comprendió que aquel encuentro iba a durar poco. Se habían conocido más de cincuenta años atrás, cuando ambos trabajan en el periódico El Espectador. En aquel tiempo, García Márquez escribió una breve nota elogiosa del trabajo de Nereo, pero la nota apareció sin firma.  La última vez que se encontraron en Cartagena, hablaron de las fotos de Nereo en el río Magdalena, y de la sugerencia que le había hecho el editor español.

 “Necesito que me ayudes con eso”, le dijo Nereo. “Como compensación puedo darte una serie de fotos tuyas que he venido tomando desde hace años”.

Aquello fue como ofrecerle unas monedas de oro al rey Midas, pero fue también un despliegue de la dignidad de Nereo. Nereo ha dicho muchas veces que García Márquez ha hecho por escrito lo que él hizo con fotografías. Con García Márquez se siente junto a un igual.

“Eso no será necesario”, dijo García Márquez. “Tienes mi permiso para usar las descripciones que hago del río en El amor en los tiempos del cólera”.

“¿Puedo hacer eso?”, pregunto Nereo mientras buscaba un pedazo de papel.

“Claro que puedes”, dijo García Márquez antes de ser arrastrado por un grupito de admiradores que le pedían fotos y autógrafos.  Nereo elevó una servilleta hacia el sonriente grupo, pero comprendió que su encuentro con su majestad ya había terminado.

Pocos días después, Nereo llamó a Jaime Abello, el director de la escuela de periodismo de García Márquez en Cartagena (Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano), para explorar la posibilidad de tener la autorización de por escrito. Abello le dijo que no era necesario, que él y Mercedes –la esposa de García Márquez– habían sido testigos de lo que habían hablado.

Nereo cierra el capítulo sobre García Márquez casi sin haberlo abierto:

“Es una tontería que yo diga: ‘Llamen a Mercedes, llamen a Abello; ellos son testigos”.

Pero el hombre que está tomando notas no quiere cerrar ese capítulo. Necesitan decir algo sobre las fotos de García Márquez. Durante tres días ha tratado en vano de hacer que Nereo diga algo interesante sobre las fotografías que marcarán la diferencia.

“Esas fotos de 1966 son maravillosas. ¿Dónde las tomaste?”

“No me acuerdo.”

“¿Pero, sí ves? Los gestos, la mezcla de fatiga y de satisfacción por lo logrado, acababa de terminar Cien años de soledad. El libro no se había sido publicado todavía. Es probable que ni siquiera supiera lo que acababa de hacer. Es el rostro de un genio justo después de haber escrito una obra maestra”.

“Sí”.

Es inútil insistir, a pesar de que es muy probable que esa serie sea la mejor que se hizo de García Márquez antes de la llegada de la gloria. Uno no se cansa de contar la historia de ese difícil período en la vida de García Márquez. Hasta ese momento lo había hecho todo para ser un escritor exitoso. Había sido periodista, para conocer el oficio y conseguir disciplina. Había intentado hacer cine, para aprender a contar historias que se quedaran en la memoria de sus lectores. Había publicado incluso un libro de cuentos y un par de novelas, pero su carrera literaria podía resumirse como un fracaso digno. Si no fuera por los slogans comerciales que estaba escribiendo en México, su familia se habría muerto de hambre. Pero justo en el momento en que estaba considerando darse por vencido, y despedirse para siempre del sueño de hacer literatura, ocurrió un hecho mágico. Llevaba su familia a unas modestas vacaciones, la carretera era monótona y la tibieza invitaba a la ensoñación. Nadie había dicho nada por un buen rato, y García Márquez se devolvió en el tiempo a su infancia en Aracataca y recordó la manera encantadora como su abuela le contaba historias. De repente supo que si alguna vez iba a ser un escritor exitoso, aquello solo ocurriría si empleaba el método de su abuela para encantar y cautivar a sus lectores. El resto de la historia es relativamente conocido. Cuando volvieron a casa, García Márquez le entregó a Mercedes todos los ahorros que tenía, y pidió que no lo importunara con asuntos prácticos durante los siguientes doce meses. Luego se metió en “la cueva”, el único cuarto disponible en la casa para escribir obras maestras, y derramó su mente y su alma en su novela. El proceso de escritura le tomó dieciséis meses, y cuando salió de la cueva se encontraba al final de la cuerda. Cuando Nereo tomó esas fotos, en 1966, García Márquez era un hombre vacío y feliz que apenas se recobraba de su fiebre literaria. Un año más tarde sería rico y famoso. Nada volvería a ser como era en esos días.

“¿Y estas otras fotos?”

“Esa fue una fiesta que mi amigo Manuel Zapata Olivella le ofreció a García Márquez, en Bogotá.”

Dejando muchas cosas de lado, Manuel Zapata Olivella fue el autor de la única narración épica que existe de los pueblos negros en América, Changó el gran putas, una obra maestra que seguirá en el olvido hasta que un académico devoto la desentierre y exclame: “¡Miren lo que encontramos!”

Manuel Zapata Olivella fue también un mentor de García Márquez. En 1948, Zapata Olivella lo ayudó a obtener su primer trabajo como periodista, en el periódico El Universal, en Cartagena, cuando García Márquez tenía apenas veintiún años.  Casi veinte años después, con esta fiesta, le estaba ayudando a construirse una personalidad pública, porque no basta con escribir una obra maestra, también hay que hacer mercadeo y relaciones públicas.

Las fotos en casa de Manuel Zapata Olivella son más de tipo social, y Nereo siempre ha detestado tomar fotos sociales. En cierta ocasión, en los años 50, cuando era el fotógrafo más prominente de la revista colombiana Cromos (su salario era el segundo mejor después del del director), un editor le pidió que tomara las fotos de una boda. Nereo tomó fotos de los aspectos más ridículos de la ceremonia: los pomposos sombreros rebosantes de flores, las damas gordas embutidas en vestidos sin tirantes, los maquillajes sobrenaturales. Su editor nunca le volvió a pedir que tomara fotos de eventos sociales. Pero, cuando Manuel Zapata Olivella le pidió que tomara esas fotos, no pudo negarse. Manuel era uno de sus amigos más cercanos. Su muerte, en el 2004, ha sido uno de los momentos más dolorosos en la vida reciente de Nereo.

Lo único que Nereo encuentra notable en las fotografías de esa fiesta es la presencia de Mario Vargas Llosa. La amistad entre García Márquez y Vargas Llosa había empezado hacía poco, pero era muy cercana. Vargas Llosa fue el autor del primer estudio completo sobre la narrativa de García Márquez, Historia de un deicidio. Pocos meses después de que se tomaran esas fotos, esa amistad floreciente terminaría de manera abrupta y furiosa, con el puño de Vargas Llosa golpeando y amoratando el ojo izquierdo de García Márquez. 

“He sido un huérfano casi toda mi vida”, dice Nereo tras recobrarse del asombro que le produjo cruzar el puente Verrazano. “Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, y mi madre cuando tenía once. Una de las lecciones que aprendí desde que era niño es que cualquiera puede volverse en contra tuya en cualquier momento. Recuerdo que en una ocasión yo me había rapado la cabeza y un grupo de niños empezó a mojarse las manos con saliva y a golpearme la cabeza. Un tipo vino a defenderme y trató de hacerlo por un rato, pero cuando vio que era imposible detenerlos él mismo se mojó la mano en saliva y se unió a la fiesta”.

“¿Quiénes son los otros que aparecen en esas fotos?”

“No me acuerdo”.

Hay otro grupo de fotografías. Fueron tomadas en un lugar público. García Márquez tiene cabello abundante y ondulado. Se nota que su estrella está en ascenso. Solo lo separan unos años de las primeras fotos, pero ya es otra persona: más consciente de que lo observan, en cierta manera menos expresivo. García Márquez está en compañía de León de Greiff, un gran poeta que nunca llegará a las páginas del New York Times, entre otras cosas porque su poesía es imposible de traducir; de hecho, es casi imposible de entenderla en su propia lengua.  Lo único que Nereo recuerda es el lugar donde fueron tomadas.

“Eso fue en Campo Villamil, en 1970 o 1971.”

La razón por la que a Nereo le parece digno de mención el nombre de ese lugar es porque los negativos se encuentran ahora en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, y la identificación del lugar y de las personas en los catálogos de la biblioteca está equivocada. De hecho, casi todas las fotos de Nereo tienen problemas de catalogación.

“Mezclaron nombres, lugares, fechas. Soy el único que podría desenredar eso”.

“¿Qué más recuerda de esas fotografías?”

“Nada más”.

Es inútil. Nereo no recuerda cuándo tomó las fotografías. No les asigna un significado especial a esas imágenes. El capítulo de García Márquez es muy pequeño en relación con su vida como fotógrafo. Solo el viaje a Estocolmo parece ser significativo para él. Cuando García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1982, estaba acompañado por una delegación ruidosa y colorida. Había grupos musicales, bailarines y amigos bebedores. Es probable que aquellos hayan sido los días más festivos en la historia de Suecia.

“Los organizadores me dijeron: ‘Solo podemos darte el boleto de avión. ¿Quieres ir?’ Por supuesto que fui. Le delegué los eventos sociales a otro fotógrafo, y yo tomé las fotos de las presentaciones culturales. El tipo que estaba a cargo de la delegación se enamoró de un sueco, y se olvidó de darme el pase para entrar al banquete real. Tuve que disfrazarme como músico para entrar. Tuve que tomar las fotos mientras bailaba”.

Ahora sí tenemos algo. Finalmente, una anécdota interesante en relación con las fotos de García Márquez. Pero, de todas maneras, los millones de lectores tendrán que apelar a su propia sensibilidad para apreciarlas. Si aceptan que les den consejos, valdrá la pena que le dediquen un buen rato a cada fotografía, pues de veras retratan el alma de uno de los escritores más grandes de nuestro tiempo. En cierto sentido cuentan la historia desde la creación, en medio de la pobreza, hasta el éxito y la gloria; pero el tipo que las tomó ha tomado tantas fotos buenas que es incapaz de valorar su propio trabajo.

“Solo ahora he empezado a darme cuenta de lo que ha sido mi vida.”

“¿Tienes una filosofía de vida?”

“Lo que he aprendido en todos estos años es a vivir y dejar vivir. Me comparo con un tronco en la corriente de un río. Lo único que se puede hacer es tener cuidado para evitar chocar con otros troncos o encallar en las orillas. Eso es todo. Es lo único que necesitas saber.”

La imagen del tronco y el río viene de uno de los proyectos fotográficos más amados por Nereo. Durante décadas ha registrado con sus fotografías la devastación de las selvas en Sudamérica. Algunas de esas imágenes son deprimentes y muestran como hace cincuenta años era posible predecir la alarma ecológica que hoy resuena en todo el mundo. Ha pensado ponerse en contacto con Al Gore para publicar un libro sobre la destrucción de las selvas. Es uno de sus proyectos para el futuro, porque –aunque usted no lo crea– a sus ochenta y ocho años Nereo piensa más en el futuro que en el pasado.

“A veces no puedo dormir, por las muchas ideas que tengo”.

Pero no todos sus trabajos sobre la naturaleza son alarmantes. Otro de sus relatos fotográficos cuenta la historia de un árbol y su viaje desde las montañas selváticas hasta convertirse en la canoa de una familia de pescadores en Colombia. Esa serie es una oda a la capacidad humana para construir cosas hermosas: canoas, puentes, danzas.

“Si no fuera fotógrafo, me habría gustado ser un bailarín de ballet; pero no uno gay.”

Casi la mitad de las cosas que Nereo dice no pueden ser publicadas. Son políticamente incorrectas, pero al mismo poseen un entendimiento de la naturaleza humana que a mucha gente le falta. La corrección política, como sabemos, puede ser otra forma de la hipocresía. Uno podría concluir que la vejez y la franqueza caminan con frecuencia de la mano.

Nereo tiene la libido de un adolescente, muchos de sus chistes y comentarios tienen una carga sexual.  Uno de sus proyectos más recientes es una serie de fotografías tomadas en las escaleras del tren subterráneo, tratando de captar vislumbres de los pantis de las damas. Es inevitable preguntarse de dónde viene esa energía.

El escribano ha reprimido el impulso de preguntarle a Nereo el secreto para llegar a su edad con el entusiasmo que tiene; porque, si hay algo de veras importante en ese libro que se venderá como pan caliente, ese algo en definitiva no es el rostro de García Márquez, o el mundo fascinante que inspiró su obra, sino la historia de un artista que a sus ochenta y ocho años demuestra la pasión por la vida de un muchacho de dieciocho. El día anterior, en Midtown Manhattan, cuando le preguntó a Nereo por qué había decidido vivir en New York, el escriba recibió una respuesta asombrosa:

“Cuando esté viejo es posible que prefiera un lugar más tranquilo. Pero esta es la ciudad que quiero ahora. Es un lugar donde todo está pasando”.

Después de muchos años entrevistando ancianos, el escribano ha concluido que ninguno de ellos es consciente del secreto verdadero. En cierta ocasión, un hombre de noventa y uno le había dicho que el secreto de la larga vida era tomar un plato de sopa todos los días. Otro le había dicho que el secreto era dormir al menos ocho horas de manera regular.  Pero concluyó que, si había algún secreto, debía estar oculto entre las líneas de lo que decían.

“¿Crees en Dios?”

“No”, dice Nereo. “Pero creo en una fuerza y tengo un profundo respeto por la vida. He fracasado muchas veces, pero cada vez que fracasé encontré una solución.”

“¿Alguna vez pensaste en suicidarte?”

“Sí”, la pregunta no lo sorprende. “Hace diez años pensé que hasta ahí llegaba”.

Hace diez años, Nereo López enfrentó una de las mayores adversidades de su vida. Había usado todos sus recursos y su energía para crear una escuela de fotografía en Bogotá. Era uno de los fotógrafos más prestigiosos del país y el éxito de la empresa parecía garantizado. Había trabajado para los periódicos y revistas más importantes del país. Había ganado premios internacionales, como el que le dio la Kodak, con motivo de la Feria Mundial de Nueva York, en 1964, por un paisaje maravilloso de balcones tomado en Cartagena. En esa ocasión, el trabajo de Nereo fue elegido entre más de quince mil participantes. En los años cincuenta, unos tiempos muy violentos en Colombia, la revista Time había reproducido algunas de sus fotos. Pero la vida no ofrece garantías —ni siquiera a los talentosos– y la escuela de fotografía fue un fracaso. Nereo se vio de pronto en la bancarrota. Tenía setenta y ocho años y pensó que había agotado sus razones para seguir vivo.

Parado al borde del abismo, sus ángeles guardianes (“tengo mis ángeles guardianes, pero no puedo sentarme a esperar a que hagan el trabajo”) empezaron a buscar soluciones al problema (“Hay tres expresiones que odio: ‘No’, ‘es imposible’ y ‘problema’). Un expresidente colombiano intercedió ante la Biblioteca Nacional, para que le comprara a Nereo cerca de cien mil negativos. Dos años más tarde, el gobierno le dio la Cruz de Boyacá, la más alta distinción que la nación les confiere a sus ciudadanos, establecida por Simón Bolívar un siglo y medio antes.

“No soy un buen lector. En mi vida solo he leído cinco libros. Uno de ellos es el libro de García Márquez sobre Bolívar, El general en su laberinto. Leyendo ese libro comprendí por qué Colombia llegó a ser el desastre que es ahora. El otro libro que leí es tu novela sobre los árboles locos. Hombre, usted merece estar en la lista de best sellers del New York Times”.

“Gracias. Estaremos, Nereo. Estaremos”.

El escribano no recuerda las palabras exactas que se dijeron en ese momento. Pero está seguro de ser fiel a las ideas expresadas durante esos tres días memorables con Nereo en la ciudad.

Ante el fracaso realista de su escuela de fotografía, y la intervención mágica de sus ángeles protectores, Nereo decidió venir a Nueva York y quedarse aquí por un tiempo. Ya tenía alguna familiaridad con la ciudad. Casi medio siglo antes había venido para obtener en poco tiempo un diploma de una escuela de fotografía. En aquel tiempo tuvo también un matrimonio fugaz, después de tres semanas de noviazgo, con una chica cuyo nombre no recuerda. Vivieron juntos por seis meses, pero después Nereo regresó a Colombia. Lo único que recuerda es que años después le llegaron unos documentos para tramitar el divorcio, y que los firmó sin ningún remordimiento. Después de tres matrimonios –los otros dos duraron un poco más– y numerosos romances, Nereo parece feliz viviendo solo.

“Los problemas del mundo no se deben al capitalismo o al comunismo, sino a los seres humanos. Es nuestra condición sentirnos siempre insatisfechos, y los desacuerdos generan violencia. En el matrimonio, por ejemplo, mientras la pareja está enamorada hay algo muy importante que los une: el sexo. Pero, cuando el sexo falla, empieza el drama. Mientras hay sexo, todo es hermoso”.

Nereo tiene dos contactos a tierra: su hija, una doctora que vive en Colombia, y quien trata de recordarle de manera dulce que la vida se va a acabar, y la dama detrás del proyecto de libro que se venderá ya saben cómo, otro ángel guardián que cuida de Nereo en Nueva York. Nereo y la dama misteriosa (porque ella no quiere que su nombre se mencione aquí) han venido contemplando el sueño por un tiempo, solo necesitaban un escribano para conquistar la Ciudad. La única esperanza del escribano es que la idea de veras funcione, de lo contrario no tendrá con qué pagar sus muchas deudas.

“No tengo deudas”, dice Nereo. “El otro día me llamó una mujer a decirme que lamentablemente tendrían que cambiar mi tarjeta dorada por una tarjeta plateada, si no hacía uso del crédito que me habían dado. Le dije que podían cambiar la tarjeta a plata, bronce u hojalata, pero que no pensaba gastar más de lo que tenía.”

Nereo abre los ojos detrás de sus enormes anteojos y sonríe con malicia.

“Todavía tengo mi tarjeta dorada”.

Esa sonrisa es uno de sus gestos característicos. El otro podríamos llamarlo un desdén distante. Pero, de hecho, esta aparente altivez podría ser apenas el efecto de una miopía todavía leve. Nereo solo tiene el orgullo de un artista que es consciente del valor de su arte.

Al comienzo del último día, el escribano descubrió que no habían hablado nada del arte de tomar fotos. Pensó que sería bueno para el libro tener una breve reflexión filosófica sobre la fotografía: la batalla entre la luz y la oscuridad, el encuentro de lo temporal y lo eterno, la magia del instante; ustedes saben, ese tipo de cosas. La respuesta, por supuesto, fue directa:

“Yo no sé”.

No saber cosas parece ser un hábito saludable. El escribano había interrogado a muchos artistas –en especial escritores–sobre los secretos de su arte. En cierta ocasión, un amigo suyo llamó “espionaje industrial” a esa costumbre de andar preguntando, pero él prefería llamarlo aprendizaje sobre el oficio. Unos diez años atrás había tenido la oportunidad de frecuentar por unos días a Gabriel García Márquez, tratando de aprender algo de él. El secreto que le robó fue a la vez bíblico y poderoso: “Hay un tiempo para todo, y solo la vida decide quién es y quién no es”.

El escribano guarda silencio. Sabe que algunas de las mejores cosas en una entrevista se asoman después de largos silencios, cuando no se ha preguntado nada. También juega con la culpa de Nereo, después de una respuesta tan maleducada.

“Pregúntale al cantante por qué canta”, aquello fue en un restaurante colombiano en la  Roosevelt Avenue, en Queens, donde Nereo devoró con lentitud y de manera implacable uno de los platos más grandes del  menú. “Puedo decir que la mayoría de los mejores trabajos que he hecho los hice sin pensar”.

 

Cuando se considera la precisión sobrenatural que se requiere para tomar algunas fotos, como la imagen de los tres muchachos saltando a las aguas del río Magdalena,  no queda otra opción que estar de acuerdo con lo que dice. Solo el dedo pudo saber el momento perfecto. Si la orden la hubiera enviado el cerebro, nunca habríamos sido testigos de la plasticidad de ese árbol humano. Si la foto hubiera sido tomada una centésima de segundo antes o después, nos habríamos perdido la evidencia fotográfica de que los hombres pueden volar.

“Cuando eres joven piensas que tienes que tomar muchas fotos o, dado el caso, tomar muchos apuntes. Pero ahora rara vez puedes verme con mi cámara. Bueno, aquí en Nueva York hay muchas cosas interesantes. Pero, de todas maneras, no uso mi cámara todo el tiempo”.

El escribano recuerda que durante esos tres días no ha visto a Nereo tomar una sola foto, a pesar de que ha llevado siempre con él su pequeña cámara digital.

“A veces solo tomo fotos para mí, con mis ojos. Voy caminando y pienso: ‘Mira, Nereo. Qué bonita foto esa’. Hablo conmigo todo el tiempo: ‘Hey, Nereo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has sentido triste en estos días?’ ‘Nada en particular, Nereo. Es el estrés de haber pasado de PC a Macintosh. Ahora tengo que aprender a usar todos esos programas, y quiero hacerlo lo más pronto posible. No quiero perder tiempo”.

Eso explica que Nereo tenga el hábito de hablar de sí mismo en tercera persona. Dice, por ejemplo, que cuando se vino a vivir a Nueva York visitó cientos de galerías de arte y bibliotecas, para ver lo que el mundo había estado haciendo en materia de fotografía:

“En el mundo hay muy buenos fotógrafos, y Nereo es uno de ellos. Mi único deseo es estar vivo para ver que se reconoce”.

Pero Nereo no es la única persona con la que Nereo habla a solas. También habla con su madre, casi ocho décadas después de su muerte.

“La invoco todos los días. Me enseñó que el rencor es malvado”.

Nereo vive hoy en un cuarto alquilado, en una casa de familia situada entre Brooklyn y Queens, pero casi nadie sabe con exactitud dónde queda. Está obsesionado con aprender todos los secretos de la era digital. Hace poco, con la ayuda del internet, encontró un viejo amor, una pintora francesa a quien le tomó “uno de los retratos más hermosos que jamás se han hecho”. Pero, aunque los dos viven solos, no han pensado en vivir juntos. Han concluido que vivir solos es la mejor manera de vivir.

Y solo está Nereo, y solo está el escribano, y solas están las criaturas de la ciudad de los ermitaños.

Al final de su viaje, están en la Biblioteca Pública de Queens, en Corona, mientras esperan a la dama misteriosa. Ella ha prometido reunirse allí con ellos, porque les tiene noticias sobre el libro que están preparando.

Han hablado sobre casi todo. Nereo habló de su vida como huérfano, de su costumbre de dormir en autobuses —y eso podría explicar su pasión por el tren subterráneo—, ha hablado de sus múltiples oficios: mecánico, administrador de un teatro, actor de cine; hasta que encontró la fotografía, como los místicos encuentran a Dios.

Han hablado sobre política:

“Los nórdicos encontraron la fórmula. Usan los impuestos para impedir que el capital se vuelva voraz, y usan esos impuestos para darle a la gente oportunidades. El error de la Unión Soviética fue pensar que todo el mundo, el perezoso y el entusiasta, merecían lo mismo.”

Sobre América Latina:

“Latinoamérica se está haciendo consciente de su propio valor, y el capitalismo se siente amenazado”.

Sobre las mujeres:

“¿Cómo has podido vivir tanto tiempo sin una mujer?”, preguntó.

“Yo no sé,” el aprendiz empezaba a aprender.

Sobre la vejez:

“Cualquiera es más joven que yo”.

Y, por supuesto, sobre fotografías:

—Hice una foto como esta hace cincuenta años —el dedo de Nereo es brillante y sus huellas digitales están casi borradas por efecto de los líquidos que se usaban para revelar.

Pero el escribano sabe que todavía hay algo que falta. Años de periodismo le han enseñado a esperar, a escuchar con paciencia, a tolerar digresiones y repeticiones, a estar alerta al momento inesperado en que ocurren los milagros.

“Te digo que solo hay unas pocas cosas que de verdad me sorprenden”. Nereo lee la sección de Arte y Cultura del New York Times. “Cuando vi el montaje de Don Quijote, que hizo el American Ballet Theatre, no sabía si era que estaba drogado o si estaba en una nube. Ni siquiera podía estar seguro de que existía. Pero, cuando por fin salí a la calle, después de dar unos pasos y de apoyarme contra una pared, alcé los ojos y le di gracias a Dios, a la Divina Providencia, a los ángeles guardianes o a cualquiera que sea la fuerza que mueve el universo, por haberme permitido vivir lo suficiente para ver eso”.

Después de escuchar esas palabras, el escribano supo que su trabajo había concluido. Supo que la clave de todo, ya sea buenas fotos o buenas vidas, es una mezcla de aprecio y gratitud. Cerró el cuaderno, olió la pluma antes de guardarla en el bolsillo y suspiró.

Esa noche, mientras comía helado en Astoria con Nereo y la dama misteriosa, el escribano supo que tendría que escribir en inglés el testimonio de esas conversaciones. Después de pasarse la vida tratando de decir cosas en español, supo que aquello sería como escribir con las manos atadas y hundiendo las teclas con la punta de la nariz. Pero igual se sintió agradecido.

  Nueva York, mayo de 2008.


 

martes, 18 de agosto de 2020

¡Ha vuelto Gabito!

Mis encuentros con Mercedes Barcha fueron mínimos, pero -ahora que lo pienso- a ella le debo que García Márquez haya aceptado hablar conmigo durante la investigación que hice para Un ramo de nomeolvides

Silencio y discreción fueron los rasgos esenciales del soporte moral y el contacto a tierra de Gabriel García Márquez. El García Márquez que conocimos en buena parte fue una obra suya.

Un fragmento de Un ramo de nomeolvides

 Conversación con Mercedes Barcha | EL PAÍS México

Cuando el periodista ya se marchaba a su casa, un poco después de las nueve de la noche, cansado por la espera, decepcionado ante la idea de no poder hablarle, Carola, la señora de los tintos le dio la buena nueva.

“Ya llegó”, dijo desde su centro de operaciones, un cuartico diminuto que esa noche se veía invadido por meseros. Con sonrisa de triunfo compartido, Carola hizo un gesto en dirección a la redacción. Cuando ya renunciaba a la espera, había llegado.

En el periódico había un aire de fiesta privada. Desde comienzos de la tarde, un ejército de meseros y operarios había venido organizando el evento de la noche en un aislado rincón de la terraza, un privilegiado mirador que da al Castillo de San Felipe de Barajas.

Era el cinco de enero de 1995. Cartagena estaba en temporada taurina. Las gentes principales del país habían asistido a la plaza de toros a ver y ser vistos. Vieron a un hombre muy cerca de la muerte, vencido y humillado por un toro que lo zarandeaba como a un trapo.

Para esa noche un grupo selecto había sido invitado a una fiesta en las instalaciones de El Universal.

Pocos eran los elegidos. Vendría el Presidente de la República con la Primera Dama, vendrían varios Ministros y el Contralor, vendrían senadores, magistrados, dueños de periódicos, cabezas de grupos económicos, el Alcalde Mayor de la ciudad y vendría el Premio Nobel, ese sexagenario al que el periodista llevaba casi un año hurgándole el final de la adolescencia, la fuerza poderosa y errática de los veinte años, los primeros pasos, las primeras manifestaciones de su genio, las primeras caídas, pero también las primeras alegrías de una vida de esfuerzos y triunfos desmesurados.

 Ver pasar todo el día personas por los vidrios de su oficina, había terminado por agotarlo. La oficina quedaba en el segundo piso, en la salida hacia la terraza, y durante todo el tiempo el desfile de operarios y meseros le había estado recordando que esa noche tendría una oportunidad inmejorable de abordar a Gabriel García Márquez.

La corrida de toros había terminado hacía ya mucho rato. Como desde las ocho, el desfile de empleados había dado paso al desfile de invitados, pero ninguno era el hombre esperado. A las nueve de la noche, la ansiedad era vieja y pesada.

Pensó que sería difícil hablarle esa noche. Si no conseguía abordarlo en el camino hacia la terraza perdería una oportunidad tal vez irrepetible. Más tarde le sería imposible acercarse entre escoltas y recepcionistas, cuando la fiesta hubiera comenzado.

Antes de la noticia de Carola, el trabajo de la tarde, la disposición sobre una mesa de los libros con los periódicos de 1948 y 1949, las sillas preparadas para su visita a la oficina, parecían ser un trabajo perdido.

Con el gesto de Carola las cosas cambiaban. Quedaba todavía una esperanza.

La inmensa sala de redacción –en un extremo del segundo piso–, llena de computadores y escritorios y luces de neón, estaba casi desierta.

Frente a uno de los computadores del fondo, Fidel Ernesto García, el editor nocturno, preparaba las notas para la página del cierre. Los tiempos han cambiado, hoy casi todos los periodistas se marchan temprano.

Al final de la sala de redacción, en el cuarto de comunicaciones –donde están los equipos que reciben los cables noticiosos y las fotografías de las agencias–, había un grupo de personas. Brillaba entre ellos un hombre vestido de blanco.

 Se piensan tantas cosas cuando se tiene tan cerca el peso de la fama y de la gloria de un hombre al que se le han estado estudiando sus años de modesto anonimato.

Está de espaldas a la puerta. Recibe unas indicaciones sobre la forma como llegan las fotografías internacionales. Al ver su cabello ondulado, gris y blanco, con una calvicie incipiente y semioculta en la coronilla, se piensa en la agreste firmeza de su cabello a los veinte años, en el hilo de Ariadna que son los cabellos.

El resplandor color marfil de su vestido hace que se le recuerde muy tieso y muy majo, doce años atrás, parado sobre el primer palito de una ene gigante, recibiendo el galardón literario más reputado del mundo, llegando a la inmortalidad como quien salta un muro, sintiendo en su cabeza un vértigo cabalgante. Pero también se recuerdan sus ropas lejanas, las de su juventud, su guayabera color salmón, sus medias verdes, sus camisas amarillas que luchaban cuerpo a cuerpo con el sol.

Ha regresado a El Universal, pero es un regreso extraño. Sólo hay un remoto parentesco entre ese diario rebelde y limitado que nacía cada noche en una casa derruida en la calle San Juan de Dios y esta fiesta de luces y tecnología a la que ha regresado.

 Viéndolo mirar la pantalla de un computador es posible pensar que muy adentro está intentando recordar aquellas noches de luces mortecinas, aquellos rostros hoy muertos o envejecidos.

Su sensibilidad le dice que alguien más ha entrado a la oficina. Se vuelve, apacible, jovial, su bigote entrecano se extiende en una sonrisa. Luego vuelve a atender la explicación sobre las fotos. Mira el enredo de cables de computador que hay tras una mesa y dice que él quiere para su casa una escultura así.

Su esposa lo acompaña con comentarios, tiene un vestido color café, sobrio y elegante.

Al lado de ella están el alcalde de la ciudad y la Primera Dama. Los acompañan un operario y el subdirector del periódico. El periodista espera en silencio junto a la puerta, organiza las ideas, piensa lo que le dirá. Aguarda el momento de echar el zarpazo.

 

[…]

 

Ahora está aquí. Es el 5 de enero de 1995. Visita la moderna sede del que fue su periódico, regresa después de mucho tiempo. No venía a El Universal desde cuando aún no era Nobel.

Sólo ahora ha decidido acceder a la persistente invitación que le han hecho los directivos. La principal motivación es una fiesta. Podría asegurarse que la nostalgia no está entre sus planes para esa noche. Quiere disfrutar la fiesta y ver si es posible empezar, en la sede de El Universal, las clases de su Escuela de Periodismo.

Tal vez el recuerdo de Zabala lo haya llenado de curiosidad por ver la evolución de ese periódico y así llegó hasta la sala de redacción. De allí lo llevaron al cuarto de comunicaciones, donde le explicaron el funcionamiento de los equipos. Allí llegó un periodista y se plantó en la puerta a organizar ideas y a esperar el momento de echar el zarpazo.

Y el momento llegó. Gabriel García Márquez se cansó de la sala de comunicaciones e invitó al grupo a retirarse hacia otro lado. Los primeros en salir fueron el Alcalde, y su esposa. Detrás salió él. “Ahora o nunca”, pensó el periodista.

“Mi nombre es Gustavo Arango. Por medio de don Víctor Nieto he tratado de ponerme en contacto con usted”.

“Don Víctor no me habla. No quiere que opine nada sobre las películas que van a venir al Festival”.

Es hábil. Dos palabras y ya está intentando cambiarle el rumbo a la charla. Por muchos medios se le ha informado del proyecto que existe de hacer un libro sobre esos años. Es casi seguro que él lo sabe, pero elude el tema.

“Estoy escribiendo la historia de su paso por este periódico”.

“Para qué, si eso ya se conoce”.

“Siempre quedan cosas por decir”.

En ese momento, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez escapó de la marca asfixiante del periodista y corrió hasta un televisor. En un noticiero estaban pasando la cornada que recibió esa tarde el torero español Ortega Cano.

“Se han demorado mucho para atenderlo”, dice con su extraño acento guajiro–mexicano.

Minutos después, cuando el grupo caminaba rumbo a la terraza, el periodista le habló a la mujer de vestido café que venía adelante:

“¿Quiere ver lo que escribió su esposo cuando tenía veinte años?”.

Sorprendida, Mercedes Barcha de García Márquez se dejó conducir hasta la oficina, lo mismo pasó con quienes le seguían.

Sobre la mesa estaba abierto El Universal del 20 de mayo de 1948, en la página cuarta, donde apareció el ‘Saludo a Gabriel García’ que escribió Zabala.

García Márquez se acercó, miró la nota con desdén, se movió impaciente frente a esos periódicos amarillentos, pero era evidente que hubiera querido estar completamente solo para darle rienda suelta a su curiosidad.

“Todo lo que yo hice en El Universal salió en la página editorial”, dijo, erguido, moviéndose con inquietud por la oficina. “Tú no encontrarás nada en otras páginas”.

El periodista pensó en la advertencia de Angulo Bossa. Por fortuna ya estaba preparado y podía desmentirlo.

“No es cierto. Hay textos suyos en otras páginas”.

“A ver, cuáles”, dijo burlón.

“Está la entrevista a Guerra Valdés”.

“¿Y ahí dice que la escribí yo?”

“No, pero están los nombres de los cuatro”.

“¿Cuales cuatro?”

“Zabala, Rojas Herazo...”.

“Sí, sí”, interrumpió. “Qué te dijo Héctor”.

“Recordó algunas cosas. Habló de Zabala. También hay otros textos. El de la Virgen de Fátima”.

Gabriel García Márquez volvió a mirar los periódicos, ahora más interesado.

“Muéstramelo, yo lo veo”.

Meses de práctica con esos viejos y enormes libros verdes de periódicos amarillentos y asfixiantes, hicieron que el periodista encontrara rápido el texto. De la enorme bodega situada al lado de los parqueaderos, había traído a esa oficina todos los libros de 1948 y 1949. Allí permanecieron hasta el final del trabajo.

“Mire el final de la nota”, le dijo, señalándole la segunda página del periódico del domingo 30 de octubre de 1949. “Esa descripción de las flores me parece suya”.

Gabriel García Márquez llevó una mano al bolsillo de su camisa guayabera, sacó unas gafas de lentes gruesos y se volcó sobre el periódico. Leyó con atención.

El periodista pensó en todo lo que había leído ese hombre a lo largo de su vida, en sus ojos nublados de águila que escudriñaban el texto.

“Yo sí estuve en Magangué y vine con la Virgen en el avión, pero no recuerdo haber escrito esto”, dijo.

Siguió leyendo. En ese momento entró a la oficina el Contralor General de la Nación y lo saludó efusivo.

“¡Ajá!, de regreso a El Universal”, le dijo.

García Márquez se levantó, sonrió, dijo una vieja frase: “Yo siempre estoy en El Universal”, y volvió a doblarse sobre el periódico.

“No recuerdo...”.

“Mire el comienzo”.

El hombre repleto de gloria, blanco como una virgen, rodeado de personalidades como palomas, se inclinó y volvió a leer.

 

Un ramo de nomeolvides: Garcia Marquez en El Universal (Spanish Edition) by [Gustavo Arango]

Un ramo de nomeolvides (Kindle)

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