martes, 18 de agosto de 2020

¡Ha vuelto Gabito!

Mis encuentros con Mercedes Barcha fueron mínimos, pero -ahora que lo pienso- a ella le debo que García Márquez haya aceptado hablar conmigo durante la investigación que hice para Un ramo de nomeolvides

Silencio y discreción fueron los rasgos esenciales del soporte moral y el contacto a tierra de Gabriel García Márquez. El García Márquez que conocimos en buena parte fue una obra suya.

Un fragmento de Un ramo de nomeolvides

 Conversación con Mercedes Barcha | EL PAÍS México

Cuando el periodista ya se marchaba a su casa, un poco después de las nueve de la noche, cansado por la espera, decepcionado ante la idea de no poder hablarle, Carola, la señora de los tintos le dio la buena nueva.

“Ya llegó”, dijo desde su centro de operaciones, un cuartico diminuto que esa noche se veía invadido por meseros. Con sonrisa de triunfo compartido, Carola hizo un gesto en dirección a la redacción. Cuando ya renunciaba a la espera, había llegado.

En el periódico había un aire de fiesta privada. Desde comienzos de la tarde, un ejército de meseros y operarios había venido organizando el evento de la noche en un aislado rincón de la terraza, un privilegiado mirador que da al Castillo de San Felipe de Barajas.

Era el cinco de enero de 1995. Cartagena estaba en temporada taurina. Las gentes principales del país habían asistido a la plaza de toros a ver y ser vistos. Vieron a un hombre muy cerca de la muerte, vencido y humillado por un toro que lo zarandeaba como a un trapo.

Para esa noche un grupo selecto había sido invitado a una fiesta en las instalaciones de El Universal.

Pocos eran los elegidos. Vendría el Presidente de la República con la Primera Dama, vendrían varios Ministros y el Contralor, vendrían senadores, magistrados, dueños de periódicos, cabezas de grupos económicos, el Alcalde Mayor de la ciudad y vendría el Premio Nobel, ese sexagenario al que el periodista llevaba casi un año hurgándole el final de la adolescencia, la fuerza poderosa y errática de los veinte años, los primeros pasos, las primeras manifestaciones de su genio, las primeras caídas, pero también las primeras alegrías de una vida de esfuerzos y triunfos desmesurados.

 Ver pasar todo el día personas por los vidrios de su oficina, había terminado por agotarlo. La oficina quedaba en el segundo piso, en la salida hacia la terraza, y durante todo el tiempo el desfile de operarios y meseros le había estado recordando que esa noche tendría una oportunidad inmejorable de abordar a Gabriel García Márquez.

La corrida de toros había terminado hacía ya mucho rato. Como desde las ocho, el desfile de empleados había dado paso al desfile de invitados, pero ninguno era el hombre esperado. A las nueve de la noche, la ansiedad era vieja y pesada.

Pensó que sería difícil hablarle esa noche. Si no conseguía abordarlo en el camino hacia la terraza perdería una oportunidad tal vez irrepetible. Más tarde le sería imposible acercarse entre escoltas y recepcionistas, cuando la fiesta hubiera comenzado.

Antes de la noticia de Carola, el trabajo de la tarde, la disposición sobre una mesa de los libros con los periódicos de 1948 y 1949, las sillas preparadas para su visita a la oficina, parecían ser un trabajo perdido.

Con el gesto de Carola las cosas cambiaban. Quedaba todavía una esperanza.

La inmensa sala de redacción –en un extremo del segundo piso–, llena de computadores y escritorios y luces de neón, estaba casi desierta.

Frente a uno de los computadores del fondo, Fidel Ernesto García, el editor nocturno, preparaba las notas para la página del cierre. Los tiempos han cambiado, hoy casi todos los periodistas se marchan temprano.

Al final de la sala de redacción, en el cuarto de comunicaciones –donde están los equipos que reciben los cables noticiosos y las fotografías de las agencias–, había un grupo de personas. Brillaba entre ellos un hombre vestido de blanco.

 Se piensan tantas cosas cuando se tiene tan cerca el peso de la fama y de la gloria de un hombre al que se le han estado estudiando sus años de modesto anonimato.

Está de espaldas a la puerta. Recibe unas indicaciones sobre la forma como llegan las fotografías internacionales. Al ver su cabello ondulado, gris y blanco, con una calvicie incipiente y semioculta en la coronilla, se piensa en la agreste firmeza de su cabello a los veinte años, en el hilo de Ariadna que son los cabellos.

El resplandor color marfil de su vestido hace que se le recuerde muy tieso y muy majo, doce años atrás, parado sobre el primer palito de una ene gigante, recibiendo el galardón literario más reputado del mundo, llegando a la inmortalidad como quien salta un muro, sintiendo en su cabeza un vértigo cabalgante. Pero también se recuerdan sus ropas lejanas, las de su juventud, su guayabera color salmón, sus medias verdes, sus camisas amarillas que luchaban cuerpo a cuerpo con el sol.

Ha regresado a El Universal, pero es un regreso extraño. Sólo hay un remoto parentesco entre ese diario rebelde y limitado que nacía cada noche en una casa derruida en la calle San Juan de Dios y esta fiesta de luces y tecnología a la que ha regresado.

 Viéndolo mirar la pantalla de un computador es posible pensar que muy adentro está intentando recordar aquellas noches de luces mortecinas, aquellos rostros hoy muertos o envejecidos.

Su sensibilidad le dice que alguien más ha entrado a la oficina. Se vuelve, apacible, jovial, su bigote entrecano se extiende en una sonrisa. Luego vuelve a atender la explicación sobre las fotos. Mira el enredo de cables de computador que hay tras una mesa y dice que él quiere para su casa una escultura así.

Su esposa lo acompaña con comentarios, tiene un vestido color café, sobrio y elegante.

Al lado de ella están el alcalde de la ciudad y la Primera Dama. Los acompañan un operario y el subdirector del periódico. El periodista espera en silencio junto a la puerta, organiza las ideas, piensa lo que le dirá. Aguarda el momento de echar el zarpazo.

 

[…]

 

Ahora está aquí. Es el 5 de enero de 1995. Visita la moderna sede del que fue su periódico, regresa después de mucho tiempo. No venía a El Universal desde cuando aún no era Nobel.

Sólo ahora ha decidido acceder a la persistente invitación que le han hecho los directivos. La principal motivación es una fiesta. Podría asegurarse que la nostalgia no está entre sus planes para esa noche. Quiere disfrutar la fiesta y ver si es posible empezar, en la sede de El Universal, las clases de su Escuela de Periodismo.

Tal vez el recuerdo de Zabala lo haya llenado de curiosidad por ver la evolución de ese periódico y así llegó hasta la sala de redacción. De allí lo llevaron al cuarto de comunicaciones, donde le explicaron el funcionamiento de los equipos. Allí llegó un periodista y se plantó en la puerta a organizar ideas y a esperar el momento de echar el zarpazo.

Y el momento llegó. Gabriel García Márquez se cansó de la sala de comunicaciones e invitó al grupo a retirarse hacia otro lado. Los primeros en salir fueron el Alcalde, y su esposa. Detrás salió él. “Ahora o nunca”, pensó el periodista.

“Mi nombre es Gustavo Arango. Por medio de don Víctor Nieto he tratado de ponerme en contacto con usted”.

“Don Víctor no me habla. No quiere que opine nada sobre las películas que van a venir al Festival”.

Es hábil. Dos palabras y ya está intentando cambiarle el rumbo a la charla. Por muchos medios se le ha informado del proyecto que existe de hacer un libro sobre esos años. Es casi seguro que él lo sabe, pero elude el tema.

“Estoy escribiendo la historia de su paso por este periódico”.

“Para qué, si eso ya se conoce”.

“Siempre quedan cosas por decir”.

En ese momento, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez escapó de la marca asfixiante del periodista y corrió hasta un televisor. En un noticiero estaban pasando la cornada que recibió esa tarde el torero español Ortega Cano.

“Se han demorado mucho para atenderlo”, dice con su extraño acento guajiro–mexicano.

Minutos después, cuando el grupo caminaba rumbo a la terraza, el periodista le habló a la mujer de vestido café que venía adelante:

“¿Quiere ver lo que escribió su esposo cuando tenía veinte años?”.

Sorprendida, Mercedes Barcha de García Márquez se dejó conducir hasta la oficina, lo mismo pasó con quienes le seguían.

Sobre la mesa estaba abierto El Universal del 20 de mayo de 1948, en la página cuarta, donde apareció el ‘Saludo a Gabriel García’ que escribió Zabala.

García Márquez se acercó, miró la nota con desdén, se movió impaciente frente a esos periódicos amarillentos, pero era evidente que hubiera querido estar completamente solo para darle rienda suelta a su curiosidad.

“Todo lo que yo hice en El Universal salió en la página editorial”, dijo, erguido, moviéndose con inquietud por la oficina. “Tú no encontrarás nada en otras páginas”.

El periodista pensó en la advertencia de Angulo Bossa. Por fortuna ya estaba preparado y podía desmentirlo.

“No es cierto. Hay textos suyos en otras páginas”.

“A ver, cuáles”, dijo burlón.

“Está la entrevista a Guerra Valdés”.

“¿Y ahí dice que la escribí yo?”

“No, pero están los nombres de los cuatro”.

“¿Cuales cuatro?”

“Zabala, Rojas Herazo...”.

“Sí, sí”, interrumpió. “Qué te dijo Héctor”.

“Recordó algunas cosas. Habló de Zabala. También hay otros textos. El de la Virgen de Fátima”.

Gabriel García Márquez volvió a mirar los periódicos, ahora más interesado.

“Muéstramelo, yo lo veo”.

Meses de práctica con esos viejos y enormes libros verdes de periódicos amarillentos y asfixiantes, hicieron que el periodista encontrara rápido el texto. De la enorme bodega situada al lado de los parqueaderos, había traído a esa oficina todos los libros de 1948 y 1949. Allí permanecieron hasta el final del trabajo.

“Mire el final de la nota”, le dijo, señalándole la segunda página del periódico del domingo 30 de octubre de 1949. “Esa descripción de las flores me parece suya”.

Gabriel García Márquez llevó una mano al bolsillo de su camisa guayabera, sacó unas gafas de lentes gruesos y se volcó sobre el periódico. Leyó con atención.

El periodista pensó en todo lo que había leído ese hombre a lo largo de su vida, en sus ojos nublados de águila que escudriñaban el texto.

“Yo sí estuve en Magangué y vine con la Virgen en el avión, pero no recuerdo haber escrito esto”, dijo.

Siguió leyendo. En ese momento entró a la oficina el Contralor General de la Nación y lo saludó efusivo.

“¡Ajá!, de regreso a El Universal”, le dijo.

García Márquez se levantó, sonrió, dijo una vieja frase: “Yo siempre estoy en El Universal”, y volvió a doblarse sobre el periódico.

“No recuerdo...”.

“Mire el comienzo”.

El hombre repleto de gloria, blanco como una virgen, rodeado de personalidades como palomas, se inclinó y volvió a leer.

 

Un ramo de nomeolvides: Garcia Marquez en El Universal (Spanish Edition) by [Gustavo Arango]

Un ramo de nomeolvides (Kindle)

Edición impresa




No hay comentarios:

Publicar un comentario