martes, 22 de diciembre de 2015

Muchos libros de regalo

El periódico El Colombiano pregunta a un grupo de escritores 
qué libros regalarían y cuál fue el primer libro que recibieron de regalo.

















lunes, 21 de diciembre de 2015

El corazón del amado




El corazón del amado

 El Lord de Councy, vasallo del Conde de Champagne, era uno de los hombres más apuestos y admirados de su tiempo. Amaba con pasión desaforada a la esposa del Lord du Fayel y tenía la fortuna de ser correspondido por la dama. La mujer se llenó de tristeza cuando supo que su amado había resuelto acompañar al Rey y al Conde en las guerras de Tierra Santa, pero decidió no oponerse a su voluntad. Pensó que la distancia haría que las sospechas de su esposo se disiparan.
Cuando llegó el momento de partir, los amantes se reunieron en secreto y llenaron el encuentro de ternuras y de lágrimas. Antes de dejarlo ir, la dama le dio de regalo a su amado un anillo, unos diamantes y un lazo de seda entretejida con su pelo y adornado con perlas. Según era costumbre en aquel tiempo, los soldados ataban lazos como ese al casco de su armadura, para armarse de valor y también recibir protección en la batalla. El joven aceptó gustoso el regalo de su amada, prometió volver lleno de gloria y se marchó a la guerra.
Corría el año de 1191. En Palestina, durante el sitio de Acre, al momento de ascender una rampa, el hombre recibió una herida que resulto ser mortal. Los pocos momentos de vida que le quedaban los invirtió en escribir una carta a su amada. En las hojas dejó derramado el fervor de su alma. Luego le ordenó a su escudero que –en cuanto muriera– le arrancara el corazón, lo embalsamara y lo hiciera llegar a su dueña, junto con los presentes que ella le había dado en el momento en que se separaron.
El escudero obedeció la orden de su amo. Regresó a Francia con los regalos y el corazón embalsamado y, al acercarse al castillo del Lord du Fayel, se escondió en un bosque, a la espera de un momento propicio para hablarle a la dama. Pero quiso la mala fortuna que el escudero fuera descubierto y reconocido por el Lord du Fayel, quien sospechó de inmediato que aquel hombre le traía a su esposa algún mensaje de su amo y lo amenazó con matarlo si no revelaba el propósito por el que había regresado. El escudero aseguró que su amo estaba muerto, pero Du Fayel no le creyó y en un arrebato de furia esgrimió la espada. Aterrorizado, el escudero confesó todo y entregó el corazón, los regalos y la carta de su amo.
Enloquecido por los celos, Du Fayel planeó la más terrible venganza. Le ordenó al cocinero que macerara el corazón y lo mezclara con carne, para después preparar un estofado, el plato favorito de su esposa. Esa noche, la dama comió el estofado con mucho deleite. Terminada la cena, el Lord du Fayel le preguntó a su esposa si le había gustado lo que había comido. La mujer respondió satisfecha que la carne había estado excelente.
“Es por eso que hice que te la sirvieran”, dijo su esposo. “Porque es una carne que te gusta mucho. Acabas, querida, de comer el corazón del Lord de Councy”.
La mujer no podía creer lo que su esposo le decía. Sólo cuando vio la carta de su amado y el anillo y los diamantes y el lazo de seda, comprendió que era cierto lo que le decía. Un estremecimiento de pavor la recorrió. Luego alzó la mirada enrojecida y, embriagada de dolor, le dijo a su marido:
“Es verdad que yo amaba este corazón, porque era digno de ser amado. Nunca encontré uno mejor. Y ya que he comido de carne tan noble, y que mi estómago es la tumba de tan precioso corazón, no volveré a comer nada que le sea inferior”.
Luego se retiró del comedor, cerró para siempre la puerta de su cuarto, se negó a aceptar cualquier forma de comida o de consuelo y, después de cuatro días de horrible agonía, murió.



 Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 4 de diciembre de 2015.




viernes, 4 de diciembre de 2015

Reverendos




La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de “Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Super­ilustres”, pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.

Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos los documentos oficiales.

La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza” sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y dignidad real.
  
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.

En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”, por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de “Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser ejecutado por traición.

En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo llamaran “Excelencia Reveren­dísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el tiempo fue reemplazado por “Eminente”.

Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos resulta imposible sustraer­nos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus reinados.




Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de 2015.






viernes, 20 de noviembre de 2015

El rey forastero




El sirio Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido— cuenta en su Vida de San Josafat que en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido. Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que alguno rechazara.
Durante un año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia y de maldad.
Ocurría entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus vesti­duras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza, de la vida regalada a la vida ator­mentada por el hambre, de las túnicas reales a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su mudanza.
Sucedió que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero siempre le respondieron con evasivas.
Con el tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó la costumbre de sus conciu­dadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa inconsis­tencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia. De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a desterrarlo.
Aquel rey pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido un año de su reinado vinieron los ciuda­danos con un grande alboroto para deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.

Dice Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual —cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la gente tenía alma. 


Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.








jueves, 5 de noviembre de 2015

El monje y el pajarito

La columna de Vivir en El Poblado


Cuenta el distinguido y olvidado Eusebio Nieremberg —por quien hasta una flor recibió el nombre— que en cierta ocasión había un monje cantando Maitines con otros religiosos cuando dieron con un salmo que lo dejó intrigado:
“Que mil años en la presencia de Dios son como el día de ayer, que ya se pasó”.

Tal vez fue la tisana de papaver, o la falta de sueño, pero lo cierto es que el monje se sintió aterrado al pensar en las implicaciones de ese verso, y comenzó a imaginarse cómo era posible aquello. Olvidado del canto y de los otros, nuestro monje se dio a pensar y pensar en el misterio de ese salmo. Dice Nieremberg que el monje era muy devoto y siervo de Dios, y que tenía la costumbre de quedarse orando un rato más que los otros. Aquel día del salmo, el monje permaneció en el coro cuando todos se marcharon, y le suplicó afectuosamente al Señor que le ayudara a entender las palabras de David.

En esas estaba el monje cuando llegó hasta el coro un pajarito que saltaba entre el altar y las bancas y cantaba con dulzura celestial. Parecía estar hablándole al monje de nuestra historia y, por los saltos que daba en dirección a la puerta y su elocuente manera de volverse a mirarlo, era evidente que quería que lo siguiera. Así fue que nuestro monje, siguiendo al pajarito, salió del monasterio y se encaminó a un tupido bosque que estaba cerca. El pajarito se detuvo a cantar sobre la rama de un árbol, y el monje se acercó y se postró al pie del árbol para escucharlo exta­siado. El canto era de una belleza extraordinaria. El monje se preguntó si sería posible poner por escrito aquella mú­sica; pero en el momento mismo de escucharla la olvi­daba. Después de un rato, el pajarito alzó el vuelo, dejándolo con mucha tristeza. Como no conseguía ver al animalito, el monje se sentía conturbado. Caminó un rato por entre los árboles de aquel bosque, llamando a su amigo:
—Pajarito de mi alma, ¿a dónde te has ido?

Como vio que el pajarito no aparecía, el monje decidió volver al monasterio. Pensó que ya sería hora de tercia y que los otros monjes lo andarían buscando. Pero al llegar al convento halló que la puerta por donde había salido estaba tapiada, y que había una nueva puerta en otra parte.

Nuestro amigo caminó hasta la otra puerta y, tras golpear un par de veces, le abrió un hombre de cejas gruesas y gesto poco amable. El monje no recordaba haber visto nunca a ese hombre. Impaciente, el portero le preguntó al monje quién era, de dónde venía y a quién buscaba.

—Soy el sacristán de este monasterio—dijo el monje—, que hace un momento salí a aquel bosque, y ahora vuelvo y lo encuentro todo cambiado.

El portero le preguntó el nombre del abad y el del prior y el del procurador; pero las respuestas que dio el monje aumentaron su rudeza: “No acertaste en nombrar ninguno de ellos”. El monje se sintió angustiado y pidió ser conducido en presencia del abad. Tras mucho insistir, el portero accedió a dejarlo entrar, pero ni el abad recono­ció al monje, ni el monje reconoció al abad.

El abad le preguntó al monje su nombre y el de sus superiores, y mandó a buscarlos en los anales del monas­terio. Fue así como se pudo averiguar que habían pasado más de trescientos años desde la muerte de los que el monje había nombrado. El monje entendió entonces que aquel misterioso hecho había sido la explicación que había pedido, y se sintió confuso y maravillado. Compartió con el nuevo abad y los nuevos monjes lo ocurrido, y todos celebraron el milagro y lo acogieron con afecto y devo­ción. Cinco décadas más tarde, habiendo recibido todos los sacramentos, nuestro monje “acabó suavemente con mucha paz en el Señor”.




Publicado en Vivir en El Poblado el 5 de noviembre de 2015.






The Land of the Crazy Trees and other stories

“If you want to remember what you’ve lost, and now you’re searching restlessly, praying for the time and strength to make it, then you will have to travel to the land of the crazy trees.”


Includes the stories:
His Last Word Was Silence  
I Confess that I’ve Killed
 The Land of the Crazy Trees 




jueves, 29 de octubre de 2015

Con Ramiro de la Espriella

Conocí a Ramiro de la Espriella en 1994, cuando hacía la investigación para el libro Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, y desde entonces admiré su entereza moral y su alto nivel intelectual.
Fue generoso conmigo y llegó a escribir una de las primeras reseñas críticas sobre mi obra.  Este capítulo en el que recuerda a Gabito es un pequeño homenaje a su memoria. 




DE GALLINAS Y DE HOMBRES 


“El equipo de avanzada desea entrevistarse con usted, señor gobernador”.
Pálido, flaco y solemne, Gonzalo Zúñiga Torres entró al despacho del señor gobernador y le habló a su espalda ancha y encorvada.
“¿El qué?”, preguntó Ramón P. de Hoyos con voz de león con hambre, sin dejar de mirar de cerca las aspas fatigadas del ventilador.
“El equipo...”.
Ramón P. de Hoyos interrumpió a su secretario de Gobierno y haciéndose perdonar por la aspereza inicial, le dijo:
“Dígales que pasen, Gonzalito”.
Gonzalo Zúñiga era una joven promesa del liberalismo. A sus treinta años ya había sido alcalde de su natal Quibdó y era una persona infaltable a la hora de pronunciar discursos memorables (para proclamar políticos o reinas). A finales de ese año esperaba tener su título de abogado. Ahora seguía cosechando experiencia como secretario de Gobierno.
Un estruendo de zapatos en el piso de madera obligó al gobernador De Hoyos a abandonar su romance con el ventilador. Su camisa blanca tenía enormes manchas de sudor en torno a las axilas y sobre la barriga. Entrecerró los ojos frente al grupo, como si se estuviera preguntando, entre irritado y divertido, ‘qué carajos significa este tumulto de chiquillos’.
“Buenas tardes, señor gobernador”, dijo Argemiro Martínez Vega, preguntándose dónde poner los brazos para ser más convincente.
Ramón P. de Hoyos miró a cada uno de los hombres de ese grupo y fue a parar a la cara expectante y asustada de su secretario, quien se había quedado junto a la puerta por si las cosas se complicaban.
 Sin dejar de mirarlo, preguntó:
“¿A qué debo el honor de la visita?, jovencitos”.
A pesar del desconcierto que les produjo el saludo, a pesar de lo frágiles e infantiles que se sintieron frente a ese hombre que podía ser el abuelo de cualquiera de ellos, Argemiro Martínez fue directo, explícito y claro:
“Venimos a pedirle garantías”.
Ramón P. de Hoyos lo miró con sorna.
“¿Garantías?”, dijo con un énfasis burlón en el acento.
“Sí... señor”, dijo Argemiro Martínez con un intencionado titubeo antes de la palabra señor.
 “Los señores quieren garantías”, le informó desenfadado el gobernador a su secretario.
Gonzalo Zúñiga no dijo nada.
Argemiro Martínez volvió a hablar:
“Estamos haciendo campañas políticas por todo el departamento. Pero con el clima de violencia en que vivimos, con la actuación arbitraria de la Policía, nos sentimos en peligro”.
Ramón P. de Hoyos dejó de sonreír y preguntó con una preocupación caricaturizada:
“¿Los han metido al cepo?”
“No señor, a ninguno de nosotros lo han metido al cepo, pero...”.
“¿Les han dado plan?”, interrumpió el gobernador, con la voz rutinaria de quien sabe de memoria el orden de un interrogatorio.
“No, señor, a ninguno de nosotros...”.
Ramón P. de Hoyos tomó una amplia bocanada de aire, cerró los ojos con la solemnidad de quien se dispone a recitar un texto sagrado y volvió a interrumpir.
“¿La autoridad legítimamente constituida se ha negado a brindarles protección?”
Argemiro Martínez bajó la mirada apesadumbrado, todo el furor que traían al llegar a la oficina del gobernador se había derrumbado con unas pocas preguntas. Sus compañeros se sumaron a la pesadumbre y a la inspección del gastado piso de madera de la oficina.
“No”.
Ramón P. de Hoyos miró a esa juventud avergonzada, pensó en ellos como hijos y, después de dar una sonora palmada sobre la mesa y de soltar una carcajada firme, les dijo con voz festiva:
“Mierda. Ustedes lo que están es nerviosos”.
Antes de volverse por completo hacia su ventilador, el gobernador Ramón P. de Hoyos miró a su secretario, le sonrió dulcemente y le dijo con voz de animal saciado:
“Gonzalito... Los señores necesitan té de tilo”.

* * *

“A veces hace pendejadas, como todo el mundo, pero cambios fundamentales no”.
Ramiro De la Espriella pronuncia las palabras con una lentitud que hace pensar que no saldrán completas, que se interrumpirán mientras se asoman.
Está en el balcón de un restaurante en el Hotel Hilton de Cartagena, detrás suyo se dibuja el azul resplandeciente de la piscina. Viste el traje blanco del Caribe y saluda informalmente a meseros y comensales que pasan por su lado. Durante mucho tiempo ha sido miembro de la junta directiva de ese Hotel –en representación de la Corporación Nacional de Turismo– y se siente como en su casa.
Ramiro De la Espriella vive en Bogotá, donde ha desarrollado una destacada carrera como periodista, político y abogado, pero nunca ha perdido el contacto con Cartagena, vuelve a ella con frecuencia y es tema recurrente en sus columnas periodísticas. Algunos de sus amigos afirman que si en este país hubieran seguido primando las ideas sobre el dinero, Ramiro De la Espriella ya sería expresidente. Su amistad con García Márquez ha perdurado hasta hoy. La confianza que se tienen se trasluce en sus respuestas. Ahora responde a la pregunta que le hacemos sobre el cambio que él observa entre el joven de veinte años y el hombre legendario y afamado.
“Se volvió rico, puede expandirse en sus deseos, comprar más medias amarillas, pero no ha logrado vestirse bien. Se viste caro, pero no bien”.
“En aquella época vestía estrambóticamente, con medias amarillas, unos mocasines que eran de poco uso, la camisa por fuera. No era nada atractivo, era un poco camaján. Recuerdo que mi padre le decía 'Valor Civil' porque, decía, para vestir como él se vestía se necesitaba mucho valor civil”.
“Era un pelaíto ahí, insignificante, barroso, con rostro más bien palúdico. Yo no sé qué le vería Mercedes, parecía muy débil, físicamente no tenía ningún atractivo. Pero él superaba toda esa falta de impresión con los cuentos, la imaginación y el trato. Era muy especial en el trato, simpático, anecdótico. Pero, personalmente, si alguien lo veía en la calle podía confundirlo con un mensajero”.
“Ahora, a veces, cuando llega al país, me llama y nos vemos. Nos vemos con más frecuencia aquí en Cartagena que en Bogotá, porque en Bogotá me dice: ‘Llámame’ y yo le digo: 'Mira Gabito, si tú quieres hablar conmigo me llamas, porque si yo llamo quedo de sapo y hay cien sapos ahí sentados esperando hablar contigo. Si tú quieres hablar conmigo me llamas y hablamos. No voy a ir a sentarme a oír pendejadas’”.
Al comienzo, la amistad de García Márquez con Ramiro De la Espriella fue intermitente pero intensa. Ramiro estudiaba derecho en Bogotá y viajaba a Cartagena en sus vacaciones. García Márquez iba frecuentemente a casa de la familia De la Espriella y a su finca en Turbaco, tenía contacto permanente con Óscar, el hermano de Ramiro, y solía visitarlos para leerles fragmentos de la novela que estaba escribiendo. Muchas veces se quedó a dormir en su casa.
En 1949, el vínculo con Ramiro fue más estrecho, compartieron experiencias políticas con motivo de la campaña para las elecciones de junio y vivieron juntos uno de los acontecimientos más curiosos y polémicos del año: el reinado estudiantil.
El 28 de julio de 1949, con motivo del viaje de Ramiro De la Espriella a Bogotá para recibir su título de abogado, García Márquez publicó en El Universal una columna titulada ‘El viaje de Ramiro De la Espriella’, allí se refirió a las características de su amistad.

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El viaje de Ramiro De la Espriella

Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
A nosotros –personalmente– nos va a hacer falta De la Espriella durante algunos meses, para hablar mal de André Maurois, para discutir sobre Faulkner y para estar de acuerdo sobre Virginia Woolf. Nos va a hacer falta, por otra parte, para que nos recuerde por qué es necesario desplazar a los jefes naturales del liberalismo departamental y para que nos soporte días enteros leyendo originales de una novela que no puede circular sin su visto bueno. Nos hará falta, en fin, como compañía y como espectáculo de inteligencia; como motivo incomparable para perder el tiempo y como consejero insustituible para olvidar algunas tonterías de la vida y convertirse en responsables padres de familia. Pero, principalmente, nos hará falta su cercanía fraternal.
El Universal, jueves 28 de julio de 1949, página cuarta.

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“Eso de que la novela no podía circular sin el visto bueno mío es puro cuento. Yo le oía leer su novela y su vaina –y de lo que nos leía salieron después tres o cuatro novelas–, pero nunca me preguntó antes de publicar, de modo que eso era un otorgamiento gratuito”.
En esa época yo estaba estudiando en Bogotá y venía de vacaciones. Mi familia, mi papá y mi mamá, pasaban vacaciones en una finquita en Turbaco y él se presentaba los viernes o sábados y se quedaba allá hasta el domingo. Llegaba con unos rollos largos de papel periódico en los que estaba escribiendo un novelón larguísimo que se llamaba La casa y nos leía durante horas. Nos leía principalmente a mi hermano Óscar y a mí, que éramos los aficionados a la literatura, pero a veces mi mamá también se sentaba a oírlo. De ese novelón, que era largo, salió El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y mucho de lo que dice en Cien años de soledad”.
“Recuerdo que una vez estaba leyendo algo –me parece que eso quedó en el Coronel– sobre un extraño personaje que llega, tal vez a Sucre –porque él venía de Sucre–, y cuando estaba describiendo el personaje mi mamá le dijo: ‘Ese es el general Uribe Uribe’, y entonces Gabito le preguntó cómo sabía que era él. Mi mamá le respondió: ‘Porque él tenía las muñecas así de gruesas’. Mi mamá había conocido al general Uribe Uribe.
“Él recoge mucho de la historia. Lo que la historia tiene de fantástico y anecdótico, él lo insufla y lo recrea y lo vuelve realismo mágico: la verdad mentira, lo que se puede creer de la mentira”.

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Imagen sensible de García Márquez

Por RAMIRO DE LA ESPRIELLA
Un día me encontré debajo de la Gobernación en Cartagena con don Gabriel Eligio, el papá, y me dijo: 'Ese sinvergüenza no le escribe ni siquiera a la mamá'. Andaba por Venezuela o por México, no recuerdo, y ya su fama ascendía. Le contesté: ‘Pero está considerado como uno de los mejores cuentistas del Continente’. Y el viejo, casi iracundo, bien convencido de lo que tenía por dentro, me respondió: ‘¿Cuentista? Embustero... Embustero es lo que es. Desde chiquito es así. Iba a una parte, veía algo, y llegaba a la casa contando otra cosa. Lo agrandaba todo’. Eso es lo que ahora llaman Realismo Mágico, que es la verdad mentira, que se puede creer y no hace daño a nadie (...)
Escribía notas políticas en El Universal, el periódico liberal del doctor Domingo López Escauriaza, y le pagaban $0,32 por cada una. Una vez coronó a una reina de estudiantes con un discurso como de Rafael Maya, pero con una diferencia: malo, pero corto. Debía tener veinte o veintiún años (...)
Allí comenzó a escribir un novelón inmenso que se llamaba ‘La casa’, en largas tiras de papel periódico sacadas precisamente de El Universal. De esa novela arrancan, hasta ahora, todas las demás (...) Había una Adelaida de la que no recuerdo haber vuelto a oír jamás. García Márquez se iba a la Loma del Diablo, una finca donde vivíamos en Turbaco, con los originales del novelón hechos un gran rollo, y nos leía, nos leía toda la tarde, a veces también toda la noche. Todo aquello rociado con ron viejo del barril que había en el garaje, y que nosotros curábamos echándole ciruelas pasas. Naturalmente la lectura terminaba siempre en una ‘pea’, y la ‘pea’ en una gran discusión, y como entonces no sabíamos qué clase de genio era García Márquez aquellos personajes se nos borraban, y muchos de ellos no han vuelto a aparecer jamás. La novela se hinchaba a veces, crecía, en otras ocasiones aparecía totalmente podada, delgada, como un cuento. Le entraban y le salían personajes pero se seguía llamando ‘La Casa’, tal vez por eso. La verdad es que nadie le metía la mano a ‘Gabito’ en sus originales. Nuestra intervención se limitaba a la rutilante audiencia etílica de unas largas tardes viendo caminar o sentarse a sus personajes. (...)
La lectura se interrumpía, de pronto, porque había que tomarse un trago, echarle hielo a los vasos, y la Coca–cola, o porque simplemente ‘Gabito’ la suspendía para decir: ‘Este personaje hay que atornillarlo más’ y hacía el gesto con la mano empuñada. Eso podía significar, también, la liquidación total del personaje, que lo pasara al ‘paredón’, aunque el ‘paredón’ entonces no existía, o que lo transmutara en otro como quien cambia de vasija un líquido. (...)
Revista Imagen, órgano del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes de Venezuela, abril de 1972.

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Tu artículo en Imagen me confirma una vez más que la vaina era muy buena hace 20 años y que ahora es una mierda. Hablaremos esto más despacio en Caracas. Abrazos. Gabo.
Mensaje de Gabriel García Márquez a Ramiro De la Espriella.

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“Cuando le dieron el Premio Rómulo Gallegos, yo escribí, en una colaboración que me pidieron en Caracas, que Gabito no es un creador, es un narrador, un reconstructor de hechos.
“Una vez, hablando con Vargas Llosa después de haber leído su Historia de un deicidio –un volumen de más de seiscientas páginas sobre García Márquez– donde le atribuía a Gabito una gran influencia de Rabelais, con Gargantúa y Pantagruel, yo le dije: ‘Mira, en esa época Gabito no había leído a Rabelais’. Vargas Llosa se refería específicamente a la protuberancia de los Buendía y yo le dije: ‘Nosotros teníamos un amigo, Ñoli Cabrales, que se paraba en el Parque de Bolívar a contar cómo era su pene’.
“Ñoli decía, por ejemplo, que cuando él iba al cine compraba dos boletas, una para él y otra para su adminículo y que, a veces, el pene le decía con voz muy gruesa: ‘Erda Ñoli, esta película es muy mala; vámonos’. Y Ñoli lo cogía de la mano y lo sacaba del cine.
“En esa época se hacían retretas en el Parque del Centenario y él llevaba al pene a la retreta, le ponía corbatín, lo peinaba con la raya en la mitad y daban vueltas para ver las muchachas... Ñoli tenía una serie de historias fantásticas sobre eso. De ahí es de donde Gabito saca todo lo relacionado con esa excepcional condición de los Buendía; no es de Rabelais, no es de Gargantúa y Pantagruel, eso no tiene nada que ver.
“Eso de la exaltación del miembro viril es una constante mental en la Costa, hasta el punto de que yo creo que es la región del país donde el miembro viril tiene más nombres. Se llama cotopla, mondá, guasamayeta... todos los nombres que quieras. Tú puedes conseguirle veinte o treinta nombres, esta es la cultura del falo”.

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El equipo de avanzada

El hombre liberal de la provincia bolivarense –que es dos veces liberal porque es liberal perseguido– acaba de conocer el significado auténtico, el precio justo del equipo de juventudes que comanda Argemiro Martínez Vega, Felipe Paz, Carlos Alemán, Ramiro De la Espriella, Diego León García. Con el itinerario político que acaban de cumplir en el departamento bajo su segura capitanía, conquistaron limpiamente ese nombre genérico con que ya empieza a conocérseles en los puestos de avanzada: ‘El equipo’.
Ese cálido bautismo del pueblo, es apenas un testimonio de la forma jadeante y definitiva en que estos ciudadanos de la inteligencia andan predicando el evangelio democrático entre la comunidad liberal. Desde el instante en que terminó la reciente travesía del equipo, sus integrantes quedaron colocados, automáticamente, en las trincheras de la vanguardia. Porque es significativa –consoladora para nuestras costumbres políticas– la infrecuente circunstancia de que el equipo no hubiera refrendado sus credenciales en la mesa de un banquete, sino en el rectángulo de una plaza pública, sombreada de bayonetas enemigas. La fácil maniobra, la reposada intriga, no tienen carta de ciudadanía en los sistemas públicos de estos representantes decorosos de la nueva generación política.
El equipo fue a buscar su agua bautismal en la región agraria de Bolívar, donde el metal del gallo no anuncia como antes el advenimiento de una nueva madrugada, sino el final de una vigilia tormentosa. Los hombres del equipo encontraron al campesino liberal, montando la guardia a la orilla de las cosechas. Encontraron a la mujer liberal batallando diente a diente con la muerte, para que su leche no tuviera temperatura de pavor, ni sabor amargo en el paladar de las generaciones venideras. Sintieron, los hombres del equipo, el recio pulso de la patria latiendo, como desde el principio del mundo, en el costado de las multitudes. Se hundieron en el agua de los ríos domésticos, mordieron la raíz de la ceiba proletaria y pusieron símbolos de paz y conciliación frente al cuartel de los bárbaros.
El equipo ha conocido de cerca la cruda realidad de nuestras gentes agrarias; ha sostenido con ellas el inquietante diálogo de sus problemas y ha conocido el patio electoral, la casa de ese gran ciudadano anónimo que define los destinos de la nación.
El equipo –comandado por Argemiro Martínez Vega, ese irrevocable capitán del pueblo– ha empezado a transitar ya, con seguro pulso de soldado, por el auténtico territorio del departamento liberal.
El Universal, viernes 20 de mayo de 1949, página cuarta, sección ‘Comentarios’.

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“Lo de la violencia sí lo recuerdo porque me correspondió también sufrirlo. Claro que sí perseguían. Los políticos no se atrevían a salir en campaña. Los únicos que salimos fuimos nosotros. En 1949 hicimos varias giras por el departamento con lo que llamábamos ‘El Equipo’.
“El Equipo estaba conformado por Argemiro Martínez Vega, que era quien lo comandaba; Jacobo Casij, Felipe S. Paz, Carlos Alemán y yo. Los cinco recorrimos el departamento de Bolívar –que era lo que hoy son Bolívar, Córdoba y Sucre– haciendo manifestaciones contra la violencia.
“De ahí resultó elegido Argemiro para la Cámara de Representantes y Alemán para la Asamblea. Yo estaba terminando Derecho y Gabriel trabajaba en El Universal. Recuerdo que él escribió en el periódico varias notas sobre El Equipo. Búscalas. Ahí deben estar.
“Creo que el paso de García Márquez por Cartagena y por El Universal fue determinante. La influencia de Clemente Manuel Zabala no fue sólo en el oficio periodístico, fue una influencia artística también, en el sentido de que lo orientó hacia la lectura de la novela y lo inició en el aprendizaje musical, lo puso a oír música distinta a la que él traía.
“En materia musical Gabriel era un virtuoso del vallenato. Lo oí muchas veces tocar dulzaina y cantar vallenatos, tenía muy buena voz. Me parece, haciendo un poco de chiste, que habría sido mejor vallenatólogo o cantante de vallenatos que novelista, tenía un talento más visible, tal vez porque esa música la oía desde la cuna. Pero en Cartagena, Zabala lo puso a oír música clásica.
“Clemente Manuel Zabala era un caso de bondad inmarcesible. Era un tipo de una pureza de alma, de espíritu y de una gran sensibilidad. Buen escritor, conocedor de los secretos del periodismo de la época, hombre de izquierda y espíritu apacible. Yo creo que influyó bastante en García Márquez en los inicios”.
“Lo que recuerdo de Clemente es que todos los días aparecía con el pelo más negro, se pegaba unas tinteadas tremendas y mi hermano Óscar lo veía y decía: ‘Acabó de salir de la cajetica’. Vestía de blanco y corbatín negro y caminaba dando salticos.
“Bueno, pero también había otra gente ahí. Estaba Héctor Rojas Herazo, estaba Gustavo Ibarra, estaba... el viejo Domingo López no influía en nadie, era una cosa aparte. Yo creo que ni periodísticamente influía. La prosa del viejo López como periodista estaba hecha de frases incidentales que le cortaban la respiración al lector, entonces, cuando terminaba de leer la frase ya se le había olvidado lo que estaba arriba. Sin embargo, él lo que tenía, según decían aquí, era autoridad moral, porque era muy correcto. Algún ingenio criollo dijo que era el único domingo a quien no lo seguía ni el lunes.
“Gabito vino y continuó sus estudios de Derecho que había iniciado en Bogotá. Sobre él tuvo bastante influencia en esa época Mario Alario Di Filippo, que era profesor universitario y –no estoy seguro– creo que también le pudo dar algunas clases de elegancia idiomática; aun cuando Gabito no las ha necesitado nunca, él es un narrador de nacimiento.
“Hay una anécdota muy simpática del año 49. A mediados de ese año se celebró un reinado estudiantil que conmocionó la ciudad. Gabito proclamó una candidata y yo proclamé otra. Él leyó un discurso y yo leí otro discurso. Pero el discurso que leyó él lo hice yo y el que leí yo lo hizo él.
“La intención era hacer el pastiche, imitarle el estilo al otro”.

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Discurso de proclamación
de Carmen I como Candidata

Para proclamar a doña Carmen Marrugo, el doctor Ramiro De la Espriella pronunció el discurso que a continuación publicamos:
Señora:
Nosotros queremos que esta fiesta de los estudiantes sea –antes que nada– la ardida exaltación del corazón de América. Aquí, ante nuestros ojos, yace de perfil América, verdecida por las cabelleras de sus árboles, mirándonos a los ojos por los ojos de sus mares, prolongando al duro pedernal de nuestros huesos en su esqueleto hecho de metales, copiando esta sangre que nos duele en la lenta fuga dormida de nuestro petróleo, y dejando q' su corazón –que nuestro corazón– siga al treno lánguido de los pájaros salvajes, perdido para siempre entre el ruido de las ciudades que surgen.
América está aquí también, hecha dulce carne de mujer. La turbia miel de sus trapiches es ahora cabellera al viento; hierro de sus minas y duro carbón, los ojos negros; digno cansancio de orquídeas la prolongación de las manos en el talle de los brazos; en los pechos, el fruto que crece entre el gorjeo de una paloma y la oculta música de los corazones; fresca la melodía de sus ríos al cruzar la doble euritmia de los muslos hasta la playa de los pies desnudos; y todo eso, sangre vertida de América: dolor de los indios en el cansancio de los ojos; ocre quemante de Nubia en la terca piel; orgullo de España perdonada en su belleza por la angustia de los esclavos.
Porque América está aquí en cada poro de tu piel, porque su perfil es tu perfil de sereno triángulo, y tu sangre es afluente de su sangre, venimos a devolverte lo que el tiempo ha detenido en los hechos y la inteligencia eternizado en los cantos. Aquí tienes los ríos de cauce seguro, esperando el parpadeo de una lágrima para desbordarse sobre la piel de la tierra; las salvas de mil olores y colores distintos, atentas a su voz para detener su crecimiento; los sordos metales, velando la palabra que los desvíe de las manos de los avarientos; la lava que quema, urgida, el signo que cierre los cráteres de los volcanes; y el mar, lebrel a tus pies, alerta al instante preciso en que quieras hacerte con él tu gorguera de olas.
Hay entre este barro nuestro y el hombre que lo amasa con sus pies no sé qué extraña identidad que no es ya reflejo del paisaje sino hondura del ánima, prolongación del espíritu del hombre en el soplo de la greda, y regreso del pavor de la tierra, con su lenta destilación de frutos y de aromas, de piedras y de ríos, a la savia en que se nutre el pensamiento. Es este milagro, este milagro del hombre sobre la tierra, y esta entrega de la tierra bajo las plantas del hombre, lo que ahora mueve mi evocación, para buscar por entre la geología del continente la serena grandeza de su fuerza, y atar de nuevo los leones de la insurgencia bajo el tranquilo pulso de tus manos.
Esto, el secreto trino y la dureza de los metales, el temblor de las estrellas y la carne que palpita bajo la luz, el árbol que crece y el hombre que guía su ternura feraz, es también, por entre la veta silenciosa del tiempo, presencia de América. Pero no ya muda contemplación del símbolo ni expectante gesto estático, sino prolongación del ser de la vida en el ser de la historia. Dinámica del hombre sobre los elementos y precipitación de su ‘devenir gradual’ por fuerza de la voluntad que crea. Borrasca de mares ignotos hecho corola de la rosa de los navegantes, cerrada noche del sojuzgamiento rasgada por las primeras luces del alba revolucionaria. Nostalgia de los ancestros sobre el parche sonoro de los tambores, reencuentro del desposeído con el paraíso perdido. Es el corazón de América vuelto sobre su propia sangre, y la sangre que fertiliza los huesos de los hombres, que hace fuerte el puño de los descontentos, enciende una bandera y, por fin, rompe el estrecho círculo que la abate y crece en bronce hecha Héroe, Reformador, o Mártir. El descamisado de Pativilca, comandando una marcha de pies descalzos; Mariátegui o Ponce, humanizando el humanismo; Galán, mirando desde el hueco de las cuencas vacías el regreso de la Comuna.
Sólo así, cuando el símbolo se decanta, y deja de ser ya un remedo de la eternidad, para ir naciendo y muriendo en cada despertar y apagarse de la conciencia colectiva, estamos limpios para alcanzar los cien nombres puros del espíritu. Entonces, todo, el dolor de pensar en los sabios, la ira santa de los rebeldes, la pesadez productiva de los arados, se hace himno jubilar a la Belleza, y busca en su sereno rostro los acordes de su perdida melodía. Así, de nuevo, está América en ti, en contenida fuerza y en virtual economía del espíritu; y no es ya tu corazón el que late, sino el suyo alimentado en el tormentoso curso de tus arterias.
Aquí, a nuestro lado, el estudiante de América. El esclavo que libertó Lincoln y se hizo trotamundos de la cultura en Wright; el gaucho amanecido sobre el sueño de su guitarra; Porfirio, en llanto, recogiendo la cal de sus huesos para nutrir la sangre del poema; Prestes, silencioso, de bruces sobre el libro del último y verdadero profeta. Cerró para siempre la verdad convencional de los textos y ahora es el viajero de su mundo, el hombre que salió al encuentro del lucero, y trajo de regreso la semilla del canto entre sus manos. Porque la voz de la tierra y la voz de los hombres han bajado hoy hasta nosotros, yo te llamo tres veces en nombre de la Inteligencia, de la Historia y del Porvenir.
El Universal, domingo 10 de julio de 1949, página segunda.

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“Lo demás era leer novelas con él. En esa época se leía a John Dos Passos, Steinbeck, comenzó a figurar Curzio Malaparte con La piel y Kaputt. Me acuerdo que lo impresionaba mucho una frase de Virginia Woolf, no me acuerdo si fue en Al faro o en Orlando o una cosa así, que la muchacha decía: ‘El amor es quitarse las enaguas...’. Decía, refiriéndose a Virginia: ‘Esa es mucha vieja macha’.
“También leímos a Hemingway y Faulkner, que lo volvió loco. No estábamos leyendo autores colombianos, entonces. Habíamos leído, porque era imprescindible en bachillerato, La María, La Vorágine y esas cosas, pero no teníamos afición o admiración hacia los autores colombianos. A Fernando González sí lo leíamos, sobre todo una revista que él hacía íntegra, se llamaba Revista Antioquia. Recuerdo que un día en esa revista apareció una página en blanco con un letrero que decía: ‘Los hijueputas de la Compañía Colombiana de Tabaco me negaron el aviso’. Yo creo que inmediatamente se lo volvieron a dar”.
La sonrisa de Ramiro De la Espriella es sutil y lenta, tiene arabescos elegantes como sus palabras. Mira el reloj. Pronto serán las doce del día. Debe ir a la agencia de viajes del Hotel a confirmar su tiquete de regreso a Bogotá. Apura su cerveza.
“Pues, a grandes rasgos, eso es lo que pasó en aquella época. Lo demás es normal. Íbamos donde las putas, tomábamos trago, lo que hacían los estudiantes de entonces. Como uno no tenía condiscípulas, pues tenía que ir donde las putas.
“Íbamos donde Juana Zúñiga, por los lados del Arsenal, al ‘Pullman bar’, en Manga, o a los sitios que quedaban cerca a los muelles. Ahí la suma sacerdotisa era una mujer a la que le decían la Carioca, una mujer deslenguada que peleaba todas las noches y siempre terminaba recibiendo botellazos.
“También íbamos al Niño de Oro o donde Mery Reyes, cuando se tenía con qué, tampoco era posible hacer con frecuencia el gasto.
“Íbamos también a robar gallinas de las ponedoras del ‘general’ Ramón León y B., y de ahí salíamos para donde las mujeres a hacer el sancocho”.

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“Esta noche sabrá lo que es un tiro”, dijo el general después de golpear la mesa del comedor.
Su esposa lo vio ir hasta el cuarto, hurgar en el armario y sacar una escopeta reluciente de dos cañones.
Al salir de la casa le dijo a su mujer que se acostara.
La noche era despejada y la brisa tenía sabor salado.
El general entró al galpón y se refugió al final del ponedero donde una larga hilera de gallinas estaba concentrada en prepararle unos huevos.
Cargó el arma, miró la oscuridad, escuchó los grillos y esperó.
Se preguntó si no estaría tratando de descargar con un simple ladrón de gallinas su frustración política, la amargura de la accidentada oposición que él y sus amigos ejercían por esos días. Pero estaba decidido a dispararle. Ya eran muchas las bajas en su corral.
Poco antes de las diez de la noche vio una fila de sombras que se acercaba. Con el arma preparada esperó a que abrieran la puerta y entraran.
“Por aquí”, dijo la sombra que marchaba adelante, y se fue al extremo opuesto del ponedero. Los otros dos lo siguieron.
“Buagghh”, dijo una gallina, y de inmediato todas las gallinas se unieron a la protesta.
Los tres hombres rieron ante el estruendo. El general aprovechó para moverse en la oscuridad hasta la puerta y encendió la luz.
Todos quedaron petrificados. El general apuntaba en dirección a los tres hombres. Una lluvia de plumas pequeñas caía entre ellos.
“Soy yo, papá”, dijo avergonzado Diego, el hijo del general, con la gallina en la mano. “Gabito y Ramiro son mis amigos. Queríamos irnos donde las muchachas”.
El general siguió apuntando con el arma.
Hasta las gallinas guardaron silencio.

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“Yo le saqué a Gabriel la cuenta de lo que don Domingo le pagaba por las notas que escribía, le salían a treinta y dos centavos.
“En cuanto a novias, de la única que hablaba era de Mercedes. Le decía ‘La Jirafa’ y así tituló una columna que escribió después en El Heraldo.
“Hombre, yo creo que él se fue a Barranquilla buscando más aires, más libertad y una mejor remuneración”.
El mejor remunerado de los dos paga las cervezas que se han tomado durante la charla. Al llegar a la agencia de viajes, Ramiro De la Espriella la encuentra cerrada. Tendrá que volver a las dos de la tarde.
“Mi hermano Óscar era mucho más conocedor de literatura, porque él es mayor y tenía una estructura mental y literaria mucho más solidificada que nosotros. Él debe tener algo que decir.
“Vive en el callejón del Albercón, en el pie de la Popa. Es muy difícil para conceder entrevistas, pero si lo coges de buen genio te dice muchas vainas”.