Considero
un privilegio haber formado parte de una de las primeras generaciones de
colombianos para quienes la televisión jugó un papel importante en el
imaginario de su infancia. Tendría unos cinco años cuando vi llegar a casa un
televisor en blanco y negro, con elegantes patas de madera, que tardaba en
“calentarse” y que al final ofrecía sorpresas ilimitadas. Aquello no me cabía
en la cabeza y alteró para siempre la manera como percibía el mundo.
He
contado con orgullo que me asomé varias veces por detrás del aparato para
tratar de encontrar a las personitas que salían en la pantalla. Me cuesta
entender cuáles son las relaciones de los niños de hoy con la televisión, pero
en mi caso siempre necesité traducir a experiencias reales todo lo que veía.
Cuando el hombre llegó a la luna, recuerdo haber pasado aquella noche mirando
hacia el cielo, tratando de distinguir a los astronautas y a veces creyendo
verlos. Cuando presentaron la novela La vorágine, corría al patio
de la casa a imaginar que las matas eran selvas, que tal vez no saldría nunca
de ellas. Cuando dieron El caballero de Rauzán entendí que por
más que lo intentará me resultaría imposible olvidar que la muerte me esperaba,
que algún día yacería bajo la tierra.