jueves, 24 de septiembre de 2015

Son más los que escriben que los que leen

La columna de Vivir en El Poblado


Siempre que veo muchos libros me invade el desasosiego. No puedo evitar preguntarme qué sentido tiene seguir escribiendo, sumar ruido al bullicio. Lo curioso es que, a pesar de la oferta abrumadora, uno insiste en querer comunicarse, y parece que son más cada día los que quieren hacer lo mismo.

Hace cincuenta años, en "Fin del mundo del fin", Cortázar había pronosticado la llegada de un tiempo en que todos escribirían. Su terrible vaticinio parece estar cumpliéndose. Todo indica que hemos pasado un punto de equilibrio y ahora son más los que escriben que los que leen.

domingo, 13 de septiembre de 2015

sábado, 12 de septiembre de 2015

Los secretos de King

Quince años antes de recibir la Medalla de Honor, 
ya Stephen King había recibido el Premio Wenceslao Triana. 
Un texto publicado en El Universal de Cartagena, el 15 de noviembre de 2000.


Stephen King recibe la Medellla de Honor en las Artes (Septiembre 10, 2015)

Dos placeres ocuparon mis días en las fiestas pasadas. El primero tiene que ver con las señoritas, tan lindas ellas, que nos visitaron. Pero me temo que no sea conveniente andar publicándolo. El otro, más tranquilo, menos disparatado, fue la lectura de un libro de Stephen King sobre la escritura.
De King empecé a tener noticias hace más de dos decenios, a través de una película que contaba la historia de una joven con poderes telekinéticos. Desde entonces, desde la lejana “Carrie”, he seguido sus historias, disfrutándolas con una mezcla de placer y miedo semejante a la que se siente cuando la vida está en juego. Luego vino “El resplandor”, la historia de ese escritor “bloqueado” que se fue con su familia a cuidar un hotel vacío y que terminó enloqueciendo. No se qué fue lo mejor de la película basada en ese libro, si la actuación de Jack Nicholson, que le reportó la consagración definitiva, o esa historia encantada sobre la memoria de los lugares desiertos. La verdad es que a partir de ese momento, el nombre de Stephen King empezó a deambular en mi memoria como una aparición.
Los años me han demostrado que King es un genio contando historias. “It”, la historia de un payaso aterrador; “Dolores Clairbone”, la historia de una asesina llena de inocencia; “The Shawsank Redemption”, una de las más asombrosas apologías de la libertad que he visto o leído en los últimos tiempos, o “The Green Mile”, esa obra que pone en evidencia la tendencia al prejuicio que tenemos los lectores, son algunas de las obras memorables de ese hombre que ha escrito cerca de cuarenta libros, casi todos ellos mamotréticos, en menos de treinta años.
Durante mucho tiempo sospeché que había algo de prejuicio en la manera como intelectuales y académicos descalifican la obra de Stephen King. Entre los estudiosos de la literatura existe una frontera que separa los libros malos de los buenos. Para ellos, los libros que se venden demasiado, aquellos que les gustan a millones y producen dinero a sus autores, pertenecen, sin apelación posible, al bando de los malos. Hay muy pocas excepciones a esa norma, las obras de García Márquez son una de ellas. Pero ni el mismo García Márquez –me atrevo a vaticinar– gozará en el futuro del prestigio, del incuestionable reconocimiento literario que le espera al hoy denigrado maestro del terror.
Corriendo el riesgo de que me ahorquen mis amigos intelectuales, me atrevo a asegurar que King es el Cervantes o el Shakespeare de estos tiempos de miedo. En su libro sobre la escritura, encontramos la ironía y el descreimiento que mostraba Cervantes frente a las academias y centros de poder intelectual. Vemos también en él ese conocimiento del corazón humano que le permitió a Shakespeare reflejarnos. 
A lo largo de las casi trescientas páginas que comprenden “On writing”, vemos la pasión por el lenguaje de un Joyce, el sentido de absurdo de un Kafka o la furia de un Celine, pero más importante que todo eso, vemos su fe en el viejo oficio de contar historias.

Muchas cosas enseña King en su nuevo libro. La mayoría, como suelen ser las cosas importantes, parecen obvias: que la literatura es magia, que es una forma de la telepatía, que en la verdad y la pasión está la clave, que escritor que no lee está jodido. Pero, además de todo eso, al mantenernos en vilo con la historia de un hombre que se ha pasado todo el tiempo sentado escribiendo, puso en escena un principio básico de la literatura: que no hay malas historias, que el arte verdadero está en saber contarlas.




jueves, 10 de septiembre de 2015

El rostro ambiguo de la mujer sin adornos



La historia transcurre en un sitio desolado: la propie­dad rural del juez Adam Weir, un hombre “adamante”, severo e implacable, por encima de cuyo dictamen y autoridad solo parece estar la voluntad de Dios. A Weir lo llaman “el colga­dor”, porque no vacila en condenar a la gente a la horca si las leyes lo establecen y el delito lo amerita. Su esposa, Jean Rutheford, es una mujer sin gracia, hija de una estirpe larga­mente arraigada en la región. El suyo es un matrimonio sin amor. La esposa siembra en Archibald, el hijo, una mezcla de desprecio y reverencia hacia su padre. El juez es rara vez amable con Jean o con su hijo; solo muy pocas veces condes­ciende a conversar con Kirstie, la criada, dueña en espíritu de aquella casa.

La muerte de Jean parece no afectar el ánimo de su esposo y de su hijo. Se mudan a Glasgow, donde el juez sigue cumpliendo con su deber de colgar criminales y el hijo decide estudiar para ejercer la misma profesión. Desayunan, cenan y callan juntos, en medio de la indife­rencia del padre y del resen­ti­miento del muchacho. Un día, Archie es testigo de la cruel­dad burlona con que su padre envía a la horca a un ladron­zuelo, y la ira contenida se desborda. En la plaza, en el momento de la ejecución, cuestiona a gritos la autoridad de esa justicia que comete crímenes peores que los que está juzgando.

La reacción de su padre no se deja esperar. Esa misma noche se decide que su castigo sea el destierro en la propiedad rural de Hermiston. Kirsten, la criada, ahora una mujer de cincuenta años, observa con misteriosa dicha la llegada de un Archie ya hombre, de diecinueve años. No es difícil para ella adueñarse de las veladas nocturnas, con historias de familia y leyendas locales. Todas sus emociones de mujer incompleta se vuelcan a esas horas compartidas con el chico que la escucha con atención resignada. Todo parece perfecto. El castigo no parece tan severo. “El recluso”, como lo llaman en el pueblo, disfruta del silencio y de la soledad. Hasta el día en que conoce a la sobrina de Kirstie, también llamada Kirstie, y todo cambia de manera radical.

Es certera, sin sentimentalismos, la descripción del encuentro de Archie con la chica, del enamoramiento, de sus reuniones secretas —sobre la piedra de una tumba legen­daria— a pesar de que la relación es imposible. La visita nocturna de la vieja criada, al cuarto de Archie, con su delirio de mujer contrariada, es una escena sublime y aterradora. En el llanto de la chica con que termina la novela, la tierra toda y hasta Dios mismo parecen estar llorando. El texto se interrum­pe en pleno llanto, en el justo momento en que Archie la sostiene en sus brazos y observa “el rostro ambiguo de la mujer sin adornos”. La última frase es intraducible sin que se pierda su fuerza: “It seemed unprovoked, a wilful convulsion of brute nature”.

Es de entender que el autor de esa frase perfecta sintiera que el día de trabajo estaba más que bien librado. Es razonable que estuviera de buen humor y que se ofre­ciera a ayudar a su esposa a preparar la ensalada. Estaba casi escrito en las estrellas que se llevara las manos a la cabeza y que gritara de dolor, poco antes de caer al suelo. No podía tener otro final el “contador de cuentos” de Vailimia.

Samoa lloró su muerte y le rindió emotivos homenajes. Quizá esa muerte fuera necesaria para dejar en el punto culminante la que muchos consideran su mejor novela; en lugar de cerrarla con capítulos desganados. Es dudoso que el título —Weir, el de Hermiston— fuera definitivo. Hay años de razones para creer que la dedicatoria a su esposa es de naturaleza apócrifa o por lo menos irónica. Pues hay pocas novelas tan lúcidas y agudas sobre lo que es y significa una mujer.



Publicado en Vivir en El Poblado el 10 de septiembre de 2015.






sábado, 5 de septiembre de 2015

Diciéndole adiós a Dios




Un texto de Wenceslao Triana

publicado en Cartagena en línea
el 24 de noviembre de 2006



Dicen los del New York Times, y no estoy seguro de que debamos creerles, que la ciencia ha lanzado una arremetida contra la idea de Dios y, a juzgar por el tono del informe, Dios ha salido tan maltrecho que su existencia ha vuelto a quedar en entredicho.
El centro del debate parece haber sido un congreso celebrado en California hace unos días, donde los científicos se sentaron a discutir los distintos niveles de fastidio que les producía el hecho de que la gente creyera que un Dios había creado lo que existe.
Steven Weinberg, Nobel de Física, dijo que era hora de despertar de la prolongada pesadilla que las creencias religiosas han significado para la humanidad. Cual un pastor a sus feligreses, Weinberg dijo que la mayor contribución que la ciencia podía hacer por la civilización era debilitar el poder y la influencia de la religión en nuestras vidas.
Una de las estrellas del congreso fue Richard Dawkins, el autor del best seller The Delusion of God, que ha revivido el debate entre ciencia y religión y, al parecer, lo ha dejado resuelto. Por cierto, la palabra “delusión” no tiene un equivalente en español, significa más o menos engaño voluntario o autoengaño, negativa a admitir la evidencia de los hechos. Resulta significativo que la lengua en que se expresan culturas tan engañadas no tenga un término que denomine la complicidad de la víctima con sus victimarios. Pero ese puede ser tema para otro sermón. Sigamos con la pelea de la hablaba.
El libro de Dawkins es un paso más en una vieja pelea que se remonta a los tiempos en que la ciencia creyó haber derrotado para siempre a la religión, con las teorías de Darwin, hasta que alguien dijo: “Un momento. Supongamos que es cierto, que venimos del mono. Ese hecho no resuelve la pregunta inicial: ¿cómo empezó todo?”
Confieso que no he leído el libro de Dawkins, pero me bastó la lectura de minuciosas reseñas para saber que toda su furia no está dirigida contra Dios, sino contra las instituciones religiosas. Basta también leer esas reseñas para saber que el autor del gran best seller no habría resistido una conversación de ascensor con Tomás de Aquinas o Gilberto de Beaconsfield. Las contradicciones a su libro existían siglos antes de que él lo escribiera. Dawkins no habría necesitado tomarse la molestia de escribir su libro, y de hacerse millonario con sus lugares comunes, si hubiera leído esa frase lapidaria de Paul Ricoeur –religioso como pocos– al final de sus ensayos sobre ideología y utopía: “El mal está en las instituciones”.
La congregación de científicos parecía feliz de coincidir en que el universo es una serie de accidentes y que carece de diseño y de propósito. El respetado director de un planetario conmovió a los asistentes al congreso con una serie de fotografías de bebés deformes de nacimiento, lo cual, según él, demostraba que una naturaleza ciega, y no un ser todopoderoso, estaba en control de todo.
El reporte del New York Times, con el siempre tramposo equilibrio que caracteriza a la prensa, incluye el testimonio de un curita que dice que no es bueno decirle a la gente que el universo y la vida carecen de sentido. El reporte no nos dice si el curita cree en Dios.
Terminada la lectura queda la sensación de que el reportero y los científicos reporteados coinciden en que estamos sumergidos sin remedio ni esperanza en el sorbete de la nada. Lo curioso es que el efecto que producen, si se mira con cuidado, es opuesto al que ellos mismos buscaban.
Confundir el concepto de Dios con el uso que de él hacen las instituciones religiosas es como confundir el matrimonio con el amor. Decir, desde la perspectiva de la ciencia, que la religión está equivocada, es como si un mentiroso compulsivo acusara a otra persona de poca sinceridad.
Decir que el universo carece de estructura y de diseño no sólo es una muestra de ignorancia en asuntos teológicos: cualquier lector del libro de Job sabe que la perspectiva humana no permite ver el diseño, del mismo modo que el piojo en mi cabeza no tiene idea de lo que pienso. Usar la perspectiva de la ciencia para hacer la acusación es también una muestra ignorancia de lo que la ciencia es y ha sido: una proyección de conjeturas sobre el telón de los datos.
Pero sin duda la más absurda de todas las posiciones es la del hombre que quiso demostrar la inexistencia de Dios mostrando bebés deformes. Esa criatura enternecedora no sólo estaba ignorando que buena parte de esas deformidades son resultado de las incursiones de la ciencia en lo que no entiende ni conoce. Mientras conmovía a un auditorio lleno de gente con dos ojos y dos orejas y un corazón, mientras usaba conceptos como armonía y diseño para señalar excepciones, ese científico loco estaba haciendo la defensa de Dios más fuerte que he visto en mucho tiempo, estaba recordándonos algo que se sabe hace milenios, que Dios sabe lo que hace, especialmente cuando menos lo entendemos.

Noviembre 24, 2006.





viernes, 4 de septiembre de 2015

Sobre "Su última palabra fue silencio"

Una reseña de Ramiro de la Espriella 
publicada en el diario El Espectador, de Bogotá, 
el lunes 5 de diciembre de 1994. 


Por Ramiro de la Espriella.

La editorial Lealón, de Medellín, ha editado el libro de cuentos Su última palabra fue silencio, de Gustavo Arango, un periodista que vela sus armas en El Universal de Cartagena.
Estos escritores jóvenes de ahora, con muchas más resonancias internas y por eso mismo menos visibles, penetran en el ser psicológico de sus personajes y nos los entregan mucho más allá del sofá de Freud, en un diálogo del comportamiento humano de la vida cotidiana. Esa que por permanente casi no se ve y aparece apenas en sus rasgos vívidos en la recreación de sus intérpretes. Es el caso manifiesto de Gustavo Arango, que no cuenta cuentos, va mucho más allá: estremece el anonimato de la vida diaria, nos enseña lo que interiormente sabemos, pero casi nunca queremos o nos atrevemos a adivinar.
La creación literaria entre nosotros desbordó hace mucho tiempo el costumbrismo, se fue paradójicamente más lejos, quedándose en la presencia del ser humano, sus contradicciones, el silencio de unas vidas hechas hacia adentro, cuyo comportamiento no trasciende más allá de sus propios seres. El creador debe entonces entender que la riqueza que busca está contenida, toda, en el silencio anímico de esos seres en apariencia intrascendentes que lo rodean o simplemente observados desde la distancia de la imaginación.
Eso sucede con el libro de cuentos de Gustavo Arango, hecho de soledad y de silencios, tan hondo y penetrante. Desde su primer cuento, que sirve de título a la selección, hasta el de la niña de nueve años que ya es capaz en su angustia de pensar que “el dolor es más soportable que el temor”.
Desaparecidos los ismos de nuestra literatura, y probablemente también pueda decirse que las generaciones, porque lo que ahora crea y recrea es el ser contemporáneo, son tantos nuestros grandes escritores que ya no es posible señalarlos con el dedo y decir Jorge Isaacs y María, José Eustacio Rivera y La vorágine. El unigénito debe venir consagrado desde afuera en tanto los demás están tentados a sufrir el anonimato de sus propios personajes, un día exhumados por la memoria de los tiempos.
En Escapar el personaje se pregunta si en su prisa por partir no se habrá ido solo, quedándose donde estaba. Y la tragedia de Peldaños, cuando surge de pronto el instinto de matar, apenas viendo alejarse en la distancia borrosa el cuerpo de la víctima. El viaje es la reiteración del tiempo que se va en la mansedumbre fatal: el uno pregunta si el tiempo depende de la manera como se ocupe, y cuando se insiste en preguntarle cómo transcurre más rápido, se limita a afirmar: “Hablando”, pensando no, “puede ser eterno”. Para concluir: “El paso de las cosas más cercanas no deja ver la distancia”.
El periodista Douglas Fairbanks en busca de un buzón donde depositar su manuscrito reencarna y revive a todos los creadores anónimos en busca de un editor. Pirandelo puso a sus personajes  a buscar un autor y se encontró con él mismo. Mucho más grave entre nosotros,  acaso en todo el mundo, la angustia de los escritores jóvenes, habrá casos en que no encontrarán jamás el buzón.
El diálogo entre Agustín Heredia y la tía Carola, sentada eternamente en su mecedora, revela en su penumbra el poder evocador del silencio, como va pasando la vida y se devora ella misma. La tía Carola dice que cuando niña le gustaba escribir, pero le gustaba aún más borrar, borrar lo escrito, y así: escribiendo y borrando, su suprema elación consistía en ver las páginas en blanco, “limpias, sin arrugas, sin huellas de palabras”. Otra vez el silencio.
Son cuentos cortos, excepción hecha de Las manos en las sombras y El viaje, hechos en silencio, así como su última palabra.
Hubo una época en Colombia que alcanzó aún a García Márquez, en que los suplementos literarios tenían por misión principal la de dar a conocer los valores desconocidos, augurados de buena suerte, una especie de escrutinio de la inteligencia hacia el futuro, un vaticinio.
Después de leer este libro habrá que seguir de cerca la trayectoria de Gustavo Arango.






jueves, 3 de septiembre de 2015

En plan de lectura

Santa María del Diablo ha sido seleccionada 
para el programa "En plan de lectura", 
que organizan el Centro Comercial Santa Fe, de Medellín,
y el periódico Vivir en El Poblado.

Los interesados pueden inscribirse entre el 4 y el 11 de septiembre
y recibirán el libro gratis (cupos limitados).

Las discusiones sobre Santa María del Diablo serán
moderadas por Esteban Carlos Mejía
y tendrán lugar los lunes 21 de septiembre y 5 de octubre, 
en el Centro Comercial Santa Fe.