jueves, 26 de septiembre de 2019

Tibieza evocada

La columna de Vivir en El Poblado



   El frío empieza a acomodarse en mi Siberia. Invita al estudio, al trabajo, a las actividades recogidas. En cuestión de semanas viviremos bajo cero. Con los años, el cuerpo se ha habituado a esas temperaturas que congelan las orejas y las yemas de los dedos, que convierten las palabras en nubes de vapor. La experiencia ha enseñado que la soledad y los anocheceres cada vez más tempranos resultan llevaderos si uno trae consigo el calor de lugares y seres queridos.






lunes, 16 de septiembre de 2019

Esas alegrías que alientan


Bienvenido, André

Un viejo texto de Wenceslao Triana, 
publicado en Cartagena en Línea
en septiembre de 2006



La vida está llena de ironías, de circunstancias absurdas que nos obligan a tragarnos nuestras palabras, a digerirlas y rumiarlas, aún después de que nos hemos olvidado de haberlas pronunciado.
Las palabras en general están sobrevaloradas, en especial las escritas, pues tienen la capacidad de hacer perdurables estados de ánimo que duran instantes, confusiones de segundos, malestares pasajeros. Es por eso que casi no me gusta leer diarios personales. La gente suele escribir cuando está aburrida o preocupada y, rara vez, cuando está feliz. Al final el resultado es siempre sombrío y uno queda con la sensación de que Virginia Woolf jamás sonrió y que Kafka nunca llegó a retorcerse de la risa.
Hace poco leí una biografía de Samuel Beckett donde la autora se refería al carácter engañoso de lo escrito y citaba una anécdota que ilustraba perfectamente esa idea. Un día cualquiera de su vida Beckett dedicó la tarde a escribir cartas a sus amigos. En una carta le decía a alguien que se sentía miserable, que esa vida que llevaba no era vida. Otra carta, escrita esa misma tarde, decía lo contrario: Beckett se sentía contento, lleno de vida y de proyectos.
Un mal biógrafo, uno que no se hubiera tomado el tiempo de buscar y confrontar esas dos cartas, se habría quedado con una impresión general y parcial, habría concluido que ese día, o que en ese período de su vida, Beckett fue feliz o miserable, una de dos o de dos una.
Cuando uno piensa en esa anécdota no le queda otro remedio que recordar el viejísimo dictum de Heráclito: “Las opiniones de los hombres son juegos de niños”, y agregar de paso que, cuando se expresan por escrito, las opiniones se convierten en juegos de manos, esos juegos de villanos que siempre terminan con alguien lastimado.
He hecho este larguísimo preámbulo para referirme a una opinión que he expresado con más frecuencia de la que habría debido. Me refiero a mi rechazo al aparato de televisión, a esa caja embobadora que se la pasa diciéndonos lo que debemos pensar.
Mi opinión estaría incompleta si no digo que también a esa cosa le debo buena parte de mis experiencias, de mis miradas al mundo, de mi vida en general. Siempre que he visitado a Colombia he quedado con la sensación de que los colombianos están envueltos en una adicción terrible a la televisión, pero he tardado en comprender que yo también lo estoy, que mi vida sería demasiado simple y plana si no pudiera encender el aparato y tener la sensación de estar participando en las cosas que pasan.
Este descubrimiento, sin embargo, no me hace perder las proporciones, ni me lleva a abrazar sin criterio todo lo que la televisión ofrece. Sigo pensando que muy pocas películas y series se salvan, sigo pensando que lo único de verdad valioso que se puede hallar allí son los espectáculos en vivo.
Esta semana, por ejemplo, me tocó ser testigo de un espectáculo maravilloso: la despedida de André Agassi, en el abierto de tenis de los Estados Unidos, el final de su carrera, su llanto y su alegría.
Seguí con emoción ese partido que prolongó el suspenso hasta el último servicio. Siempre estuvo viva la ilusión de que Agassi ganara un título más, a los treinta y seis años de edad, veintiún años después de haber emprendido la aventura de las canchas. Pero los años pesaban, eran crueles, despóticos, y hacían que este descendiente de iraníes y franceses aprendiera una de las lecciones más fuertes que debe aprender el ser humano: la de la decadencia, la del envejecimiento, la de la entrada en el último trayecto de la vida.
Todo en aquellos minutos fue bello, trascen­dente: el llanto que Agassi fue incapaz de contener cuando terminó el partido, el tributo del público, la incomprensión de sus hijos pequeños, quizá preguntándose por qué su padre estaba llorando, si era sólo un partido.
Me emocionaron hasta las lágrimas sus palabras de gratitud, el momento en que dijo que llevaría por el resto de su vida el recuerdo del cariño recibido. También me horrorizó la muerte implícita en esa afirmación, lo injusta que es la vida con los deportistas, lo pronto que los obliga a aprender la lección definitiva.
Mirando esas imágenes de adiós recordé aquel cuento prodigioso de Onetti, "Bienvenido Bob", ese cruel homenaje al envejecimiento que todo joven debería leer en el momento de la plenitud, para entender lo valioso y fugaz de los tiempos que vive, también lo inevitable de la decadencia.
Pero, de todos los instantes de aquella despedida, me quedo con uno en particular. No fue el llanto abierto, mezcla de tristeza y deber cumplido. No fue la ovación general y prolongada, ni las palabras certeras del hombre que se marchaba. Ahora guardo, como un recuerdo propio, como si fuera un instante de mi vida, el momento en que Agassi se disponía a recibir el último servicio.
En ese momento creía que sus gestos no eran vistos. Se sentía a solas en su juego y en el mundo. Trató de ser optimista y pensar que podría remontar el marcador, hacer un acto heroico y ganar. Pero de repente supo, con una certeza abrumadora, que perdería ese juego, que sólo unos segundos lo alejaban del vacío.
Allí, esperando la última bola de su vida, Agassi entendió que ese juego y su carrera eran historia, sintió la vejez apoderarse de sus células, sus ojos se inundaron de tristeza y se supo concluido.



jueves, 12 de septiembre de 2019

El aire y las almas

La columna de Vivir en El Poblado




El sur de España tiene un encanto especial. Su historia no está libre de crueldades, pero esas mezquitas convertidas en catedrales, esas ruinas romanas, esas infaltables juderías, esas plazas y calles estrechas y coloridas nos recuerdan que el hombre se hace mejor cuando las culturas aprenden unas de otras.
Por razones que parecen obvias, el turismo prefiere a Sevilla y a Granada. Pero la joya verdadera es Córdoba, ese territorio mágico a orillas de un incipiente Guadalquivir y recostado a las faldas de la Sierra Morena. En Córdoba había estado de paso y, ya que estaba en Madrid, decidí visitarla. Un bus de veinte euros y un cuarto barato en el centro me volvieron cordobés por unos días.




martes, 3 de septiembre de 2019

Una tesis de grado


Una tesis de grado, sobre "El país de los árboles locos",  en Rider University.
Perdonen que chicanee, pero si uno mismo no cacarea nadie se entera...











Novedad en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín

"Lecturas cómplices: En busca de García Márquez, Cortázar y Onetti", publicado por la Editorial Universidad de Antioquia, novedad en la 13 Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín.