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viernes, 9 de junio de 2017

De la literatura urbana y Gustavo Arango

Texto publicado en El Colombiano Dominical, el 28 de octubre de 1990. .


De la literatura urbana y Gustavo Arango

Por José Guillermo Anjel[1]

La ciudad cambia (los amores se enternecen) mientras llueve y es distinta cuando hace sol (los amores se aceleran). La ciudad (de noche está habitada por toda clase de genios, con botella o en la botella) con sus espacios públicos repletos de vendedores ambulantes y de fantasmas perdidos, esta montonera de casa añosas y de edificios sin identificación, de calles intrincadas y faldudas, avenidas atestadas de caras a punto de la primera palabrota(o después de ella, por el descanso que se nota) y de peatones ensimismados en sus pequeños problemas (enloquecedores porque parecen dolores de muela), también cambia de acuerdo a la literatura y a la lotería: varía según el cuento, según la poesía, según el testimonio, según la novela. La ciudad es una muchacha que se viste acorde a sus amores, a sus bailes, a sus rincones. Y entre la contaminación y el desespero producido por el ruido, siguiendo las huellas de las señoras que salen a la calle esperanzadas en que alguno se las robe, aparece Gustavo Arango, un escritor (muy tímido de estudiante) que apenas empieza o se acuartela (como se quiera) en la vida de esta ciudad donde hay una poliexplotación morbosa de la violencia que no permite ver otras formas de caminar que no sean las que están  bajo el cañón de una pistola o la hoja filuda de una navaja. Pero, así y todo, hay gente que plantea lo que sucede al interior de las casas y los ojos, las tripas y lo que queda del corazón. Y, claro, aparece un librito con un duende escritor en la carátula, que se llama Bajas pasiones[2], segundo texto de Gustavo Arango (el primero fue su tesis de grado, publicada bajo el nombre de Un tal Cortázar[3]), donde el nombre no tiene nada que ver con lo escrito, a no ser (y tal vez esta fue la intención de Arango)que la rutina y la cotidianidad se tomen como algo que atenta contra el desorden establecido: bien podría ser, a tales puntos hemos llegado y la señora de la esquina, aterrorizada (eso dice ella), no se atreve ni a salir al balcón por miedo a que se le vuelen los sueños o a que la señalen por la cara de felicidad que tiene, con la colaboración del marido (se supone).



Este libro, de 109 páginas escritas en renglón estrecho, tiene encima el sambenito de la edición pobre, hecha a punto de ahorros y de sueños, de rabias y de pesadillas (también de insomnios) por el mismo escritor. Y este es también su mayor encanto, pues la buena literatura en este país (que no sale de las grandes editoriales) rueda de mano en mano como si fuera una bomba a punto de estallar, en medio del clandestinaje de los 500 o mil ejemplares, apenas, y uno aprovecha cada letra y (Con el sabor de lo prohibido) la deglute lentamente, lujuriosamente, tercamente aferrado a la historia que avanza y se mete con nuestras intimidades hasta convertirse en un personaje más que , al igual que en cine, se sienta y se pierde en la pantalla, haciendo de hombre invisible o de espíritu burlón. Una edición simple, amorosa, rabiosa, sudada, vivenciada, clara como las historias que cuenta, llenas de esos pequeños terrores de todos los días, repleta de preguntas con las mismas supuestas respuestas, angustiosas, secas, duendosas, convencionalizadas, eso, que lo que Gustavo Arango hace es meternos en el mundo que a cada uno le toca con sus pasioncitas torpes, con sus detallitos risibles, con sus ansiedades por una talla menos o algunos gramos más (donde se necesiten), mirá que me estoy secando y me da miedo que acabe chuzando. Perdoname, Alberto, pero no sigo tomando formol, creo que me estás secando para venderme embalsamada. No hagás caso de eso, os es que ya no me querés, lindura. Tan mentiroso, me decís eso pa’ que no te cobre el arriendo.
 A Gustavo Arango lo conocí en la Universidad. No tenía cara de nada (la falta de pose le había borrado la cara, pasa en ciertos momentos) y era nervioso, un tanto cetrino y vivía en Envigado. No sabía aún que tenía esa capacidad increible para crear pequeños monstruos que se trasnochaban esperando al papá o escribiendo frases de castigo en los tableros. Sólo después de conocer su tesis (yo había sido su profesor), supe de su habilidad para burlarse de todo, fabricando un humor negro muy propio, como el copete (la mota) del duende que aparece en su libro, que parece uno de esos Apetitosos[4] de los que hala el poeta Carlos Ossa en su poema sobre la tribu de los pobres, donde uno no sabe si reír o llorar, tales son las desgracias y las epopeyas, las alegrías cortas (cortísimas) y la capacidad de ansiar infiernos nuevos(por aquello de que a medida que pasa el tiempo las cosas ya no son las mismas) de estas pobrecías que sólo miran hacia arriba en las tormentas, pero que acabarán estando presentes ene l día de la tierra, cuando ya los burgueses no tengamos que comer y ellos (los pobres), risueños, nos miren hacer gestos de asco y de agradecimiento, que uno se enseña. Y de pequeñas burguesías son los relatos de Bajas pasiones, como usted, como yo, todos encerrados en nuestros munditos, encogidos como si estuviéramos en cerrados en un huevo, como si hubiéramos sido condenados a ser puestos cada amanecer por una gallina que amenaza con sentarse sobre la cáscara y ahí sí, no te digo: de nada valió rezar.
Sustos, premoniciones falladas, sobrevivencias, apartados aéreos cambiados, esquivando noticias sobre los que No nacimos pa’ semilla[5], esos habitantes de las balaceras y el No futuro, de las comunas olvidadas donde morir y nacer es un acto de amor y de ocio, de protesta y de sumisión, donde el infierno fue cambiado pro otra galaxia y la muerte se atemoriza de pasar por ciertas calles. Estómagos fríos cuando oyen los relatos de Alfonso Salazar, porque de alguna manera rompen con la rutina maquinal de los que convivimos con nuestras bajas pasiones y hemos sido retratados por Arango, con todas nuestras endiosaditas y bajadas torpes, con nuestros amores a créditos y nuestras inseguridades de piel y brillos en la mirada. Pero así y todo, ahí seguimos por fuera de lo que pasa, evadiendo responsabilidades, más preocupados por el blanco de los dientes que por darle la cara a la realidad. Y muy ulcerosos, claro.



[1] El Colombiano, Dominical. 28 de octubre de 1990.
[2] Arango T., Gustavo. Bajas pasiones. Ediciones El Guarro. Medellín, 1990.
[3] Arango T., Gustavo. Un tal Cortázar. Colección mensajes. Editorial Universidad pontificia Bolivariana. Medellín, 1987.
[4] Ossa, Carlos. Apetitosos. Hojas fotocopiadas.
[5] Salazar J., Alonso. No nacimos pa’ semilla. Ediciones CINEP.

jueves, 12 de mayo de 2016

Cuatro cuentos cortos



Los firuvelios

Esta noche han liberado a los firuvelios. Han abierto las rejas que los separaban del mundo y, alargando las manos hacia el horizonte, les han mostrado la dirección de su libertad.
Al comienzo se han mirado entre ellos, incré­dulos. Han pensado que puede tratarse de un engaño: ¿liberarlos a ellos?, ¿a los firuvelios? Una cosa así le cuesta creerla hasta a los firuvelios mismos.
Pero las puertas han permanecido abiertas y los guardias no se han mostrado prevenidos con los movimientos de los firuvelios. Algunos, los más osados, han comenzado a acercarse a las rejas abiertas y a cada paso han medido desconfiados las reacciones de sus guardias.
Han caminado lento. En la estrechez de las celdas ha desaparecido su habilidad, pero pronto volverá. Uno de los más viejos ha tomado la iniciativa y ha cruzado el umbral. Como una ducha fría, la luz de la luna ha bañado al primer firuvelio que vuelve a ser libre. La alegría se ha derramado al interior de las celdas y ha llegado hasta los escépticos que aún no se han movido.
Los pasos de los firuvelios se han vuelto presurosos, pero aún se ha notado la torpeza del tiempo de encierro y de quietud. A veces han levantado los brazos a la altura de los hombros para no perder el equilibrio con la rotación de la tierra, ­que se les ha antojado apresurada. Pero pronto, poco a poco, sus músculos han sentido el regreso de la vida.
En unos minutos, los firuvelios han empezado a correr enloquecidos de alegría. Han gritado tanto que no han logrado oírse. No se han puesto de acuerdo siquiera. Cada uno ha seguido la voz común del instinto y se han regado por todos lados, dispuestos a acabar con nosotros con sus horripi­lantes métodos.



Nadie

No había nadie en el edificio. Pude comprobarlo porque recorrí uno a uno sus pisos. En el hall de la entrada, desde donde se podía ver al vigilante, afuera en su caseta, inicié un meticuloso recorrido, como todos los domingos, como en las altas horas de la noche, como siempre que el viejo edificio se queda vacío.
Entré a todas las oficinas. No hubo puerta que ofreciera resistencia. Recorrí sin apuro los pasillos, a veces tirándome al suelo para acariciar largo rato las matas de adorno. Subí piso a piso empleando las escalas, comprobando la desolación.
Por un momento alteré el orden riguroso y llamé el ascensor. Pedí todos los pisos y me senté en el suelo del reducido cubículo a mirar el abrir y cerrarse del telón, la obra en que varios pasillos eran un solo pasillo que sufría leves y a veces imperceptibles cambios: una planta florecida, un cesto de basura o un cartel en la pared.
Al llegar al último pasillo, regresé, retomé el orden que traía, piso tres oficina cuatro, para seguir revisando cada rincón, para seguir intuyendo centenares de historias detenidas, transcurriendo dispersas en ese mismo instante, vaya uno a saber en qué lugares.
Los domingos tengo más tiempo para detener­me, para disfrutar cada detalle, para beber el sabor delicioso del edificio desierto, de la ausencia de voces, de la quietud, de los lejanos ruidos de una calle remota.
En las noches, el recorrido es más apresurado. Los últimos salen tarde y los primeros llegan temprano.
Pero igual, fin de semana o noche cualquiera, comprobé que no había nadie en el viejo edificio. Llegué al último cuarto del último piso, cuando la noche ya se desteñía. Era el sucio baño de una borrosa empresa de representantes de artistas. Observé los rincones, miré los papeles del suelo y las revistas, las servilletas untadas de labial. Juntando elementos, reconstruí algunas historias, imagine tramas descabelladas, pero el día me decía que me apurara y, al final de mi viaje, me acerqué hasta el espejo. No había nadie. Un suspiro de alivio se oyó en el silencio del cuarto vacío.






Lo mismo que en mi sueño

Hola, te esperaba. Tuve un sueño anoche que quisiera contarte. Resulta que yo estaba aquí mismo, en esta silla de este cuarto en sombras desde el que te veo llegar con un chorro de luz desde la calle.
Así mismo, trayendo luz al abrir la puerta con tu llave, te vi llegar en el sueño.
Recuerdo que me hablabas, que durante todo el tiempo dijiste lo mismo, una frase monótona y musical que no recuerdo.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo el recién llegado.
¿Soñaste? ¿Soñaste eso mismo? ¡Qué casua­lidad! Bueno, pero aunque no recuerdo la frase que repetías y repetías, si recuerdo que te contaba algo con entusiasmo, creo que te hablaba sobre un sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —repitió inex­presivo el interlocutor.
Sí, te hablaba de un sueño como ahora lo hago. Estamos como estábamos: yo sentado en mi silla, deslumbrado por la luz que salta sobre tus hombros, y tú, una silueta dibujada en el aire de la puerta.
—Lo mismo que en mi sueño.
¿Fue igualito, entonces? ¡Qué casualidad! Pero no creo que al final haya pasado lo mismo. Recuerdo, ¡ja!, qué divertido, qué absurdos pueden llegar a ser los sueños, recuerdo que dijiste tu frase monótona y luego sacaste de tu chaqueta un arma que disparaste contra mí. ¡Ja! ¿Te das cuenta? No me dirás ahora que en tu sueño sucedió lo mismo que en mi sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo con voz monótona el interlocutor.




TESTIMONIOS

Yo, señores, soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia.
Luego de múltiples vicisitudes —que habrían hecho desistir al más decidido de los seres— alcancé la prueba definitiva que debo presentar hoy aquí para que no quede ninguna duda de mi hazaña, para que todos sepan que superé los retos que una empresa como ésa significa: los relativamente sencillos para llegar al centro de Wambi-Zuledia y los inhumanos a los que me vi enfrentado para salir de allí y llegar hasta ustedes con la sortija de las tres caras traslúcidas, objeto diminuto que me ha hecho conocer el horror, a mí, otrora iluso que negaba su existencia.
¡Fueron tantas pruebas! No terminaba una cuando ya mi atención era requerida por un peligro mayor. Como un sudoroso autómata, cumplí una misión cuyos propósitos tenía olvidados casi desde el comienzo. Navegué por el río de las siete cataratas y los siete remolinos. Me deslicé por el santuario de las serpientes que matan con el aliento. Sufrí heridas indecibles a manos de criaturas que de humanas sólo tienen la apariencia. Padecí hambres desintegradoras y fiebres calcinantes. Hasta que una mañana brumosa y extrañamente callada encontré entre los árboles y lianas una puerta enorme y negra por la que pude salir de esas diabólicas tierras. Jadeando incrédulo contra la puerta cerrada que acababa de cruzar, empecé a comprender muy lentamente que mi misión había terminado y que tenía conmigo la prueba de mi inigualada hazaña. Un pellizco que aún duele en mi brazo me permitió comprobar que regresaba con vida y mi decisión inmediata fue la de comunicar al mundo mi histórica gesta.
Por eso los he reunido de manera tan presurosa. Por eso, a pesar del cansancio, quiero relatarles con lujo de detalles las circunstancias que rodearon mi accidentado viaje. Pero antes, mucho antes de que sus oídos vivan lo que a mí me tocó experimentar de cuerpo entero, quiero mostrarles, para que no haya duda, la legendaria —y nunca antes por ojos humanos vista— sortija de las tres caras traslúcidas, el mágico compendio de los tiempos pasados, presentes y futuros, que traigo en este bolsillo de mi chaleco... ¡Je!... Disculpen... Debo tenerla en otro bolsi... No... Tranquilos, no se impacienten, aquí en el pantalón... ¿No?... ¡Je!... Debí perderla por ahí; pero créanme, yo soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia. Pero, ¿de qué se ríen? Les juro que fue así. Deben creerme. Voy a contarles las terribles pruebas que he debido soportar. No, no se marchen, deben escucharme. ¿Y ustedes? ¿Qué pretenden hacer con esa camisa de fuerza? No se atrevan, les advierto. ¿Y esa jeringa? ¿Acaso quieren inyectarme algún calmante? No lo hagan. Prometo controlarme. Juro que no me pondré violento, pero no me pongan inyecciones. Odio las inyecciones... Les tengo pavor a las malditas inyecciones.





Selección de los libros Bajas Pasiones (1990) y Su última palabra fue silencio (1993)


Enlace relacionado: Otros cuatro cuentos