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martes, 27 de junio de 2017

La mano paciente del orfebre

Para equilibrar las cargas, después de la reseña indignada de ayer, aquí van las palabras de presentación de El origen del mundo, en el Queens Museum of Arts, el 16 de abril de 2011, en el marco de la Semana del Inmigrante en Nueva York.


La mano paciente del orfebre 

Miguel Falquez-Certain

La nueva novela de Gustavo Arango es, en primer lugar, “una compleja fantasía sobre un hombre que encontraba su placer en escribir sobre mujeres escribiendo”, como su narrador la define en sus últimas páginas. Pero es mucho más que eso: es el placer de la escritura, la alegría de leer, el mundo explicado desde una perspectiva única, ejemplar, original y auténtica, los juegos literarios para aprender a desbordar la fantasía, el ojo fantasma del demiurgo de Victor Hugo observando con deleite el mapa femenino, una clase veraniega de creación literaria en la Universidad de Rutgers, la vida rutinaria de su protagonista, Magnífico Delgado, profesor de la Universidad de Syracuse, repartida entre su habitación desordenada y sus trabajos alternativos de repartidor de periódicos, mal consejero espiritual de un amigo improbable, fantasías sexuales, detective privado, recuerdos de la infancia y de la adolescencia y, sobre todo, regodeo en la creación de una literatura rítmica, sonora y perdurable.
El título de la novela, El origen del mundo, se deriva de una pintura de Courbet que encuadra a una mujer desnuda, donde sólo son visibles el seno derecho, la vagina poblada de vellos púbicos, el inicio de sus nalgas en las entrepiernas y unos muslos generosos explayados que se ofrecen al espectador con insolencia. En 1866 fue un escándalo y aún hoy lo sigue siendo. Facebook censuró la imagen recientemente. La han tildado de pornográfica porque la mujer descabezada se convierte en objeto de lujuria.
Sin embargo, al igual que en el Placer del texto de Roland Barthes, el verdadero protagonista es la escritura misma, el placer incomparable de crear un mundo con palabras donde antes nada había. La anatomía femenina se convierte en paradigma del placer exquisito de la creación. Así lo afirma el narrador: “En el agua ha jugado a recorrer su cuerpo. Ha sido al mismo tiempo el amante y la amada, la textura y la mano: la caricia completa”. La narración se desenvuelve deliciosa y rebosante como aquella cinta de Möbius con una sola cara y un solo borde, con la propiedad matemática de ser un objeto no orientable que avanza y retrocede y retorna y fluye ineluctablemente ad infinitum en donde la palabra es el hilo conductor que hace posible la multidimensionalidad y coetaneidad del suceso. Por consiguiente, la novela nunca cesa de existir, no termina en el sentido tradicional sino que más bien se abre en múltiples direcciones y hace del lector su cómplice en la construcción de sus significados.
Si bien la metaficción y la autoreferencialidad coexisten en la construcción novelística, es decir, la ficción que se construye al lado del narrador con la anuencia del novelista, por un lado, y la constante recreación de la labor del escritor como eje fundamental del proceso con obvios tintes autobiográficos, por el otro, es por la forma de engarzar sus palabras y de ejercer diversos estilos, a cual más de ricos e innovadores, que colocan a esta novela en un lugar de privilegio. Aun cuando el escritor y el narrador sean eruditos el resultado dista de ser petulante. Las alusiones literarias flotan con elegancia y se incorporan a la narración sin ser forzadas. Cuando habla de un escritor que alguna vez dijo al momento de morir “luz, más luz” no es necesario que sepamos que se refiere a Goethe, pues el contexto es lo importante. Tampoco es preciso conocer ni recordar el poema “Ítaca” de Cavafis ni “Lisboa revisitada” de Pessoa para regocijarnos con su afirmación que “donde fuera uno la ciudad iría con él”.
El solo capítulo “Confieso que he matado” justificaría la existencia de esta novela. En menos de treinta páginas, el mundo del personaje, que bien puede ser el recuento de la infancia y de la adolescencia en el país de origen del protagonista, el profesor Magnífico Delgado (ese oxímoron que brinda múltiples interpretaciones), tiene un estilo de narrar diferente a los otros que se encuentran en este libro. Treinta años de novelitas amarillistas que han explotado el tema del narcotráfico quedan mal paradas ante esta elocuencia desnuda de un huérfano producto de la violencia que desangra a nuestro común país de origen. Y es porque el tema no es la violencia en sí ni el tráfico de drogas, sino la condición humana con toda su riqueza de esplendores y miserias.
El narrador nos dice que “desde los veinte años, su vida ha sido un diálogo constante con la muerte”. Sabe que tiene poco tiempo para brindar su testimonio. En su fiebre pantagruélica de dejar su huella, intuimos que en el acto de crear encuentra finalmente la razón de su sino.
Casi todos conocemos las famosas anécdotas de Flaubert en que afirmaba pulir hasta el cansancio siempre en pos de la palabra exacta y aquélla de que Madame Bovary en realidad era él mismo. También recuerdo la preciosa novela de Gesualdo Bufalino, Diceria dell’untore, cuya elaboración le tomó treinta años, desde su concepción, realización y constantes revisiones, para ver la luz finalmente cuando el autor tenía sesenta y dos años. Si bien creo reconocer ecos de Cortázar y de Borges, sobre todo en la forma de enfrentar el estilo, en la forma de narrar y de concebir sus tramas (por ejemplo, dice el narrador que “Él mismo no era más que tres historias, un refrán y varias líneas de un poema” y que ha visto el mundo como lo hace Borges en el Áleph desde un punto de vista privilegiado), creo que es en las obras de Alain Robbe-Grillet, particularmente en La casa de citas, que puedo encontrar un paralelo paradigmático en la exquisitez con que Gustavo Arango ha logrado plasmar el ritmo cantarino de sus espléndidas palabras. Y junto con ecos proustianos, en aquel plan de trabajo para su próxima novela en que propone que “permitiera que estuviera siempre terminado, por si la muerte llegaba de manera accidental o provocada. Escribiría el principio y el final de aquel periplo en el que todo el universo quedaría contenido y luego dedicaría el tiempo que tuviera para llenar el espacio entre los dos extremos”, justamente lo que se trazó Proust en la elaboración de En busca del tiempo perdido. A cuarenta y cuatro años de publicada Cien años de soledad, me complace haber leído con deleite una novela que nada le debe al mal llamado “realismo mágico”. Pero, lo que es más importante, El origen del mundo se inscribe por derecho propio como iniciadora de una nueva y excelente producción que ofrece insospechadas posibilidades.
Nos dice el narrador que “incluso con la pugna que el placer desencadena, todo puede seguir, el goce puede andar sin detenerse, puede moverse en pos de virtuosismos y de cimas más altas, si evita utilizar la familia de palabras que todo lo interrumpe, que todo lo congela”. Gustavo Arango no sólo tiene voz y estilos propios, sino también un mundo rico y enriquecedor que observa con precisión de entomólogo y que ha logrado plasmar con mano paciente de orfebre, una visión auténtica que marca un hito en la producción novelística latinoamericana.










miércoles, 21 de noviembre de 2012

Sobre la poesía de Miguel Falquez-Certain

Las últimas noticias de la guerra contra el tiempo




Prólogo del libro Mañanayer (Nueva York: Book Press, 2010).
Este texto apareció también en las revistas  Hybrido (Año XII, Número 11, 2009-10) y  Viacuarenta (abril, 2012).


   La poesía está rodeada de silencio. Nace del silencio, se nutre de silencio, es una lucha contra el silencio en la que ambos están derrotados de antemano. Sus signos son la muerte y la derrota. Está hecha con estructuras que sólo se reconocen desde la perspectiva de la muerte. Mien­tras la narrativa se nutre de la vida, está llena de finalidad y de propósito, de cumplimiento de cosas pre­figuradas, la poesía es absurda, nace póstuma, es el es­pejo de tinta en el que la eternidad y la nada se reco­nocen.

  La poesía suele admitir formalmente su estrecha rela­ción con el silencio. Abunda en blancuras, en cortes e interrupciones, en elipsis de lenguaje. Por mucho que se tensen las palabras, el verdadero dueño de la página es el silencio en todas sus versiones: la eternidad, la soledad, la nada.

Silencio suele ser la reacción que impone la poesía: el silencio religioso del que queda abrumado ante la inmen­sidad que sugieren las palabras, el silencio avergonzado del que descubre entre los versos aquellas vergüenzas propias que nunca se ha atrevido a llamar suyas, el silen­cio del que simplemente no encuentra comunión en el poema, también el silencio insultante, descorazonador, de esa ausencia de crítica – de atención – cuyo vacío re­tum­ba en lugares y tiempos donde la ignorancia es mone­da corriente.

  De manera que no es de extrañar que la obra poética de Miguel Falquez-Certain (Barranquilla, Colombia, 1948) haya recibido porciones gigantescas de silencio. No digo que Falquez-Certain sea un autor ignorado. Es un escritor de merecido y reconocido prestigio. Es autor de cuentos, piezas teatrales y traducciones literarias desde y hacia el inglés, que incluyen obras de García Márquez y guiones de cine tan importantes con el de la película Che, dirigida por Steven Soderbergh. La lista de premios, me­da­llas y reconocimientos que sus cuentos y poemas han recibido podría ocupar el espacio de este ensayo. Su vida seguiría siendo admirable si sólo tomáramos en cuenta sus primeros años de vida, cuando hacía poesía con una varita mágica y el nombre artístico de Mago Migueline, una experiencia que lo llevó a compartir escenarios con leyendas como la Lupe y que, con el tiempo, se ha decan­tado en deliciosas crónicas de época. Pero con todo y eso, o tal vez justo por eso, el silencio frente a su obra, más allá del asombro y la reverencia, invade los terrenos de lo insultante.

  El año 2009 marca un discreto y significativo acontecimiento en la obra poética de Miguel Falquez-Certain: la preparación del libro Mañanayer, que reúne poemas escritos a lo largo de cuatro décadas. Este ensayo no pretende ser un estudio exhaustivo de la poesía de este autor; esa tarea requiere más de un crítico, más de una especialidad y perspectiva. A lo sumo, este escrito es una nota de pie de página sobre una sola palabra: Mañanayer, con la que Miguel Falquez-Certain nos demuestra que hace falta menos de un centímetro cúbico de tinta para cambiar por completo el sentido de toda una obra y de la vida misma.
    
   Mañanayer incluye seis poemarios distribuidos en un orden cargado de intención: Palimpsestos (1994-1996), Usurpaciones y deicidios (1989-1995), Doble corona (1991), Habitación en la palabra (1983-1990), Proemas en cámara ardiente (1988) y Reflejos de una máscara (1968-1982). Se trata de un viaje hacia el pasado, un regreso, un camino que se desanda por medio de la lectura. Los libros incluidos son heterogéneos y se ofre­cen como capas geológicas que van revelando la génesis de las imágenes, de las obsesiones. Al final del viaje nos encontramos con un joven que vive sus primeras emo­ciones, sus incertidumbres iniciales, su intuición del po­der devastador del tiempo y que intenta conjurar todo aquello llenando de eternidad cada uno de sus instantes. El lector llega a esta renovada versión de los poemas a­com­pañando la lectura que el autor mismo hace de sus propios textos. Se trata de un viaje desde el futuro hasta el origen, hasta la voz inicial de ese joven ignorante del futuro (que en la lectura es pasado) y al final de ese viaje es casi incontenible el impulso de decirle: “No uses tanto la palabra siempre. Este amor que para ti es eterno pronto será olvidado”. Pero dejemos a ese joven y hable­mos del conjunto, de este libro completamente nuevo que Falquez-Certain ofrece con las mismas palabras de sus viejos libros; como un Pierre Menard que insiste en recordarnos que las mismas palabras, en idéntico orden, pueden llegar a significar cosas completamente distintas a lo que significaron.

  Así como el título general de la colección de este poemario de poemarios nos revela que el tiempo es un com­ponente esencial en la poesía que vamos a leer, “Ci­clos”, el primer poema se encarga de que no nos quede ninguna duda:
 
Aletargada en un sueño eterno
la rosa presiente el eterno ciclo,
ires y venires, ya todo apunta
al retorno eterno, cíclica vida
que siempre desembocará en la muerte.

  La muerte – esa otra forma del silencio y de la eternidad – es el origen y el destino final, es el punto de partida y el de llegada, la perspectiva que le asigna sen­tido a los hechos de la vida. La reflexión sobre el tiempo será el hilo conductor de todo el libro, desde este primer poema del último libro, hasta el último poema del primer libro: ese homenaje a Julio Cortázar y, en particular, a su cuento “Axolotl”, donde alguien abandona la humanidad y sus rituales para irse a ser una criatura en un acuario, un ser para el que el tiempo resulta innecesario.




  No hay que ir muy lejos en la lectura para ver cómo la reflexión y la batalla contra el tiempo se transmuta en otros temas centrales, insistentes, predominantes. Ya en ese mismo primer poema, “Ciclos”, empiezan a aparecer los otros rostros de la poesía de Falquez-Certain: el en­cuentro de los amantes, el diálogo con distintas tradi­ciones y el arrobo constante ante la inmensidad de lo cósmico:
 
Tu cuerpo esbelto reposa dormido
y al no percibir mi impertinente
atisbo, tus miembros cincelados en
el mármol vibran sorprendidos.
La fría nebulosa tiembla en la
crisálida, los brotes verdes saltan
perforando la glacial corteza,
y surgiendo la rosa finalmente
retando a tu hermosura te despierta.

  Cada una de estas vertientes, el amor, la tradición (aquí representada por la alusión a la escultura) y lo cósmico, tiene una presencia poderosa en toda la obra. Mañanayer puede ser leído como la crónica de los amores reales e imposibles que marcaron la vida de una persona. Uno puede intuir en muchas líneas el correlato preciso con una experiencia de la realidad, con una persona espe­cífica. En ocasiones, la persona aparece señalada en la dedicatoria. Podría pensarse que la presencia ostensible de lo personal es irrelevante para el lector del poema, pero es justamente esta renuncia a la generalización lo que le confiere universalidad a la emoción o la expe­rien­cia representada; actúa como su prueba de au­ten­ticidad. La prueba definitiva de verdad, esa condición necesaria de toda poesía (y hay que señalar que es frecuente en otros autores el error de creer que hacer poesía es ador­nar o disfrazar), la hallamos en la disposición de la voz lírica para exponer los lados patéticos y ridículos de la experiencia amorosa. Gustavo Ibarra Merlano, otro poeta rodeado de silencio, hablaba justamente del temor en la poesía contemporánea a expresar la complejidad de sus emociones: “Tienen mucho miedo a expresar el patetismo del alma. Le tienen una especie de pudor. Pero, carajo, si uno no expresa lo que siente profundamente, entonces qué va a expresar” (Arango, 211).

  Mañanayer es un libro donde no hay temor a expresar el patetismo del alma. Está lleno de poemas donde aún perdura el temblor de ansiedad o de deseo, el estremecimiento que producen un roce o una mirada. Un estudio profundo del concepto del amor en la poesía de Falquez-Certain tendrá también que considerar la manera cómo su poesía encuentra un lenguaje fluido, libre de culpas o ruidosas militancias, para expresar la experiencia homoerótica. También sería preciso explorar la representación de la belleza del cuerpo como escultura en el tiempo, tal como se aprecia en el poema Los campos de Marte, donde un soldado “her­moso y virgen” salta en mil pedazos, destruido por el patriotismo, por la guerra, versiones bastardas del tiem­po que todo lo destruye. No es difícil descubrir, entonces, que detrás de la reflexión sobre el amor y la belleza per­manece como telón de fondo la reflexión sobre el tiempo. Sorprendemos a los amantes en diversos puntos del ciclo del tiempo: el del deseo, el de la eternidad del encuentro, el del reposo, el del desencuentro. Toda experiencia amo­rosa se constituye en tragedia cuando la miramos des­de la perspectiva del tiempo.
 
  El desencuentro es justamente el tema de Proemas en cámara ardiente, uno de los poemarios finales (o ini­ciales, según se va o se viene, como diría Rulfo). Sólo dos poemarios del libro parecen tener una unidad con­centrada: Doble corona (1991) y Proemas en cámara ardiente (1988). Ambos están marcados por una gran intensidad y una evidente unidad temática. Proemas parece ser la crónica de una relación amorosa que está languideciendo. El título mismo sugiere el ardor del de­seo, pero también la muerte. En el caso de esta rela­ción, el encuentro nunca fue completo. Mientras los cuerpos se entienden, el poeta se ve obligado a silenciar una enorme porción de su ser, la que está en diálogo con numerosas tradiciones. Cita a Joyce, sabiendo que su a­ma­do no entenderá la referencia. Las lecturas conjuntas de la En­ciclopedia británica no consiguen estrechar el abismo que separa a los amantes. La fugacidad del encuentro con­trasta con la eternidad de la separación. El “siempre” de los poemas juveniles de Reflejos de una más­cara empieza a transmutarse en el nunca. Pero el tono sombrío de Proemas (juego de palabras alusivo a la forma de poemas en prosa que tienen esos textos) se disipa cuando ese conjunto se integra a Mañanayer y vemos des­de otra pers­pectiva la importancia de aquello que había sido si­len­­ciado por esa relación. Al mirar las emociones desde la distancia, el padecimiento de los múltiples presentes se transmuta en verdad luminosa. Como señala Emerson: “Every thing is beautiful seen from the point of the intellect, or as truth. But all is sour, if seen as ex­perience” (116).


  Se necesita un equipo internacional de especialistas para abordar con justicia la faceta de la obra de Falquez-Certain que dialoga con distintas tradiciones culturales. Basta observar la variedad de lenguajes (inglés, francés, italiano, griego, latín, hebreo), los diversos orígenes de las citas y referencias que sirven de contrapunto a los poemas, para percibir la amplitud, la variedad de voces que dialogan en su poesía. En estos diálogos y encuentros el tiempo está abolido y la voz lírica hace eco, parafrasea, replica o disiente con autores y personajes tan diversos como Safo, Stephen Hawkings, Wittgenstein, Leopardi, José Emilio Pacheco, Teseo, Judit, Benny Moré, Barba Jacob, T. S. Eliot, San Juan de la Cruz (“vivo sin vivir en mí”), el Quijote, Velázquez, Virgilio, Rimbaud, Kavafis o Rainer Maria Rilke. Esta vocación de amplitud también se manifiesta en la voracidad con que se abarca el espacio: París, Nueva York, el Caribe, Iguazú, el desierto o la mon­taña. Sería fácil caer en la tentación de acusar de exhibicionismo este despliegue de referencias, pero ésa sólo sería una manera de reconocer nuestras limitaciones frente a la inmensidad del horizonte que despliega la obra. Más que decirnos lo que sabe, Falquez-Certain hace suya la idea de Emerson de que cada uno de nosotros tiene dentro de sí mismo todo el universo y toda la his­toria de la humanidad, que todos los filósofos y poetas que han existido hablan con nuestra voz y nuestras ma­nos. Lo curioso es que todos parecen hablar de lo mismo: del tiempo y de la eternidad.


  En Time and Narrative el filósofo francés Paul Ricoeur menciona tres tipos diferentes de tiempo. En un extremo se encuentra el “tiempo personal”, aquel tejido de segundos que sólo dura unos cuantos decenios; en el otro extremo se encuentra el “tiempo cósmico”, con sus millo­nes de años y sus distancias inconcebibles. En medio de los dos se encuentra el “tiempo histórico que hemos creado para no ser aplastados por la vastedad del tiempo cósmico” (274). La poesía de Falquez-Certain hace refe­rencia constante al tiempo cósmico, es su obsesión cen­tral, porque en él se encuentra el enigma de lo eterno. El poemario Doble corona (1991) está construido como una serie de coronas ígneas, donde un poema abre lugar para el siguiente, mediante la repetición de un verso. Lo geológico es también una estrategia para alcanzar la comprensión del tiempo cósmico. Habitación en la pala­bra se resuelve al final en un poema explosión, oleaje de lava, que invade la página y elimina el silencio.
Esta reflexión sobre la vastedad del tiempo, y lo ín­fimo del tiempo personal, se encuentra muy claramente expresada en Ego sum qui sum, poema en prosa que for­ma parte de Usurpaciones y deicidios. Allí el poeta está instalado un día en el planetario, considerando la idea de dejarse llevar por los grandes interrogantes y las galaxias y las ondas hertzianas a miles de años luz:

"[…] todo te abruma el coco y te lo dices para tu coleto, vaya qué osadía aún creer que mi religión sea la verdadera, hoy en día, mire usted, la iglesia, la sinagoga y la mezquita, hace tiempo que no nos tira una visita, vaya, vaya hombre, vaya, el mundo y su creación después de tantos cipotazos y agujeros negros, acaso llegaremos algún día a instalarnos en la mentalidad cosmogónica y verlo todo en panorámica y con sonido Dolby, viajar en rayos láser en reversa y percibir la “historia” sin tocarla, mejor dicho sucediendo (no la “historia” de los vence­dores), digo, dígole, es posible que enanitos, o seres marginales, hombrecitos verdes y todo el cachi­vache amontonado en los paquitos de la ficción científica no sean más que pamplinas, vaya usted a saber, a lo mejor el mundo lo inventaron los teúrgos, en todo caso Nietzsche, y si entendemos que la guerra genocida se identifica con el tiempo, y que estamos íngrimos-y-solos-en-esta-soledad-tan-sola, qué fenómeno, y que el infierno con que tantas veces te asustaron no es más que un embrollo de caninos, sólo entonces.
A lo mejor un día llegaremos a saber cómo es que funciona la mente de ese Man".

  Y así guerra y tiempo vuelven a identificarse, porque ambos nos aniquilan, se llevan nuestros instantes, arrastran con amigos muertos a los que el poeta sigue hablando como si estuvieran vivos y presentes y escuchando. La función del poeta es darle la batalla a ese tiempo emisario de la muerte:
 
Tu triunfo es vencernos, indudablemente,
pero el nuestro es encerrarte en la cuartilla.

  Pero al dar la batalla existe siempre la conciencia de que no hay verdaderos ganadores, porque el tiempo es sólo una metáfora de lo eterno y el tiempo es la sustancia de que estamos hechos. Como lo señala Borges: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego” (181). De manera que al final al poeta sólo le queda la victoria pírrica de atrapar el tiempo, consiguiendo así atraparse a sí mismo en la eternidad de sus instantes.

  Más de diez años han transcurrido desde que fuera escrito el más reciente poema de la colección. Uno podría caer en la tentación de pensar que el autor ha dejado de escribir, ha renunciado, se ha dado por vencido. Pero no. Como Sísifo, emprende nuevamente el ascenso a la mon­taña empujando la roca que volverá a caer. Su eterna de­rrota le ha enseñado a refinar su arte, a evitar excesos. Ha descubierto que hay muchas maneras de empujar la roca hasta la cima, que a veces puede ser suficiente con una sola palabra. Diez años de silencio fueron necesarios para que saliera de sus manos un nuevo vocablo, nueve letras continuas, una nueva palabra, que por sí sola transmuta el sentido de toda una obra.
     
  Mañanayer es otra batalla ganada en la guerra contra la muerte, contra el silencio, contra el olvido. Reunir la obra poética de cuatro décadas y estructurarla como un “viaje en reversa” se constituye en un triunfo contra el fa­ta­lismo del tiempo, contra su unidireccionalidad. Al tiem­po lineal, al tiempo de la guerra y de la muerte, se le contrapone un tiempo cíclico que promulga lo eterno. El viaje desde la rosa eterna, en el primer poema de la nue­va colección, hasta la criatura en el acuario del viejísimo poema que la cierra, es un regreso al origen y una disolución del poder destructor del tiempo. Mañana y ayer, las dos palabras que se juntan, que aprisionan al silencio en su centro y lo destruyen, son una paradoja interminable que hace del tiempo un prisionero en la cuartilla. Esa palabra con aire de verbo intransitivo, como nevar, como llover, es una nueva refutación del tiempo en la eterna batalla entre lo temporal y lo eterno.
 

De improviso vives los días idos,
la insolencia, el desparpajo, ya no
le temes a la muerte, todo es puro,
el gran amor que te revela presto
los deleites, instantes fugitivos
que te devuelven al presente mudo.


  Al final, en esta versión renovada bajo la luz de un nuevo término, el poema se convierte en una mezcla de celebración y funeral donde la palabra, hija del tiempo, se destruye a sí misma, porque en su propia destrucción está el secreto de toda la creación.

Bibliografía

Arango, Gustavo. “Gustavo Ibarra Merlano: Un buen hombre con una maleta repleta de poesía.” Retratos. Alcaldía de Cartagena, 1996.
Borges, Jorge Luis. “Nueva refutación del tiempo.” Obras com­pletas II. Buenos Aires: Emecé, 2007.
Emerson, Ralph Waldo. Essays. The Spencer Press, 1936.
Ricoeur, Paul. Time and Narrative. Vol. 3. Chicago: University of Chi­cago Press, 1985.

Enlace al texto en la revista Viacuarenta.







jueves, 14 de junio de 2012

Sobre El origen el origen del mundo


Miguel Falquez Certain lee fragmento de su análisis sobre el libro de Gustavo Arango, El origen del mundo. MacNally Bk Store - NYC Junio 2012. Durante la presentación de Hybrido Magazine.




lunes, 18 de abril de 2011

La mano paciente del orfebre

Palabras de presentación de la novela El origen del mundo, en el Queens Museum of Arts, el 16 de abril de 2011, en el marco de la Semana del Inmigrante. La edición colombiana de esta novela será presentada durante la Feria Internacional del Libro de Bogotá.
                                            Fotografía de Blanca Irene Arbeláez
Por Miguel Falquez-Certain
                La nueva novela de Gustavo Arango es, en primer lugar, “una compleja fantasía sobre un hombre que encontraba su placer en escribir sobre mujeres escribiendo”, como su narrador la define en sus últimas páginas. Pero es mucho más que eso: es el placer de la escritura, la alegría de leer, el mundo explicado desde una perspectiva única, ejemplar, original y auténtica, los juegos literarios para aprender a desbordar la fantasía, el ojo fantasma del demiurgo de Victor Hugo observando con deleite el mapa femenino, una clase veraniega de creación literaria en la Universidad de Rutgers, la vida rutinaria de su protagonista, Magnífico Delgado, profesor de la Universidad de Syracuse, repartida entre su habitación desordenada y sus trabajos alternativos de repartidor de periódicos, mal consejero espiritual de un amigo improbable, fantasías sexuales, detective privado, recuerdos de la infancia y de la adolescencia y, sobre todo, regodeo en la creación de una literatura rítmica, sonora y perdurable.
                El título de la novela, El origen del mundo, se deriva de una pintura de Courbet que encuadra a una mujer desnuda, donde sólo son visibles el seno derecho, la vagina poblada de vellos púbicos, el inicio de sus nalgas en las entrepiernas y unos muslos generosos explayados que se ofrecen al espectador con insolencia. En 1866 fue un escándalo y aún hoy lo sigue siendo. Facebook censuró la imagen recientemente. La han tildado de pornográfica porque la mujer descabezada se convierte en objeto de lujuria.
                Sin embargo, al igual que en el Placer del texto de Roland Barthes, el verdadero protagonista es la escritura misma, el placer incomparable de crear un mundo con palabras donde antes nada había. La anatomía femenina se convierte en paradigma del placer exquisito de la creación. Así lo afirma el narrador: “En el agua ha jugado a recorrer su cuerpo. Ha sido al mismo tiempo el amante y la amada, la textura y la mano: la caricia completa”. La narración se desenvuelve deliciosa y rebosante como aquella cinta de Möbius con una sola cara y un solo borde, con la propiedad matemática de ser un objeto no orientable que avanza y retrocede y retorna y fluye ineluctablemente ad infinitum en donde la palabra es el hilo conductor que hace posible la multidimensionalidad y coetaneidad del suceso. Por consiguiente, la novela nunca cesa de existir, no termina en el sentido tradicional sino que más bien se abre en múltiples direcciones y hace del lector su cómplice en la construcción de sus significados.
                Si bien la metaficción y la autoreferencialidad coexisten en la construcción novelística, es decir, la ficción que se construye al lado del narrador con la anuencia del novelista, por un lado, y la constante recreación de la labor del escritor como eje fundamental del proceso con obvios tintes autobiográficos, por el otro, es por la forma de engarzar sus palabras y de ejercer diversos estilos, a cual más de ricos e innovadores, que colocan a esta novela en un lugar de privilegio. Aun cuando el escritor y el narrador sean eruditos el resultado dista de ser petulante. Las alusiones literarias flotan con elegancia y se incorporan a la narración sin ser forzadas. Cuando habla de un escritor que alguna vez dijo al momento de morir “luz, más luz” no es necesario que sepamos que se refiere a Goethe, pues el contexto es lo importante. Tampoco es preciso conocer ni recordar el poema “Ítaca” de Cavafis ni “Lisboa revisitada” de Pessoa para regocijarnos con su afirmación que “donde fuera uno la ciudad iría con él”.
                El solo capítulo “Confieso que he matado” justificaría la existencia de esta novela. En menos de treinta páginas, el mundo del personaje, que bien puede ser el recuento de la infancia y de la adolescencia en el país de origen del protagonista, el profesor Magnífico Delgado (ese oxímoron que brinda múltiples interpretaciones), tiene un estilo de narrar diferente a los otros que se encuentran en este libro. Treinta años de novelitas amarillistas que han explotado el tema del narcotráfico quedan mal paradas ante esta elocuencia desnuda de un huérfano producto de la violencia que desangra a nuestro común país de origen. Y es porque el tema no es la violencia en sí ni el tráfico de drogas, sino la condición humana con toda su riqueza de esplendores y miserias.
                El narrador nos dice que “desde los veinte años, su vida ha sido un diálogo constante con la muerte”. Sabe que tiene poco tiempo para brindar su testimonio. En su fiebre pantagruélica de dejar su huella, intuimos que en el acto de crear encuentra finalmente la razón de su sino.
                Casi todos conocemos las famosas anécdotas de Flaubert en que afirmaba pulir hasta el cansancio siempre en pos de la palabra exacta y aquélla de que Madame Bovary en realidad era él mismo. También recuerdo la preciosa novela de Gesualdo Bufalino, Diceria dell’untore, cuya elaboración le tomó treinta años, desde su concepción, realización y constantes revisiones, para ver la luz finalmente cuando el autor tenía sesenta y dos años. Si bien creo reconocer ecos de Cortázar y de Borges, sobre todo en la forma de enfrentar el estilo, en la forma de narrar y de concebir sus tramas (por ejemplo, dice el narrador que “Él mismo no era más que tres historias, un refrán y varias líneas de un poema” y que ha visto el mundo como lo hace Borges en el Áleph desde un punto de vista privilegiado), creo que es en las obras de Alain Robbe-Grillet, particularmente en La casa de citas, que puedo encontrar un paralelo paradigmático en la exquisitez con que Gustavo Arango ha logrado plasmar el ritmo cantarino de sus espléndidas palabras. Y junto con ecos proustianos, en aquel plan de trabajo para su próxima novela en que propone que “permitiera que estuviera siempre terminado, por si la muerte llegaba de manera accidental o provocada. Escribiría el principio y el final de aquel periplo en el que todo el universo quedaría contenido y luego dedicaría el tiempo que tuviera para llenar el espacio entre los dos extremos”, justamente lo que se trazó Proust en la elaboración de En busca del tiempo perdido. A cuarenta y cuatro años de publicada Cien años de soledad, me complace haber leído con deleite una novela que nada le debe al mal llamado “realismo mágico”. Pero, lo que es más importante, El origen del mundo se inscribe por derecho propio como iniciadora de una nueva y excelente producción que ofrece insospechadas posibilidades.
                Nos dice el narrador que “incluso con la pugna que el placer desencadena, todo puede seguir, el goce puede andar sin detenerse, puede moverse en pos de virtuosismos y de cimas más altas, si evita utilizar la familia de palabras que todo lo interrumpe, que todo lo congela”. Gustavo Arango no sólo tiene voz y estilos propios, sino también un mundo rico y enriquecedor que observa con precisión de entomólogo y que ha logrado plasmar con mano paciente de orfebre, una visión auténtica que marca un hito en la producción novelística latinoamericana.
Nueva York, 16 de abril de 2011