miércoles, 27 de marzo de 2019

La guía perdida


Imagen de la película El abrazo de la serpiente.




Cuando nacemos, el mundo ya llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos, mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película, exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas. Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de basura.
Pasamos la vida encontrando relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no estaremos cuando ocurran los hechos memorables.
Nuestra breve estadía, sin embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida, nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la casa.
Es posible decir que la historia que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas. Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles, cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana.  Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés, entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros hasta ese remoto paraje.
Cuarenta y siete años más tarde, en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados de la fiesta, preciso en el momento en que se pone buena.

Texto publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en octubre de 2011.









domingo, 24 de marzo de 2019

jueves, 21 de marzo de 2019

Marilla Waite Freeman



“Si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes”. Recuerdo esta expresión cuando me veo muy seguro sobre lo que ocurrirá. Si la incertidumbre aqueja, esa joya milenaria me recuerda que en cualquier momento puede ocurrir lo inesperado.

A finales de 2007, mi vida estaba más o menos en un limbo. Llevaba una semana descansando, mirando hacia adentro y ayunando. Aquella mañana de sábado me desperté sacudido por intuiciones, por señales vagas e inexplicables. Poco después del mediodía estaba de regreso con una caja llena de libros y manuscritos, de reliquias de una vida que me había sido confiada.

De los suburbios de la vida




De los suburbios de la vida
  
Agradeció el calor
que sacudió su cuerpo
anestesiado de cansancio
el hervor de la sangre
que empezó a liberar
los caminos de hielo
la fiebrecita del instante
el rocío en la frente
la acogida callada
la ternura, el entusiasmo
el tiempo transcurrido en el vacío
el adiós cauteloso
en el que estaba implícita
la invitación y la promesa
el pacto
de seres decididos
a dejar prosperar el amor
en los cómodos rincones de la noche
en losuburbios de la vida





De "Penínsulas extrañas"


miércoles, 20 de marzo de 2019

Henry Shukman: En busca de El Dorado


Texto publicado en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena, en febrero de 1994.


Henry Shukman: En busca de El Dorado 

Habría pasado inadvertido aquella noche en la Plaza de Los Coches. Fue un viernes y había un acto cultural en ese sitio.
Poco antes de iniciarse el evento, Henry Shukman y su amiga se acercaron hasta los organizadores, acompañados por un guía.
El guía dijo que esa pareja de escritores ingleses quería saber en qué consistían la música y las danzas que iban a presentar. Había un interés particular por la parte musical. Estaban en Cartagena para escribir un artículo para una revista de viajes.
La palabra ‘escritores’ desató una breve y entusiasta cadena de preguntas y respuestas. A los pocos minutos sabíamos que Henry era el escritor, que al día siguiente él y su amiga, la fotógrafa, viajarían a Mompox y a la Sierra Nevada de Santa Marta. Pero lo más sorprendente fue saber que una parte de su última novela Travels with my Trombone: A Caribbean Journey (Si bien el libro no ha sido traducido aún al español, su título en este idioma podría ser: “Viajes con mi trombón: un periplo caribeño) transcurría en Cartagena.
Uno de los motivos principales de la novela de Henry Shukman está en la idea que de niño, en Inglaterra, se hizo de El Dorado, ese sitio legendario que buscaron muchos hombres en América.
Escuchando los relatos de amigos colombianos de su padre, un profesor de historia rusa en Oxford, Henry Shukman empezó desde muy niño a tener el sueño de viajar.
“Colombia era mi propio Dorado”, dice Henry Shukman, alto, juvenil, de mirada curiosa y sonrisa amable. “Como mi padre es judío ruso y su padre llegó a Inglaterra en 1911, no me sentí muy cómodo como un inglés. Esa es la causa por la que escribo y por la que me gusta viajar”.
A los 18 años, pudo volver realidad su sueño. Cuando salió de la escuela, en lugar de seguir estudiando, quiso hacer algo distinto. Fue a la Argentina y allí trabajo la tierra en una granja durante tres meses. Luego viajó al norte, a Bolivia, al Perú, y empezó a tomar apuntes sobre sus experiencias.
Escribía poesía desde los doce años. Sólo durante ese viaje empezó a escribir en prosa. “Antes no sabía que la prosa podía ser muy poética”.
Cuando volvió a Inglaterra, vio que tenía un libro. Lo llamó Sons of the Moon (Hijos de la Luna) y se lo entregó a un agente. Fue difícil encontrar un editor, “Siempre es muy difícil”, pero al final uno se interesó.
Los siguientes tres años, Henry Shukman los dedicó a estudiar literatura y antropología social en la Universidad de Cambridge. Para obtener su Ph.D realizó un estudio sobre los símiles en la Ilíada de Homero. Pero ése fue un período “triste  aburrido”, ya la fiebre de viajar lo había invadido y regresó a las tierras de El Dorado en cuanto pudo.
Este segundo viaje lo llevó con su trombón (un instrumento con el que sostiene una rara “relación de amor y de rechazo”) a Trinidad y Tobago, Guadalupe, Martinica, Ecuador y un amplio territorio colombiano. Tocando con orquestas de los sitios que visitó pudo conocer desde dentro la música del Caribe.
“La gente del Caribe es muy musical. Todos saben algo de su música. Es una lástima que no entienda mejor el castellano para entender más las letras”.
“El vallenato es parecido al calypso en Trinidad, sus letras son anécdotas, pequeñas historias de la comunidad".
“La semejanza entre los tipos de música del Caribe está en que siempre hay una base de ritmo africano con armonía y melodía europea. En Colombia por ejemplo, los esclavos hacían parodias de la música europea pero con ritmo africano. Algo parecido sucede en Dominica con el Jing Ping, que son mazurcas, polkas, valses, sobre un ritmo africano y tienen mucha energía, más que el original europeo”.
El final de ese viaje, realizado en 1990, fue en Cartagena. Aquí terminó su excursión al mito de su infancia.
La historia de ese viaje, alimentada con su fantasía, dio origen a su segunda novela, Travels with my Trombone, un libro por el que se disputaron varias editoriales.
Shukman escribió esa novela en Estados Unidos, en el sector Hispánico de Harlem, en Nueva York, y desde entonces ha estado radicado en ese país. “Me interesa Estados Unidos porque hay escritores muy buenos allá, mucho mejores que en Inglaterra en este momento”.
Desde la publicación de su segundo libro las cosas han sido menos difíciles para Henry Shukman. Ha escrito catálogos de música para la BBC de Londres. Sus dos primeras novelas han sido editadas en Inglaterra, Japón, Estados Unidos  y Alemania,  y el interés creciente de las editoriales le permite alimentar el sueño de dejar de escribir únicamente libros de viajes, para dedicarse a publicar ficciones literarias.
En ese camino ya tiene un buen trayecto recorrido. Entre los 21 y los 25 años escribió seis novelas que no ha publicado y recientemente ha vuelto a escribir poemas, el género con que empezó a hacer literatura cuando tenía doce años.
Actualmente vive en Nuevo México, allí está escribiendo una novela sobre esa región de los Estados Unidos tan fuertemente marcada por la proximidad cultural con México.
Poco antes de su regreso a Estados Unidos, después de sus viajes a Mompox y a la Sierra, volvemos hablar con él. Lleva miles de impresiones para condensarlas en las cuatro mil quinientas palabras que debe tener su artículo en la revista de viajes.
Se excusa por no poder expresar bien en español conceptos complejos.
Dice que lo que más le impresiona es la alegría de la gente. “Aquí parecen mucho más felices. En países como Inglaterra, el precio de la riqueza es la felicidad. Aquí hay pobreza, parece que tienen menos, pero son más despreocupados, la gente es más alegre, sonríe más”.
Se despide dejándonos su libro y la impresión de que El Dorado que salió a buscar desde muy joven aún no lo ha encontrado.
Su paso por la ciudad de su novela ha sido silencioso y fugaz.  Tiene treinta y un años y una voluntad de vivir  y de escribir indoblegables. Regresa a Nuevo México para seguir sumando libros a una obra que tal vez con los años llegue hasta nosotros con el ruido de la fama.

Es posible que algún día nos sintamos orgullosos de estar en una obra de un escritor inglés que andaba en busca de El Dorado y que, tal vez, entonces por fin lo haya encontrado.


* * *


Cartagena muy mentada
Hace algunos años, un conocido periodista inició una interesante serie  que denominó “Colombia, muy mentada”. Con ella trataba de hacer una recopilación de menciones de nuestro país en grandes obras literarias.
Esa iniciativa desató una masiva colaboración de los lectores, para aportar nombres y citas en esa insólita búsqueda.
Colombia apareció en muchas novelas de autores de renombre.
La novela de Henry Shukman nos hace pensar en Cartagena. Hace más de un mes, Umberto Eco recordó que ‘El Corsario Negro’, de Salgari, mencionaba la ciudad.
En el siguiente fragmento, luego de ser detenido por la policía en circunstancias dignas de Franz Kafka, el  protagonista de Journey with my Trombone camina por las calles de Cartagena y llega hasta el palacio de la Inquisición:
Los mapas de la ilusión
Una ola repentina de entusiasmo me invadió al darme cuenta de que había llegado al final de mi viaje. Hasta ese momento no me había percatado. Se había terminado, lo había realizado.
Caminé a través de la plaza con su larga avenida de bustos de cartageneros eminentes. Recorrí la galería de hijos ilustres de la ciudad. En torno a los puestos de perros calientes, en la parte más distante, viejos borrachos y prostitutas jóvenes discutían. Pasé de largo por entre ellos y atravesé el arco de la gruesa muralla hasta la ciudad vieja. Era libre ahora. Libre.
Fui directamente al Palacio de la Inquisición, una edificación sencilla del siglo XVIII con patios blancos llenos de árboles frondosos. Subiendo las escalas había un cuarto de mapas. Era un cuarto grande con ventanas de antepecho bajo y un piso de madera lisa, opaca y antigua que se doblaba a cada paso. La luz del sol entraba en bandas anchas y suaves por las ventanas. Si uno se agachaba podía ver la muralla y más allá la bahía de Cartagena.
Los mapas, cada uno en un marco negro, cubrían las paredes. Muchos eran de Cartagena y su bahía. Pero la mayoría en de Sudamérica. Eran mapas realizados entre el siglo XVI y el XIX. Desde 1697 hasta 1811 El Dorado era una referencia tan natural como Cartagena misma. Allí, en el interior de Venezuela, en todos los mapas, aparecía un pequeño punto con uno de sus nombres, Manoa o El Dorado,  y a su lado el trazo irregular del Lago Parima, erróneamente marcado como el ‘Lago Primero’ en un mapa inglés. Era una ilusión, consistentemente sostenida en los mapas, con la fervorosa esperanza de que la cartografía del deseo triunfaría sobre el realismo oficial. Y entonces, desde comienzos del siglo XIX en adelante, se había desvanecido, como tinta disuelta. Los hombres ya tenían lo suficiente de eso y lo habían enterrado bajo la geografía moderna. Y los cartógrafos y todo el que tuviera que mirar aquellos mapas fueron liberados para siempre de ese mito. El Dorado ya no estaba allí. La carga había desaparecido. Ya no había nada inalcanzable esperando ser alcanzado, no había más prados dorados.
Fui directamente a la oficina de la aerolínea para comprar mi tiquete de salida.





lunes, 18 de marzo de 2019

Los trabajos y los días

Una entrevista en cuatro partes con Olga Lucía Echeverri Gómez, 
para su programa "Los trabajos y los días",
de la emisora de la Universidad Nacional. 


Primera parte


Segunda parte



Tercera parte



4 y última parte








domingo, 17 de marzo de 2019

Continuidad de los parques

Dorothy Johnson de Espinosa y Bill Clinton


Luego de casi tres años de pelear con casi todo el mundo para mantener con vida a la Fototeca y no dejarla extinguir, Dorothy Johnson de Espinosa necesitaba un descanso, unas merecidas vacaciones en su país.

Un texto publicado en el suplemento Dominical, de El Universal,
a finales de 1992. 




Continuidad de los parques


Tal vez (1)
Tal vez fue en el momento en que a sus ojos azules llegó la imagen aumentada por un lente de un diminuto huesito metacarpiano de un enorme y tierno estegosaurio.
Tal vez no sucedió en ese momento.
Tal vez fue cuando sobrevolaban en avioneta el Gran Cañón del Colorado, mientras tomaban fotos y hablaban con unos turistas españoles de la amistad de Felipe González y de Gabo.
Pero, tal vez no.
Tal vez fue frente a los geysers de Yellowstone, su furia evaporada que hacía pensar en ollas a presión o en hombres que fumaban.

Los parques
Dorothy está en la nueva sede de la Fototeca, ahora una puerta se abre a un jardín interior. La foto de Peyo sigue ocupando un lugar importante. Pasa fotos a color y postales y mapas y habla de sus últimas vacaciones, de su gira por el oeste norteamericano visitando los parques nacionales, esas porciones de territorio que los estados se preocupan por preservar mientras lo demás se acaba.

Luego de casi tres años de pelear con casi todo el mundo para mantener con vida a la Fototeca y no dejarla extinguir, Dorothy Johnson de Espinosa necesitaba un descanso, unas merecidas vacaciones en su país. Bueno este también es su país, pero el otro fue primero su país.
Dorothy y su esposo fueron a visitar a sus hijos en el verano de 1992, planearon un tour con la familia de uno de ellos, que vive en Wichita, Kansas, es ingeniero de Boeing y actualmente trabaja en el diseño del motor más grande de avión comercial que se haya hecho, el del 777, el avión de los próximos años.
El tour comprende los parques nacionales y museos del oeste norteamericano y el asombro comienza en el mismo Wichita.
Y es que Wichita, ahí donde la ve, con su nombre minúsculo, es bien importante. Está en el centro de todo el país, es como su ombligo.
Es el cruce entre el este y el oeste legendario de vaqueros y de indios, de caballos pintos y colorados. Allí está el museo con los cuadros de Charles Rusell, esta hombre de fines del siglo pasado que prefirió vivir con los indios a pesar de ser de familia acomodada y aunque su padre quería hacer de él un abogado.
Están las pistas de prueba de los bombarderos 82, cuya vibración hace sonar las alarmas de los autos.
O el zoológico donde la gente adopta a un animal.
También están los vidrios rotos por el último tornado que pasó las ventanas de madera en los edificios, las abolladuras en los carros por el granizo. Wichita en verano parecía una provincia bombardeada por las nubes.
De allí fueron a Colorado Springs.
Después de varias horas por una autopista con “millas y millas y millas de plantaciones de trigo”, ascendieron a uno de los picos nevados más famosos de Estados Unidos, el Pikes Peak. Tomaron chocolate y comieron donuts en un restaurante que queda en la cima. También tomaron fotos y compraron souvenirs.
Luego fueron a la Caverna de los Vientos, donde modernos indios Hopi danzaban para turistas y dirigían recorridos entre estalagmitas, estalactitas y flores minerales que debieron ser separadas de los turistas con una malla para evitar que las acabaran.
Después visitaron la muda elocuencia de los dinosaurios.

La sonrisa de los dinosaurios
Están ahí, en el Dinosaur National Monument, en la misma caverna donde fueron hallados, en forma de huesos dispersos y fundidos a una pared de roca, o meticulosamente reconstruidos, imponentes, fieros, sonrientes y silenciosos, hablando de épocas inimaginables, dando testimonio de tiempos que nadie recuerda y solo podemos imaginar por lo que los paleontólogos concluyen, reflejos de un mundo que suponemos cálido, húmedo, eruptivo y pantanoso, obligados a permanecer de pie, en posición de ataque o desplazamiento, los sumisos esqueletos de tiranosaurios, pterodáctilos, estegosaurios, muertos hace muchos siglos, sus fémures colosales y sus pequeñísimos y casi imperceptibles huesitos metacarpianos.

Tal vez (2)
Tal vez fue al recibir algún folleto, o al aceptar divertida el hecho de poder ingresar sin costo a cualquier parque a causa de su edad (el viejo era el cuerpo).
Tal vez fue mientras veía un audiovisual ilustrativo o al descubrir la facilidad con que un inválido podía desplazarse por cualquiera de los parques.
Pudo ser en uno de los cuartos de los múltiples hoteles, moteles y campings que esperan la llegada de los visitantes. Tal vez fue en un baño, desconcertadoramente limpio.
Bien pudo haber sido en algunas de las reprimendas de su hijo, su nuera o su nieto por no respetar las más simples recomendaciones o reglamentos. En el momento de saber que por ósmosis tenía dentro de ella el ritmo frenético e indisciplinado de su otro país.

Y el viaje prosigue
Más tarde fueron a la gran cadena montañosa llamada el Grand Teton, sus nieves perpetuas y sus lagos espejo, y luego llegaron a Yellowstone, un parque lleno de geysers en el que el mundo parece que fuera a estallar.

Descripción de un Geyser
“Geyser Castillo: puede ser el más viejo geyser del Parque Nacional de Yellowstone, posee una circunferencia en cono de aproximadamente 36 metros. Su erupción usualmente se produce en dos fases, cambiando 30 minutos de erupción de agua hirviente a una hora de vapor”. (De una postal)

Geysers por todos lados, pantanos, fumarolas, lodo burbujeante, un mundo que parece estar apenas creándose, “la tierra fumando”, minerales brotando. Cientos de hectáreas que se están reforestando luego del incendio de 1988 que duró dos semanas, Yellowstone, un campo abierto e inmenso para explorar. Pero iban de prisa, hacían el recorrido por los parques en camioneta y el tiempo apremiaba. No pudieron ver al oso Yogui.
Luego vino al Parque Nacional de las Sequoias y allí sufrieron una decepción.

El mérito de las sequoias
“La sequoia es el mayor de los seres vivos, algunos de sus ejemplares cuentan varios siglos de existencia y alcanzan alturas de hasta 150 metros, son frecuentes en los bosques del norte de los Estados Unidos, donde hoy día tienen protección oficial, algunos son tan grandes que en sus troncos se han excavado túneles a través de los que pueden pasar automóviles”. (Álbum de Historia Natural de chocolatinas Jet).

La visita de los Bush
Un lugar al que no pudieron ingresar fue al Parque Nacional de las Sequoias. Dorothy se lamenta por no haber conocido esos árboles enormes y con miles de años. Pero ese día estaba de visita la familia Bush, estaban en campaña presidencial y querían decir unas palabras al lado de tan importantes árboles.

Tal vez (3)
Las Islas del Rosario, su reino subacuático, la Ciénaga de la Virgen, las indescifradas inscripciones en las cavernas de Tierra Bomba, las Iguanas, nietas de dinosaurios, masacradas por sus huevos, los volcanes de lodo de Turbaco, los hallazgos arqueológicos de San Jacinto, la vieja casa que da paso a un edificio advenedizo y ostentoso, la playa, las erosionadas playas, la brisa, la contaminada brisa, el mar, el moribundo mar.

Amarillo, azul y rojo, colorado tengo este ojo
El ojo debió quedarle colorado de tanto tomarle fotos al Gran Cañón del Colorado, esa inmensa roca kilométrica labrada por el agua, esas capas desnudas de viejos periodos geológicos, esa tierra desolada, silenciosa y mineral.
Distraídamente intervenía en la conversación con los españoles, lo importante estaba allá, abajo, en esa grieta descomunal sobre la que la avioneta se veía como un insecto, frágil, vulnerable y sacudido por el viento.

Ya me duele el sentadero
Hubo otras anécdotas importantes. Hubo rituales indígenas más auténticos en Seattle, el puertecito al norte, en el Pacífico, un abrigado refugio para indios y marineros.
O los cuatros dólares que Dorothy se ganó en Las Vegas, el chorro de monedas que la bañó en la primera máquina en que jugó y su decisión de no jugar más, de irse ganadora de la capital del juego.
El viaje, ese amplio círculo por el oeste del país, concluyó sin todas las visitas que habían previsto. El doctor Espinosa, el esposo de Dorothy, consideró que una semana de viaje continuo en camioneta, de ir de un hospedaje a otro, de un deslumbramiento a otro, resultaba más que suficiente y mejor pensaban en terminar el periplo viajando en avión.
Pero lo más importante no es el viaje, el viaje es importante para ella y su familia, lo que de verdad importa es este parque en que vivimos, este gran parque que quemamos, golpeamos y ensuciamos, ese afán destructor que nos acosa, este planeta que apenas naciendo se derrumba, bajo la triste mirada de las sequoias.

Tal vez (4)
Tal vez la idea no había sido provocada en un instante, son largamente labrada instante tras instante. Solo que en uno de esos momentos afloró la alegre y triste idea de querer escribir, de advertir, y descubrir a la vez que escribir no serviría de nada, porque por mucho que viviera en ese país, de donde había venido a pasear a su país: “siempre voy a ser una extranjera”.
Lo cierto es que pensó  descubrió al mismo tiempo lo que es estar sobre la tierra y no ser de ningún lado. Supo que lo que dijera sería entendido como el simple orgullo de alguien que nunca dejó de ser de allá, que nadie tomaría verdaderamente en serio su advertencia.
De nada valdría que ella dijera que es importante cuidar lo que difícilmente se valora, lo que es patrimonio de todos. Ella misma, en su rescate de imágenes, había tenido que enfrentarse al desdén y la indiferencia. Poco eco tendrían sus ideas de hacer de los sitios turísticos lugares más agradables, verdaderas lecciones para los visitantes. Ningún sentido tendría proponer las publicaciones de mapas y folletos si sólo se piensa en recuperar las inversiones a corto plazo. Las ideas surgidas en el viaje se habían encendido y apagado.
Pero Dorothy acepta esto con altura. Se sobrepone y sigue. Piensa en la Fototeca, es preservar para el futuro nuestro subestimado pasado. Mira fotos a color y mapas y postales de un viaje inolvidable, pero ya la Fototeca la ha llamado.
Cuenta que en Washington D.C., un hombre le presta cámaras fotográficas a los gamines para que ellos fotografíen su ambiente y luego organiza exposiciones donde las fotografías se venden a 500 dólares.  Habla con entusiasmo de lo que se logra con esos niños, de la motivación que tienen al ver sus fotos son valoradas. Pero sabe que esa idea tampoco la puede realizar.

Y Dorothy suspira, ahora con los ojos un poco verdes, y se resigna sonriente, con la calma terca y sabia de quien ha dejado atrás poco más de sesenta años y no paga para entrar a ningún parque y se mantiene de pie, sin llorar y sin quejarse, sonriendo con inocencia, como el callado esqueleto de un tierno y gigantesco estegosaurio.

Textos relacionados: 

domingo, 10 de marzo de 2019

La mujer biblioteca (II)




La columna de Vivir en El Poblado

Cleveland Public Library




La venta de antigüedades estaba en un galpón, detrás de una casa centenaria. El negocio funcionaba como una cooperativa. El interior tenía calles y avenidas que recorrían los espacios asignados a cada socio. Solo abrían los fines de semana, y los socios se turnaban a lo largo del año para atender a los clientes.
Aquel día de noviembre las luces estaban apagadas y en la fachada había un cartel que ofrecía el espacio en alquiler.  En la puerta había un anciano de hermosos ojos azules que hablaba con un grupo de clientes indecisos. Cuando me vio llegar, sus ojos se iluminaron. Me invitó a entrar y prometió que me daría muy buenos precios.









domingo, 3 de marzo de 2019

Un peso pesado

Hoy en Generación, el suplemento cultural de El Colombiano
un texto de Lecturas Cómplices: En busca de 
García Márquez, Cortázar y Onetti




Plutarco advierte sobre la facilidad con que podemos caer en la ingratitud. Cuenta que, al momento de morir, “Platón se felicitó a sí mismo por tres cosas: en primer lugar, por haber nacido hombre; luego, por la alegría de haber nacido griego, y no un bruto o un bárbaro; y, por último, por ser contemporáneo de Sófocles”. El fanático de los paralelismos dice también que hay muchos que, “olvidados de las bendiciones que han recibido, siguen aferrados a la engañosa esperanza”.
Como no sé si al morir tendré tiempo para balances y gratitudes, he adquirido la costumbre de apreciar y agradecer lo vivido cada vez que lo recuerdo. No me siento orgulloso del sitio donde me vinieron al mundo, ni agradezco haber nacido tan bruto; pero comparto con Platón el honor de haber vivido en tiempos de un gran hombre y que nuestras vidas se hayan cruzado. He hablado en otros lados de lo que significa que García Márquez me haya leído, que sus comentarios hayan sido favorables, y que se haya robado una copia de Un ramo de nomeolvides, el libro que escribí sobre sus inicios. He hablado también de las conversaciones que tuvimos cuando escribía ese libro y del privilegio de escucharlo durante tres días seguidos, en un taller de periodismo narrativo. Pero no he hablado mucho de algunas de las inquietudes que me quedaron después de esos tres días.
El taller fue en Barranquilla, en diciembre de 1997, y García Márquez no paró de hablar día y noche sobre el oficio, sobre su vida y sobre sus relaciones con gentes principales. En medio de todo aquello dijo sin mucho énfasis que el cuento que más le gustaba era uno de W. Somerset Maugham, titulado “P. O.”. Explicó que el título eran las iniciales de una compañía de navegación que hacía grandes cruceros al Oriente. Contó que era la historia de un magnate inglés que se fue a alguna de esas islas remotas, Sumatra, o algo así, y que el magnate había vivido durante treinta años con una especie de plan para el futuro en el que cada detalle estaba cuidadosamente calculado: “en tal momento hago esto, en tal otro momento debo tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla”. Cuando el magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P. O., se vistió, fue al bar, pidió un whisky, y al beber el primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día el barco estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el viejo. “Para mí, ese cuento es un peso pesado”, concluyó García Márquez aquella vez en Barranquilla.
No diré que pasé casi veinte años buscando ese cuento, pero decirlo no estaría lejos de la verdad. Desde aquella mención de García Márquez, presté atención a Maugham. Me hice amigo de su estilo elegante y lleno de sutilezas. Leí biografías y entrevistas. Supe de las intrigas que le escamotearon el premio Nobel. Me familiaricé con la vida y la obra de ese autor brillante al que el tiempo no le está haciendo justicia. Pero, aunque no perdí ocasión de hojear los índices de sus libros, nunca había podido encontrarme con “P. O.”.
Lo irónico del caso es que siempre estuvo cerca de mí, aquí mismo en mi casa, en una maravillosa colección titulada Los mejores cien cuentos del mundo, publicada en Nueva York, en 1927, por la editorial Funk and Wagnalls. Como decía el difunto Eco, la biblioteca personal debe estar llena de libros por leer. Aquella colección la había comprado en un mercado de las pulgas por menos de lo que cuesta un almuerzo. La tenía en reserva para que me sorprendiera alguna tarde en que estuviera abierto a las sorpresas. El sábado pasado andaba desempolvando los lomos de mis queridos libros viejos, cuando me dio por abrir y mirar el índice de uno de los volúmenes de la colección. Ahí encontré a “P. & O.”. Estaba en un volumen dedicado a cuentos sobre mujeres.
Cuando empecé a leer, me pareció curioso que García Márquez sóolo hubiera mencionado al hombre, a pesar de que la historia estaba narrada desde la perspectiva de una mujer. La protagonista viaja sola y tiene un poco más de cuarenta años. Ha venido bajando por el Pacífico desde el Japón. Ha visto llegar y marcharse pasajeros, ha eludido los coqueteos de un hombre maduro, ha visto los acercamientos entre un médico y una mujer casada. A veces se abstrae en pensamientos que traen a su rostro un gesto de dolor. En uno de los puertos del Pacífico, la viajera ve abordar a un hombre alto, como de sesenta años, de aspecto irrelevante. Lo mira, lo olvida y solo vuelve a recordarlo cuando lo encuentra en el sector de la cubierta que acostumbra recorrer antes de que amanezca. La cubre una bata ligera, pero la oscuridad disculpa la impropiedad. El hombre y la mujer intentan hablar con naturalidad y se despiden cuando el día empieza a clarear.
Por la conversación en la cubierta sabemos que el viajero es un inglés que dejó su país, casi treinta años atrás, para probar suerte en el Oriente. Aunque no le quedan parientes en su ciudad de origen, ahora está de regreso. Con el dinero que acumuló en una plantación se propone comprar una casa y buscar una mujer para casarse. El plan no deja de ser descabellado; es evidente que aquel hombre se sentirá más extranjero en su tierra que en el Oriente. Pero la protagonista no está de ánimo para juzgarlo. También su historia es un poco absurda. El hombre con el que estuvo casada veinte años le ha confesado que ama sin remedio a una muy buena amiga de ambos. El sentimiento es mutuo y los enamorados son los primeros sorprendidos. Ahora la mujer viaja a Inglaterra, les deja el terreno libre, y entre las cosas que más la irritan está que la mujer de quien su esposo se enamoró sea diez años mayor que ella. Una mujer entiende más fácil que la abandonen por una jovencita.
La humanidad entera también viaja en el barco. Allí están las hipocresías de los privilegiados, la sumisión rencorosa de los subalternos, y la tierra de nadie —llameante y telúrica— de la servidumbre. La preparación de una fiesta de fin de año pone en segundo plano a la mujer y al hombre, aunque es posible advertir en ella una cierta inclinación a frecuentarlo.
Ocurre luego que el hombre —que no es ningún magnate— desaparece por varios días, y la protagonista descubre que ha estado hospitalizado a causa de un hipo que no le da descanso. Tres días de lucha lo tienen exhausto. Al lado de la cama está un sirviente suyo. La mujer saluda al hombre, trata de darle ánimos y decide no imponerle su presencia. Cuando sale, el sirviente la sigue para decirle que conoce la causa del mal de su amo. Cuenta que, cuando el hombre anunció su decisión de marcharse, la mujer nativa con quien cohabitó todos esos años dijo con voz profética: “No llegará a su destino”.
Es curioso que García Márquez haya omitido a las mujeres en su versión del relato: la pasajera del barco y la amante nativa que predijo o produjo la muerte del hombre. Tal vez solo quiso sembrar la inquietud en quienes lo escuchábamos. La muerte del viajero nos recuerda que la vida se termina cuando menos lo esperamos. Pero el cuento completo de Maugham apunta para otro lado. Conocida la noticia de la muerte del hombre, observadas las reacciones de la gente y la fiesta que no dejó de hacerse, la mujer escribió una carta dirigida a su ex esposo y a su amiga para felicitarlos por haber encontrado el amor y para desearles lo mejor. Luego siguió viajando, sintiéndose contenta y muy ligera, y a su rostro ya no vino ningún gesto de dolor.

Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado