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jueves, 16 de abril de 2015

Minas, mulas y mujeres

La columna de Vivir en El Poblado.



 La historia comienza algún día de hace setenta años. Donde ocurren los hechos siempre es primavera. El sol se oculta detrás del Nutibara y “los últimos reflejos áureos tiñen el Morro de Pandeazúcar”. Suenan las campanas de Nuestra Señora de la Candelaria. Hay un viento suave. El suelo lo tapizan flores de guayacán. Los “cachaquitos” se agolpan en las esquinas y las puertas de los cafés a ver pasar las muchachas. Las empleadas del comercio, las señoritas de la aristocracia, las solteras, las solteronas y las casadas, con su esplendor y natural coquetería se apo­deran del Parque de Berrío, de las calles Junín, Ayacucho, Boyacá y Bolívar; se toman el Ley, invaden el Astor y La Fuente. “Unas contemplan vitrinas; otras levantan novio, y están todas animadas con esa gracia, donaire y elegancia únicos y exclusivos de la mujer medellinense, que, dicho sea entre paréntesis, es la más hermosa y más mujer del mundo entero”.

Con este paisaje impresionista empieza la novela Minas, mulas y mujeres, de Bernardo Toro, publicada en Medellín, en 1943, por la Tipografía Industrial y, para Juan Hincapié, una novela tan mala que no me la quiso cobrar. Quizá sea mi tendencia a llevar la contraria, pero ha sido una de las lecturas más placenteras que he tenido en años. El encanto de este libro está en su falta de pretensiones. Cuenta la historia de Paco Miraflores, un hombre honesto, educado, pero ingenuo para entender las mañas de la mujer que ha decidido engatusarlo. Paco está tan enamorado de Dolly que, aunque no le gusta bailar, es capaz de pagar por las fiestas que ella inventa para agasajar a su corte de amigos y pretendientes. Si el bobo de Paco no se pliega a sus caprichos, Dolly finge un enojo casi siempre efectivo.

El destino de Paco parece sellado. A pesar de las reser­vas que tiene su familia, todo indica que se casará con Dolly. Pero la Providencia interviene para enviarlo a trabajar en unas minas. Así aparecen las otras dos “emes” contra las que el difunto padre de Paco le aconsejaba cuidarse: las tercas mulas —que no a todos obedecen— y las impredecibles minas —que por igual arruinan o enri­quecen.

A juzgar por el título, se podría pensar que esta novela es parte de la milenaria tradición misógina a la que la misma Biblia pertenece. Pero a mitad de camino en la historia se produce una curiosa transformación. Las tres emes dan lugar a una reflexión sobre el valor pedagógico de la experiencia y la adversidad. Al regresar a Medellín, nuestro héroe descubre que su novia lo ha estado engañando y decide romper con ella. De nada sirven los intentos de la coqueta para volver a enlazarlo. Tras unos pocos días de dolor, Paco empieza a fijarse en Rocío, una chica cercana a la familia, buena, hermosa e inteligente, a la que conocía desde niña. La novela concluye con unos deliciosos cuadros de costumbres donde podemos apreciar en detalle las navidades de principios de los años cuarenta. 

Quizá el final feliz de esta historia le reste puntos en un país donde preferimos las estirpes condenadas y los amores imposibles. Es posible que el par de prólogos elogiosos pro­duzca un efecto contrario al deseado. Pero lo cierto es que esta obra de Bernardo Toro debería ser leída y estudiada como una de las pioneras de nuestra novela urbana y de los géneros hí­bri­dos entre el periodismo y la ficción. En ella abundan personajes reales de una ciudad que hace mucho dejó de existir. Su lenguaje es fino, rescata joyas verbales. Sus escenas son bien logradas. Si no es una obra maestra es porque nunca se propuso serlo. Seamos justos, mi querido don Juan, compa­rada con la prosa “entelerida” que hoy en día nos quieren meter por literatura, Minas, mulas y mujeres es un verdadero clásico. 







Publicado en Vivir en El Poblado en abril 16 de 2015.







jueves, 29 de enero de 2015

Los libros de Juan - La columna de Vivir en El Poblado




Hay libros que me van a durar toda la vida. El volumen único con las vidas de Plutarco, editado en 1846 por Harper and Brothers, en Nueva York, es uno de ellos. Sus ochocientas pági­nas a dos columnas hay que leerlas con lupa y tomaría mucho tiempo y dedicación agotarlas. De hecho, en la primera página de mi ejemplar descua­dernado, un tal William J. Keech escribió con lápiz que la lectura de ese universo le había tomado desde el 7 de enero de 1855, hasta el 11 de enero de 1858. Empecé a leerlo el 30 de enero del 2006 y no he podido pasar de la vida de Teseo. Me sorprendió un montón que se cansara de Ariad­na, así como el equívoco trágico con las banderas de su barco.

Pero no es de esa maravilla que quiero hablar, sino de otra maravilla cuyo carácter inagotable no viene de la profusión, sino de la sutileza: “Las vidas, opiniones y sentencias de los filó­sofos más ilustres”, de Diógenes Laercio. Es un libro fasci­nante. Mi edición de 1940, con la pudorosa traducción de José Ortíz y Sanz, publicada en Madrid en dos volúmenes por la Biblio­teca Clásica Universal, tiene también su propia historia. Pero tampoco es del libro que quiero hablar, sino de una pá­gina de ese libro, aquella donde se cuenta la vida de Metro­cles, una de las vidas más asombrosas que he leído.

Empieza Diógenes diciendo que Metrocles era hermano de Hiparquia la obstinada, y discípulo de Crates. Por cierto, lo que pasó entre esos dos –Crates e Hiparquia– es digno de una revis­ta escandalosa de farándula. Pero no se ha repuesto uno después de esta información tan pródiga, cuando ya la biogra­fía de Metrocles se torna accidentada. Resulta que, antes de ser dis­cí­pulo de Crates, Metrocles había estudiado con Teofrasto, “donde estuvo a punto de perder la vida. “Nada nos dice Dió­ge­­nes sobre los pormenores de ese accidente. Como si per­der la vida cuando se estudia fuera pan de cada día. Espero leer la vida de Teofrasto para buscar algunas luces.

Pero aquel incidente no fue el más importante de la vida de Metrocles. El evento decisivo, lo que cambió su destino, fue haber soltado un pedo cuando asistía a una lección muy con­currida con el filósofo Crates. La vergüenza de Metrocles fue total, entre otras cosas porque el olor era insoportable y tuvieron que disolver la clase. Cuenta Diógenes que tanto fue el rubor y la pena de Metrocles que se encerró en un cuarto, dis­puesto a dejarse morir de hambre. Cuando Crates supo aquello le pidió que lo recibiera por un momento y trató de convencerlo con palabras, diciéndole que no había nada absurdo o ridículo en lo que había hecho, que monstruoso habría sido no hacerlo e ir en contra de la naturaleza. Pero Metrocles no se veía convencido. Entonces Crates dio una de las lecciones más magistrales que profesor alguno haya dado: dejó salir un pedo más ruidoso y maloliente que el de su discípulo abochornado.

La historia tendría un final feliz, si pensamos que Metrocles se curó de su vergüenza y fue alumno adelantado y filósofo de renombre. Se dice que suyo es el decir que “unas cosas se ad­quie­ren por dinero, como la casa; otras con el tiempo y la aplicación, como la disci­plina”, y que “las riquezas son nocivas si de ellas no se hace buen uso”. Pero Diógenes nos deja un sabor bastante amargo cuando agrega que Metrocles vivió hasta edad muy avanzada y al final halló la muerte “sofocán­dose a sí mismo”. Cada vez que releo esa frase no puedo dejar de pensar que Metrocles tal vez llegó a cimas altísimas, en el refinamiento de su vicio. 



Publicado en Vivir en El Poblado el 29 de enero de 2015