De "La ciudad de los crepúsculos"
Diciembre 17 de 1997.
Son las doce de la noche, faltan cinco minutos –me
dispongo a dormir–. Mañana comienza el taller con Garcia Márquez. Estoy en Barranquilla.
Hace mucho no escribía en este cuaderno. Es curioso, escribía más cuando estaba
dando las clases en las universidades. Ha aprovechado mejor estas páginas Valentina,
que ha hecho unos hermosos dibujos. Yo estoy aterido de frío, voy a bajarle al
abanico también –ya antes había apagado el aire–. Estoy en casa de Ariel Castillo.
Es un personaje de lecturas enormes. Tiene una cantidad de libros asombrosa. Yo
no he querido hacerme muchas expectativas frente al curso que comienza mañana,
pero sí alcancé a imaginar algunos asuntos en el bus que me trajo a Barranquilla.
Sé, sí, que no debo preguntar locamente, ni hablar sin control. Sé, sí, que
tomaré muchos apuntes y que trataré de llevarme un registo exhaustivo de esta
jornada que en mi perspectiva vital es un hecho de profundas resonancias. ¿Qué diría
el que eras en el 82, si llegaras a contarle que quince años más tarde estarías
aprendiendo de ese hombre? Tus primeros textos tienen ya más de quince años. Has
recorrido, pero vaya si te falta camino por andar. Acuéstate pensando en la
novela.
Son las diez y treinta de la noche del 18 de diciembre. Hace dos años salía Un ramo de nomeolvides (mi libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez en Cartagena) y hoy he recibido las primeras impresiones del protagonista de ese libro.
Estoy cansado porque el día y la atención prestada a cada
gesto y palabra de ese hombre me ha dejado exhausto. He tomado centenares de
apuntes y muy probablemente mañana y pasado suceda lo mismo. Pero quiero dejar constancia
de unos cuantos gestos y expresiones que son, en cierta forma, todo lo que él
puede decirme o darme. Lo demás, todo lo relativo al periodismo y al arte de
narrar lo podré escribir en otro momento, y quizá se pueda publicar. Lo otro,
lo personal, es bastante subjetivo, consiste en la interpretación –quizá
amañada– de unos indicios, y solo a mí y a los míos nos puede interesar.
Cuando hablo de los míos pienso en mis hijos y en los
otros seres futuros que puedan existir y que estarán ligados a mí. Pienso también
en una película que jamás olvidaré, “Cartas de un hombre muerto”, y en la idea
de que esto que escribo para mí sea en cierta forma cartas a mis hijos escritas
por otro hombre muerto (paréntesis para agradecer a Valentina la compañía que
me hizo con sus dibujos, página tras página, en este cuaderno. Este árbol mano
es una belleza). Quizá estos textos que he escrito esporádicamente, estas
crónicas que solo a mí interesan, sean un libro –una carpeta– llamada “Cartas
de otro hombre muerto”, y aquí va la de hoy:
Queridos hijos:
Hoy estuve con un hombre al que admiro, un hombre que –además–
es tan famoso por sus obras literarias que su nombre le sobrevivirá por muchos
siglos. Sé que es arriesgado hacer afirmaciones que impliquen al futuro, pero
puedo asegurar que, si alguien dirige la mirada a este siglo y a este país,
necesariamente verá la notoria presencia del hombre con el que tuve el honor de
compartir cuatro horas esta mañana. Hablo de mí a pesar de que la reunión
incluía a otras personas: los otros doce participantes en el taller, el
director de la Fundación para un Nuevo Periodismo y la sobrina del escritor,
quien es su colaboradora personal– porque quiero referirme a las cosas relacionadas
conmigo que ocurrieron esta mañana.
La llegada del hombre fue teatral. Los participantes del
taller estábamos reunidos en torno a la mesa donde íbamos a trabajar. Escuchábamos
al director de la fundación, que nos anunciaba la llegada del maestro, cuando llegó
el maestro. Abrió la puerta y dijo: “¿Qué hora es?”, y caminó hacia la mesa.
Pensé en su madre, caminando por un pasillo, segura y
enigmática. El director le dijo que eran las nueve y tres y él le dijo: “Está
mal tu reloj”. La gente rio. Había roto el hielo que sabe que se forma cuando
él llega.
Mientras la gente se acomodaba, habló consigo mismo: “A
ver, estas caras qué dicen, qué rollos hay por dentro”. Y, después de un momento,
empezó a saludar a uno por uno. Siguió la lista suministrada por la fundación, interesándose
brevemente por la experiencia de cada uno. Mientras hacía el recorrido, García Márquez
me miró con risa nerviosa, casi podría decir que también con miedo, como si en
ese destello de sus ojos admitiera a su pesar que a mí no podría engañarme tan
fácil, que sabía lo honda que podía posarse sobre él mi mirada.
Quizá por eso preparó el acercamiento. Al hablar con Carlos
Mario, el periodista de el colombiano que me antecedía en la lista y estaba
sentado a mi lado, García Márquez le preguntó –mirándome– quién, en ese
periódico, era el del lápiz rojo. Carlos Mario tardó un momento en comprender la
pregunta, y él aprovechó para decir que su primera columna la escribió completamente
su jefe de redacción, en El Universal. Antes de que se largara a contar
su historia de El Universal llegó otra señal. Me señaló y dijo: “Este hombre
tiene una versión mejor que la mía”. Y contó la historia de los primeros
cuentos en Bogotá, del bogotazo, del incendio de la pensión, de su viaje a
Cartagena y de su llegada a El Universal: “Había un hombre escribiendo a
mano en una baranda y le dije que quería escribir. Le dije mi nombre y, como él
había leído los cuentos que me habían publicado en El Espectador, me
dijo: ‘Siéntate ahí y escribe’. Cuando le entregué la nota, tachó la primera
línea y la reescribió encima, tachó la segunda y la reescribió, y así hizo con el
resto. Cuando terminó, la pasó a talleres completamente escrita por él, pero
respetando todo lo que quise decir”.
Se extendió en detalles sobre Cartagena: habló del grupo
de amigos –dijo que llego a ser muy amigo de Zabala, de Ibarra Merlano y de Rojas
Herazo– y me regaló una anécdota completamente inédita. Dijo que Rojas –a quien
presentó como un artista múltiple–, según pudo recordarlo hace poco con la
ayuda de un amigo, había sido su profesor de dibujo cuando estudiaba en Barranquilla
en el Colegio San José. García Márquez recordó la presencia de Rojas cuando era
profesor: “Tenía 20 años, usaba sombrero bombín como el de Chaplin, era de una
elegancia y una belleza…, era un gran hablador, pero no recuerdo una sola de sus
clases”.
Siguió recordando la vida en Cartagena y contó que, como
a las 9 de la noche, se iban al mercado donde un cocicnero que se ponía un clavel
en la oreja. Dijo no recordar el nombre, pero ese olvido era –en cierta forma–
una invitación a que interviniera: “Juan de las Nieves”, le dije y él lo ratificó:
“Juan de las Nieves”. Agregó, refiriéndose a mí: “Conoce de mi vida más que yo”.
“A Juan de las Nieves lo tengo en varias novelas: es
Catarino el de Cien años de soledad, está en El otoño…”, y concluyó,
refiriéndose a las noches con los compañeros del periódico, que “en los
alrededores del mercado aprendí lo que sé sobre periodismo y sobre novela”.
Aclaró, también, que no es cierto –como dicen algunos–
que había un grupo de Cartagena y uno de Barranquilla: “Lo que había era un
solo grupo que iba y venía”.
Después volvió a hablar consigo mismo: “¿Por qué conté
todo esto?”, y se respondió de inmediato: “¿Por ganas de acordarme?”.
Entonces miró la lista y vio que seguía mi nombre. Me
preguntó qué estaba haciendo. Elogió el suplemento, hizo notar que había
aumentado el número de páginas, contó
que el suplemento incluía reportajes, y aprovechó para hacer el que ahora
pienso que fue el guiño final (antes habló de la importancia de renunciar a tiempo,
de su propia indepedencia a muy temprana edad) por ese día: “El periodismo es
un género literario, eres periodista literario. Si lo que quieres es ser un
literato, ya eres un literato”.