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jueves, 9 de febrero de 2023

The Return of G. K. Chesterton

 Imagine What Exists

and other recovered texts

Available in Amazon 


From the editor´s note:


Between 2017 and 2019 I worked in the translation into Spanish of a selection of essays on literature by G. K. Chesterton. For the task, I explored the collections of Chesterton’s papers available at the British Library, the G. K. Chesterton Library (then located at Oxford), and the Harry Ransom Center of the University of Texas, in Austin. As Chesterton’s creative output would suggest, the number of unpublished materials (poems, short stories, essays, and even his characteristic doodles) was impressive. For years, I contemplated the idea of editing a volume with a selection of those materials and, if you have this book in your hands, my procrastination has finally ended.

The texts here included are transcriptions from handwritten essays, notebooks and typescripts encompassing Chesterton’s creative life, since his early years as a member of the Junior Debating Club until weeks before his death. To the best of my knowledge, most of them have never been published. Only a few of the typescripts indicate original publications in newspapers, but none of those has been included in G. K. Chesterton’s collections. Since it is impossible to date most of them, I have opted for a thematic order, building up from excerpts, early writings, considerations on literature and specific authors to Chesterton’s most cherished themes: Catholicism, Distributism and a “Nonsense World.” Any markings or incidental information found in the originals are referenced in the endnotes.

A few comments on some of the texts:

It can be guessed that Chesterton wrote his essay on Walt Whitman in his early twenties (circa 1894), as a prologue to an edition of Whitman’s selected poems which most probably was never published.

“Father Brown in Hollywood” is a letter in which Chesterton expresses his thoughts and expectations about an imminent series of films, in the early 1930s, inspired by his famous priest-detective. The letter could be taken as a reference to appreciate posterior media representations of Father Brown, and to consider how close they are to Chesterton’s vision. In this and other texts without an original title, I have ventured to add descriptive titles.
The essay on Alice Meynell was a fortunate finding, at the Harry Ransom Center (where, by the way, the manuscript of The Man Who Was Thursday is safeguarded). Just a few weeks before, I had reread Chesterton’s Autobiography and found there an intriguing and most praising reference to Mrs. Meynell. This essay confirms Chesterton’s admiration for the today almost forgotten poet and essayist.

The longest essay here included, “By a Roman Convert,” was Chesterton answer to Mr. Arnold Lunn, who in 1924 had published a book criticizing Catholicism by commenting on some prominent converts, such as Cardinal Newman, Hillarie Belloc and G. K. Chesterton. Chesterton’s answer offers an excellent overview of his religious and social ideas, and addresses and dismisses some of the charges some sectors of posterity keep using to impair his legacy. It is not a minor detail —perhaps not completely unrelated to Chesterton’s answer— the fact that Mr. Lunn eventually would convert to Catholicism.

In a few cases, I have reproduced incomplete essays, under the assumption that the surviving fragments are interesting enough. I have done my best effort to decipher Chesterton’s evolving and not always clear penmanship; and, in a couple of articles, I have tried to guess missing words. I have pointed also the very few occasions were guessing would be not only wild, but most probably inaccurate. In a moderate and, hopefully, respectful way I have adjusted punctuation when it seemed necessary. Regarding the images, they speak for themselves.

Table of content:

Editor’s note   9

 

IMAGINE WHAT EXISTS (EXCERPTS FROM NOTEBOOKS)       13

POETRY OF THE PRESENT DAY      27

A POET’S HEART    31

THE SONGS OF A NATION      33

EROS AND PSYCHE, BY ROBERT BRIDGES      35

THE SACREDNESS OF LIBRARIES  39

THE GREAT TRANSLATION   45

THE CLEVER MAN AND THE FAIRY TALES     51

THE SAVAGE AS A POET 55

REALIST AND THE UNREAL   67

THE DISAPPEARANCE OF THE SWORD  73

THE DEFINITION OF THE DRAGON        77

WALT WHITMAN   83

THE BURNS WE LOVE    103

WORDSWORTH     109

A BOOK FOR A DESERT ISLAND     111

DICKENS AND THACKERAY   117

STEVENSON AND THE CULT OF VILLON         123

THE HUMOR OF J. M. BARRIE         129

ALICE MEYNELL   135

FATHER BROWN GOES TO HOLLYWOOD        151

THE MORAL IN MURDER STORIES 157

THE FREEDOM OF MARRIAGE       163

ETIQUETTE AND THE PROFESSORS       167

THE FLAMES OF FREEDOM   173

BY A ROMAN CONVERT 179

A NONSENSE WORLD    205

THE THREE FINGERS    213

 

Notes on the Texts and Pictures 217

viernes, 29 de abril de 2016

Evocación de un milagro

La columna de Vivir en El Poblado


    

La chica tenía el día libre y decidió caminar un poco más para darle una alegría a su padre. Llevaba tres semanas en Inglaterra, pero a Londres sólo había llegado desde hacía un par de días. El resto del tiempo lo había pasado recorriendo las campiñas del sur, caminando un promedio de diez millas diarias, devorando paisajes, visitando casonas de escritores —la de Virginia Woolf, la de Henry James— y escribiendo sobre todo lo que veía.

Las rodillas le dolían y los músculos se venían quejando a cada paso, pero no quiso ser la más débil del grupo y siguió caminando más allá del cansancio y del dolor. Ahora estaba en Londres, y la familia que le ofreció hospedaje quería ver las joyas de la corona. La chica se disculpó amable y decidió cumplir la promesa que le había hecho a su padre de visitar el pueblo donde Ches­ter­ton vivió la segunda mitad de su vida.

Consultó mapas y medios de transporte. Supo que Beaconsfield quedaba a menos de una hora y comprobó que podría ir sin prisas y regresar el mismo día. Cuando caminaba a la estación volvió a considerar la idea de visitar un médico. El día era gris y había una lluvia indecisa y menuda para la que usar paraguas sería una exageración. En el tren se preguntó si el maltrato que le había dado a sus piernas tendría conse­cuen­cias duraderas.

Al salir de la estación en Beaconsfield se acercó a un grupo de jóvenes, pero ninguno tenía noticias de la existencia de Chesterton. Siguió bordeando una avenida y se acercó a un hombre de unos setenta años, delgado, parsimonioso, descon­fiado cuando le hizo la misma pregunta. El hombre pensó que la chica estaba bromeando y miró a todos lados en busca de cómplices.

—Mi padre lo adora —aclaró la chica—. Quiero enviarle algunas fotos de su casa y, tal vez, de su tumba.

El hombre le preguntó si había leído a Chesterton y ella le respondió que conocía algunos cuentos del Padre Brown. El hombre dijo orgulloso que su padre lo había conocido y que era una lástima que ya casi nadie lo recordara.

 —Es uno de los más grandes benefactores que ha tenido Beaconsfield. Dio dinero para la construcción del hospital. La cruz que hay en esa glorieta está allí gracias a él.

A medida que hablaba, el rostro del hombre parecía ilumi­narse. Le dio indicaciones a la chica para llegar a la casa —“Allí vive una familia que no tiene nada que ver con él”— y al cementerio católico. La chica llegó a la casa arrastrando el pie derecho. Vio una plaquita diminuta y deci­dió seguir de largo hacia el cementerio, pero pronto descubrió que había perdido el rumbo.

Entró a un pub y preguntó, pero nadie sabía de Chester­ton y mucho menos de cementerios. Pidió “fish and chips” y una cer­veza, se conectó al wi-fi y le pidió a su padre —que estaba al otro lado del mundo— que la ayudara a ubicarse. El padre se emo­cio­nó al saber que su hija estaba haciendo el peregrinaje que él no había hecho. Buscó en la red un mapa del pueblo, ubicó el pub y el cementerio, y le envió la información que le faltaba.

El cementerio era pequeño, modesto y no parecía haber nadie a cargo. El enorme portón estaba cerrado y la chica pensó que tendría que devolverse, pero al apoyar la mano en la madera se abrió sin oponer resistencia. Fue como si el crujido de los goznes hubiera espantado la lluvia, porque en ese mismo instante el sol perforó las nubes y el mundo se iluminó. La chica empezaba a preguntarse cómo encontrar la tumba que buscaba, cuando un zorro pequeño se escurrió entre las piedras talladas y se detuvo a mirarla, como si quisiera decirle que lo siguiera. Así encontró el Cristo y la Virgen de mármol a cuya sombra yacía Chesterton.

La chica imaginó la alegría de su padre cuando le hablara de ese instante, arrancó una flor silvestre que se elevaba por entre las fisuras de la piedra, recogió una estampita de la virgen que algún remoto visitante había dejado, balbuceó una oración y se alejó contenta y aliviada. Tardó en comprender que su dolor ya era una cosa del pasado.



Publicado en Vivir en El Poblado en abril 29 de 2016






domingo, 1 de febrero de 2015

San Gilberto de Beaconsfield


No es de verdad un santo, pero no me extrañaría que algún día la iglesia se diera cuenta del tesoro que dejó olvidado en las afueras de Londres. Su nombre era Gilberth Keith, vivió entre 1874 y 1936, y dejó una monumental obra ensayística, periodística y literaria que, sin embargo, se encuentra casi olvidada.
Hagan la prueba. Pregunten entre familia y amigos si han leído recientemente algún libro de Chesterton (suponiendo que hayan leído algún libro) y encontraran los más deliciosos gestos de desconcierto: ¿De qué?”, preguntarán algunos. “De Chesterton”, dirán ustedes, convencidos de que después de la aclaración los interlocutores empezarán a mencionar título tras título de entre los casi cien libros que publicó el polígrafo de Beaconsfield. Pero no. Casi nadie sabe o recuerda quién era él.
Cualquiera diría que los colombianos no tenemos la obligación de recordar escritores ingleses teniendo entre nosotros Shakespeares propios dedicados a ensalzar las tragedias y comedias de la sicaresca. Pero dejando de lado la dudosa gloria de nuestras letras, es posible agregar que el mundo angloparlante tampoco recuerda a Chesterton. Ni siquiera en Londres es fácil armar un equipo de baloncesto con sus seguidores.
Como esta columna es muy corta y como estamos en los tiempos del Google y la Wikipedia, prescindiré de la cortesía de mencionar las grandes obras de Chesterton. Pero más que mirar biografías, lo más aconsejable, si es que están de ánimo para recibir consejos, es que lean directamente sus obras y que le concedan la oportunidad de poner sus vidas cabeza arriba.
Me parece comprensible que Chesterton haya sido olvidado o tergiversado en nuestro tiempo. Es demasiado peligroso que la gente lo lea. Quienes se internan en sus inagotables paradojas no vuelven a aceptar los discursos de los políticos, o de los medios, o los que la cultura inocula paciente y personalizadamente en todos. Uno no vuelve a ver el mundo del mismo modo.
En cuanto a los milagros que podrían ayudar a su canonización, tal vez cuente el testimonio de su secretaria, quien nos dice que Chesterton era capaz de escribir un libro mientras le dictaba a ella otro. Pero encuentro más significativo el efecto que produce en los corazones de quienes lo leen. Podría volverme autobiográfico y contar las muchas veces que San Gilberto me ha salvado la vida o me ha devuelto el gusto por ella. Pero no creo que él mismo aprobara la abundancia de pruebas y testimonios. Como dice en su autobiografía: “El sentido de la vida se encuentra en apreciar las cosas. No tiene ningún sentido tener más cosas si uno empieza a apreciarlas menos”.
Por eso, para esta apología, dos frases sacadas de esa foresta de libros pueden ser suficientes. La primera se refiere a lo que Chesterton quiso haber dedicado toda su vida a enseñar: “la idea de que hay que recibir las cosas con gratitud”. Esa misma idea está contenida en otra de sus poderosas paradojas: “La única manera de poder disfrutar de la más pequeña hoja de hierba es sintiéndonos indignos incluso de una hoja de hierba. La más extraña y asombrosa herejía es pensar que el ser humano tiene derecho a una flor”.


Oneonta, mayo de 2008.

Texto originalmente publicado en el periódico Centrópolis.





Regreso al Centro, en Amazon.
Notas de prensa publicadas en 
el periódico Centrópolis, de Medellín, 
entre 2007 y 2011.



sábado, 7 de septiembre de 2013

THE TERROR OF A TOY


           By Gilbert K. Chesterton

IT would be too high and hopeful a compliment to say that the world is becoming absolutely babyish. For its chief weak-mindedness is an inability to appreciate the intelligence of babies. On every side we hear whispers and warnings that would have appeared half-witted to the Wise Men of Gotham. Only this Christmas I was told in a toy-shop that not so many bows and arrows were being made for little boys; because they were considered dangerous. It might in some circumstances be dangerous to have a little bow. It is always dangerous to have a little boy. But no other society, claiming to be sane, would have dreamed of supposing that you could abolish all bows unless you could abolish all boys. With the merits of the latter reform I will not deal here. There is a great deal to be said for such a course; and perhaps we shall soon have an opportunity of considering it. For the modern mind seems quite incapable of distinguishing between the means and the end, between the organ and the disease, between the use and the abuse; and would doubtless break the boy along with the bow, as it empties out the baby with the bath.
     
      But let us, by way of a little study in this mournful state of things, consider this case of the dangerous toy. Now the first and most self-evident truth is that, of all the things a child sees and touches, the most dangerous toy is about the least dangerous thing. There is hardly a single domestic utensil that is not much more dangerous than a little bow and arrow. He can burn himself in the fire, he can boil himself in the bath, he can cut his throat with the carving-knife, he can scald himself with the kettle, he can choke himself with anything small enough, he can break his neck off anything high enough. He moves all day long amid a murderous machinery, as capable of killing and maiming as the wheels of the most frightful factory. He plays all day in a house fitted up with engines of torture like the Spanish Inquisition. And while he thus dances in the shadow of death, he is to be saved from all the perils of possessing a piece of string, tied to a bent bough or twig. When he is a little boy it generally takes him some time even to learn how to hold the bow. When he does hold it, he is delighted if the arrow flutters for a few yards like a feather or an autumn leaf. But even if he grows a little older and more skillful, and has yet not learned to despise arrows in favour of aeroplanes, the amount of damage he could conceivably do with his little arrows would be about one hundredth part of the damage that he could always in any case have done by simply picking up a stone in the garden. 

    Now you do not keep a little boy from throwing stones by preventing him from ever seeing stones. You do not do it by locking up all the stones in the Geological Museum, and only issuing tickets of admission to adults. You do not do it by trying to pick up all the pebbles on the beach, for fear he should practice throwing them into the sea. You do not even adopt so obvious and even pressing a social reform as forbidding roads to be made of anything but asphalt, or directing that all gardens shall be made on clay and none on gravel. You neglect all these great opportunities opening before you; you neglect all these inspiring vistas of social science and enlightenment. When you want to prevent a child from throwing stones, you fall back on the stalest and most sentimental and even most superstitious methods. You do it by trying to preserve some reasonable authority and influence over the child. You trust to your private relation with the boy, and not to your public relation with the stone. And what is true of the natural missile is just as true, of course, of the artificial missile; especially as it is a very much more ineffectual and therefore innocuous missile. A man could be really killed, like St. Stephen, with the stones in the road. I doubt if he could be really killed, like St. Sebastian, with the arrows in the toyshop. But anyhow the very plain principle is the same. If you can teach a child not to throw a stone, you can teach him when to shoot an arrow; if you cannot teach him anything, he will always have something to throw. If he can be persuaded not to smash the Archdeacon's hat with a heavy flint, it will probably be possible to dissuade him from transfixing that head-dress with a toy arrow. If his training deters him from heaving half a brick at the postman, it will probably also warn him against constantly loosening shafts of death against the policeman. But the notion that the child depends upon particular implements, labeled dangerous, in order to be a danger to himself and other people, is a notion so nonsensical that it is hard to see how any human mind can entertain it for a moment. The truth is that all sorts of faddism, both official and theoretical, have broken down the natural authority of the domestic institution, especially among the poor; and the faddists are now casting about desperately for a substitute for the thing they have themselves destroyed. The normal thing is for the parents to prevent a boy from doing more than a reasonable amount of damage with his bow and arrow; and for the rest, to leave him to a reasonable enjoyment of them. Officialism cannot thus follow the life of the individual boy, as can the individual guardian. You cannot appoint a particular policeman for each boy, to pursue him when he climbs trees or falls into ponds. So the modern spirit has descended to the indescribable mental degradation of trying to abolish the abuse of things by abolishing the things themselves; which is as if it were to abolish ponds or abolish trees. Perhaps it will have a try at that before long. Thus we have all heard of savages who try a tomahawk for murder, or burn a wooden club for the damage it has done to society. To such intellectual levels may the world return. 
      There are indeed yet lower levels. There is a story from America about a little boy who gave up his toy cannon to assist the disarmament of the world. I do not know if it is true, but on the whole I prefer to think so; for it is perhaps more tolerable to imagine one small monster who could do such a thing than many more mature monsters who could invent or admire it. There were some doubtless who neither invented nor admired. It is one of the peculiarities of the Americans that they combine a power of producing what they satirize as "sob-stuff" with a parallel power of satirizing it. And of the two American tall stories, it is sometimes hard to say which is the story and which the satire. But it seems clear that some people did really repeat this story in a reverential spirit. And it marks, as I have said, another stage of cerebral decay. You can (with luck) break a window with a toy arrow; but you can hardly bombard a town with a toy gun. If people object to the mere model of a cannon, they must equally object to the picture of a cannon, and so to every picture in the world that depicts a sword or a spear. There would be a splendid clearance of all the great art-galleries of the world. But it would be nothing to the destruction of all the great libraries of the world, if we logically extended the principle to all the literary masterpieces that admit the glory of arms. When this progress had gone on for a century or two, it might begin to dawn on people that there was something wrong with their moral principle. What is wrong with their moral principle is that it is immoral. Arms, like every other adventure or art of man, have two sides according as they are invoked for the infliction or the defiance of wrong. They have also an element of real poetry and an element of realistic and therefore repulsive prose. The child's symbolic sword and bow are simply the poetry without the prose; the good without the evil. The toy sword is the abstraction and emanation of the heroic, apart from all its horrible accidents. It is the soul of the sword that will never be stained with blood.


From "Fancies Versus Fads" (1923)
         

           



miércoles, 28 de noviembre de 2012

El país de los árboles locos

Edición impresa disponible en

y


Edición digital en:



Sobre la novela:

    El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella o dónde encontrarla. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
  El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. Es una novela de viajes y, en cierto modo, es un homenaje a Julio Verne. Pero también es una historia de amor.
   Al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen parientes y amigos que le abrieron al autor las puertas del mundo y de la imaginación


Reseñas:


El país de los árboles locos:
Sobre el viajero absurdo y la incertidumbre de su deseo

Nadia Celis Salgado
Department of Romance Languages
Bowdoin College



Amor y dolor existencial en El país de los árboles locos,
de Gustavo Arango

Erasmo Hernández González
I.E.S. Luis Carrillo de Sotomayor, de Baena (Córdoba)




El escritor Gustavo Arango habla de su última novela
"Cuando quiero novedades las busco en el pasado"


Una entrevista de John Junieles Acosta, a propósito de la presentación
en Cartagena de  El país de los árboles locos


  Hay plantas que crecen en lugares inhóspitos, como en los tejados de las casas, donde precisan sólo de una reducida sombra de polvo para seguir insistiendo. Más extrañas aún son las que vemos colgando de los cables de luz eléctrica, y que sobreviven de los nutrientes del aire, o de lo que lleva el viento a su paso.
  Es posible imaginarse que esas plantas han aprendido a vivir con poco, hasta el punto de que ese poco, llega el día en que parece demasiado para ellas. 
  Algún día esas plantas fueron de la tierra, y la tierra de ellas, pero su curiosidad, o fuerzas incomprensibles operaron sobre ellas, e impusieron, o despertaron, una necesidad de búsqueda.
  Imagino –tal vez sin acierto–, que los escritores en el exilio, como estas plantas aéreas, ejercen una nostalgia de orígenes, que es dolor y alimento. Exilio, esa palabra extraña, hija de los aeropuertos y estaciones de autobuses y trenes, que se duerme con la canción de cuna de las sirenas de los barcos.
  Pero hay formas imperceptibles de exilio: abrir un libro y transportarse a la Florencia de Boccacio, cerrar los ojos mientras se escucha la música de esferas de Bach, o ese mongol que fatiga la estepa en su caballo (casi olemos el sudor del animal) frente a la fotografía que los eterniza a ambos. Cruzar las fronteras de la imaginación es también, sobre todo, un ejercicio de exilio (y de estilo, diría jugando Cabrera Infante).

  Gustavo Arango es un exiliado en muchos sentidos (vive hace mucho años en Estados Unidos, actualmente es profesor de Oneonta College, de la State University of New York) pero hay un tipo de exilio que causa más curiosidad todavía: es un exiliado de los "temas hamburguesa" de la literatura colombiana (y latinoamericana) de hoy, sus novelas y cuentos todavía no han sido empacados y etiquetados por las editoriales masivas.
Arango es autor de Un tal Cortázar (reportaje), Bajas pasiones (cuentos), Su última palabra fue silencio (cuentos), Retratos (reportajes), Un ramo de Nomeolvides (reportaje sobre las vivencias y aprendizaje de García Márquez en el diario El Universal de Cartagena), La risa del muerto (Premio Internacional de Novela de la Casa Dominicana de Nueva York), y Criatura perdida (novela).
  
Hace poco en Francia apareció la Antología de cuentos colombianos del siglo XX, de la escritora y crítica literaria Christiane Laffite, Maitre de Conferences en la Universidad de París Sorbona. En esa antología hay un cuento suyo, El intruso.

  Todo escritor funda gran parte de su literatura en la autobiografía, toda obra es una reescritura, o un deja vu distorsionado de la memoria. Gustavo Arango no escapa a esto, sin embargo, hay un pudor y un silencio natural que busca arropar el origen biográfico de sus invenciones.

  Esta entrevista que nos ha concedido, es una invitación a volver del exilio de las fronteras inútiles, y del universo personal del creador.

Usted hace parte de la denominada diáspora de escritores colombianos, ¿en qué medida esa situación condiciona o influye en su trabajo? ¿El exilio ha modificado su percepción creadora?

— La palabra exilio se ha llenado con el tiempo de sentidos nuevos. En cierto modo ha perdido la connotación de castigo que solía tener y, hoy en día, podría decirse que es un privilegio. Muchos de los que estamos fuera de Colombia hemos salido impulsados por fenómenos económicos o sociales que no se parecen en nada a los destierros a la manera de Ovidio o, para no ir muy lejos, de los escritores latinoamericanos de los años setenta. En tiempos en que la mayor parte de la población de un país quiere o necesita marcharse, el exiliado es algo así como el sobreviviente de un naufragio.
No quiero decir que no haya amenazas detrás de quienes abandonamos el país. Las amenazas existen, muchas veces he pensado que de no haber salido primero de Medellín y luego de Colombia, las probabilidades de estar muerto serían mucho mayores, pero es más significativa la sensación de haber conquistado nuevas perspectivas, cierta independencia y, en cuanto a la creación literaria, una mayor libertad creativa.
Cuando vivía en Colombia me sentía en cierta forma un exiliado interior. Ninguno de los textos literarios que escribí allá (una novela, dos libros de cuentos) están situados en espacios colombianos. Rara vez los lugares donde transcurren mis historias tienen un nombre. Vivir fuera de Colombia me ha servido para corroborar que la nacionalidad puede ser otra forma de la alienación.

¿Cuáles han sido sus recientes descubrimientos personales como lector, no sólo en materia literaria, y por qué su interés y valoración?

— Cuando quiero novedades las busco en el pasado. Creo, como dice el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Soy un convencido de que la gran mayoría de las innovaciones en literatura pueden ser halladas en épocas como el siglo de oro español.
Nada de lo que se ofreció como nuevo en las últimas décadas ha sido de verdad tan nuevo. Mucho de lo que hoy en día aparece promovido por la prensa está muy por debajo de lo que se hizo en literatura siglos atrás. Como decía el inevitable Borges: "Ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad".
Por eso mis hallazgos literarios suelen parecerse al descubrimiento del agua tibia. Llevo varios años fascinado con una escritora mexicana del siglo XVII, llamada Juana de Asbaje. Plutarco puede ser suficiente lectura para muchos años. Siempre me gusta escarbar en tiendas de libros de segunda y anticuarios, allí es donde suelo hacer los mejores hallazgos. Pero si me obligaran a mencionar un contemporáneo, hablaría de David Markson, el autor de Wittgestein’s Mistress y Vanishing Point, para los amantes de los chismes literarios sus obras son manjares.

En relación con lo anterior, ¿cuáles han sido las lecturas que han sobrevivido al tiempo, y cuya relectura se ha convertido en una necesidad?

— Hay un libro que necesito leer cada cierto tiempo, se trata de Ortodoxia de Gilbert K. Chesterton. Pienso que sigue siendo un libro válido para entender nuestro mundo actual y para identificar las mentiras que lo constituyen, también para descubrir que casi nunca aquello que parece rebeldía constituye una verdadera rebeldía.
Tampoco me canso de leer a Juan Carlos Onetti, especialmente El astillero. Siempre que leo ese libro pienso que estoy frente a una obra que durará siglos. La razón parece obvia: dura más la ruina que el edificio. Otro libro de poesía que me reconforta es Cosmos, de Carl Sagan.

La literatura colombiana de hoy tiene varias corrientes temáticas o expresivas reconocibles, a veces por sus influencias. ¿Cuál es su opinión sobre esas tendencias, ha identificado alguna, o algunas, desde su perspectiva?

— Debo confesar que no leo mucha literatura contemporánea, aunque sí me entero a veces de los ires y venires de los escritores, de sus asociaciones y rivalidades.
Otra ventaja del exilio es que uno no tiene que sumarse a ningún bando ni pedir demasiados permisos para escribir sus tonterías. A pesar de que enseño literatura latinoamericana, he tenido la suerte de trabajar con períodos en los que ya las pasiones se han sosegado.
Mi impresión general es que hoy en día en Colombia son más los herederos de Andrés Caicedo que los de García Márquez. Sé que hay una corriente exitosa que emplea los personajes y situaciones de la violencia contemporánea: los narcotraficantes, los sicarios, los guerrilleros, los paramilitares. Supongo que esa corriente es heredera del realismo social y que, como su antecesor, no tiene un lugar preciso entre la denuncia y la apología.
Por mi parte pienso que no hay que rendirles tanta pleitesía a los criminales. Un matón no es un héroe, es una enfermedad.
Sé también que Colombia ha entrado en la moda de fabricar escritores como figuras del espectáculo, donde interesa más la pose que lo escrito. Todo eso es entretenido y no veo que sea demasiado reprochable. Un país teleadicto como el nuestro necesita ese tipo de celebridades. Por la calidad de la literatura no hay que preocuparse, muchas obras buenas ya fueron escritas y la vida no nos va a alcanzar para leerlas.

¿Qué temas o preocupaciones cree que son una constante en su obra creativa, y qué raíces u orígenes intuye o reconoce?

— Puedo hacer una breve lista de temas que me obsesionan y están en todo lo que escribo: la soledad, el silencio, la brevedad de la vida frente a la inmensidad de la nada, la incapacidad que tenemos para entender el universo, el absurdo y el sinsentido.
Creo que el origen de todo eso está en haber tenido desde niño una vida muy al margen de las relaciones personales. Las estrellas eran más importantes que los vecinos.
Por eso mis historias son casi siempre vagas, imprecisas, abstractas, tratando de agarrar al mismo tiempo el instante y la eternidad. Mi primera novela, Criatura perdida, habla de un hombre que viaja de ciudad en ciudad y todos los lugares a los que llega se van quedando desiertos, la gente desaparece hasta que él se queda solo.
La risa del muerto, mi segunda novela, habla de las huellas que las personas dejan después de morir, del paulatino borrarse de nuestros gestos y nuestras obras. Cada libro ha sido una experiencia distinta. Criatura perdida me tomó cinco años de escritura muy dificultosa, llena de interrupciones, de obligaciones que me alejaban. Fue una obsesión que se mantuvo viva por mucho tiempo. A veces me impuse la tarea de transcribir a mano lo que llevaba escrito para recuperar el tono del libro.
Con La risa del muerto ocurrió algo distinto. Un día me puse a revisar los cuadernos que he venido llenando desde hace veinte años y descubrí que allí estaba la novela casi lista. Me tomó mes y medio organizar los textos y darle una forma final al libro. Para mí ha sido una cosa rara que la novela ganara un premio aquí en Nueva York.
Comparto la opinión de mi madre cuando la leyó: "No me explico que le vio el jurado a eso tan enredado".
Nunca he creído que mis libros lleguen a ser populares. Pero confío en que circularán por un tiempo de mano en mano.

¿Cuál ha sido la semilla, o el detonante, de alguno de sus libros?

— En los últimos años mi manera de escribir ha cambiado. Antes me preocupaba si pasaba mucho tiempo sin escribir, pensaba que algo andaba mal. Ahora sé que pueden transcurrir meses y años, que puedo leer y hacer otras cosas, porque cuando llegue un tema que de verdad me apasione me sentaré a escribir con todas las ganas. Así he escrito las últimas cuatro novelas. Tres de ellas las he reunido en un libro que he titulado Tríptico de la tristeza. Están inéditas y espero que un editor o algún jurado se "equivoquen".
Una de ellas, Confieso que he matado, surgió a partir de una obsesión con el poema de Sor Juana, Primero sueño. Otra, Oscuridad variable, es un relato construido a partir de seis fotografías. La tercera, El origen del mundo, tiene su origen en el cuadro de Courbet con ese título.

¿Qué puede comentarles a los lectores sobre El país de los árboles locos, su último trabajo?

— El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. De hecho, al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen mis amigos Juan Carlos Pérez y Gustavo Colorado. Es otra historia de viaje. En cierto modo es un homenaje a Julio Verne, uno de mis autores preferidos cuando niño. Pero también es una historia de amor.
El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
Creo que de todos los libros que he escrito éste es el que tiene más posibilidades de llegarles a muchos lectores. Después de nueve libros empiezo a escribir desenredado.

El cine y la televisión son factores influyentes a la hora de estudiar posibilidades creativas en los creadores actuales. ¿Qué significa para usted lo audiovisual?
— Muchas de mis influencias creativas son audiovisuales. Soy tan heredero de Cortázar o de Borges, como de la serie Dimensión desconocida.
El absurdo lo aprendí tanto de Beckett como del Superagente 86. Por cierto, me parecieron fascinantes los efectos que produjo en Colombia la muerte del protagonista de esa serie. Creo que en ningún otro país del mundo la noticia ocupó tantas primeras páginas de periódicos y hasta comentarios editoriales. Eso revela más de los colombianos como nación que cualquier estudio sociológico.
Como les sucede a muchos, mi vida está marcada por las películas o series de televisión que he ido viendo a medida que vivía. La película más hermosa que he visto es Cartas de un hombre muerto (también está en la bibliografía de El país de los árboles locos). Ahora no me pierdo un capítulo de la serie Monk, pienso que esa serie es una celebración de los actos de leer e interpretar.
Todas esas influencias aparecen tarde o temprano reflejadas en la literatura que uno hace. Pero las influencias pueden venir de cualquier lugar. De un amigo o pariente. De algo que nos llama la atención. Personalmente creo que mi estilo literario tiene alguna influencia del estilo futbolístico de Carlos Valderrama. Inmodestia aparte, creo que algunos de mis escritos participan de esa condición engañosa, inesperada y sorpresiva que tenía el estilo de juego del Pibe.
***
Ese es Gustavo Arango. Sus personajes son como un pianista que regresa de la guerra, entra a un café y se acerca a un piano para tocar las teclas con sus muñones.

Buena parte de la belleza o verdad de una obra, está en los lectores que la completan. Arango, a través de sus cuentos y novelas, a la manera de Velásquez y su aposento lleno de reflejos, ha hecho posible que vislumbremos dimensiones escondidas de nuestra realidad.

En un juego de espejos, el escritor usa sus palabras como reflejo para mostrarnos el lado oculto de nuestra cabeza, como espejos en manos de un peluquero. Historias e ideas que intentan hacer las preguntas centrales, y cuyas respuestas deben ser de la misma naturaleza del alimento de las plantas aéreas. Un intento por deshojar la cebolla desde adentro, o trazar los planos para edificar una ciudad en un grano de arroz.





martes, 3 de julio de 2012

Del relato policial a la ortodoxia

Ensayo escrito para el curso "La ficción paranoica", 

dictado por Ricardo Piglia 

en Princeton University, Primavera de 2002



Por Gustavo Arango
De los numerosos puntos de encuentro –de diálogo– que existen entre Jorge Luis Borges y Gilbert K. Chesterton, el interés que ambos manifestaron por el género policial es uno de los más "misteriosos" y sugestivos.
           No fue un interés circunstancial. Ambos, en algún momento, señalaron la importancia que tenía para ellos ese género. Borges llamó a la novela policial una "síntesis superior hegeliana" (La Nación website) y resulta revelador que la haya elegido como uno de los temas de la serie de conferencias que presentó en la Universidad de Belgrano, en 1978, reunidas más tarde en el libro Borges oral. Para Borges, los cinco temas de las conferencias (los libros, el tiempo, la inmortalidad, Emanuel Swedenborg y la novela policial) "son temas que se relacionan con mi intimidad, temas que han atareado mi pensamiento" (Borges oral, 101).

Chesterton, por su parte, afirmó en un ensayo “sobre los ensayos” que encontraba, tal vez, su más grande placer literario en leer ese tipo de textos, después de necesidades verdaderamente serias del intelecto "as detective stories and tracts written by madmen" (On essays, 3)

Para Borges, Chesterton era el mejor heredero de la tradición policial iniciada por Edgar Allan Poe: "Chesterton dijo que no se habían escrito cuentos policiales superiores a los de Poe, pero Chesterton -me parece a mí- es superior a Poe (…). Chesterton hizo algo distinto, escribió cuentos que son, a la vez, cuentos fantásticos  y que, finalmente, tienen una solución policial" (Borges oral, 78)

Borges y Chesterton emprendieron también una caracterización del género policial, con puntos de encuentro interesantes, como lo relativo a la formación de un tipo de lector desconfiado, con quien el texto entabla un duelo. Ambos, de algún modo, se propusieron establecer las reglas del género. Pero sus empeños pueden decirnos más sobre ellos como lectores, sobre sus propias opiniones y expectativas, que sobre el género mismo.

Deseo referirme en detalle a un artículo de Chesterton titulado “How to write a detective story”, incluido en el libro The Spice of Life. Pero antes quiero llamar la atención sobre el rasgo esencial que para Borges implica la novela policial: la idea de orden.

¿Qué podríamos decir como apología del género policial?  Hay una que es evidente y cierta: nuestra literatura tiende hacia lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, los argumentos, todo es muy vago. En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio, sin fin. (…) Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. (80)

El artículo de Chesterton, por su parte, está lleno de paradojas. Su título mismo le da pie para afirmar que su persistente fracaso a la hora de escribir le concede la autoridad necesaria para propponer las reglas de una forma ideal del género: “I have failed a many good times. My authority is therefore practical and scientific, like that of some great statesman or social thinker dealing with Unemployment or the Housing Problem” (15).

Chesterton establece varios principios fundamentales que rigen las buenas historias de detectives. El primero, que el propósito de todas esas historias, “is not darkness but light” (16).  Para Chesterton estas historias se escriben para el momento en que el lector entiende, no para los momentos preliminares en que no entiende. Aquí hace una afirmación categórica sobre las características y funciones del secreto en el relato policial: no sólo es necesario esconder un secreto, también es necesario “tener” un secreto y, además, tener un secreto que valga la pena de ser escondido. Pero las reflexiones de Chesterton sobre el género parecen estar siempre apuntando a un más allá del lenguaje que sólo puede vislumbrarse si se consideran otras obras suyas. Al hablar de la luz, como propósito del relato policial, parece estar insinuando algo que trasciende el género mismo: “It is still permissible to insist that it is the people who sat in darkness who have seen a great light; and that the darkness is only valuable in making vivid a great light in the mind” (17). Añade Chesterton que siempre le ha interesado la “sorprendente coincidencia” de que las mejores historias de Sherlock Holmes, como “Silver Blaze” (donde el objeto supuestamente robado, “el caballo”, es al mismo tiempo el asesino), contienen alusiones al concepto de iluminación.

El segundo gran principio que Chesterton encuentra en las novelas de detectives consiste en que no es la complejidad, sino la simplicidad, el alma de esas historias. “The secret may appear complex, but it must be simple; and in this also it is a symbol of higher misteries” (18). Agrega que el escritor debe explicar el misterio, pero de una manera tan clara que no tenga que explicar la explicación.

El tercer principio consiste en que el hecho o la figura que lo explique todo deben ser familiares. Para Chesterton, el criminal “should be in the foreground, not in the capacity of criminal, but in some other capacity which nevertheless gives him a natural right to be in the foreground” (18). En la novela policial perfecta, la verdad debe ser siempre demasiado simple y obvia. El agente debe ser una figura familiar en una función poco familiar. La conclusión a la que se llega debe ser siempre algo que el lector “reconoce”. De lo contrario, no puede haber sorpresa en lo que es sólo novedad.

A great part of the craft or trick of writing mystery stories consist in finding a convincing but misleading reason for the prominence of the criminal, over and above his legitimate business of committing the crime. (18)

 Chesterton concede especial atención al juego que se entabla entre los autores y lectores de novelas policiales. Para él, el lector entabla un combate, no contra el criminal, sino contra el autor. El lector de novelas policiales se está preguntando todo el tiempo por qué el autor pone a sus personajes en las situaciones en que los pone. Esa misma actitud desconfiada y alerta por parte del lector es puesta en evidencia por Borges en su ensayo sobre el cuento policial, cuando dice que el género “ha creado un tipo especial de lector” (67). Para ese lector, la advertencia de que un texto cualquiera, por ejemplo El Quijote, es un texto policial, activará de inmediato una serie de procesos mentales tendientes a encontrar en cada frase del texto las huellas de un crimen y un criminal.

La reflexión sobre el crimen mismo lleva a Chesterton a delinear el cuarto principio de su manual para escribir novelas policiales: “In the classification of the arts, mysterious murders belong to the grand and joyful company of the things called jokes” (20). La ficción policial se ofrece como una ficción deliberadamente ficticia, como una forma muy artificial de arte donde el lector entabla con el texto la misma relación que un niño establece con un juguete. Ante un lector que, además de inteligente, es denconfiado, Chesterton sostiene que la presencia del criminal en la historia debe obedecer no sólo a razones realistas, sino también a razones artísticas.

The ideal mystery story is one in which he is such a character as the author would have created for his own sake, or for the sake of making the story move in other necessary matters, and then be found to be present there, not for the obvious and sufficient reason, bur for a second and secret one (20)

Chesterton concluye que toda buena historia de detectives debe estar basada en una verdad; “and though opium may be added to it, it must not merely be an opium dream” (21). 

Llegados a este punto, conviene aplicar a Borges y a Chesterton la misma desconfianza y perspicacia que ellos le atribuyen a los lectores de historias policiales. Quizá la primera pregunta que podemos hacernos es por qué para ambos este tipo de historias resultan tan importantes. El hecho de que se trate de juegos de intelecto no parece explicar que Borges llame a esas historias una de sus preocupaciones íntimas y que Chesterton las considere como una necesidad.

La respuesta quizá puede encontrarse en lo que estos dos autores creen encontrar en este tipo de relatos. Borges, como hemos visto, ve en ellos una noción de orden, una forma donde lo clásico perdura por encima del caos de lo moderno. Chesterton, por su parte, ve en los relatos policiales manifestaciones de la luz, de la verdad, de la simplicidad, así como símbolos de los más altos misterios.

Quizá una cita, tomada no muy al azar, donde reaparece ese lenguaje chestertoniano, nos acerque a la sospecha que subyace en este ensayo.

I felt in my bones; first, that this world does not explain itself. It may be a miracle with a supernatural explanation; it may be a conjuring trick, with a natural explanation. But the explanation of the conjuring trick, if it is to satisfy me, will have to be better than the natural explanations I have heard. (Orthodoxy, 65).

Este fragmento de Ortodoxia, el libro de ensayos donde Chesterton desarrolla su visión a favor del criatianismo, nos muestra a un “lector de relatos policiales” tratando de concebir a un “autor” de la creación y exigiendo explicaciones y respuestas satisfactorias, verdaderas. Allí proliferan las mismas figuras de la oscuridad y de la luz, de la simplicidad, de los altos misterios con que Chesterton caracteriza la novela policial. Quizá no sea muy aventurado afirmar que, en la novela policial, Chesterton encuentra el modelo de indagación apropiado para las reflexiones teológicas.

También es posible encontrar en Borges algo que podríamos llamar una avidez religiosa. No en vano, al lado de su conferencia sobre el cuento policial, Borges reflexiona sobre la vida y la obra del místico Emanuel Swedemborg. Esa misma avidez de orden con que lee los relatos policiales parece ajustarse muy bien a la idea de lo religioso como restitución (re ligare), como un "atar cabos" para explicar, para recuperar la unidad, el orden.

Pero justificar estas posiciones no es fácil en un tiempo donde lo religioso se encuentra tan desprestigiado. Sería necesario empezar por discernir entre lo religioso institucional y la actitud religiosa. Sería un error afirmar que un autor como Borges defiende una doctrina religiosa determinada o que Chesterton propugna por ese equívoco general que solemos designar bajo el nombre de catolicismo.

Quizá la prueba de que ese orden, esa luz, esa verdad que encuentran en los relatos policiales –y en el pensamiento místico del que esos relatos son modelo- no son los conceptos domesticados que solemos atribuirle a esos términos, se encuentra en esta defensa que Chesterton hace de la ortodoxia.

There never was anything so perilous or so exciting as ortodoxy. It was sanity: and to be sane is more dramatic than to be mad. It is easy to be a mad man: it is easy to be a heretic. It is always easy to let the age have his head; the difficult thing is to keep one’s own. It is always easy to be a modernist; it is easy to be a snob. It is always simple to fall, there are an infinity of angles at which one falls, only one at which one stands. (Orthodoxy 101)

 Desde esta perspectiva, la verdad, la luz que se revela al final de los relatos policiales es siempre un hallazgo que desborda las expectativas generadas por su búsqueda. Detrás del simple juego de encontrar criminales donde menos se sospecha, este tipo de relatos parece proponer un tipo de persona capaz de preguntarse todo el tiempo por la trama secreta que gobierna la realidad. La misma actitud del lector que intenta adivinar las intenciones de un autor llega por extensión a ser la actitud de alguien que quiere indagar por los misterios de la más primordial y misteriosas de todas las creaciones. También del primer crimen que podemos concebir.



Bibliografía



Borges, Jorge Luis. Borges oral. Buenos Aires: Emecé Editores/Editorial Belgrano. 1979.

___________. Otras inquisiciones. Bogotá: Biblioteca El Tiempo. 2000.

___________. "Una sentencia del Quijote" Buenos Aires: La Nacion Line. 03/27/02. (http://www3.lanacion.com.ar/suples/cultura/0213/supl.asp?pag=p01.htm)

Chesterton, Gilbert Keith. Come to think of it. New York: Dodd, 1931.

___________. Orthodoxy. New York: Doubleday. s.f.

___________. The spice of life, and other essays. Beaconsfield, D. Finlayson, 1966.


* Ensayo escrito para el curso "La ficción paranoica", dictado por Ricardo Piglia en Princeton University, Primavera de 2002.