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lunes, 3 de junio de 2019

Lecturas cómplices

Novedad de la editorial de la Universidad de Antioquia
 en la Feria del Libro de Bogotá 2019.




    ¿Qué tienen en común Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Juan Carlos Onetti? Se pregunta el autor de Lecturas cómplices al inicio de esta obra que les sigue los pasos a los tres escritores.
Lecturas cómplices. En busca de García Márquez, Cortázar y Onetti presenta un conjunto de textos, escritos a lo largo de un cuarto de siglo, que exploran, profundizan, aclaran, conjeturan, vuelven sobre temas recurrentes y se enriquecen con búsquedas y hallazgos sobre el legado de tres de los escritores más destacados del ámbito latinoamericano.
El lector podrá encontrar un diálogo de géneros, unas veces más cercano al diario de lectura, otras al ensayo o a la crítica, en el que la mirada del cronista y la del estudioso de la literatura se alternan y combinan para ofrecer un panorama de la vida y la obra de tres de los escritores hispanoamericanos más significativos del siglo XX.







martes, 30 de octubre de 2018

A puerta cerrada

La columna de Vivir en El Poblado

La imagen puede contener: planta y exterior

Admito que hay un tono de nostalgia en lo que he escrito y comparto la opinión de quienes dicen que es síntoma de vejez. Con tanta imposición por todos lados, para que seamos jóvenes del cuerpo y del espíritu, saberse y sentirse viejos es una de las pocas rebeldías que nos quedan. ¿Quién quiere rancharse para siempre en la ingenuidad y la inexperiencia?, ¿en el derroche de energía que termina al servicio de avivatos? Al refrán que dice: “Si el joven supiera y el viejo pudiera”, respondo que prefiero saber, y poder un poquito, que andar por ahí pudiendo sin saber muy bien qué hacer con tanto poder.






jueves, 8 de junio de 2017

Los treinta añitos de Un tal Cortázar


   En octubre de 1987, la Colección Mensajes, de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Pontificia Bolivariana publicó Un tal Cortázar. Este fue el discurso leído durante la presentación del libro.



El único discurso que puedo hacer, sobre el trabajo que hoy sale publicado, ya ha sido escrito, es el mismo trabajo, y algunos de ustedes tendrán la oportunidad de leerlo. Espero que no sea una lectura inútil, y que pueda aportarles algo.
Quiero sólo decir que Un tal Cortázar no es, en ningún momento, un fenómeno aislado. Paralelo a él se dieron trabajos de grado con méritos sobrados para que sus autores ocuparan este lugar. Este libro es como el símbolo de una generación estudiantil con muchas inquietudes y que, esperemos, no sucumba por completo ante la realidad profesional, que mantenga sus ideales y conserve su dignidad, por el bien de una sociedad que está muy necesitada de gente honrada.
Aprovecho el momento para agradecer a Mariluz Vallejo, Hernán Escobar Roldán y Federico Medina Cano, quienes vivieron de cerca el proceso de elaboración de este trabajo y colaboraron con permanentes consejos y recomendaciones.
A los jurados, Juan José García Posada y Eugenia Vélez de González, que tuvieron la ocasión de evaluar el trabajo de grado,  y a quienes en buena parte se debe la trascendencia que ahora está teniendo.
Agradezco también a la Universidad y a la facultad de Comunicación Social por la confianza depositada en Un tal Cortázar, y por el invaluable premio que significa verlo publicado.
Quiero terminar refrendando lo dicho en la dedicatoria del trabajo: “A Félix Arango Montoya, porque este trabajo es un sueño suyo que no pudo ver realizado” , y agregando que, sin ninguna duda, de estar vivo, mi padre sería la persona más feliz del mundo con la publicación de Un tal Cortázar. Eso me anima y me compromete a seguir volviendo realidad su sueño.



En Cortázar de la A a la Z se destaca el libro como la primera biografía del argentino.

El Mundo Semanal, el suplemento cultural del periódico El Mundo, de Medellín, destacó la aparición de Un tal Cortázar en su edición del 24 de octubre de 1987.



En 2012, la editorial UPB publicó Un tal Cortázar y otros pasos en las huellas, como conmemoración del cincuentenario de la publicación de Rayuela.








lunes, 19 de septiembre de 2016

Para los amigos que entienden alemán

Una nota de Gregor Dotzauer, en el periódico aleman Der Tagesspiegel,
a propósito de mi texto sobre la biblioteca de Cortázar 
publicado en Confabulario (El Universal de México) 
















domingo, 11 de septiembre de 2016

Florencio en su laberinto

En el suplemento Confabulario, de El Universal de México, 
un recorrido por la biblioteca personal de Julio Cortázar.




















domingo, 22 de marzo de 2015

La fiesta de Restelli

En 1983, la televisión colombiana ofreció la que quizá haya sido hasta ahora la única telenovela basada en un texto de Cortázar. "Los Premios" fue un desastre aparatoso en el que lo más rescatable fueron las duchas que se daba Paula (Amparo Grisales) en la cabina del barco. Un cronista aficionado escribió en un cuaderno su indignación.



La fiesta organizada por Restelli transcurría normalmente. La gente ya había olvidado el desmayo de Jorgito. Carlos López no había brillado por su ausencia. Sólo a Paula le había parecido extraño que no lo hubiese visto en todo el día; lo de la noche anterior no justificaba su actitud. En la hora de la retirada algunos se dirigieron a su cuarto. Esto lo deben saber los demás. No podemos tolerar esta clase de atropellos. Las madres de Atilio y de la Nena, previa mirada comprensiva a la sana diversión de sus críos, se dirigieron al cuarto de Claudia. Jorgito está mejor, pobrecito el angelito; en este barco no hay sacerdote, se va a morir sin haberse confesado.  Lucio con su “…aaay, Nora”, la obliga a permanecer en la sala donde tiene lugar la reunión. “Para qué ir al cuarto si no vamos a hacer nada especial. Llegarás con tus remilgos y no permitirás ni una sola caricia, bobita, taradita. ¿De verdad crees que nos casaremos?” Persio descubre que Medrano lo saca de taquito. Hay que ser un avión en cosas de mujeres, y Persio es sólo un globo que deambula por las inmediaciones del astro rey. Grandísimo bobo, lunático al fin de cuentas (La verdad sea dicha, el tal Julio Jiménez te volvió una nada. Tú tan despreocupado ni te quejas, de todas formas no eres Persio, eres simple y llanamente Hugo Pérez) me voy a cubierta.

El auténtico Persio se tomó la molestia de llevar un telescopio. Te ves lobísimo con esos binoculares. Ese Jiménez te la tiene velada. Por añadidura, te vuelve puritano y censurero. Yo sé, estoy totalmente convencido de que el gran Persio se hubiera quedado: qué mejor problema de reflexión que la desinhibición de los atados, la liberación de las consciencias, el desarraigo de las prendas. El resto: ¡Qué pillada!   






jueves, 12 de febrero de 2015

Febrero 12, 1984

Fragmento de "Un tal Cortázar'(1986)


A las cinco de la mañana el dolor se hizo más agudo. Había dormido muy mal. Sentía dolor en el pecho y una sensación de ahogo.
Aurora llamó a la enfermera, quien le aplicó una inyección que lo calmó un poco. Amanecía, y esa mañana de domingo era menos fría que las anteriores.
Cortázar pensó que, salvo unos años y unas experiencias de más, el hombre que ahora se sentía desfallecer en la habitación del Hospital Saint Lazare, era el mismo niño que en Banfield se acostaba en el jardín a mirar las estrellas y a observar los animales.
Los animales siempre habían ejercido en él una extraña fascinación. Le entusiasmaba y a la vez le aterraba la completa incapacidad de comunicarse con esos seres que tenían vida propia y una visión diferente de la realidad. Los gatos fueron sus preferidos; algunos que pasaron por su vida llegaron hasta sus obras.
Recordó a Theodoro W. Adorno, ese gato vagabundo que alguna vez llegó a su casa de campo en Saignon y que terminó por marcharse por donde había venido. Flanelle fue una gata que también llegó a formar parte del universo literario de Cortázar, era la gata que él y Carol...
El recuerdo de Carol lo llenó de tristeza. Fueron pocos años, pero a la vez muy intensos. Había pedido que, si había que enterrarlo, lo llevaran a la tumba de Carol en el cementerio de Montparnasse. Fue una forma de ese amor ideal que Cortázar había buscado desde niño: ese amor que era juego, entrega, potenciación, crecimiento como individuos y como pareja.
Recordó el viaje que hicieron juntos por la autopista, el regreso a París, el viaje juntos a Nicaragua y su recaída al volver a París. Cortázar había empezado a morirse con la muerte de Carol y, al amanecer del domingo doce de febrero, aún no terminaba.
Era inútil engañarse, cuestión de días o tal vez horas y todo terminaría. Cortázar lo sabía muy bien y procuraba no desesperarse, lo mejor era beber cada minuto hasta el último.
Como a las ocho de la mañana llegó Luis Tomasello y Aurora, con un gesto, le hizo saber que Julio estaba grave, que se moría. Ambos se acercaron a la cama para hablarle, pero él los sacó del apuro diciéndoles lo bonito que estaba el día. Aurora y Luis fueron a la ventana a ver esa extraña mañana soleada en pleno invierno, Cortázar se quedó en la cama, callado y pensando, con algo como un nudo en la garganta por la rabia que le daba lo que veía venir.
De pronto los pensamientos perdían coherencia. Pensó en Rayuela y en Oliveira, su alter-ego. Aunque el final de Rayuela era abierto y le daba al lector la posibilidad de decidir si Oliveira muere o no, Cortázar nunca había creído que Oliveira se matara. Pero no había hablado mucho del asunto, prefería respetar la interpretación que cada lector le diera a su novela.
Detrás de la enfermera como la señorita Cora, entró el médico. Saludó. Le realizó un breve examen.
Recordó que en sus años de buen porteño había sido hincha del River Plate; aunque sus deportes preferidos fueron siempre los individuales, en especial el boxeo, esa metáfora de la vida en la que dos deportistas, solos, medían sus fuerzas. Algo como lo que ahora sucedía. La vida, que por muchos años había estado ganando la pelea, se veía de pronto acorralada y lastimada por los golpes cada vez más fuertes de su adversario.
El médico llamó a Aurora y a Luis fuera del cuarto. Por la ventana se veían los edificios antiguos de París, esa ciudad que para Cortázar significaba tanto o más que el mismo Buenos Aires.
Volvieron con la enfermera y, como quien consuela a un niño, le dijeron que le aplicaría una inyección para que no le volviera a doler.
Aurora había ocupado también un papel importante en su vida. Fue su compañera de los primeros años en París. Con ella fue descubriendo ese mundo que antes, en Buenos Aires, era para ellos un simple sueño, una referencia a una vida más plena, lejos del mundo estrecho de la Argentina. Ahora ella lo cuidaba como a un hijo.
Se volvieron hacia la ventana y a Cortázar le pareció advertir que Aurora Bernárdez y Luis Tomasello se miraban a los ojos en el reflejo del cristal de la ventana, se miraban como dos niños que acaban de cometer una fechoría y se sienten responsables de algo grave.
Preguntó la hora. Eran las diez de la mañana. Recordó algo que había escrito alguna vez; era un artículo sobre sus pianistas preferidos. En ese momento le hubiera gustado escuchar el solo de piano de Earl Hines, pero sabía que no iba a ser posible. Sería una necedad pedir escuchar un disco esa mañana del doce de febrero de mil novecientos ochenta y cuatro, en una habitación del hospital Saint Lazare.
Quedaba un recurso. Desde muy joven le venía su gusto por el jazz; muchas veces, en algún avión, en una habitación de hotel, había sentido la necesidad de escuchar algún tema y, al no tener la grabación, se concentraba, cerraba los ojos y lentamente la memoria lo devolvía al tema deseado.
Y de golpe, con una desapasionada perfección, Earl Hines proponía la primera variación de ‘I ain’t got nobody’. Sabía que alrededor suyo el mundo seguía. Aquí la cama, allá Aurora y Luis, más allá la ventana, París. Pero lentamente se olvidaba de todo eso y sólo existía el tema tantas veces escuchando en su vida. Tal vez por la inyección o por la música, que la memoria le devolvía con mayor nitidez, el dolor en el corazón era menos fuerte. Le pareció escuchar algo como un sollozo, de Aurora tal vez, pero de inmediato Earl Hines dominó su atención con esas caricias nerviosas. I ain’t got nobody en la espalda, en los hombros, los dedos, el cuello, las uñas, el pelo. I ain’t got nobody, and nobody cares for me. Nadie se ocupaba de él. Porque aunque estaban cerca, para ellos era como si se fuera quedando dormido. Para él, era dejarse llevar, por Earl Hines y el teclado marfil de su piano, a otro teclado, el de esa máquina de escribir que guarda silencio en un apartamento de la Rué Martel, esperando en vano el regreso de su dueño.




martes, 2 de diciembre de 2014

TELONES DE PAPEL. El cine en la obra de Julio Cortázar

Ponencia presentada en el encuentro de críticos de cine organizado en Pereira, en octubre de 1997. Texto incluido en Un tal Cortázar y otros pasos en las huellas.




Antes de entrar a definir el territorio de esta charla, quiero leer un fragmento de ‘Queremos tanto a Glenda’, el cuento que dio nombre al libro de relatos publicado por Julio Cortázar a finales de 1980:
“Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado.”
Quiero aprovechar esta descripción de la fuga, para proponerles -como tantas veces lo hizo Cortázar- que huyamos a lo otro, al otro lado de las relaciones entre el cine y la literatura, y nos instalemos por un momento en el mundo de la palabra escrita.
 Soy consciente de que este lado -el del cine- también daría bastante que decir a propósito de Julio Cortázar. En la memoria de muchos de nosotros aún quedan imágenes de Blow up, la película de Antonioni inspirada en el cuento de Cortázar Las babas del diablo. Larga es la lista de relatos de Cortázar llevados al cine: Circe’, ‘Cartas de mamá’, ‘Continuidad de los parques’, ‘El ídolo de las Cícladas’, ‘El otro cielo’, ‘Pérdida y recuperación del cabello’ y hasta ‘El perseguidor’, con música de Gato Barbieri.


Se han hecho versiones cinematográficas en torno a algunos apartes de Rayuela y, como hecho curioso, la televisión colombiana fue testigo de la única versión de Los Premios, la primera novela de Cortázar, una completa tragedia escenográfica en la que lo único rescatables eran las escenas en que Amparo Grisales se bañaba en su camarote de cartón-paja.
Pero, en lugar de proponerles un recorrido por la filmografía cortazariana, quiero invitarlos a un paseo por la obra del escritor argentino, sin duda uno de los autores latinoamericanos que mayor atención han concedido al cine en su obra literaria, al lado del también argentino Manuel Puig, el cubano Guillermo Cabrera Infante y el mexicano Carlos Fuentes.
Un recorrido como éste nos permitirá apreciar un asombroso catálogo de la historia del cine y, al mismo tiempo, servirá como testimonio para entender la forma como el cine se asoma e influye en las demás manifestaciones del arte, específicamente en las obras literarias.
Desde sus primeros relatos, cuando sólo era un modesto profesor de provincia en la Argentina, Cortázar menciona directores de cine para alinderar su propia cultura, que ya entonces era amplia.
En Distante espejo, un relato de 1943, sólo publicado tras la muerte de Cortázar, Gabriel Medrano, el alter-ego de ocasión, describe su vida en Chivilcoy de la siguiente manera:
“Agregaré, para ilustración total del ambiente en que me muevo, lo poco que resta de sus elementos: poemas en abrumadora cantidad, la quinta edición de Noticias Gráficas, una botella de whisky Mountain Cream, un tablero de cartón donde arrojo discretamente el cortaplumas, reproducciones de cuadros de Gauguin, Van Gogh y Giotto (...) y algunas pocas salidas al cine, cuando por inexplicable equivocación la empresa local trae una película de René Clair, de Walt Disney, de Marcel Carné”.
En su primera novela, El examen, una historia marcadamente autobiográfica, escrita en 1950, publicada también después de su muerte, Cortázar recurre al mismo mecanismo para definir sus hallazgos al regresar a Buenos Aires, donde se encontró con corrientes culturales y artísticas que su vida de provincia le había negado.
Allí vemos la primera mención de Chaplin -por quien siempre sintió una deuda de gratitud- y del Acorazado Potemkim, una de las películas preferidas de Cortázar, que reaparecería años después, en “Rayuela”, como la preferida de la Maga.
En 1951, pocos meses después de la publicación de su primer volumen de relatos, Bestiario, Cortázar viajó y se radicó de manera definitiva en París.
Mucho se ha dicho sobre el profundo significado de este viaje en la vida y en la obra de Cortázar. Como él mismo lo expresó, París fue su camino de Damasco y, al caer de su caballo imaginario, Cortázar comprendió que el mundo y el arte eran mucho más amplios y complejos que lo que había podido intuir desde la Argentina.
En Francia, Cortázar tuvo acceso a manifestaciones artísticas definitivas en la evolución de su obra y, a la influencia de la literatura misma, sumó la creciente influencia de la música, la pintura y el cine.
Ya para 1960, año de la publicación de la novela Los Premios, el cine es un tema recurrente en las conversaciones de los personajes. En diversos momentos y circunstancias, hay en Los Premios referencias a Boris Karloff, James Dean, Errol Flyn y, en una de las escenas más divertidas de la novela, la caótica conversación entre Atilio Presutti, la Nelly, doña Rosita y doña Pepa, desfilan -como animales de circo- Esther Williams, Norma Talmadje, Lilian Gish, Marlene Dietrich, Charles Boyer y Lo que el viento se llevó.
Con todo y el desfile, hasta ese momento, la presencia del cine en la obra de Cortázar es sólo referencial. Es en “Rayuela”, la famosa antinovela publicada en 1962, donde el cine ocupa un papel protagónico.
Ya en el primer capítulo del libro podemos leer:
“Y entonces en esos días íbamos a los cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsiva previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien y que Pabst y que Fritz Lang”.
En el capítulo 60, Morelli −el escritor en permanente reflexión sobre su arte– hace una lista de reconocimientos, de deudas de gratitud, que no alcanzó a incorporar en su obra publicada. Allí, en medio de escritores, pintores, músicos y antiguos poemas épicos, aparecen Buñuel, René Clair y hasta Chaplin “tachado con un trazo muy fino, como si fuera demasiado obvio para citarlo”.
En Rayuela, el cine se convierte en herramienta estilística con usos diversos. Por un lado, decenas de títulos de películas aparecen camufladas en diferentes momentos narrativos. Veamos algunos ejemplos. Aquí, en medio del relato, aparece una película de Hitchcock:
“Traveler se asomó al pozo caliente, miró la calle donde un diario abierto se dejaba leer indefenso por un cielo estrellado y como palpable. La ventana del hotel de enfrente parecía más próxima de noche, un gimnasta hubiera podido llegar de un salto. No, no hubiera podido. Tal vez con la muerte en los talones, pero no de otra manera. Ya no quedaban huellas del tablón, ya no había paso.”
Y aquí, en este juego de palabras, una actriz:
“Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a empezar a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanaúsea pero nunca el ovillo”.
También un par de cintas de los hermanos Marx:
“Órbitas aisladas, de vez en cuando dos manos que se estrechan, una charla de cinco minutos, un día en las carreras, una noche en la ópera, un velorio donde todos se sienten un poco más unidos”.
Quizá la presencia más notoria del cine en el estilo de Cortázar, es la utilización de actrices famosas para caracterizar sus personajes. El recurso se utiliza con tanta frecuencia que podría decirse que es un rasgo distintivo del estilo Cortázariano.
En el capítulo 48 de Rayuela, cuando Oliveira regresa a Buenos Aires, encuentra en el puerto a su viejo amigo Traveler y a la esposa de éste, Talita, “con un gato en una canasta y un aire amable y Alida Valli”.
Más adelante, en un patio bonaerense, la Cuca “sacaba una polverita y se arreglaba con un gesto de directora clínica, algo entre Madame Curie y Edwidge Feuillère.
Y en el capítulo 92:
“Pola tocaba a veces la guitarra, recuerdo de un amor de altiplanicies. En su pieza se parecía a Michelle Morgan, pero era resueltamente morocha.”
Pero no es sólo a nivel formal que se da la presencia del cine en Rayuela.
En la pasión con que el doctor Ovejero -el director del manicomio- guarda una foto de Mónica Vitti, podemos ver los principios de un fetichismo que será desarrollado de manera más amplia en obras posteriores.
A partir de Rayuela, el cine deja de ser una referencia o un simple tema de conversación, y pasa a formar parte de las pasiones, obsesiones y fantasmas de los personajes de Cortázar. En el capítulo 32, la Maga le dice a su hijo Rocamadour:
“Horacio me trata de sentimental, de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkim y hay que verlo así se caiga el mundo.”
Ahora el cine se conecta con las obsesiones más íntimas de los personajes. La Maga se conmueve una y otra vez con ese cochecito que rueda sin esperanza por las escalinatas del puerto de Odessa.
Talita, por su parte, “tasca el freno de unos celos puramente artísticos en la oscuridad del cine Presidente Roca”, y lleva a su esposo Traveler a reconciliarse con la vida viendo a Marilyn Monroe.

* * *

En la última novela de Cortázar, Libro de Manuel, publicada en 1973, uno de los hilos narrativos principales es un sueño del protagonista que transcurre en un extraño teatro de cine.
El personaje intenta, a lo largo de la obra, encontrarle respuesta al enigma de ese sueño, a la extraña disposición de las sillas en el teatro y al filme de misterio de Fritz Lang que se proyectaba en el telón.
Como un reconocimiento adicional al estrecho vínculo que existe entre el cine y la cultura contemporánea, La Joda, el grupo de la novela, tiene entre sus actos de subversión el sabotaje a las películas que más emoción producen en los espectadores.
“Y entonces justo cuando la Brigitte comienza a convertir la pantalla en uno de los momentos estelares de la humanidad, o más bien en dos y qué dos, che, eso no se impugna ni contesta (...), en ese momento justo Patricio se levanta y produce un espantoso alarido que dura y dura y dura ...”
 El cine reaparece en otro de los clímax de la novela, el momento en que Lonstein encuentra alguien dispuesto a escucharle su elaborada apología de la masturbación:
“Como a mí no me funciona la pareja y las mujeres me salen aburridas en todos los planos, he tenido que crear mi propia dialéctica onanista, mis fantasías todavía no escritas pero tanto o más ricas que la literatura erótica.”
A estas palabras, Andrés Fava, el alter ego de Cortázar responde:
“En fin, cuando yo me masturbaba a los quince o dieciséis años lo hacía imaginándome que tenía en los brazos a Greta Garbo o Marlene Dietrich, cosa que, como ves, no era una pavada, de manera que se me escapa el mérito especial de sus fantasías.”
Escuchemos a Lonstein, antes de dejarlo a solas con su onanismo:
“No es tanto por ese lado, aunque también admite desarrollos más vertiginosos de lo que te imaginas con tus Gretas y tus Marlenes, pero lo que cuenta es la ejecución, y en eso está el arte. Para vos la cosa es una mano bien empleada, ignorás que precisamente el primer peldaño hacia la verdadera cúspide del fortrán consiste en la eliminación de toda ayuda manual.”




* * *

Y así llegamos a nuestro punto de partida, el cuento Queremos tanto a Glenda, publicado por Cortázar en 1980.
Queremos tanto a Glenda nos cuenta la historia de un núcleo de personas que se encuentran y se unen en torno a su admiración desaforada por la actriz de cine Glenda Garson.
Las películas que se le atribuyen a la actriz idolatrada (El látigo, El fuego en la nieve Los frágiles retornos, El uso de la elegancia) terminan por aclarar que se trata de una versión literaria de la actriz inglesa Glenda Jackson.
Con el paso del tiempo y las películas, el núcleo comprende que su misión va mucho más allá de reunirse después del cine a comentar la actuación de Glenda Garson.
Gracias a la solvencia económica que Cortázar le concede a uno de los personajes (lo hace socio de Howard Hughes en unas minas de estaño en el Paraguay), el núcleo se impone la tarea de recoger todas las copias existentes de las películas menos perfectas de Glenda Garson (aquellas estropeadas por los directores, nunca por Glenda) para arreglarlas haciendo cambios en la edición.
Aquí el relato se parece a Pérdida y recuperación del cabello, un cuento publicado en Historias de cronopios y de famas, ya que los personajes rastrean el mundo entero, llegan incluso a invadir filmotecas privadas en los Emiratos Árabes para recuperar todas las copias de las películas y regresarlas luego modificadas.
Cuando la tarea ha terminado, el Núcleo recibe con alegría la noticia de que Glenda Garson se retira del cine y entienden que ese es el final justo y oportuno para una carrera sin mácula.
Pero la historia cambia de rumbo un año más tarde, cuando la actriz siente nostalgia del cine y decide regresar. Al conocer esta noticia, el Núcleo sostiene la última y más tensa de sus reuniones, al final de la misma tienen claro lo que hay que hacer para impedir que Glenda destruya la perfección alcanzada. Irazusta, el adinerado de la historia y uno de los fundadores del Núcleo, se encargara de todo, y todo, para decirlo en pocas palabras, está prodigiosamente condensado en la última frase del relato:
“Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz”.

Hasta aquí, ‘Queremos tanto a Glenda’ no es más que un cuento en el que Cortázar rinde homenaje al cine y a una actriz amada.
Lo sorprendente, lo que hace de este relato y sus circunstancias algo fuera de lo común, ocurrió dos semanas después de la aparición en México de la primera edición del libro Queremos tanto a Glenda.
Cortázar estaba en San Francisco dictando un curso en la Universidad de Berkeley. Por una circunstancia divertida, que todavía podía llamarse coincidencia, estaba anunciada en un teatro local una película titulada Hopscotch, justamente el título con que había sido publicada en inglés la novela “Rayuela”.
En este punto resulta oportuno subrayar la importancia que Cortázar concedió en su vida a esos extraños encuentros, a esas insólitas figuras que construye la realidad y que la gente llama comúnmente coincidencias.
Para Cortázar, las coincidencias eran algo así como mensajes cifrados que provienen de otros niveles de la realidad. Se negaba a creer que ciertas conexiones fueran un producto gratuito del azar.
Justamente las figuras, como las llamó, son uno de los componentes más poderosos de su obra. En Rayuela, los personajes se mueven por las calles de París atentos a esas señales que casi nadie percibe, a esos instantes fugaces en que otras dimensiones parecen revelarse. Otra novela de Cortázar 62/ Modelo para armar explora de manera exhaustiva la idea de que, más que nuestras pasiones o psicologías, lo que rige la vida de los hombres son movimientos triviales, exteriores a nosotros y casi siempre inexplicables.
 Por eso significó tanto para Cortázar descubrir que la protagonista de la película con el nombre de su novela era, y no podía ser otra, que Glenda Jackson:
“Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos con la coincidencia del título de esa película y el de la novela que sería uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada...”
Dejemos que el mismo Cortázar cuente la historia en Botella al mar, una carta abierta a Glenda Jackson escrita al calor de la emoción y publicada posteriormente en Deshoras, su último libro de relatos:
“Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch, a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final del libro muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Patheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscoth. Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del Club entendí que sólo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel de su próxima película”.

* * *

Así, con esa incalculablemente hermosa simetría, con ese viejo escritor que se mira a los ojos con la actriz amada en otro nivel de realidad, llega a su punto culminante la presencia del cine en la obra de Julio Cortázar.
El cine fue referencia constante, guiño, metáfora, pasaje (la oscuridad del teatro fue un camino para llegar a lo otro: como los puentes, el metro o los tablones) y, lo más importante, el cine se instaló en la obra de Cortázar como uno de sus fantasmas principales, centro de sus obsesiones y figura protagónica en esa película de perseguidores y perseguidos que fue toda su obra.
Quizá ningún otro escritor latinoamericano entendió como él, que el cine es una prodigiosa extensión de los mismos sueños, las mismas fantasías, los mismos horrores que por siempre han estremecido al hombre cada vez que se ha quedado a solas consigo mismo en la tierra de nadie, allí donde todos son nadie.








martes, 26 de agosto de 2014

Florencio en la pradera



   Nació en Bélgica porque sus padres andaban por esos lados. El señor Cortázar trabajaba con una misión comercial adscrita a la embajada argentina en Bruselas y allá fue a asomar la cabeza el escritor del que este año se celebra el centenario. Fue el 26 de agosto a las tres de la tarde. Llamarlo Julio, como su padre, habría sido suficiente; pero sus padres estaban tan contentos con esos ojos azules y eso cachetes sonrosados y esa boquita de sonrisa fácil que decidieron endilgarle el Florencio adicional. Pasó casi toda la vida queriendo borrar ese exceso de entusiasmo. Pero, como no hay nada oculto bajo el sol, el Florencio lo seguiría hasta el más allá.

   Con papá, mamá y hermanita estuvo en Suiza mientras pasaba el alboroto de la guerra. Si aceptamos creer la leyenda familiar, Florencio tenía dos años y medio cuando aprendió a leer con un juego de cubos. Casi ni sabía caminar cuando le leyó a su madre los titulares del periódico y a doña María Herminia Scott casi le da un infarto. Llevó al niño de inmediato donde el médico pensando cómo haría para criar un engendro tan ilustrado.

  Florencio tenía cuatro años cuando volvieron a la Argentina y su padre tomó las de Villadiego. Fue consciente del mundo en una casona de Banfield. Era el único hombrecito en un pequeño paraíso habitado por mujeres: su abuela, su madre, sus tías, su hermana, sus primas. Todo indica que los chicos solían divertirse viendo pasar los trenes y saludando a los fugaces pasajeros que se dignaban mirarlos. Florencio era un niño solitario. Hojeaba los libros de la biblioteca que había sido de su abuelo. Le gustaba esconderse debajo de las matas del jardín a mirar durante horas los insectos, a imaginar que por mirarlos se convertía en uno de ellos. También se subía en las ramas del sauce a leer y escribir poesías. En las noches se perdía en pensamientos con los ojos en la luna y las estrellas.

  A los nueve sufrió su primera decepción amorosa. Se las había arreglado para llegar temprano a la escuela y escribirle un poema en el pupitre a la niña de las trenzas. Pero la ingrata no le vio la gracia a ese gesto y lo denunció. Florencio lloró de humillación mientras borraba lo escrito y se propuso ahogarla en una novela cuando fuera escritor. Ignoraba que aquellos no serían los únicos problemas en que lo meterían sus palabras. En un futuro lejano no podría ni siquiera entrar a la Argentina por escribir lo que pensaba.

  Tuvo amigos, jugó fútbol, pero pronto comprendió que su afición por los libros lo separaba de ellos. No faltaba el que quisiera matonearlo por usar palabras raras. A los once había leído los ensayos de Montaigne, era un experto en Verne y con Poe había sentido unos horrores demenciales. Su madre le había dicho que no leyera a Edgar Allan, pero la prohibición lo alentó para buscar esos estímulos quizá demasiado fuertes para su imaginación. En las noches sufría pensando en lo que haría si lo enterraran vivo. Observando la ventana imaginaba las visitas de cuervos reiterativos. Mucho tiempo después traduciría al castellano esas historias que le abrieron las puertas del abismo.

  A los catorce escribió una novela como de treinta páginas. Es probable que aquella precursora de Rayuela hablara de mujeres imposibles y de caballeros despistados. Su madre guardó el cuaderno y nunca quiso entregárselo: temía que el muy autocrítico lo quemara. Doña María Herminia guardó tan bien esa joya que casi un siglo después todavía no ha sido encontrada. Aunque nada raro sería que un día nos dijeran que apareció.

   Por moda, por explotación mercantil de sus niveles superficiales, porque las dimensiones misteriosas de “sus figuras” están a salvo de lectores sin criterio, ha surgido toda una industria alrededor de sus cronopios y de su “toco tu boca...” (a propósito, si todos somos cronopios, ¿por qué el mundo está en manos de famas y de esperanzas?). Florencio es hoy en día el autor póstumo más prolífico de la literatura latinoamericana. Uno podría aventurar que tal vez estaba vivo cuando lo enterraron. Se han publicado más cosas suyas en los treinta años transcurridos desde su muerte que en sus casi setenta de vida. Es de suponer que lo primero que salió, después del 12 de febrero de 1984, lo dejó listo el difunto: El examen, Divertimento, Imagen de John Keats, Diario de Andrés Fava. Lo otro –cartas, clases, fotos, papeles inesperados– ha sido el fruto de la recursividad de sus albaceas: un amigo, la esposa del amigo y la primera esposa de Florencio, la que lo acompañó en la aventura de radicarse en París, la que estuvo a su lado cuando dijo: “Que me den un calmante” y al momento dejó de necesitarlo. Pero bueno, esas son críticas maliciosas y no hay que murmurar sobre los muertos ni especular sobre lo que habrían dicho si les hubieran preguntado. Mejor regresemos a la infancia.

  Tal era su obsesión con las palabras que cuando tenía fiebre –y Florencio era enfermizo, no por nada en sus libros abundan los hospitales– veía las palabras proyectadas contra el techo y las paredes. En medio del delirio las veía elevarse y perderse en el otro lado del otro lado de ningún lado. Pero Verne venía a rescatarlo, le hablaba del rayo verde, le quitaba la ceguera a la Strogoff y le mostraba el horizonte: lo invitaba a aventurarse en este mundo.

  Su primera aventura inolvidable, más allá de ese extra muro que era Banfield, fue un viaje a Buenos Aires. Desde el balcón de un décimo piso vio la noche apoderarse de todo, vio las luces encenderse como ascuas que despiertan con el viento. Aquel instante lo arrobó por un rato y se condensó en un poema:

Y la ciudad parece así, dormida
Una pradera nocturnal, florida
Por un millón de blancas margaritas

    Viviría otros cincuenta y cinco años. Sería profesor, traductor, axolotl, dibujante, fotógrafo, saboteador de la Gran Costumbre, casanova, gigante, pedante, vampiro, burgués, místico, francés, amante de los gatos, arrastrador de erres, experto en pasadizos y vehículos, comunista, cuentista, patafísico, activista, poeta, melómano, candidato al Nobel, habitante de hoteles, autonauta, dramaturgo y novelista. Llegaría a ser famoso y hasta símbolo de aquellos que no quieren que los sueños se les mueran con los años. Mucha gente lo amaría como si fuera cercano. Pero lo cierto es que muy poco de interés llegó a pasarle al buen Florencio tras aquella breve infancia de extrañas contemplaciones, de lecturas y de escritos atrevidos, de ilusiones y de enormes decepciones, de pavores y de dichas exaltadas, de praderas nocturnales y floridas.