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viernes, 16 de septiembre de 2016

Jibias de interioridad

La columna de Vivir en El Poblado




Uno de los libros a los que siempre regreso es el llamado Oráculo manual y arte de prudencia, de mi querido don Baltazar Gracián (por cierto, Esteban Carlos, creo que el poema de Borges es una buena razón para leerlo), y cada vez que vuelvo me pregunto por qué tardé tanto para encontrar ese mapa tan certero del mundo y las interacciones de los hombres.

A Gracián llegué por el atajo del inglés. Les había echado el ojo a los tres volúmenes de El Criticón, me había preguntado quién leería ese mamotreto en nuestro tiem­po, y consideré leerlo nada más por llevar un poco la contraria. Pero habría seguido posponiendo esa lectura si no caigo redondito en una traducción al inglés del Oráculo. Me bastó una ojeada para entender que esa vaina era más tesa que El Príncipe de Maquiavelo, mejor incluso que el bestial parloteo del Calila y Dimna, y que no estaba libre de la acidez sarcástica de las Máximas, de La Roche­fou­cauld.

Esa noche me dormí tarde después de agotar sin dige­rirlos los 300 principios que constituyen el Oráculo. No es por dármelas de gringo, pero la claridad de la traducción ayudó mucho. Las veces que he regresado a la versión en español, con todo y lo bello que me parece el fraseo, me ha costado mucho entender la idea y he debido volver a la transparencia de la versión en inglés. En esas andaba, leyendo el Oráculo en castellano del siglo 17, ayudándome a entender con la traducción, cuando me crucé con el principio 98 y sentí que lo leía por primera vez.

Me permito transcribir el estilo agraciado de Gracián: “Cifrar la voluntad. Son las pasiones los portillos del ánimo. El más práctico saber consiste en disimular; lleva el riesgo de perder el que juega a juego descubierto. Compita la detención del recatado con la atención del adver­tido: a linces de discurso, jibias de interioridad. No se le sepa el gusto, porque no se le prevenga, unos por la contradicción, otros por la lisonja”.

La filosofía es oro puro: si quieres lograr algo, quédate callado; de lo contrario los otros querrán impedir que lo logres o arruinártelo. Lo del carácter dañino de la lisonja es uno de los aspectos más sutiles del mensaje. Oculta, oculta, oculta a como dé lugar, si quieres que nadie se inter­­ponga entre tú y el cumplimiento de tus deseos.

El lenguaje es de gran finura. Palabras como “adver­tido” o “cifrar”. El subjuntivo sostenido con elegancia. Las figuras de lenguaje: ¿“A linces de discurso, jibias de inte­rio­ridad”? La sola nota de pie de página es un poema: “Porque la jibia se defiende disimulándose, cubriéndose con la tinta oscura que expele de su cuerpo”. La traduc­ción misma es una belleza: “against the eye of the lynx, the ink of the cuttlefish”.

No puedo explicar aquí el sentido del Oráculo de Gracián, y ni siquiera el de este fragmento que he seña­lado. Su origen se remonta a las capas más animales del ser humano. Pero puedo explicar por qué en este libro me siento como en mi casa. El sábado pasado volví al Oráculo pidién­dole que me iluminara. Abrí al azar una página. Así llegué al fragmento de las jibias. Quién sabe cuántas veces habré pasado por allí, pero sólo durante esa lectura me dio por reconocer que no sabía lo que la palabra desig­naba. Por el contexto se podía inferir que era algo así como el calamar. Pero al leer la nota de pie de página sentí como si cayera dentro de un espejo de obsidiana. Así es, eso soy, con esta grafomanía que da sentido a mi vida… un animal que se disimula, cubriéndose con la tinta oscura que expele de su cuerpo.



Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de septiembre de 2016.






jueves, 30 de enero de 2014

La gracia de Gracián


La gracia de Gracián

“No hay bestia sin tacha, ni hombre sin crimen”, leí anoche antes de dormirme. Consideré por un momento las implica­ciones de esa frase, hice un repaso general de mis canalladas, me hundí bajo la gruesa cobija que me acompaña en esta Siberia a la que me condujo el destino— y me conduje— y tardé poco en dormirme.

Mi vida pudo haber transcurrido sin encontrarme con Baltasar Gracián (1601-1658), a quien no he podido dejar de leer desde hace seis meses —cuando me crucé con una traducción al inglés de su obra más accesible, la hojeé y me interesó, me pregunté por qué no me había fijado antes en esa reluciente lucidez y decidí traérmela a casa—, pero sin ese hallazgo habría sido menos vida, y la muerte que me espera, menos muerte.

La versión en inglés es diáfana y fluida. Se titula The Art of Worldly Wisdom —algó así como El arte de la sabiduría mun­dana— y consta de trescientos parrafitos en los que se resumen los secretos de las relaciones humanas. El propósito parece no muy claro. Por momentos se trata de un manual para “ser personas” y “santos”, pero no deja de proveernos con las armas necesarias para sobrevivir y obtener la mejor mano en el convite de los criminales.

No compitas con tu superior, ni seas su confidente; conser­va un aire de misterio; nunca seas ni des todo a una persona; arrímate al prudente; cuando ganes, dile adiós a tu suerte; elige bien tus amigos, porque pueden ser tus peores enemigos; nunca te rebajes o irrespetes a ti mismo; hazte el tonto; no hables de ti; las cosas no cuentan por lo que son, sino por lo que parecen; anhelando lo mejor, espera lo peor; la necedad predomina; actúa siempre como si tuvieras testigos; lo que menos se espera más se estima; lo bueno no siempre triunfa; la perfección está en la calidad y no en la cantidad; sé una mezcla de paloma y de serpiente… son algunas de las perlas que este hombre nos arroja a la piara. Allí también hay joyas que han pasado al lenguaje, como “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”; aunque pocos saben que al decirlas están citando a Gracián.

Acabada la lectura del Oráculo manual y arte de prudencia (el título original de la colección de fragmentos publicada por amigos de Gracián), quedé con ganas de más. La experiencia en español es otra cosa. Difícil al principio, sorprendente luego; hoy me pregunto cómo voy a hacer para leer otros libros que no tengan la inteligencia del jesuita aragonés. Leí El heroe, leí El discreto, hojeo su Agudeza y arte de ingenio y no dejo de preguntarme en qué momento a los escritores se nos olvidó escribir, a qué hora dejamos de usar el lenguaje con la gracia de Gracián.


Ahora no quiero hablar de El Criticón, su obra más maestra, porque no lo he concluido. Hace cuatro semanas me embarqué con Andrenio y con Critilo en ese viaje a través de las edades de la vida y me temo que lo seguiré leyendo y releyendo hasta morirme. Schopenhauer llamó a El Criticón la mejor novela del mundo. Sin su lectura de Gracián, La Rochefoucauld habría sido menos incisivo. Cuando se trata de jugar con el lenguaje, James Joyce es un aprendiz al lado suyo (anoche hablaba del necio que quería ser “marivenido” y pretendía a la dama “que había muerto a su marido”). Su influencia está en Mozart, en Nietzsche, en Walter Benjamin. Al mundo le queda grande este curita que recibió gustoso toda clase de castigos, con tal de que no cambiaran ni una frase de su libro. 

 Texto publicado en Vivir en El Poblado (Enero 30 de 2014).