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lunes, 9 de abril de 2018

Humo


El 9 de abril de 1948 en Cartagena y Bogotá.
Un fragmento de Un ramo de nomeolvides 
Resultado de imagen para 9 de abril de 1948 bogotazo
Nadie miró el atardecer. Aunque todos alzaron su mirada hacia las nubes sólo vieron al viejo y archiconocido humo. 
El humo, el mismo humo de las hogueras primitivas, el humo de los conquistadores españoles, el de pestes e invasiones de piratas, volvió a elevarse como un árbol tibio y negro sobre la ciudad amurallada. La furia y el temor habían vuelto a encenderse en medio de musgosas construcciones militares, a la sombra de conventos convertidos en cuarteles y hospitales, en casonas divididas y calles de ladrillo y macadán.
Los primeros escarceos comenzaron a la una y veinticinco de la tarde, a la hora en que llegaron las primeras noticias por la radio.
Alguien recuerda haber visto al doctor Domingo López Escauriaza cruzar lívido la Plaza de la Aduana a la una y treinta y siete de la tarde. A esa hora, en ese sitio, la gente seguía desprevenida, aún no recibían la noticia que haría que quedaran boquiabiertos.
 Según quien lo recuerda, el doctor López traía el sombrero en la mano –como sólo sucedía en casos excepcionales– y su voz fue entrecortada al informar, sin detenerse, que iba para su periódico, que acababan de atentar contra Gaitán. El doctor López Escauriaza era un hombre alto y solemne con la espalda siempre erguida, un ser obstinado y reflexivo a quien algunos, en broma, llamaban el único prócer vivo y otros, por sus rígidos principios, el domingo al que no seguía ni el lunes. La persona que lo vio cruzar la Plaza de la Aduana siguió al doctor López por la calle de la Amargura, tuvo apuros para igualarle el paso en la calle de San Pedro Claver y llegó hombro a hombro con él a la sede del periódico, una casa macilenta y encorvada en la calle San Juan de Dios.
Poco antes de llegar, el doctor López bajó el ritmo de sus pasos, quebró el ala del sombrero y dibujó en su rostro de pájaro un gesto de fastidio. Tres soldados nerviosos y armados custodiaban la entrada de la casa.
El periódico tenía sólo un mes de nacido y era la única publicación de oposición en esa vieja ciudad con rezagos coloniales.
“¿Qué quiere?”, preguntó el soldado que bloqueó la entrada.
El doctor López miró al soldado con una indignación que lo obligó a apartarse.
Adentro, sentado en una silla detrás del mostrador, Julio Pretelt Olier esperaba su llegada.
“¿Qué se supone...?”, pudo decir Domingo López Escauriaza con su lengua inutilizada.
Miró en torno suyo: dos soldados más, el rostro de Zabala –tan pálido y brillante como sus gafas–, Eduardo Ferrer, dos redactores de pie, pasmados, mirando desde la salita de redacción sin decidirse a sentarse y seguir escribiendo.
El periódico era un linotipo trastabillante, una gastada máquina rotaplana, una salita para periodistas que daba grima y unos cubículos de vidrio y de madera que parecían inodoros. Pero en la mente del doctor López Escauriaza era una mezcla de espada y de bandera que esgrimía por las causas liberales.
Julio Pretelt Olier se puso de pie y caminó hacia el doctor López Escauriaza.
“No demos rodeos, doctor Escauriaza”, dijo. “Queremos tener la primicia de lo que piensa publicar”.
El doctor López miró a su gente, habló en silencio con Zabala, calmó a sus reporteros, perdió la rigidez que había en su espalda y dijo, con voz tranquila y perfectamente audible:
“Si es así, entonces saldremos con el editorial en blanco”.
Esa tarde mucha gente se apuró a buscar refugio tras la puerta de su casa, se asomó furtivamente por ventanas entreabiertas, oyó gritos y disparos, vio en el cielo el humo espeso y corrió a encender la radio.
“Pueblo de Cartagena”, decía un vozarrón emocionado. “Ha llegado la hora de la revolución. Como Virgilio al Dante, así mismo os guiará mi voz”.
La voz era solemne, con un dramatismo acentuado por los gritos y disparos de la calle. La gente la escuchó como si anunciara el fin del mundo. Pero toda la tensión se diluyó con las siguientes palabras.
“No les diré mi nombre, pero seré su guía. Esta es una emisora clandestina”.
En medio de la furia y el temor, una ola de risas recorrió la ciudad. Llevaban muchos años escuchando por la radio aquella voz que se negaba a dar su nombre.
“Carajo, oigan la última ocurrencia del Negro Artel”, se escuchó en muchas casas cerradas.
Afuera seguían los gritos. Los grupos de seres de rostro indistinguible corriendo como endemoniados, golpeando puertas de almacenes, disparando al aire, perdidos en ese feroz juego de escondidas para adultos.
Y hubo fuego. El fuego de las hogueras primitivas, el fuego de piratas y españoles, el de pestes y de casas que se pierden para siempre volvió a encenderse en la vieja ciudad amurallada.
Algunos que huyeron de los disparos y el desorden en los botes del mercado recuerdan todavía la imagen que ofrecía la ciudad desde el refugio del mar. Era un horno de piedra que humeaba sin parar, contra un atardecer que nadie había mirado.
Tal vez nunca se sepa todo lo que sucedió en aquella fecha. Algunos recuerdan los disparos. Otros hablan de turbas enfurecidas que derribaron puertas de almacenes para proveerse de machetes y de hachas. De las calles desaparecieron cientos de metros de cables de energía y de teléfono. Se sabe que hubo ataques contra los dos diarios conservadores: El Fígaro fue incendiado y el Diario de la Costa reportó daños en sus oficinas.
Dicen que un grupo de muchachos liberales se tomó la Alcaldía y trató de establecer un gobierno revolucionario que sólo estuvo en el poder durante diez minutos.
Pero en la memoria todo es humo.

* * *

La sopa ya había llegado por la nariz, pero el plato humeante seguía en la cocina.
Al joven García, más conocido como Gabito, se le había hecho tarde para almorzar y la dueña de la pensión bogotana de estudiantes costeños lo castigaba haciéndolo esperar.
Miró el cuadro del comedor, el hombre en un árbol muy cerca de un río y el caimán que lo estaba esperando. Tamborileó sobre la mesa y cantó en voz baja. Cuando la sopa se asomó en la puerta de la cocina, escuchó los gritos en la escalera. Un joven agitado llegó al comedor, se pegó a la pared cerca del cuadro y miró al joven en la mesa y a la mujer en la puerta:
“Se jodió el país. Mataron a Gaitán”.
Gabito miró con desconsuelo su plato de sopa y se dejó arrastrar escaleras abajo hasta una multitud revuelta. Casi en la esquina de la carrera séptima con la avenida Jiménez de Quesada, vio un corrillo inquieto y pálido.
La gente rodeaba un charco de sangre frente a la sombrerería San Francisco y contaba retazos de lo sucedido: a la víctima la habían subido a un taxi, estaba agonizante; al victimario lo había descalabrado un lustrabotas con su cajón de trabajo y la gente seguía golpeándolo y arrastrándolo, carrera séptima abajo, rumbo al Palacio Presidencial.
Gabito pensó que, visto lo visto y sabido lo sabido, se iría a buscar ese plato de sopa que Bogotá estaría enfriando sin misericordia. Cuando iba por la calle doce, rumbo a la calle de Florián, Gabito vio salir de un edificio al doctor Carlos H. Pareja, su profesor de Derecho Administrativo.
“¿Para dónde vas?”, le dijo su profesor, mirándolo y mirando la agitada multitud.
“Voy a almorzar”, respondió.
“¿A almorzar?”, lo miró escandalizado el doctor Pareja. “Cómo se te ocurre pensar en almorzar en un momento como éste. Te vas ya mismo para la Universidad”.
Gabito pasó toda la tarde de un lado para otro, gritando con rabia y los puños en alto, golpeando y pateando a esa ciudad helada, turbia e insensible al dolor de su destierro.
Al anochecer –cansado, sudoroso y liberado– pensó en volver a casa y encontró que la pensión estaba en manos de las llamas que habían comenzado en la Gobernación. Sintió el calorcito en su cara, el estupor milenario de los hombres frente al fuego, y escuchó los crujidos de adiós de la pensión de estudiantes costeños.
Se quemaba la sopa que nunca iba a tomarse. Se quemaba ese hombre en el árbol, ardía con el río y el caimán. Se quemaba su ropa. Se quemaba el privilegio alimenticio, subsidiado por su padre, de un huevo adicional al desayuno. Bajo las llamas sedientas se iba para siempre su primera máquina portátil, ese otro regalo de su padre. Se iban sus cuentos, los que había publicado y los nuevos borradores, entre ellos una historia de un fauno en un tranvía bogotano. Se preguntó si sería capaz de volver a escribir los relatos malogrados y, en medio de la duda, decidió entrar a buscarlos. Pero amigos oportunos lograron detenerlo.
Alguien irrecordable le ofreció refugio contra el desorden. Toda la noche permanecieron en vela, escuchando los disparos, los gritos y sirenas. Escuchando los ríos de sangre descritos en la radio.
El cuerpo destrozado del asesino –con una corbata de rayas azules y rojas como única prenda– bloqueó varios días la entrada del Palacio de Gobierno. Sobre el charco de sangre del caudillo, liberales compungidos pusieron una bandera y arrojaron una llovizna de flores.
Pocos días después, Gabito retornaba del exilio. Cansado y aterrado regresaba a la tibieza de su tierra.





domingo, 6 de noviembre de 2016

Sobre "Un ramo de nomeolvides"

Una reseña de José Miguel Alzate,
en Eje 21







Gustavo Arango es un escritor antioqueño que durante cinco años estuvo vinculado a la nómina de redactores del periódico El Universal, de Cartagena. Con vocación literaria, aprovechó este tiempo para sumergirse en la investigación del trabajo que como periodista desarrolló durante los años 1948-1949 Gabriel García Márquez en el diario fundado por Domingo López Escuriaza. Admirador de la obra literaria de nuestro Premio Nobel, quería descubrir cómo fue perfeccionando su narrativa, cómo llegó a la maestría literaria y cómo su paso por el periódico cartagenero fue definitivo para estructurar argumentos que se entrecruzan en su obra novelística. El fruto de ese trabajo en los archivos del periódico es el libro cuyo título lleva este artículo: Un ramo de nomeolvides.

Pues bien: cuando Gustavo Arango inició su trabajo de investigación en los archivos de El Universal no pensó que se iba a encontrar columnas escritas por el autor de Cien años de soledad, donde se presagiaba el inmenso escritor en que se convertiría años después Gabriel García Márquez. El hijo del telegrafista de Aracataca ingresó al periódico el 19 de junio de 1948, y al día siguiente empezó a escribir la columna Punto y aparte. Cuando Manuel Zapata Olivella se lo presentó a Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de Redacción, éste le dijo que ya había leído los cuentos que desde 1947 le venía publicando El Espectador. Entonces lo contrató para que, además de crónicas, escribiera notas cortas para la sección Comentarios, que aparecía todos los días en la página cuarta.

Gustavo Arango dice que el ambiente intelectual que en ese tiempo se vivía al interior de El Universal le abrió a García Márquez las puertas para entrar en conocimiento de la novela moderna. En el periódico trabajaba ya Héctor Rojas Herazo, que era un lector exquisito. Y Clemente Manuel Zabala era un periodista con formación intelectual que había leído a los autores norteamericanos. Además, pasaba por allí todos los días Gustavo Ibarra Merlano, columnista del periódico,  que conocía como pocos el teatro griego. Los tres le recomendaron leer a Dos Passos y a Steinbeck. Pero también le dijeron que para cultivar su imaginación debía conocer a los autores griegos. García Márquez aceptó los consejos. Y se internó en la lectura de estos autores antes de descubrir a Faulkner.

¿Qué temas llamaron la atención de Gabriel García Márquez como columnista? Los hechos internacionales del momento, la despedida a los amigos que salían de Cartagena, la violencia que se registraba en el Magdalena, la carrera en el cine  de Rita Hayworth y la reseña de libros escritos por autores costeños. En ninguna de las columnas publicadas en El Universal abordó el tema de los novelistas que lo marcaron como escritor. Escasamente escribe sobre poesía, destacando la obra de Eduardo Carranza y Jorge Rojas a propósito de la publicación de un libro de Guillermo Payán Archer. Sin embargo, en las tertulias que con sus compañeros hacen en el Paseo de los Mártires, en el sector de El Cabrero y en la Cafetería Americana sí son recurrentes las charlas sobre literatura.

En el libro de Gustavo Arango se revelan datos sobre García Márquez que pocos conocen. Por ejemplo, dice que en el Municipio de Sucre, donde el escritor vivió parte de su infancia, existió un personaje que lo llamaban el coronel Buendía. Vestía totalmente de negro, y usaba un sombrero inmenso también negro. En una visita que Jorge Eliécer Gaitán hizo a la población, el hombre se paseó por la plaza montado en una mula negra, echando discursos a favor del líder liberal. El otro dato tiene que ver con la columna La jirafa, que firmada con el seudónimo de Séptimus escribió durante varios años en El Heraldo, de Barranquilla. García Márquez llamaba a Mercedes Barcha, en su época de novios, La jirafa. Y Séptimus era un personaje de la novela La señora Delloway, de Virginia Wolf.

¿Cómo era García Márquez a los veintiún años de edad, cuando llegó a Cartagena? Para establecerlo, Gustavo Arango recurre a la memoria de quienes fueron sus amigos en aquellos años. En entrevistas que les hace a Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la Espriella, Gustavo Ibarra Merlano y Manuel Zapata Olivella todos coinciden en señalar que era un muchacho mal vestido, que usaba camisas de colores estrambóticos, que calzaba unos mocasines sin embetunar. Como era un conversador exquisito, los amigos lo invitaban por su cuenta a tomar trago en algunos burdeles de la ciudad. Pero, eso sí, todos dicen que se presentía en él a un joven que por su inteligencia iba a llegar lejos, interesado en aprender cada día nuevas técnicas narrativas, con una capacidad de fabulación asombrosa. 




Publicado en Eje 21 el 11 de junio de 2017.







jueves, 29 de octubre de 2015

Con Ramiro de la Espriella

Conocí a Ramiro de la Espriella en 1994, cuando hacía la investigación para el libro Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, y desde entonces admiré su entereza moral y su alto nivel intelectual.
Fue generoso conmigo y llegó a escribir una de las primeras reseñas críticas sobre mi obra.  Este capítulo en el que recuerda a Gabito es un pequeño homenaje a su memoria. 




DE GALLINAS Y DE HOMBRES 


“El equipo de avanzada desea entrevistarse con usted, señor gobernador”.
Pálido, flaco y solemne, Gonzalo Zúñiga Torres entró al despacho del señor gobernador y le habló a su espalda ancha y encorvada.
“¿El qué?”, preguntó Ramón P. de Hoyos con voz de león con hambre, sin dejar de mirar de cerca las aspas fatigadas del ventilador.
“El equipo...”.
Ramón P. de Hoyos interrumpió a su secretario de Gobierno y haciéndose perdonar por la aspereza inicial, le dijo:
“Dígales que pasen, Gonzalito”.
Gonzalo Zúñiga era una joven promesa del liberalismo. A sus treinta años ya había sido alcalde de su natal Quibdó y era una persona infaltable a la hora de pronunciar discursos memorables (para proclamar políticos o reinas). A finales de ese año esperaba tener su título de abogado. Ahora seguía cosechando experiencia como secretario de Gobierno.
Un estruendo de zapatos en el piso de madera obligó al gobernador De Hoyos a abandonar su romance con el ventilador. Su camisa blanca tenía enormes manchas de sudor en torno a las axilas y sobre la barriga. Entrecerró los ojos frente al grupo, como si se estuviera preguntando, entre irritado y divertido, ‘qué carajos significa este tumulto de chiquillos’.
“Buenas tardes, señor gobernador”, dijo Argemiro Martínez Vega, preguntándose dónde poner los brazos para ser más convincente.
Ramón P. de Hoyos miró a cada uno de los hombres de ese grupo y fue a parar a la cara expectante y asustada de su secretario, quien se había quedado junto a la puerta por si las cosas se complicaban.
 Sin dejar de mirarlo, preguntó:
“¿A qué debo el honor de la visita?, jovencitos”.
A pesar del desconcierto que les produjo el saludo, a pesar de lo frágiles e infantiles que se sintieron frente a ese hombre que podía ser el abuelo de cualquiera de ellos, Argemiro Martínez fue directo, explícito y claro:
“Venimos a pedirle garantías”.
Ramón P. de Hoyos lo miró con sorna.
“¿Garantías?”, dijo con un énfasis burlón en el acento.
“Sí... señor”, dijo Argemiro Martínez con un intencionado titubeo antes de la palabra señor.
 “Los señores quieren garantías”, le informó desenfadado el gobernador a su secretario.
Gonzalo Zúñiga no dijo nada.
Argemiro Martínez volvió a hablar:
“Estamos haciendo campañas políticas por todo el departamento. Pero con el clima de violencia en que vivimos, con la actuación arbitraria de la Policía, nos sentimos en peligro”.
Ramón P. de Hoyos dejó de sonreír y preguntó con una preocupación caricaturizada:
“¿Los han metido al cepo?”
“No señor, a ninguno de nosotros lo han metido al cepo, pero...”.
“¿Les han dado plan?”, interrumpió el gobernador, con la voz rutinaria de quien sabe de memoria el orden de un interrogatorio.
“No, señor, a ninguno de nosotros...”.
Ramón P. de Hoyos tomó una amplia bocanada de aire, cerró los ojos con la solemnidad de quien se dispone a recitar un texto sagrado y volvió a interrumpir.
“¿La autoridad legítimamente constituida se ha negado a brindarles protección?”
Argemiro Martínez bajó la mirada apesadumbrado, todo el furor que traían al llegar a la oficina del gobernador se había derrumbado con unas pocas preguntas. Sus compañeros se sumaron a la pesadumbre y a la inspección del gastado piso de madera de la oficina.
“No”.
Ramón P. de Hoyos miró a esa juventud avergonzada, pensó en ellos como hijos y, después de dar una sonora palmada sobre la mesa y de soltar una carcajada firme, les dijo con voz festiva:
“Mierda. Ustedes lo que están es nerviosos”.
Antes de volverse por completo hacia su ventilador, el gobernador Ramón P. de Hoyos miró a su secretario, le sonrió dulcemente y le dijo con voz de animal saciado:
“Gonzalito... Los señores necesitan té de tilo”.

* * *

“A veces hace pendejadas, como todo el mundo, pero cambios fundamentales no”.
Ramiro De la Espriella pronuncia las palabras con una lentitud que hace pensar que no saldrán completas, que se interrumpirán mientras se asoman.
Está en el balcón de un restaurante en el Hotel Hilton de Cartagena, detrás suyo se dibuja el azul resplandeciente de la piscina. Viste el traje blanco del Caribe y saluda informalmente a meseros y comensales que pasan por su lado. Durante mucho tiempo ha sido miembro de la junta directiva de ese Hotel –en representación de la Corporación Nacional de Turismo– y se siente como en su casa.
Ramiro De la Espriella vive en Bogotá, donde ha desarrollado una destacada carrera como periodista, político y abogado, pero nunca ha perdido el contacto con Cartagena, vuelve a ella con frecuencia y es tema recurrente en sus columnas periodísticas. Algunos de sus amigos afirman que si en este país hubieran seguido primando las ideas sobre el dinero, Ramiro De la Espriella ya sería expresidente. Su amistad con García Márquez ha perdurado hasta hoy. La confianza que se tienen se trasluce en sus respuestas. Ahora responde a la pregunta que le hacemos sobre el cambio que él observa entre el joven de veinte años y el hombre legendario y afamado.
“Se volvió rico, puede expandirse en sus deseos, comprar más medias amarillas, pero no ha logrado vestirse bien. Se viste caro, pero no bien”.
“En aquella época vestía estrambóticamente, con medias amarillas, unos mocasines que eran de poco uso, la camisa por fuera. No era nada atractivo, era un poco camaján. Recuerdo que mi padre le decía 'Valor Civil' porque, decía, para vestir como él se vestía se necesitaba mucho valor civil”.
“Era un pelaíto ahí, insignificante, barroso, con rostro más bien palúdico. Yo no sé qué le vería Mercedes, parecía muy débil, físicamente no tenía ningún atractivo. Pero él superaba toda esa falta de impresión con los cuentos, la imaginación y el trato. Era muy especial en el trato, simpático, anecdótico. Pero, personalmente, si alguien lo veía en la calle podía confundirlo con un mensajero”.
“Ahora, a veces, cuando llega al país, me llama y nos vemos. Nos vemos con más frecuencia aquí en Cartagena que en Bogotá, porque en Bogotá me dice: ‘Llámame’ y yo le digo: 'Mira Gabito, si tú quieres hablar conmigo me llamas, porque si yo llamo quedo de sapo y hay cien sapos ahí sentados esperando hablar contigo. Si tú quieres hablar conmigo me llamas y hablamos. No voy a ir a sentarme a oír pendejadas’”.
Al comienzo, la amistad de García Márquez con Ramiro De la Espriella fue intermitente pero intensa. Ramiro estudiaba derecho en Bogotá y viajaba a Cartagena en sus vacaciones. García Márquez iba frecuentemente a casa de la familia De la Espriella y a su finca en Turbaco, tenía contacto permanente con Óscar, el hermano de Ramiro, y solía visitarlos para leerles fragmentos de la novela que estaba escribiendo. Muchas veces se quedó a dormir en su casa.
En 1949, el vínculo con Ramiro fue más estrecho, compartieron experiencias políticas con motivo de la campaña para las elecciones de junio y vivieron juntos uno de los acontecimientos más curiosos y polémicos del año: el reinado estudiantil.
El 28 de julio de 1949, con motivo del viaje de Ramiro De la Espriella a Bogotá para recibir su título de abogado, García Márquez publicó en El Universal una columna titulada ‘El viaje de Ramiro De la Espriella’, allí se refirió a las características de su amistad.

* * *

El viaje de Ramiro De la Espriella

Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
A nosotros –personalmente– nos va a hacer falta De la Espriella durante algunos meses, para hablar mal de André Maurois, para discutir sobre Faulkner y para estar de acuerdo sobre Virginia Woolf. Nos va a hacer falta, por otra parte, para que nos recuerde por qué es necesario desplazar a los jefes naturales del liberalismo departamental y para que nos soporte días enteros leyendo originales de una novela que no puede circular sin su visto bueno. Nos hará falta, en fin, como compañía y como espectáculo de inteligencia; como motivo incomparable para perder el tiempo y como consejero insustituible para olvidar algunas tonterías de la vida y convertirse en responsables padres de familia. Pero, principalmente, nos hará falta su cercanía fraternal.
El Universal, jueves 28 de julio de 1949, página cuarta.

* * *

“Eso de que la novela no podía circular sin el visto bueno mío es puro cuento. Yo le oía leer su novela y su vaina –y de lo que nos leía salieron después tres o cuatro novelas–, pero nunca me preguntó antes de publicar, de modo que eso era un otorgamiento gratuito”.
En esa época yo estaba estudiando en Bogotá y venía de vacaciones. Mi familia, mi papá y mi mamá, pasaban vacaciones en una finquita en Turbaco y él se presentaba los viernes o sábados y se quedaba allá hasta el domingo. Llegaba con unos rollos largos de papel periódico en los que estaba escribiendo un novelón larguísimo que se llamaba La casa y nos leía durante horas. Nos leía principalmente a mi hermano Óscar y a mí, que éramos los aficionados a la literatura, pero a veces mi mamá también se sentaba a oírlo. De ese novelón, que era largo, salió El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y mucho de lo que dice en Cien años de soledad”.
“Recuerdo que una vez estaba leyendo algo –me parece que eso quedó en el Coronel– sobre un extraño personaje que llega, tal vez a Sucre –porque él venía de Sucre–, y cuando estaba describiendo el personaje mi mamá le dijo: ‘Ese es el general Uribe Uribe’, y entonces Gabito le preguntó cómo sabía que era él. Mi mamá le respondió: ‘Porque él tenía las muñecas así de gruesas’. Mi mamá había conocido al general Uribe Uribe.
“Él recoge mucho de la historia. Lo que la historia tiene de fantástico y anecdótico, él lo insufla y lo recrea y lo vuelve realismo mágico: la verdad mentira, lo que se puede creer de la mentira”.

* * *

Imagen sensible de García Márquez

Por RAMIRO DE LA ESPRIELLA
Un día me encontré debajo de la Gobernación en Cartagena con don Gabriel Eligio, el papá, y me dijo: 'Ese sinvergüenza no le escribe ni siquiera a la mamá'. Andaba por Venezuela o por México, no recuerdo, y ya su fama ascendía. Le contesté: ‘Pero está considerado como uno de los mejores cuentistas del Continente’. Y el viejo, casi iracundo, bien convencido de lo que tenía por dentro, me respondió: ‘¿Cuentista? Embustero... Embustero es lo que es. Desde chiquito es así. Iba a una parte, veía algo, y llegaba a la casa contando otra cosa. Lo agrandaba todo’. Eso es lo que ahora llaman Realismo Mágico, que es la verdad mentira, que se puede creer y no hace daño a nadie (...)
Escribía notas políticas en El Universal, el periódico liberal del doctor Domingo López Escauriaza, y le pagaban $0,32 por cada una. Una vez coronó a una reina de estudiantes con un discurso como de Rafael Maya, pero con una diferencia: malo, pero corto. Debía tener veinte o veintiún años (...)
Allí comenzó a escribir un novelón inmenso que se llamaba ‘La casa’, en largas tiras de papel periódico sacadas precisamente de El Universal. De esa novela arrancan, hasta ahora, todas las demás (...) Había una Adelaida de la que no recuerdo haber vuelto a oír jamás. García Márquez se iba a la Loma del Diablo, una finca donde vivíamos en Turbaco, con los originales del novelón hechos un gran rollo, y nos leía, nos leía toda la tarde, a veces también toda la noche. Todo aquello rociado con ron viejo del barril que había en el garaje, y que nosotros curábamos echándole ciruelas pasas. Naturalmente la lectura terminaba siempre en una ‘pea’, y la ‘pea’ en una gran discusión, y como entonces no sabíamos qué clase de genio era García Márquez aquellos personajes se nos borraban, y muchos de ellos no han vuelto a aparecer jamás. La novela se hinchaba a veces, crecía, en otras ocasiones aparecía totalmente podada, delgada, como un cuento. Le entraban y le salían personajes pero se seguía llamando ‘La Casa’, tal vez por eso. La verdad es que nadie le metía la mano a ‘Gabito’ en sus originales. Nuestra intervención se limitaba a la rutilante audiencia etílica de unas largas tardes viendo caminar o sentarse a sus personajes. (...)
La lectura se interrumpía, de pronto, porque había que tomarse un trago, echarle hielo a los vasos, y la Coca–cola, o porque simplemente ‘Gabito’ la suspendía para decir: ‘Este personaje hay que atornillarlo más’ y hacía el gesto con la mano empuñada. Eso podía significar, también, la liquidación total del personaje, que lo pasara al ‘paredón’, aunque el ‘paredón’ entonces no existía, o que lo transmutara en otro como quien cambia de vasija un líquido. (...)
Revista Imagen, órgano del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes de Venezuela, abril de 1972.

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Tu artículo en Imagen me confirma una vez más que la vaina era muy buena hace 20 años y que ahora es una mierda. Hablaremos esto más despacio en Caracas. Abrazos. Gabo.
Mensaje de Gabriel García Márquez a Ramiro De la Espriella.

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“Cuando le dieron el Premio Rómulo Gallegos, yo escribí, en una colaboración que me pidieron en Caracas, que Gabito no es un creador, es un narrador, un reconstructor de hechos.
“Una vez, hablando con Vargas Llosa después de haber leído su Historia de un deicidio –un volumen de más de seiscientas páginas sobre García Márquez– donde le atribuía a Gabito una gran influencia de Rabelais, con Gargantúa y Pantagruel, yo le dije: ‘Mira, en esa época Gabito no había leído a Rabelais’. Vargas Llosa se refería específicamente a la protuberancia de los Buendía y yo le dije: ‘Nosotros teníamos un amigo, Ñoli Cabrales, que se paraba en el Parque de Bolívar a contar cómo era su pene’.
“Ñoli decía, por ejemplo, que cuando él iba al cine compraba dos boletas, una para él y otra para su adminículo y que, a veces, el pene le decía con voz muy gruesa: ‘Erda Ñoli, esta película es muy mala; vámonos’. Y Ñoli lo cogía de la mano y lo sacaba del cine.
“En esa época se hacían retretas en el Parque del Centenario y él llevaba al pene a la retreta, le ponía corbatín, lo peinaba con la raya en la mitad y daban vueltas para ver las muchachas... Ñoli tenía una serie de historias fantásticas sobre eso. De ahí es de donde Gabito saca todo lo relacionado con esa excepcional condición de los Buendía; no es de Rabelais, no es de Gargantúa y Pantagruel, eso no tiene nada que ver.
“Eso de la exaltación del miembro viril es una constante mental en la Costa, hasta el punto de que yo creo que es la región del país donde el miembro viril tiene más nombres. Se llama cotopla, mondá, guasamayeta... todos los nombres que quieras. Tú puedes conseguirle veinte o treinta nombres, esta es la cultura del falo”.

* * *

El equipo de avanzada

El hombre liberal de la provincia bolivarense –que es dos veces liberal porque es liberal perseguido– acaba de conocer el significado auténtico, el precio justo del equipo de juventudes que comanda Argemiro Martínez Vega, Felipe Paz, Carlos Alemán, Ramiro De la Espriella, Diego León García. Con el itinerario político que acaban de cumplir en el departamento bajo su segura capitanía, conquistaron limpiamente ese nombre genérico con que ya empieza a conocérseles en los puestos de avanzada: ‘El equipo’.
Ese cálido bautismo del pueblo, es apenas un testimonio de la forma jadeante y definitiva en que estos ciudadanos de la inteligencia andan predicando el evangelio democrático entre la comunidad liberal. Desde el instante en que terminó la reciente travesía del equipo, sus integrantes quedaron colocados, automáticamente, en las trincheras de la vanguardia. Porque es significativa –consoladora para nuestras costumbres políticas– la infrecuente circunstancia de que el equipo no hubiera refrendado sus credenciales en la mesa de un banquete, sino en el rectángulo de una plaza pública, sombreada de bayonetas enemigas. La fácil maniobra, la reposada intriga, no tienen carta de ciudadanía en los sistemas públicos de estos representantes decorosos de la nueva generación política.
El equipo fue a buscar su agua bautismal en la región agraria de Bolívar, donde el metal del gallo no anuncia como antes el advenimiento de una nueva madrugada, sino el final de una vigilia tormentosa. Los hombres del equipo encontraron al campesino liberal, montando la guardia a la orilla de las cosechas. Encontraron a la mujer liberal batallando diente a diente con la muerte, para que su leche no tuviera temperatura de pavor, ni sabor amargo en el paladar de las generaciones venideras. Sintieron, los hombres del equipo, el recio pulso de la patria latiendo, como desde el principio del mundo, en el costado de las multitudes. Se hundieron en el agua de los ríos domésticos, mordieron la raíz de la ceiba proletaria y pusieron símbolos de paz y conciliación frente al cuartel de los bárbaros.
El equipo ha conocido de cerca la cruda realidad de nuestras gentes agrarias; ha sostenido con ellas el inquietante diálogo de sus problemas y ha conocido el patio electoral, la casa de ese gran ciudadano anónimo que define los destinos de la nación.
El equipo –comandado por Argemiro Martínez Vega, ese irrevocable capitán del pueblo– ha empezado a transitar ya, con seguro pulso de soldado, por el auténtico territorio del departamento liberal.
El Universal, viernes 20 de mayo de 1949, página cuarta, sección ‘Comentarios’.

* * *

“Lo de la violencia sí lo recuerdo porque me correspondió también sufrirlo. Claro que sí perseguían. Los políticos no se atrevían a salir en campaña. Los únicos que salimos fuimos nosotros. En 1949 hicimos varias giras por el departamento con lo que llamábamos ‘El Equipo’.
“El Equipo estaba conformado por Argemiro Martínez Vega, que era quien lo comandaba; Jacobo Casij, Felipe S. Paz, Carlos Alemán y yo. Los cinco recorrimos el departamento de Bolívar –que era lo que hoy son Bolívar, Córdoba y Sucre– haciendo manifestaciones contra la violencia.
“De ahí resultó elegido Argemiro para la Cámara de Representantes y Alemán para la Asamblea. Yo estaba terminando Derecho y Gabriel trabajaba en El Universal. Recuerdo que él escribió en el periódico varias notas sobre El Equipo. Búscalas. Ahí deben estar.
“Creo que el paso de García Márquez por Cartagena y por El Universal fue determinante. La influencia de Clemente Manuel Zabala no fue sólo en el oficio periodístico, fue una influencia artística también, en el sentido de que lo orientó hacia la lectura de la novela y lo inició en el aprendizaje musical, lo puso a oír música distinta a la que él traía.
“En materia musical Gabriel era un virtuoso del vallenato. Lo oí muchas veces tocar dulzaina y cantar vallenatos, tenía muy buena voz. Me parece, haciendo un poco de chiste, que habría sido mejor vallenatólogo o cantante de vallenatos que novelista, tenía un talento más visible, tal vez porque esa música la oía desde la cuna. Pero en Cartagena, Zabala lo puso a oír música clásica.
“Clemente Manuel Zabala era un caso de bondad inmarcesible. Era un tipo de una pureza de alma, de espíritu y de una gran sensibilidad. Buen escritor, conocedor de los secretos del periodismo de la época, hombre de izquierda y espíritu apacible. Yo creo que influyó bastante en García Márquez en los inicios”.
“Lo que recuerdo de Clemente es que todos los días aparecía con el pelo más negro, se pegaba unas tinteadas tremendas y mi hermano Óscar lo veía y decía: ‘Acabó de salir de la cajetica’. Vestía de blanco y corbatín negro y caminaba dando salticos.
“Bueno, pero también había otra gente ahí. Estaba Héctor Rojas Herazo, estaba Gustavo Ibarra, estaba... el viejo Domingo López no influía en nadie, era una cosa aparte. Yo creo que ni periodísticamente influía. La prosa del viejo López como periodista estaba hecha de frases incidentales que le cortaban la respiración al lector, entonces, cuando terminaba de leer la frase ya se le había olvidado lo que estaba arriba. Sin embargo, él lo que tenía, según decían aquí, era autoridad moral, porque era muy correcto. Algún ingenio criollo dijo que era el único domingo a quien no lo seguía ni el lunes.
“Gabito vino y continuó sus estudios de Derecho que había iniciado en Bogotá. Sobre él tuvo bastante influencia en esa época Mario Alario Di Filippo, que era profesor universitario y –no estoy seguro– creo que también le pudo dar algunas clases de elegancia idiomática; aun cuando Gabito no las ha necesitado nunca, él es un narrador de nacimiento.
“Hay una anécdota muy simpática del año 49. A mediados de ese año se celebró un reinado estudiantil que conmocionó la ciudad. Gabito proclamó una candidata y yo proclamé otra. Él leyó un discurso y yo leí otro discurso. Pero el discurso que leyó él lo hice yo y el que leí yo lo hizo él.
“La intención era hacer el pastiche, imitarle el estilo al otro”.

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Discurso de proclamación
de Carmen I como Candidata

Para proclamar a doña Carmen Marrugo, el doctor Ramiro De la Espriella pronunció el discurso que a continuación publicamos:
Señora:
Nosotros queremos que esta fiesta de los estudiantes sea –antes que nada– la ardida exaltación del corazón de América. Aquí, ante nuestros ojos, yace de perfil América, verdecida por las cabelleras de sus árboles, mirándonos a los ojos por los ojos de sus mares, prolongando al duro pedernal de nuestros huesos en su esqueleto hecho de metales, copiando esta sangre que nos duele en la lenta fuga dormida de nuestro petróleo, y dejando q' su corazón –que nuestro corazón– siga al treno lánguido de los pájaros salvajes, perdido para siempre entre el ruido de las ciudades que surgen.
América está aquí también, hecha dulce carne de mujer. La turbia miel de sus trapiches es ahora cabellera al viento; hierro de sus minas y duro carbón, los ojos negros; digno cansancio de orquídeas la prolongación de las manos en el talle de los brazos; en los pechos, el fruto que crece entre el gorjeo de una paloma y la oculta música de los corazones; fresca la melodía de sus ríos al cruzar la doble euritmia de los muslos hasta la playa de los pies desnudos; y todo eso, sangre vertida de América: dolor de los indios en el cansancio de los ojos; ocre quemante de Nubia en la terca piel; orgullo de España perdonada en su belleza por la angustia de los esclavos.
Porque América está aquí en cada poro de tu piel, porque su perfil es tu perfil de sereno triángulo, y tu sangre es afluente de su sangre, venimos a devolverte lo que el tiempo ha detenido en los hechos y la inteligencia eternizado en los cantos. Aquí tienes los ríos de cauce seguro, esperando el parpadeo de una lágrima para desbordarse sobre la piel de la tierra; las salvas de mil olores y colores distintos, atentas a su voz para detener su crecimiento; los sordos metales, velando la palabra que los desvíe de las manos de los avarientos; la lava que quema, urgida, el signo que cierre los cráteres de los volcanes; y el mar, lebrel a tus pies, alerta al instante preciso en que quieras hacerte con él tu gorguera de olas.
Hay entre este barro nuestro y el hombre que lo amasa con sus pies no sé qué extraña identidad que no es ya reflejo del paisaje sino hondura del ánima, prolongación del espíritu del hombre en el soplo de la greda, y regreso del pavor de la tierra, con su lenta destilación de frutos y de aromas, de piedras y de ríos, a la savia en que se nutre el pensamiento. Es este milagro, este milagro del hombre sobre la tierra, y esta entrega de la tierra bajo las plantas del hombre, lo que ahora mueve mi evocación, para buscar por entre la geología del continente la serena grandeza de su fuerza, y atar de nuevo los leones de la insurgencia bajo el tranquilo pulso de tus manos.
Esto, el secreto trino y la dureza de los metales, el temblor de las estrellas y la carne que palpita bajo la luz, el árbol que crece y el hombre que guía su ternura feraz, es también, por entre la veta silenciosa del tiempo, presencia de América. Pero no ya muda contemplación del símbolo ni expectante gesto estático, sino prolongación del ser de la vida en el ser de la historia. Dinámica del hombre sobre los elementos y precipitación de su ‘devenir gradual’ por fuerza de la voluntad que crea. Borrasca de mares ignotos hecho corola de la rosa de los navegantes, cerrada noche del sojuzgamiento rasgada por las primeras luces del alba revolucionaria. Nostalgia de los ancestros sobre el parche sonoro de los tambores, reencuentro del desposeído con el paraíso perdido. Es el corazón de América vuelto sobre su propia sangre, y la sangre que fertiliza los huesos de los hombres, que hace fuerte el puño de los descontentos, enciende una bandera y, por fin, rompe el estrecho círculo que la abate y crece en bronce hecha Héroe, Reformador, o Mártir. El descamisado de Pativilca, comandando una marcha de pies descalzos; Mariátegui o Ponce, humanizando el humanismo; Galán, mirando desde el hueco de las cuencas vacías el regreso de la Comuna.
Sólo así, cuando el símbolo se decanta, y deja de ser ya un remedo de la eternidad, para ir naciendo y muriendo en cada despertar y apagarse de la conciencia colectiva, estamos limpios para alcanzar los cien nombres puros del espíritu. Entonces, todo, el dolor de pensar en los sabios, la ira santa de los rebeldes, la pesadez productiva de los arados, se hace himno jubilar a la Belleza, y busca en su sereno rostro los acordes de su perdida melodía. Así, de nuevo, está América en ti, en contenida fuerza y en virtual economía del espíritu; y no es ya tu corazón el que late, sino el suyo alimentado en el tormentoso curso de tus arterias.
Aquí, a nuestro lado, el estudiante de América. El esclavo que libertó Lincoln y se hizo trotamundos de la cultura en Wright; el gaucho amanecido sobre el sueño de su guitarra; Porfirio, en llanto, recogiendo la cal de sus huesos para nutrir la sangre del poema; Prestes, silencioso, de bruces sobre el libro del último y verdadero profeta. Cerró para siempre la verdad convencional de los textos y ahora es el viajero de su mundo, el hombre que salió al encuentro del lucero, y trajo de regreso la semilla del canto entre sus manos. Porque la voz de la tierra y la voz de los hombres han bajado hoy hasta nosotros, yo te llamo tres veces en nombre de la Inteligencia, de la Historia y del Porvenir.
El Universal, domingo 10 de julio de 1949, página segunda.

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“Lo demás era leer novelas con él. En esa época se leía a John Dos Passos, Steinbeck, comenzó a figurar Curzio Malaparte con La piel y Kaputt. Me acuerdo que lo impresionaba mucho una frase de Virginia Woolf, no me acuerdo si fue en Al faro o en Orlando o una cosa así, que la muchacha decía: ‘El amor es quitarse las enaguas...’. Decía, refiriéndose a Virginia: ‘Esa es mucha vieja macha’.
“También leímos a Hemingway y Faulkner, que lo volvió loco. No estábamos leyendo autores colombianos, entonces. Habíamos leído, porque era imprescindible en bachillerato, La María, La Vorágine y esas cosas, pero no teníamos afición o admiración hacia los autores colombianos. A Fernando González sí lo leíamos, sobre todo una revista que él hacía íntegra, se llamaba Revista Antioquia. Recuerdo que un día en esa revista apareció una página en blanco con un letrero que decía: ‘Los hijueputas de la Compañía Colombiana de Tabaco me negaron el aviso’. Yo creo que inmediatamente se lo volvieron a dar”.
La sonrisa de Ramiro De la Espriella es sutil y lenta, tiene arabescos elegantes como sus palabras. Mira el reloj. Pronto serán las doce del día. Debe ir a la agencia de viajes del Hotel a confirmar su tiquete de regreso a Bogotá. Apura su cerveza.
“Pues, a grandes rasgos, eso es lo que pasó en aquella época. Lo demás es normal. Íbamos donde las putas, tomábamos trago, lo que hacían los estudiantes de entonces. Como uno no tenía condiscípulas, pues tenía que ir donde las putas.
“Íbamos donde Juana Zúñiga, por los lados del Arsenal, al ‘Pullman bar’, en Manga, o a los sitios que quedaban cerca a los muelles. Ahí la suma sacerdotisa era una mujer a la que le decían la Carioca, una mujer deslenguada que peleaba todas las noches y siempre terminaba recibiendo botellazos.
“También íbamos al Niño de Oro o donde Mery Reyes, cuando se tenía con qué, tampoco era posible hacer con frecuencia el gasto.
“Íbamos también a robar gallinas de las ponedoras del ‘general’ Ramón León y B., y de ahí salíamos para donde las mujeres a hacer el sancocho”.

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“Esta noche sabrá lo que es un tiro”, dijo el general después de golpear la mesa del comedor.
Su esposa lo vio ir hasta el cuarto, hurgar en el armario y sacar una escopeta reluciente de dos cañones.
Al salir de la casa le dijo a su mujer que se acostara.
La noche era despejada y la brisa tenía sabor salado.
El general entró al galpón y se refugió al final del ponedero donde una larga hilera de gallinas estaba concentrada en prepararle unos huevos.
Cargó el arma, miró la oscuridad, escuchó los grillos y esperó.
Se preguntó si no estaría tratando de descargar con un simple ladrón de gallinas su frustración política, la amargura de la accidentada oposición que él y sus amigos ejercían por esos días. Pero estaba decidido a dispararle. Ya eran muchas las bajas en su corral.
Poco antes de las diez de la noche vio una fila de sombras que se acercaba. Con el arma preparada esperó a que abrieran la puerta y entraran.
“Por aquí”, dijo la sombra que marchaba adelante, y se fue al extremo opuesto del ponedero. Los otros dos lo siguieron.
“Buagghh”, dijo una gallina, y de inmediato todas las gallinas se unieron a la protesta.
Los tres hombres rieron ante el estruendo. El general aprovechó para moverse en la oscuridad hasta la puerta y encendió la luz.
Todos quedaron petrificados. El general apuntaba en dirección a los tres hombres. Una lluvia de plumas pequeñas caía entre ellos.
“Soy yo, papá”, dijo avergonzado Diego, el hijo del general, con la gallina en la mano. “Gabito y Ramiro son mis amigos. Queríamos irnos donde las muchachas”.
El general siguió apuntando con el arma.
Hasta las gallinas guardaron silencio.

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“Yo le saqué a Gabriel la cuenta de lo que don Domingo le pagaba por las notas que escribía, le salían a treinta y dos centavos.
“En cuanto a novias, de la única que hablaba era de Mercedes. Le decía ‘La Jirafa’ y así tituló una columna que escribió después en El Heraldo.
“Hombre, yo creo que él se fue a Barranquilla buscando más aires, más libertad y una mejor remuneración”.
El mejor remunerado de los dos paga las cervezas que se han tomado durante la charla. Al llegar a la agencia de viajes, Ramiro De la Espriella la encuentra cerrada. Tendrá que volver a las dos de la tarde.
“Mi hermano Óscar era mucho más conocedor de literatura, porque él es mayor y tenía una estructura mental y literaria mucho más solidificada que nosotros. Él debe tener algo que decir.
“Vive en el callejón del Albercón, en el pie de la Popa. Es muy difícil para conceder entrevistas, pero si lo coges de buen genio te dice muchas vainas”.