miércoles, 27 de marzo de 2019

La guía perdida


Imagen de la película El abrazo de la serpiente.




Cuando nacemos, el mundo ya llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos, mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película, exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas. Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de basura.
Pasamos la vida encontrando relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no estaremos cuando ocurran los hechos memorables.
Nuestra breve estadía, sin embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida, nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la casa.
Es posible decir que la historia que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas. Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles, cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana.  Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés, entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros hasta ese remoto paraje.
Cuarenta y siete años más tarde, en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados de la fiesta, preciso en el momento en que se pone buena.

Texto publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en octubre de 2011.









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