Texto
publicado en el diario El Universal, de Cartagena,
el jueves 17 de octubre de
1991.
Hay
en cada lugar, en cada muro, en cada calle y cuarto, centenares de historias
olvidadas. Pasiones, dolores, alegrías grandes y pequeñas, y hasta
indiferencias que los hombres han dejado regadas a su paso. Del mar de instantes
que componen nuestra s vidas sólo podemos retener algunas gotas. A esa lucha
permanente que sostiene la memoria le deben su existencia muchos medios que el
hombre se ha inventado para arrebatarle momentos al olvido. Es por eso que ha surgido la escritura. Es
por eso que ha surgido la escritura. A esa misma necesidad de recordar debe su
existencia la fotografía, esa magia que rescata fracciones de segundo y sirve
de valioso testimonio que nos prueba la existencia del pasado.
Dorothy
Si
uno entra a la Casa del Marqués de Valdehoyos, si uno sube las enormes escalas
que encuentra a la derecha, si uno cruza la primera de las puertas que se
encuentra en su camino, ha llegado a la sede de la Fototeca de Cartagena.
Hay
pocas fotos en las paredes de la Fototeca. Un afiche-collage que se vende a los
turistas, una imagen remota de un planchón en el Canal del Dique, un hombre de
aspecto humilde que nos miran por entre el velamen de una embarcación y que,
por el lugar que ocupa en las paredes, parece tener importancia especial.
Pero
el show se lo roba una enorme cartelera en la que hay algunas fotos pequeñas y
recientes: fotos a color tomadas en museos europeos, grupos de personas en los
que se repite la presencia de una dama de pelo blanco, porte erguido y unos
claros vestigios de belleza que el tiempo no ha podido erradicar.
La
mujer de las fotos se parece a esa otra, real, que con aire remoto y
distinguido está en el escritorio junto a la cartelera: es Dorothy Johnson de Espinosa,
la fuerza que ha hecho posible que Cartagena rescate y conserve el pasado que
habita las imágenes.
Fracciones
de segundo
Ella
pertenencia al centro de Historia de Cartagena y desde el comienzo se puso al
frente de lo que inicialmente sería una exposición.
Buscando
colecciones tan nutridas como las de los hermanos Luis Felipe y Jeneroso Jaspe
–con escenas de comienzos de este siglo– y la de Scatda –con valiosas imágenes
aéreas captadas en el 28–, hurgando entre los álbumes familiares de todos sus
amigos, preguntando, pidiendo fotos regaladas o prestadas –que copiaba y luego
devolvía– Dorothy reunió más de mil fotografías de sitios, personas y
costumbres, fragmentos de realidad de los últimos ciento veinticinco años de la
historia de la ciudad.
Cuatro
años a bordo de espejismos
Dorothy
se levanta de su silla. Unas gafas cuelgan sobre su pecho, sostenidas por un cordón
plateado. Otras, que están sobre el escritorio, son las que ella se pone para
ir hasta el fichero.
La
exposición de hace cuatro años fue bastante exitosa. Durante un mes completo, jóvenes
y viejos acudieron masivamente a asomase
a esa ventanas hacia el pasado.
La
muestra estuvo luego en Barranquilla y Santa Marta. Más tarde fue exhibida en Madrid
y en Cartagena de Murcia y, a su regreso, la necesidad de una fototeca
permanente se había hecho evidente.
Dorothy
trae al escritorio una ficha amarilla con una copia diminuta de una foto en la
esquina superior derecha. Está orgullosa, el brillo en sus ojos lo revela.
Cuenta que las fotografías están clasificadas por veinte temas, que de todas se
conservan varias copias y que los negativos se encuentran protegidos del hongo
y la humedad.
Habla
de las actividades, de las charlas en colegios y los audiovisuales, de las
asesorías para promover la iniciática en otras ciudades. Cuenta que para el próximo
año es posible que la fototeca se pueda sistematizar.
Con
el lenguaje de la eficiencia, dice que ha recibido colaboración de algunas
entidades oficiales y privadas, que haría falta más dinero para clasificar
otras dos mil fotografías que aún esperan en ‘álbumes y cajas.
Mientras
enumera las formas como la Fototeca obtiene algunos ingresos, Dorothy toma un
libro del escritorio, lo abre. Es el catálogo de la primera exposición. Dice
que muchos turistas llegan hasta alía y compran afiches, postales y hasta
copias de las fotos, pero ya las imágenes del libro han colmado por completo su
atención.
Esa
mezcla de mudez y de elocuencia que son las fotos viejas, esos abismos en los
que el tiempo no transcurre, esos linajes que emergen con el aspecto de barcos
naufragados, esos seres de los que solo queda ese reflejo – pues ya nadie
recuerda ni sus nombres–, son la la razón que motiva los esfuerzos que allí se
hacen, la lucha contra el olvido que allí se sostiene.
Teresa
Espriella del Castillo ha venido a visitarnos
Cada
imagen genera un comentario, cada una propone una manera diferente de devolver
el reloj.
Calles
que ya no existen, el Muelle de los Pegasos con los caballos alados que le
dieron el nombre, los rostros de la gente y los lugares, reuniones en clubes sociales,
personas sin la menor idea del alcance en el tiempo que tendrían las fotos para
las que posaban; la visita de Lindbergh, de Roosevelt o de Fernando de Baviera;
un grupo de hombres con aires de dandis, que se hacían llamar el Club del Clavel
Rojo; imágenes que reposan en la fototeca y están a disposición de todo el que
las quiera mirar.
La
más antigua que se conserva es una tarjeta de visita de Teresa Espriella del
Castillo. Fue tomada en 1863. Tener una tarjeta de visita con fotografía era un
lujo que muy pocos se podían dar.
Dorothy
parece conocerse esas fotos de memoria. Dice que muchas veces se le ha ido el
tiempo mirándolas. Pero lo que ahora la entusiasma es una caja de fotos que aún
están sin clasificar. Fueron tomadas en los años treinta por un hombre del que sólo
se sabe que tenía una droguería y se llamaba Víctor Campos.
Dorothy
pide que se incluya ese dato para ver si es posible dar con alguien que sepa
algo más de la vida de ese hombre que se dedicó a captar una cara distinta de
la ciudad, un hombre que no estaba en los clubes y grandes recepciones, sino
que tomaba las imágenes de la vida cotidiana, los rostros de la clase media, escenas
de calles y de plazas que corrían el riesgo de no lograr un puesto en la
posteridad.
Pero
hay otra caja. Está llena de sobres que alguna vez fueron blancos. En cada
sobre hay un grupo de fotos tomadas por alguien que, sin imaginar el oficio que
el futuro les tenía reservado, se dedicó a recoger instantes, rostros y lugares
que llamaban y pedían la atención de sus ojos azules.
La
enfermera que vino de New Jersey
Cuando
Dorothy llegó a Cartagena, en el 48 –pocos días antes de la muerte de Gaitán–,
ya era una enamorada de la fotografía. Salió de New Jersey “porque quería
aventuras” y en su viaje llevó la cámara que tenía desde pequeña: una Kodak de
fuelle que sacaba negativos de seis por seis.
De
la caja con sobres amarillentos van saliendo unas fotos pequeñas que Dorothy observa
con detenimiento.
La
última foto de New Jersey; la palabra nostalgia aparece en sus labios.
Una
compañera en el hospital de Mamonal ríe envuelta en una toalla. Era un hospital
para empleados de la compañía petrolera Andian; allí llegó Dorothy a trabajar con
un contrato por dos años.
“Me
quedé porque mi esposo me propuso que me casara con él”, dice Dorothy con una
sonrisa de labios apretados y mirada brillante.
El
estado de béisbol. Dorothy se queda a solas con la imagen. Hay un diálogo
secreto entre ella y el papel. La asistente ha puesto en el escritorio unos
ejemplares de “El lente de la nostalgia”, el libro que este 17 de octubre será
presentado para conmemorar los cuatro años de la Fototeca. Tiene el entrañable
aspecto de los álbumes de fotos muy antiguos.
Ha
pasado un tiempo difícil de medir y el cuerpo de Dorothy parece petrificado. Se
diría que ha dejado de respirar. Está lejos de esa oficina. Ha viajado al
encuentro de lejanos momentos.
“Uff”
, dice Dorothy regresando de la foto. “Vimos unos juegos magníficos allí”.
Entonces
se comprende por qué tanto esfuerzo por conservar esos papeles que esconden en
sus luces y en sus sombras miles de sentimientos.
Una
foto que sale de otro sobre muestra ahora a Luis Miguel y Pepe Dominguín,
tomando un solo capote y aceptando la embestida de un toro que pasa poro entre ellos.
Dorothy
dice que si se quieren tomar fotos que perduren deben hacerse en blanco y
negro. “El color no garantiza fidelidad por más de cincuenta años”.
Ahora
su mirada se dirige a las paredes. Habla del planchón en el canal del Dique,
del afiche que se vende a los turistas; cuenta que muchas veces la gente,
cuando entra, pregunta dónde están las fotos, porque esperan verlas en las
paredes; y al final dirige los ojos al rincón donde un hombre moreno nos mira
entre las velas de una embarcación.
No
es una foto como las demás. No hay sitios de interés, ni construcciones
famosas, ni modas ni estilos de la alta sociedad. Hay sólo un hombre humilde
que se asoma y sonríe con timidez.
“Era
el hombre que piloteaba la lanchita en la que mi esposo y yo íbamos a pasear a
Pasacaballos”, dice con una sonrisa de aprecio profundo. “Se llamaba Pedro.
Pello, le decíamos”.
“Pello”,
repite Dorothy mirando la foto y sonriendo.
“Nunca
supe su apellido…”, dice con un gesto en el que también participa la tristeza,
y el azul de los ojos de Dorothy despide un destello que ningún aparato fotográfico
sería capaz de retener.
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