Antes de la visita a los estudiantes
de español de Roselle Park Highschool
Saludo cordial
–Precisamente a usted le estoy dirigiendo la palabra
–digo un poco escéptico e irritado–. Espero que por lo menos usted no sea como
los demás. ¿Me entiende? Vamos, no se haga el tonto. Usted puede ser lo que
sea, menos un tonto. La calidad de los libros que lee dice mucho de su
inteligencia. No me siga mirando en esa forma. Sin pestañear siquiera. Si viera
lo ridículo que se ve con esa mirada y esa lagaña impertinente en su ojo
izquierdo.
No se asombre tanto. ¿Quién le dijo que yo no podía
saludarlo? No tiene nada de malo que yo quiera saludarlo y hablar un poco. Al
fin y al cabo hemos pasado algún tiempo viéndonos.
Pero me parece que usted aún no se ha dado por
aludido. Le hablo a usted, a U-S-T-E-D. ¿No tiene nada que decir? Cuénteme al
menos cómo le ha ido esta semana.
No. Parece que usted tampoco.
¿Se le comieron la lengua los ratones? Su silencio me
da a entender que puedo seguir hablando y nunca se dará por aludido. Está
decidido a hacerse el tonto hoy. Si es así, es mejor que se olvide. Conmigo no
se juega así. A uno no se le trata en esa forma. Mucho menos cuando se digna
saludar. ¡Diga alguna cosa! No se quede callado. Su estúpida cara ya empieza a
cansarme.
Entienda que no todos somos iguales. Al menos yo no soy
igual a los demás, no me resigno a ser un objeto que le da información y lo
asusta o lo recrea sin decir más que lo justo. Soy diferente, por eso quiero
saludarlo, por eso me digno hablarle y no me limito a darle las frívolas
historias de este autor. Soy un libro necesitado de palabras.
¿No se le ocurre nada para decir? ¡Bah!... Es inútil.
Con usted no se puede hablar. Mejor cambie de página y siga leyendo como si
nada.
Escapar
Han venido a decirme que debía marcharme. Que no
había tiempo que perder. Que no había tiempo ni espacio para llevarme nada. Que
una sombra que puede ser la misma muerte me acechaba.
Han dicho que tendremos que ir muy lejos. Me han
apurado para que me vista, para que no pierda segundos preciosos amarrándome el
calzado.
Al salir, he podido echarle un vistazo a mi lugar
casi sin ver nada, sin fijar la mirada en lo que dejaba.
Sólo luego, ya cuando el asedio parece distante, he
podido hacer nítida la última visión. He visto las fotografías en el nochero,
esperemos que la memoria no las borre. He visto mi reloj, su segundero roto.
El cenicero que me regalo la tía Carola. Los cuadros en la pared, sus rústicos
marcos. Los cuadernos. Mis lápices. La jarra del agua. El calorcito que hacía
en ese sitio, mi hogar. Y me he sentido triste, vacío en ese camino que
desconozco y que ahora recorro, despojado por aquellos que pretendían salvarme
del despojo. Y me he preguntado si, en la prisa por partir, no me habré dejado
a mí también.
El contratiempo
La primera vez que ocurrió aquello, fue después de un fin
de semana en el que Gregorevich se olvidó por completo de sus obligaciones,
incluida la de darle cuerda a su reloj. Cerca de las cinco de la tarde de ese
lunes, todo se detuvo junto con el segundero.
Gregorevich tardó en encontrar la relación entre ese
mundo estancado en un perpetuo fin de tarde y el segundero inmóvil. Pero
finalmente la encontró y le dio cuerda al reloj y el mundo volvió a marchar.
Desde entonces sólo da pocas vueltas a la cuerda y
disfruta y recorre largamente las quietudes cada vez más prolongadas.
Volar
El muchacho que reparte el correo le dejó un sobre blanco
en su escritorio. Él lo miró sorprendido. No decía nada por fuera. Extrajo una
hoja que desdobló, leyó, volvió a doblar y volvió a desdoblar y volvió a leer.
Luego alzó la mirada, buscó nuestros ojos y dijo:
—Estoy despedido.
Sonrió. Rió. Volvió a decir: "Estoy despedido",
y azorado y alegre pasó por los escritorios mostrándonos la carta.
Se veía contento cuando dijo "soy libre" y
salió por la ventana.
* De los libros Bajas pasiones, Su 'ultima palabra fue silencio e Historias del sexto sentido
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