domingo, 29 de septiembre de 2013

Si uno empieza por decir…

Texto publicado en El Universal, de Cartagena, en agosto de 1994.


Si uno empieza por decir que, a partir del próximo primero de septiembre, estará en Cartagena una exposición de fotografías de Leo Matiz, es posible que ese texto que así empiece motive a dos o tres.
Si uno dice que Matiz, además de ser costeño (de Aracataca para más señas), es llamado el abuelo de la fotografía en Colombia, es posible que al Museo se asomen otros tres.

sábado, 28 de septiembre de 2013

El azul de los ojos de Dorothy

Texto publicado en el diario El Universal, de Cartagena, 
el jueves 17 de octubre de 1991.


Hay en cada lugar, en cada muro, en cada calle y cuarto, centenares de historias olvidadas. Pasiones, dolores, alegrías grandes y pequeñas, y hasta indiferencias que los hombres han dejado regadas a su paso. Del mar de instantes que componen nuestra s vidas sólo podemos retener algunas gotas. A esa lucha permanente que sostiene la memoria le deben su existencia muchos medios que el hombre se ha inventado para arrebatarle momentos al olvido.  Es por eso que ha surgido la escritura. Es por eso que ha surgido la escritura. A esa misma necesidad de recordar debe su existencia la fotografía, esa magia que rescata fracciones de segundo y sirve de valioso testimonio que nos prueba la existencia del pasado.

                                                                     Dorothy                     

Si uno entra a la Casa del Marqués de Valdehoyos, si uno sube las enormes escalas que encuentra a la derecha, si uno cruza la primera de las puertas que se encuentra en su camino, ha llegado a la sede de la Fototeca de Cartagena.

Programa de la Feria Hispana Latina de Nueva York








Program of the Hispanic/Latino Book Fair of New York 2013








jueves, 26 de septiembre de 2013

La multitud secreta

Palabras de recepción del
Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo


Nueva York, diciembre 13 de 2002.

Por Gustavo Arango

Desde el momento en que recibí la noticia de que había ganado el Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo, he vivido unas semanas de intensa reflexión sobre el significado de la literatura y sobre el papel del español en los Estados Unidos.
Confieso que la primera reacción fue menos reflexiva. No creo cometer una imprudencia si confieso que al recibir la noticia sentí una dicha casi infantil y hasta creo que di saltos de alegría.
La literatura es un vicio que adquirí casi desde niño. De todas las definiciones que ha recibido: vocación, oficio, tarea, prefiero la que dio uno de mis maestros, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, quien dijo que la literatura es un vicio, una dulce condenación.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La esperanza inútil de los gatos verdes

Un viejo texto de Wenceslao Triana


Suele suceder que los artistas tengan la opinión de que su arte les gana por kilómetros a todas las otras artes. 
Basta preguntarle a uno que pinta, cuáles son las ventajas de lo que hace para que explique largamente por qué cree que nada supera las posibilidades del color, del contacto directo con la forma, con la materia en estado puro que concede la pintura.
Lo mismo ocurriría con los músicos. Esgrimirían opiniones ilustres, que sitúan a la música como el arte supremo, aquel que supera las limitaciones de la forma y el lenguaje para emprender sus búsquedas en las esferas más sutiles de la experiencia humana.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Miguel Strogoff




    La incomprensión tiene muchos rostros. Para Julio Verne tuvo la forma de una admiración inspirada en los detalles superfluos de su obra. Ahora tiene el rostro de un olvido empeñado en negarle sus méritos reales. Clasificamos a las personas, les ponemos etiquetas, descripciones apuradas, para olvidarnos de ellas, para no tener que seguir pensándolas. Al pobre Verne le tocó la etiqueta de novelista de la ciencia, que anticipó los inventos del siglo 20. Cada vez que se habla de él se repite con admiración cansada que predijo muchas máquinas, en especial vehículos para toda clase de viajes. Ni siquiera se le reconoce que predijo el Holocausto. Lejos está la posibilidad de que se admita que en su obra lo más importante no son las máquinas sino el corazón humano, con sus muchas sombras y los breves destellos de esperanza.

     Creo no estar especulando cuando afirmo que Julio Verne fue bastante infeliz. Cuando era muy joven, su padre frustró una escapada suya en barco, justo a la salida del puerto de Nantes. Se dice que Verne juró que desde entonces sólo viajaría con la imaginación. También se afirma que las relaciones con su esposa y con sus hijos estuvieron llenas de frialdad y de distancia. No es exagerado afirmar que Verne fue un esclavo de un editor que le pagaba poco y le exigía la escritura de dos novelas por año. Pero en medio de tanta sombra es posible afirmar que Verne tuvo también momentos sublimes y de gran felicidad. La escritura de algunas de sus novelas debió compensarlo con creces por la tristeza general.
    Tengo la impresión de que una de las novelas que Verne quiso más, y en la que se puso a sí mismo de manera más directa, fue Miguel Strogoff. Quizá muchos conocen la trama de esa novela, porque hace años la presentaron en una serie de televisión: la unidad rusa está en peligro, los cables del telégrafo han sido cortados, y la única posibilidad de mantener esa unidad es que el mejor correo del zar atraviese miles de millas, a través de la estepa y de ríos helados, para entregar una carta. 
   He releído varias veces ese libro –en una ocasión lo hice porque una mujer en un sueño me dijo que volviera a leerlo– y he llegado a la conclusión de que la historia de Strogoff es la historia de todo aquel que tiene un mensaje para entregar y está dispuesto a enfrentar toda clase de obstáculos para hacerlo.
   Más allá de la belleza general de la obra, de ese elogio de la dificultad que les devuelve el alma al cuerpo a los que están desfalleciendo, esta novela tiene una de las situaciones literarias más sublimes que he leído. Strogoff es capturado por los rebeldes y su tortura consiste en quemarle los ojos con un hierro caliente. Resulta ya asombroso que los lectores en ese punto –en lugar de renunciar a la esperanza– se pregunten cómo se las arreglará el correo del zar para proseguir el viaje estando ciego. Pero, capítulos más tarde, Julio Verne nos tiene reservada una sorpresa: nos cuenta que en el momento justo en que quemaban los ojos de Strogoff había ocurrido algo que evitó que el daño fuera definitivo. 
   Strogoff distinguió entre la multitud a su madre y a su amada, una al lado de la otra, ignorantes del vínculo que las unía, ambas destrozadas por el dolor e incapaces de hacer nada para salvarlo. Entonces sus ojos se llenaron de llanto.
   Pueden decir lo que quieran de Verne, pueden insistir en que lo suyo era la ciencia, pero será difícil que encuentren en las ¨obras maestras¨ la belleza de esa historia en la que un hombre fue salvado por sus lágrimas. 

Texto publicado en Vivir en El Poblado, en agosto de 2010.






sábado, 21 de septiembre de 2013

Julio Verne, el más incomprendido de los genios

Julio Verne, foto de Nadar circa 1878.


Por Gustavo Arango

  Sobre Julio Verne circula una imagen estereotipada y simple que lo define como  autor de novelas juveniles que además fue un adelantado estudioso de la ciencia, capaz de predecir los inventos que le darían su peculiar aspecto al siglo XX.

  Olvidados de las consideraciones literarias, de su obra prolífica y diversa, las multitudes que hablarán de Verne este año con motivo del centenario de su muerte, el 24 de marzo, se concentrarán en la precisión con que vislumbró la llegada del hombre a la luna o la aparición de inventos como el submarino o el helicóptero.

  Eso, a estas alturas, cuando la humanidad ya no se asombra con los inventos, resulta lo de menos. Si la anticipación científica, junto con la glorificación del progreso,  fuera la única razón por la que Verne merece ser recordado, podemos estar de acuerdo en que su centenario marca el inicio de un merecido olvido como escritor.

  A Verne se le confiere el mérito adicional de haber hecho predicciones históricas y sociales como la de la irrupción totalitaria del nazismo,  en “Los quinientos millones de la Begún”. Pero hay mucho más que eso.

  Es un error creer que los casi ochenta libros que escribió Verne están marcados por el optimismo científico que se respiraba a mediados y finales del siglo XIX. Ese deslumbramiento sólo está presente en sus obras más famosas: “Cinco semanas en globo”, “De la tierra a la luna”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “La vuelta al mundo en ochenta días”  y “La isla misteriosa”, pero incluso en ellas se asoma un elemento sombrío –una persistente desconfianza frente al corazón humano- que se haría más notorio en sus últimos años.

  Una lectura atenta de estos y otros libros de Verne permite descubrir que su obra –repleta de mensajes cifrados- está muy alejada del concepto ensoñador y dulce que se tiene de la literatura juvenil. Verne ha corrido la suerte de otros autores que incomodan, como Herman Melville,  Edgar Allan Poe y Hans Christian Andersen, a quienes –ante la imposibilidad de desaparecerlos– se les trivializa confinándolos al mundo de la literatura infantil y juvenil.

   Algunos libros de Verne son decididamente sombríos.  En “Martín Paz” (1852), por ejemplo, Verne nos narra una tragedia escenificada en el Perú: una historia de amor imposible entre un indio y la hija de un comerciante español. Allí todos pierden, no hay sonrisas ni bromas al final, sólo muertos. También podemos decir lo mismo de uno de sus últimos libros, el “Eterno  Adán” (1905), que representa una visión apocalíptica del mundo, donde los personajes se encuentran atrapados y sin esperanza en las páginas finales. Si bien este libro parece haber sido escrito en su mayor parte por el hijo de Verne, a partir de un texto de su padre titulado “Edom”, este breve relato sirve de justo cierre a una obra menos optimista de lo que suele creerse.

  Algo que se le ha negado a Verne es su filiación con una de las corrientes literarias más importantes del siglo XX: la literatura del absurdo. Quizá porque sus historias, en la superficie, resultan bastante lineales y casi todas concluyen con la superación de los obstáculos. Pero en su obra abundan personajes y situaciones típicos de ese género literario que se constituyó en espejo de un mundo sin esperanzas, después de los ruidosos entusiasmos que trajeron los inventos.

 Suyo es uno de los comienzos literarios más originales y trasgresores de la  literatura universal. Las primeras líneas de “La jangada” (1881), en el original francés, aunque no parezca, dicen así:

 “Phyjslyddqfdzxgasgzzqqehxgkfndrxujugiocytdxvksbxhhuypohdvyrymhuhpuydkjoxphetozsletnpmvffovpdpajxhyynojyggaymeqynfuqlnmvlyfgsuzmqiztlbqgyugsqeubvnrcredgruzblrmxyuhqhpzdrrgcrohepqxufivvrplphonthvddqfhqsntzhhhnfepmqkyuuexktogzgkyuumfvijdqdpzjqsykrplxhxqrymvklohhhotozvdksppsuvjhd”.

  Después, por supuesto, vienen las explicaciones. Pero por ese instante de la lectura, Julio Verne se ha acercado a la filosofía que subyace bajo las obras de Beckett y Ionesco. Sus personajes no esperan a Godot, hacen viajes extraordinarios para ir a buscarlo (lo cual los vuelve todavía más absurdos) y a veces incurren en la extrema insensatez de creer que han logrado lo que se proponen.

Verne, el marinero frustrado, el esclavo de un editor que le dio una fama engorrosa, el amargo padre de una familia con la que nunca consiguió comunicarse, ese capitán Nemo de tierra firme que decidió suicidarse trabajando, vio el abismo más allá del resplandor engañoso de los inventos. Pero pocos le han prestado atención a sus palabras.

Artículo publicado en el suplemento Generación, del diario El Colombiano, en marzo de 2005, con motivo del centenario de la muerte de Julio Verne.






jueves, 12 de septiembre de 2013

Dios ha nacido en el exilio

 Ovidio, retrato de Luca Signorelli (1475-1523)


Empiezo a creer a quienes profetizan la muerte de Facebook. Esta semana he pensado un par de veces en desaparecer y dejar al millón de amigos hablando solos. No ha sido por las invitaciones a jugar, ni por el ‘bullying’ que alguno haya querido ejercer en mi ‘pared’, ni siquiera por los chismes y las noticias  (que me mantienen enganchado). Pienso irme por culpa de la literatura o, mejor, por lo que hacen con la literatura. Cuando visito una librería me pregunto qué sentido tiene escribir más libros, si tantos han escrito tanta vaina. Con Facebook lo que pienso es qué sentido tiene escribir literatura si casi nadie sabe apreciarla. Dos cosas me tienen al borde del adiós: la insistencia en hacer de la literatura una competencia y la manía de las listas de indispensables.

Cada vez que veo valoraciones del tipo ‘la mejor novela’, ‘el mejor escritor’, me pregunto qué criterio están utilizando. ¿Desde cuándo la literatura es otra cosa que una búsqueda personal? ¿Cómo es posible comparar —y decir cuál es mejor—  entre estornudos y naranjas? En cuanto a listas, tolero mejor que no estén los que son a que estén los que no son. Me va sacando el apellido descubrir los embuchados que se empeñan en meternos entre los que sí son grandes. Porque en literatura no hay competencia, pero grandeza sí hay.

En las últimas semanas he leído a un viejo amigo que no ha estado jamás en una lista de los que “hay que leer”. Lo descubrí hace más de treinta años en la Biblioteca Pública Piloto, su lectura me marcó para siempre y ahora he regresado. Si lo buscan en Google, casi no encontrarán nada. La mayoría de sus obras ni siquiera han sido traducidas de esa lengua confinada y delirante que es el rumano, el mundo anglosajón no lo ha descubierto, sus libros son hoy en día inconseguibles, y sin embargo es un grande. 

Vintila Horia (1915-1992) tuvo un vínculo cercano con nuestra lengua. Fue profesor universitario en España durante el franquismo y ese hecho ha contribuido a que lo ninguneen (como si los que mandan la parada hoy en España, los dueños de El País y Prisa, no hubieran sido franquistas puros y de rodilleras).  Su novela más conocida, Dios ha nacido en el exilio, ganó el Premio Goncourt en 1960 y luego se sumió en una oscuridad similar a la que vive su protagonista.

Dios ha nacido en el exilio es una recreación literaria de los ocho años que Ovidio, el autor de El arte de amar y Las metamorfosis, pasó en Tomis, un extremo remoto del imperio romano al que fue desterrado por orden del emperador Augusto. El autor más influyente de su tiempo cayó en desgracia y se vio viviendo entre seres que se le antojaban primitivos. Su diario muestra el recelo inicial hacia esas gentes y la esperanza constante de recuperar su sitio y sus privilegios. Pero el tiempo va pasando, el esperado indulto nunca llega y la distancia va depurando a ese ser mundano, le enseña incluso un nuevo significado de la palabra amor. Dios ha nacido en el exilio es un libro sutil, lleno de poesía, en el que no parece pasar nada y sin embargo pasa todo: pasa nuestra soledad, pasan nuestras vanidades, pasa nuestro diálogo constante con el envejecimiento y con la muerte, pasa nuestra búsqueda —nuestra necesidad— de Dios y de una forma distinta de ser humanos. Lo único que no pasa en ese libro discreto y profundo es el aturdimiento de la vida en sociedad. 







sábado, 7 de septiembre de 2013

THE TERROR OF A TOY


           By Gilbert K. Chesterton

IT would be too high and hopeful a compliment to say that the world is becoming absolutely babyish. For its chief weak-mindedness is an inability to appreciate the intelligence of babies. On every side we hear whispers and warnings that would have appeared half-witted to the Wise Men of Gotham. Only this Christmas I was told in a toy-shop that not so many bows and arrows were being made for little boys; because they were considered dangerous. It might in some circumstances be dangerous to have a little bow. It is always dangerous to have a little boy. But no other society, claiming to be sane, would have dreamed of supposing that you could abolish all bows unless you could abolish all boys. With the merits of the latter reform I will not deal here. There is a great deal to be said for such a course; and perhaps we shall soon have an opportunity of considering it. For the modern mind seems quite incapable of distinguishing between the means and the end, between the organ and the disease, between the use and the abuse; and would doubtless break the boy along with the bow, as it empties out the baby with the bath.
     
      But let us, by way of a little study in this mournful state of things, consider this case of the dangerous toy. Now the first and most self-evident truth is that, of all the things a child sees and touches, the most dangerous toy is about the least dangerous thing. There is hardly a single domestic utensil that is not much more dangerous than a little bow and arrow. He can burn himself in the fire, he can boil himself in the bath, he can cut his throat with the carving-knife, he can scald himself with the kettle, he can choke himself with anything small enough, he can break his neck off anything high enough. He moves all day long amid a murderous machinery, as capable of killing and maiming as the wheels of the most frightful factory. He plays all day in a house fitted up with engines of torture like the Spanish Inquisition. And while he thus dances in the shadow of death, he is to be saved from all the perils of possessing a piece of string, tied to a bent bough or twig. When he is a little boy it generally takes him some time even to learn how to hold the bow. When he does hold it, he is delighted if the arrow flutters for a few yards like a feather or an autumn leaf. But even if he grows a little older and more skillful, and has yet not learned to despise arrows in favour of aeroplanes, the amount of damage he could conceivably do with his little arrows would be about one hundredth part of the damage that he could always in any case have done by simply picking up a stone in the garden. 

    Now you do not keep a little boy from throwing stones by preventing him from ever seeing stones. You do not do it by locking up all the stones in the Geological Museum, and only issuing tickets of admission to adults. You do not do it by trying to pick up all the pebbles on the beach, for fear he should practice throwing them into the sea. You do not even adopt so obvious and even pressing a social reform as forbidding roads to be made of anything but asphalt, or directing that all gardens shall be made on clay and none on gravel. You neglect all these great opportunities opening before you; you neglect all these inspiring vistas of social science and enlightenment. When you want to prevent a child from throwing stones, you fall back on the stalest and most sentimental and even most superstitious methods. You do it by trying to preserve some reasonable authority and influence over the child. You trust to your private relation with the boy, and not to your public relation with the stone. And what is true of the natural missile is just as true, of course, of the artificial missile; especially as it is a very much more ineffectual and therefore innocuous missile. A man could be really killed, like St. Stephen, with the stones in the road. I doubt if he could be really killed, like St. Sebastian, with the arrows in the toyshop. But anyhow the very plain principle is the same. If you can teach a child not to throw a stone, you can teach him when to shoot an arrow; if you cannot teach him anything, he will always have something to throw. If he can be persuaded not to smash the Archdeacon's hat with a heavy flint, it will probably be possible to dissuade him from transfixing that head-dress with a toy arrow. If his training deters him from heaving half a brick at the postman, it will probably also warn him against constantly loosening shafts of death against the policeman. But the notion that the child depends upon particular implements, labeled dangerous, in order to be a danger to himself and other people, is a notion so nonsensical that it is hard to see how any human mind can entertain it for a moment. The truth is that all sorts of faddism, both official and theoretical, have broken down the natural authority of the domestic institution, especially among the poor; and the faddists are now casting about desperately for a substitute for the thing they have themselves destroyed. The normal thing is for the parents to prevent a boy from doing more than a reasonable amount of damage with his bow and arrow; and for the rest, to leave him to a reasonable enjoyment of them. Officialism cannot thus follow the life of the individual boy, as can the individual guardian. You cannot appoint a particular policeman for each boy, to pursue him when he climbs trees or falls into ponds. So the modern spirit has descended to the indescribable mental degradation of trying to abolish the abuse of things by abolishing the things themselves; which is as if it were to abolish ponds or abolish trees. Perhaps it will have a try at that before long. Thus we have all heard of savages who try a tomahawk for murder, or burn a wooden club for the damage it has done to society. To such intellectual levels may the world return. 
      There are indeed yet lower levels. There is a story from America about a little boy who gave up his toy cannon to assist the disarmament of the world. I do not know if it is true, but on the whole I prefer to think so; for it is perhaps more tolerable to imagine one small monster who could do such a thing than many more mature monsters who could invent or admire it. There were some doubtless who neither invented nor admired. It is one of the peculiarities of the Americans that they combine a power of producing what they satirize as "sob-stuff" with a parallel power of satirizing it. And of the two American tall stories, it is sometimes hard to say which is the story and which the satire. But it seems clear that some people did really repeat this story in a reverential spirit. And it marks, as I have said, another stage of cerebral decay. You can (with luck) break a window with a toy arrow; but you can hardly bombard a town with a toy gun. If people object to the mere model of a cannon, they must equally object to the picture of a cannon, and so to every picture in the world that depicts a sword or a spear. There would be a splendid clearance of all the great art-galleries of the world. But it would be nothing to the destruction of all the great libraries of the world, if we logically extended the principle to all the literary masterpieces that admit the glory of arms. When this progress had gone on for a century or two, it might begin to dawn on people that there was something wrong with their moral principle. What is wrong with their moral principle is that it is immoral. Arms, like every other adventure or art of man, have two sides according as they are invoked for the infliction or the defiance of wrong. They have also an element of real poetry and an element of realistic and therefore repulsive prose. The child's symbolic sword and bow are simply the poetry without the prose; the good without the evil. The toy sword is the abstraction and emanation of the heroic, apart from all its horrible accidents. It is the soul of the sword that will never be stained with blood.


From "Fancies Versus Fads" (1923)
         

           



domingo, 1 de septiembre de 2013

Carta a un aprendiz de novelista

Texto publicado en El Universal de Cartagena,
bajo el seudónimo de Wenceslao Triana.
Febrero 18 de 1998.



Has venido a buscar mi consejo cuando no lo necesitas. Pero el miedo te acorrala cuando faltan dos páginas y quizá pueda servirte para algo que te diga muchas cosas que ya sabes de la rara devoción que te ha hecho preferir la soledad y la fatiga.
Tú mismo has sido tu maestro a lo largo de este lustro que ocupaste en crear esa historia de vacío y estupor. Te moviste por terrenos inciertos, muchas veces creíste comprender lo que tenías entre manos para caer nuevamente en la confusión. Viste con asombro e impotencia la forma como esa historia se extendía y encogía, sometida a fluctuaciones inexplicables. Obligaste a ese esclavo extenuado que eras a sacar fuerzas de la nada para seguir escribiendo más allá de la medianoche, más allá de la conciencia y la esperanza. Soñabas y pensabas tu novela hasta llegar a hacer de ella tu más íntima y secreta compañía. Ahora te falta el valor para acabarla, porque sabes –con razón– que al poner punto final serás huérfano de ella.
Sería fácil –y quizá necesario– recordarte que no estás obligado a terminarla, que esas dos páginas que faltan bien podrían ser dos mil o más (con sólo unos leves cambios en el plan de trabajo) y que así tendrías novela para rato.
Muchas veces pensé –y sigo pensando– que el libro ideal es aquel que puede escribirse durante toda la vida, aquel al que día a día pueden agregársele episodios y que puede darse por terminado en cualquier instante. Concebí una historia a la que solo había que escribirle el comienzo y el final, para luego ir llenando el espacio entre ambos durante el resto de la vida.
Pero sé que te irrito hablándote de eso. Con todo y lo libre que te hace ser autor de una novela que no aspira a ser vendida, ni elogiada, ni figurar en listas de best sellers, tienes la servidumbre del que aspira –al menos– a mostrar a sus amigos, a sus parientes sensibles, un fruto de los dones recibidos.
Sucumbes incluso –más te valdría perseguir el éxito y la fama– a la delirante egolatría de soñar con lectores después de que tu vida se extinga.
Desde ya estás pensando en quitarle a tu familia y a tu vida (como antes les quitaste tiempo y energía), el dinero necesario para editar ese libro que esperas que te redima.
No te critico. También habría hecho lo mismo que tú si alguna vez me hubiera visto envuelto en una historia tan obsesiva y persistente que me obligara a escribirla. A pesar de mis limitaciones –quizá mayores que las tuyas– también habría emprendido, como tú, una tarea superior a mis fuerzas y mi entendimiento, porque –como dijo un innombrable– uno no escribe como quiere sino como puede.
Tampoco censuro –por el contrario, la admiro como se admira una hermosa forma de la locura– la pertinacia que te ha hecho vencer tantos obstáculos y desalientos. Envidio esa abnegación con que asumiste la tarea que expresó con tanto tino Zbigniew Herbert: “Te salvaste/no para vivir/tienes poco tiempo/has de dar el testimonio”.
Pero oye muy bien este consejo que te doy: si al fin te decides a escribir esas dos páginas, si después de todo decides arrojar al mundo tu novela, no esperes nada de ella. Porque ya te ha dado lo que podía darte.
Y otro más: sin preguntarte por qué o para qué, debes seguir. Escribir es una de las formas más bellas y sublimes de morir.