jueves, 26 de febrero de 2015

Una joya bogotana

La columna de Vivir en El Poblado




La literatura de los bogotanos no siempre ha sido mala. A pesar de los muchos lastres que la han aquejado (el sambenito de ser “la” literatura nacional, el montón de provincianos que compran o mendigan aprobación y la tendencia a inflar sus libros con premios y reseñas, como si fueran pollos de super­mercado), aquel pueblo crecido y desoxigenado del altiplano ha tenido destellos de buena literatura. 




El fin de semana pasado me atrincheré entre cobijas para combatir un frío criminal y volví, por fin, a abrir las páginas de uno de los primeros libros que leí, una joya a la que le tenía puesto el ojo desde hace cuarenta años. Recordaba muy poco y, sin embargo, sabía que algún día volvería. He cargado a través de mis múltiples mudanzas el sencillo y eficaz bolsilibro, la portada donde una femme fatale de pelo negro y espalda desnuda se mueve entre sábanas de seda para volverse a mirar por el rabillo, con ojos de misterios seductores.

Entre las grandes fortunas de mi vida está la de haber tenido formidables profesores de literatura y castellano. Al comedioso Alfonso Berrío le debo un vocabulario de plumón fino. Por cierto —Berrío, donde quiera que estés—, al fin pude usar la palabra filfa en uno de mis libros. Otro fue Carrasca, o Carrasco; se requieren coevos para hacer precisiones. Carrasca era un moreno con voz de bolerista y sonrisa de cinemascope. Carrasca hizo dos cosas —y no me dejen olvidar del sensitivo Arnobio o el descontento de Sinfuentes, a propósito de quien un grafiti infame preguntaba: “¿Por qué no le ponen una fuente?”—, Carrasca le asignaba un libro distinto a cada alum­no, lo que hacía de la experiencia literaria un hecho único, y además nos hacía leer juntos un libro mensual. Así leí La hojarasca, La tierra nativa, Tránsito, todas esas joyas que ofrecía la editorial Bedout. Así también leí Diana cazadora.

El viernes pasado empecé a cumplir la cita que tenía con ese libro. Traté de leer el prólogo, pero desistí en la segunda línea. Puedo ser un desastre en muchas cosas, pero tengo crite­rio, no necesito que un alimentador de zorras me diga si un libro es bueno o malo. Lo mío era con Clímaco Soto Borda. Vi, subrayadas con lápiz tímido, las palabras que entonces eran nuevas para mí. Me fui adentrando en la historia. Vi ese despliegue de inteli­gencia y de lenguaje como he encontrado pocos. Entonces comprendí. Supe que esa novela marcó mi vida más de lo que creía.

Quizá la parte menos notable de Diana cazadora es la que se refiere al título: una mujer envilecida que decide exprimir a todos los pendejos que se encuentre y, para el caso, el pendejo es el hermano menor del protagonista. El tono es tan exage­rado que me queda la sospecha de que Clímaco estaba hacien­do una caricatura, un novelón engolado. Pero el resto del libro es pura finura. Finas son las descripciones de la vida cotidiana: un accidente de tranvía, la sordidez de los cafetines, el idilio frustrado de unos gatos en un tejado, la tragicomedia de los parques y las estatuas. Escrita en 1900, la novela nos ofrece un atisbo al día a día de esa “Ámsterdam” de los pára­mos en tiempo de guerra: las noticias que llegan trastocadas, los abusos del poder, la actitud de “sálvese quien pueda”. El personaje de Pelusa, esa suerte de bobo iluminado, justifica de sobra el precio de la entrada. Pero lo mejor de todo es el final, la apoteosis, el cortejo fúnebre que une el novelón con la ciudad. Tenía que ser un exiliado mental el que escribiera de tal modo a Bogotá. Un caserío sucio, corrupto y maloliente. Un tumulto de pícaros. Un pueblo grande con ínfulas de ciudad.


Publicado en Vivir en El Poblado el 26 de febrero de 2015.





lunes, 23 de febrero de 2015

Todas las posibilidades de la hermosura


–Ésta es mi preferida –cuando salían, Xenia fue hasta la caja, tomó una libreta pequeña de cuero y la guardó en un bolsillo de su abrigo.
Fueron en el auto hasta la estación del tren. Habían calculado bien el tiempo y tuvieron que esperar poco para verlo llegar, para instalarse al fondo de un vagón. Ella dijo que tomaran un puesto de la derecha.
El tren dejó atrás las calles del pueblo y empezó a moverse por la orilla del río. Él estaba sentado junto a la ventana. Ella se pegaba a él, señalaba lugares del paisaje. Le mostró un viejo edificio de ladrillos rojos. Le habló de los ilustres prisioneros que allí vivieron. Señaló un puente larguísimo y le habló de la noche en que se partió en pedazos.
–Fue durante un invierno –dijo–. Era de noche y había neblina. La visibilidad era tan poca que los carros seguían entrando en el puente, seguían cayendo en las aguas heladas.
Poco antes de llegar quedaron enmudecidos ante la imponencia de las Palisades, unos acantilados de basalto que se extendían por varias millas a lo largo del río. Ella se sobrepuso y le habló de la lava y los milenios que forjaron esos abismos de piedra. Cuando vislumbraron la ciudad, tuvieron la sensación de que los edificios también eran rocas esculpidas por el tiempo.
Ese día caminaron hasta quedar exhaustos. Recorrieron las calles sin seguir un rumbo fijo, perdidos en la multitud, dejándose llevar por intuiciones, aventurándose en lugares que les parecían promisorios. Vieron sucederse pequeños mundos que convivían sin tener conciencia unos de otros. Vieron una infinita variedad de rostros y de cuerpos, todas las posibilidades de la hermosura. Fueron testigos de la intensa soledad que recorre las ciudades.



Al final, cuando ya los pies les dolían a cada paso, se sentaron en un parque cerca de la estación.
–Muchas veces he venido a este lugar para ver la multitud. He pasado horas y horas aquí sin aburrirme, saltando de un rostro a otro, imaginando una vida tras otra.
Buscó la libreta en su abrigo. Acarició la gastada cubierta de cuero. Pasó la yema de un dedo por los relieves de la palabra “Journal”.
–Lo aprendí de papá. Me gustaba acompañarlo a caminar. Terminábamos siempre en un parque o una acera, en algún lugar privilegiado para ver pasar el mundo. Entonces llamaba mi atención sobre gestos y detalles, sobre historias transcurriendo justo ante nuestros ojos. Sin que yo lo notara, me enseñaba a mirar.
Él la miraba a ella. Trataba de no pensar. Se volvía a ver la gente que pasaba, trataba de olvidar. Pero, al momento, la estaba mirando de nuevo.
–Le mandé esta libreta para un cumpleaños. Sé que le fascinó la piel de la cubierta, la delicada textura de las hojas. La usó para escribir citas, apuntes, para intentar frases o párrafos cuando ya no era capaz de escribir historias largas. Mira esto: “A veces me despierto y descubro que la vida es un dibujo que se desdibuja”.
Buscó una página doblada en la esquina superior.
–Escucha: “Envueltos en el subterfugio de los astros. Atrapados en esta trampa estática que nos gusta llamar tiempo, para consolarnos, para creer que tenemos un espacio donde vivir es posible, un plazo, una tregua, un respiro entre nuestras dos nadas sucesivas, aquella de la que venimos y esa otra a la que entramos en el instante mismo en que venimos. Inventamos la duración del parpadeo, nos dejamos enredar por las poleas que se mueven para hacer creer que existe el tiempo, que hay algo en medio del vacío y de la nada que nos fueron otorgados”.


–¿Qué pasó con los otros cuadernos?
Xenia se volvió a mirarlo como si sólo en ese instante hubiera recordado que estaba acompañada. También hubo cosas en las que no quiso pensar.
–Los destruyó cuando sintió que le quedaba poco tiempo –siguió buscando en la libreta–. Me encanta esta parte. Escucha: “Lo único malo que Stendhal le ve al amor es que conduce al hábito de mentir”. Y esta otra, de Havellock Ellis: “El pudor de las mujeres tiende a desaparecer en el instante de la satisfacción sexual”. ¿Puedes creer? Como si los hombres fueran muy decorosos.
–Se hace tarde –dijo él–. ¿Te parece si pensamos en regresar a casa?
– ¡Ja! Mira este otro: “Tissot, un médico de Lausana, publicó en latín, en 1760, y en francés, en 1764, un tratado sobre el onanismo, donde lo califica como crimen o suicidio”. Y este otro, está bueno para Argonio: “En las penitencias de Teodoro, en el siglo VII, se prescribían cuarenta días de castigo al masturbador”.
Soltó una carcajada. Se volvió para ver si él se divertía de igual modo y agregó entre risas:
–Si hubiera nacido en el siglo VII, me habrían condenado a cadena perpetua.
Ahora la divertía el desconcierto de su sobrino. La incomodidad con que miraba a los que pasaban cerca, preguntándose si entenderían la lengua que ella hablaba.
–Lo siento –dijo con gesto que decía lo contrario–. Las multitudes me alborotan. Mejor nos vamos.
–¿Crees que se masturbaba? –dijo él, tratando de no quedarse atrás en la charla.
Ella siguió mirando la libreta:
–Autofilia, autoerastia... ¿Sabías que los elefantes se comprimen el pene con las patas traseras?, ¿que las cabras se practican a sí mismas la fellatio? ¿Sabías que entre los tamiles de Sri Lanka es tan difundida que se realizan torneos? Cuando leo la historia de Argonio me parece verlo, acopiando montones de datos inútiles, confiando en ponerlos en alguna de sus historias para salvarlos del olvido.
Decidieron levantarse y caminar a la estación.
–La primera vez que leí estos apuntes no me divertí tanto. Tiene algo de escabroso pensar en un muerto que se masturbaba, especialmente si el muerto es el padre de uno. Tiene algo de pernicioso imaginar aquello que lo excitaba, los frenesíes y estertores a los que se entregaba, la devoción y los gestos. Piensa uno todo eso sobre el muerto y lo siente más muerto, huele la podredumbre.
–No deja de ser raro si piensas esas cosas sobre alguien que está vivo –dijo él–. También se ve más muerto.


Fragmento de La risa del muerto.





jueves, 12 de febrero de 2015

Su iglesia está en llamas - La columna de Vivir en El Poblado


¿Qué significa ser cura? ¿Por qué hay gente que elige ese camino? De todas las vocaciones, es una de las más raras. Es fácil criticarlos. Como las multitudes son de gatillo fácil, cuesta poco generalizar cuando se habla de la codicia de algunos de ellos, de los abusos cometidos contra los niños. En tiempos en que las hordas atacan y acaban vidas a twiterazos es fácil ser anticlerical. 



El comienzo de Calvary, la película, es aterrador. Al prin­cipio vemos a un sacerdote que lee en la penumbra de un confesionario. Recordemos que Irlanda comparte con nosotros el catolicismo, esa versión desaforada del cristianismo. Recor­demos que la confesión es una de sus ceremonias más intri­gantes: ese interpelar a Dios en un ser humano. De repente se escuchan los ruidos de alguien que ha entrado al confesionario. El cura abre la rejilla. Espera. Hay un largo silencio. Luego una voz de hombre dice: “Conocí el sabor del semen cuanto tenía siete años”.

Desconcertado, el cura permanece en silencio. El hombre le pregunta: “¿No tiene nada para decir?”; a lo que el cura responde: “Ciertamente es una primera línea que sorprende”. Pero el hombre devuelve la conversación al tono grave para hablar de los cinco años que fue abusado “oral y analmente” por un cura. Responde con impaciencia a las preguntas sobre si denunció el caso, si buscó ayuda profesional. Dice que no quiere aprender a vivir con lo ocurrido, que el violador ya está muerto y que ha decidido matar a su interlocutor, porque sólo un acto así de absurdo —matar a un cura bueno— estará a la altura de su dolor. El hombre le da al cura una semana para que ponga en orden sus asuntos con Dios y lo invita a encontrarse con él en la playa al domingo siguiente. El cura calla. El hombre vuelve a preguntarle si tiene algo para decir y el cura responde que no por el momento, pero que está seguro de que para el domingo siguiente habrá pensado en algo. El resto de la película es todo lo que ocurre en la semana antes de aquella cita en la playa.

Cuando se habla de curas se tiene la tendencia a creer que son personas alejadas del mundo, ingenuos que no saben lo que pasa. Calvary nos recuerda que, si alguien de veras conoce la naturaleza humana, sus más pestilentes cloacas, es justa­mente un sacerdote. Uno entiende por qué Chesterton eligió al padre Brown como el agudo detective de sus relatos policiacos. Nadie tiene un contacto tan directo con el mal, nadie tiene un conocimiento tan certero del lodazal en que nos movemos.

En Calvary ocurre de todo (orgullo, lujuria, adulterio, cinismo, robo y un larguísimo etcétera), y el padre Lowell es objeto de toda clase de hostilidades. Un tratamiento realista haría imposible este relato, porque el asunto se resolvería con escapar o denunciar a quien hizo la amenaza. Pero el enfoque religioso no sólo hace ver con horror el infierno en que vivimos, también logra que apreciemos el resplandor de la gracia.

Considerada por algunos la mejor película irlandesa de todos los tiempos —y criticada por otros por exagerada—, Calvary es un montón de cosas: es una película de vaqueros (un homenaje a High Noon), una historia detectivesca (el espectador se la pasa tratando de saber quién será el asesino), un homenaje a Bernanos (está inspirada en su Diario de un cura rural), una comedia (cuando el dueño del bar le dice al cura: “Su iglesia está en llamas”, parece hablar en sentido figurado), pero por sobre todo es una descarnada reflexión sobre el mal, la inocencia y el perdón. También, sobre los gestos con los que cada uno de nosotros morirá.



Publicado en Vivir en El Poblado 2 de diciembre de 2015.






Febrero 12, 1984

Fragmento de "Un tal Cortázar'(1986)


A las cinco de la mañana el dolor se hizo más agudo. Había dormido muy mal. Sentía dolor en el pecho y una sensación de ahogo.
Aurora llamó a la enfermera, quien le aplicó una inyección que lo calmó un poco. Amanecía, y esa mañana de domingo era menos fría que las anteriores.
Cortázar pensó que, salvo unos años y unas experiencias de más, el hombre que ahora se sentía desfallecer en la habitación del Hospital Saint Lazare, era el mismo niño que en Banfield se acostaba en el jardín a mirar las estrellas y a observar los animales.
Los animales siempre habían ejercido en él una extraña fascinación. Le entusiasmaba y a la vez le aterraba la completa incapacidad de comunicarse con esos seres que tenían vida propia y una visión diferente de la realidad. Los gatos fueron sus preferidos; algunos que pasaron por su vida llegaron hasta sus obras.
Recordó a Theodoro W. Adorno, ese gato vagabundo que alguna vez llegó a su casa de campo en Saignon y que terminó por marcharse por donde había venido. Flanelle fue una gata que también llegó a formar parte del universo literario de Cortázar, era la gata que él y Carol...
El recuerdo de Carol lo llenó de tristeza. Fueron pocos años, pero a la vez muy intensos. Había pedido que, si había que enterrarlo, lo llevaran a la tumba de Carol en el cementerio de Montparnasse. Fue una forma de ese amor ideal que Cortázar había buscado desde niño: ese amor que era juego, entrega, potenciación, crecimiento como individuos y como pareja.
Recordó el viaje que hicieron juntos por la autopista, el regreso a París, el viaje juntos a Nicaragua y su recaída al volver a París. Cortázar había empezado a morirse con la muerte de Carol y, al amanecer del domingo doce de febrero, aún no terminaba.
Era inútil engañarse, cuestión de días o tal vez horas y todo terminaría. Cortázar lo sabía muy bien y procuraba no desesperarse, lo mejor era beber cada minuto hasta el último.
Como a las ocho de la mañana llegó Luis Tomasello y Aurora, con un gesto, le hizo saber que Julio estaba grave, que se moría. Ambos se acercaron a la cama para hablarle, pero él los sacó del apuro diciéndoles lo bonito que estaba el día. Aurora y Luis fueron a la ventana a ver esa extraña mañana soleada en pleno invierno, Cortázar se quedó en la cama, callado y pensando, con algo como un nudo en la garganta por la rabia que le daba lo que veía venir.
De pronto los pensamientos perdían coherencia. Pensó en Rayuela y en Oliveira, su alter-ego. Aunque el final de Rayuela era abierto y le daba al lector la posibilidad de decidir si Oliveira muere o no, Cortázar nunca había creído que Oliveira se matara. Pero no había hablado mucho del asunto, prefería respetar la interpretación que cada lector le diera a su novela.
Detrás de la enfermera como la señorita Cora, entró el médico. Saludó. Le realizó un breve examen.
Recordó que en sus años de buen porteño había sido hincha del River Plate; aunque sus deportes preferidos fueron siempre los individuales, en especial el boxeo, esa metáfora de la vida en la que dos deportistas, solos, medían sus fuerzas. Algo como lo que ahora sucedía. La vida, que por muchos años había estado ganando la pelea, se veía de pronto acorralada y lastimada por los golpes cada vez más fuertes de su adversario.
El médico llamó a Aurora y a Luis fuera del cuarto. Por la ventana se veían los edificios antiguos de París, esa ciudad que para Cortázar significaba tanto o más que el mismo Buenos Aires.
Volvieron con la enfermera y, como quien consuela a un niño, le dijeron que le aplicaría una inyección para que no le volviera a doler.
Aurora había ocupado también un papel importante en su vida. Fue su compañera de los primeros años en París. Con ella fue descubriendo ese mundo que antes, en Buenos Aires, era para ellos un simple sueño, una referencia a una vida más plena, lejos del mundo estrecho de la Argentina. Ahora ella lo cuidaba como a un hijo.
Se volvieron hacia la ventana y a Cortázar le pareció advertir que Aurora Bernárdez y Luis Tomasello se miraban a los ojos en el reflejo del cristal de la ventana, se miraban como dos niños que acaban de cometer una fechoría y se sienten responsables de algo grave.
Preguntó la hora. Eran las diez de la mañana. Recordó algo que había escrito alguna vez; era un artículo sobre sus pianistas preferidos. En ese momento le hubiera gustado escuchar el solo de piano de Earl Hines, pero sabía que no iba a ser posible. Sería una necedad pedir escuchar un disco esa mañana del doce de febrero de mil novecientos ochenta y cuatro, en una habitación del hospital Saint Lazare.
Quedaba un recurso. Desde muy joven le venía su gusto por el jazz; muchas veces, en algún avión, en una habitación de hotel, había sentido la necesidad de escuchar algún tema y, al no tener la grabación, se concentraba, cerraba los ojos y lentamente la memoria lo devolvía al tema deseado.
Y de golpe, con una desapasionada perfección, Earl Hines proponía la primera variación de ‘I ain’t got nobody’. Sabía que alrededor suyo el mundo seguía. Aquí la cama, allá Aurora y Luis, más allá la ventana, París. Pero lentamente se olvidaba de todo eso y sólo existía el tema tantas veces escuchando en su vida. Tal vez por la inyección o por la música, que la memoria le devolvía con mayor nitidez, el dolor en el corazón era menos fuerte. Le pareció escuchar algo como un sollozo, de Aurora tal vez, pero de inmediato Earl Hines dominó su atención con esas caricias nerviosas. I ain’t got nobody en la espalda, en los hombros, los dedos, el cuello, las uñas, el pelo. I ain’t got nobody, and nobody cares for me. Nadie se ocupaba de él. Porque aunque estaban cerca, para ellos era como si se fuera quedando dormido. Para él, era dejarse llevar, por Earl Hines y el teclado marfil de su piano, a otro teclado, el de esa máquina de escribir que guarda silencio en un apartamento de la Rué Martel, esperando en vano el regreso de su dueño.




miércoles, 11 de febrero de 2015

La historia novelesca de Santa María de la Antigua

Juan José García Posada reseña Santa María del Diablo.
Texto leído en el programa El coloquio de los libros (Radio Bolivariana) 
y publicado en el blog "El Justo medio"

Gonzalo Fernández de Oviedo


Por Juan José García Posada

Santa María del Diablo es el título impactante de esta obra de Gustavo Arango Toro, publicada porEdiciones B, lanzada hace algunos días en la Biblioteca Pública Piloto. El autor ha enaltecido las colecciones literarias de la Editorial UPB y, como lo hemos resaltado en muchas ocasiones, es Doctor en Literatura, profesor desde hace años en universidades de los Estados Unidos, periodista y comunicador social egresado de la Bolivariana.

La impresión inicial que el libro me causó fue de sorpresa por el conflicto del título: ¿Cómo así que Santa María y Diablo? En realidad se refiere a la primera ciudad fundada en tierra firme en Colombia, Santa María la Antigua del Darién, hace ya cinco siglos. Ciudad que, de acuerdo con los datos aportados por el mismo autor y basados en estudios antropológicos y crónicas antiguas tuvo, en los pocos años que duró, una población superior a la de Madrid. Por diversas causas, que el escritor expone, la ciudad se extinguió y hoy en día se conservan vestigios, objeto de investigaciones muy reveladoras, como las que hizo en su tiempo el recordado profesor Graciliano Arcila Vélez, fundador, con Paul Rivet, de la ciencia antropológica en Colombia. De Santa María la Antigua, de las costumbres de los aborígenes, del paisaje, la geografía, la flora y la fauna y del protagonismo de conquistadores como el temible Pedrarias Dávila o como Balboa el descubridor del Pacífico, trata Gustavo Arango en este relato a modo de novela, de novela histórica apoyada, en gran parte, en los escritos enjundiosos del fecundo cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la muy extensa, intensa y prolija Historia General y Natural de las Indias.










martes, 10 de febrero de 2015

Una reseña de Cobo Borda: "El absurdo se vuelve personaje"

 Juan Gustavo Cobo Borda reseña 
El más absurdo de todos los personajes, 
en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República.




EL ABSURDO SE VUELVE PERSONAJE



Por Juan Gustavo Cobo Borda

A partir de una observación de Albert Camus en el sentido de que el escritor es el más absurdo de los personajes, Gustavo Arango elabora un recorrido personal por autores latinoamericanos que ponen al escritor como figura decisiva de su ficción[1]. Tal es el caso de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, dos uruguayos duchos en hacer de sí mismos seres oscilantes entre la realidad el sueño y capaces de configurar orbes narrativos absolutos en sí mismos, como la vasta saga que Onetti, a semejanza de su admirado William Faulkner, edificó en su integridad y llamó Santa María. Una ciudad que bien pudo iniciarla en 1950 con La vida breve y mantenerla hasta 1974 en Dejemos hablar Al viento. Su interpósito inventor, Juan María Brausen, pensaba hacer un guion para cine y terminó siendo el Dios que regía una urbe imaginaria con personajes como el escéptico médico Días Grey, quien también se aburre y también sueña aventuras para escapar a la monotonía de su vida. Este hecho de imaginar historias, que funden los sucesos reales con las fantasías del insomnio, remite a pensadores como Albert Camus y su reflexión sobre el absurdo en El mito de Sísifo y a los estudios de Paul Ricoeur y su “hermenéutica fenomenológica” donde en la senda de Heidegger de como el ser se constituye por medio del lenguaje, señala cómo es la narrativa la que en definitiva constituye la identidad, no solo del narrador, sino también, quizá, del lector.
Porque es la narración la que termina por humanizar el tiempo y recobra y añora esa pureza perdida que los agobiados personajes de Onetti recuerdan, entre tantos propósitos fallidos y tantos proyectos estancados, como aquel célebre que dio pie a El astillero, siempre con sus prostitutas cínicas y tiernas a las vez y sus niñas imposibles que muestran como todo se mancha y naufraga en esa vida en la cual adquirieron, según Onetti, “un sentido práctico hediondo”, como señaló Eladio Linacero, el personaje de su primer libro, El pozo (1939).
Como lo dice Arango, “cuando leemos, no estamos leyendo solamente textos, estamos leyendo personas, o mejor personajes, en el acto de buscarse a sí mismo a través del lenguaje” (pag. 107).
Personajes que pueden ser a la vez tan activos como pasivos. Padecen el mundo y sus categorías y les oponen sus tantas veces perezosas, pero necesarias fantasmagorías para subsistir. Escapes, fugas, donde, como el escritor, se aíslan, se encierran para comunicar mejor su desaliento en un mundo que los margina y los hace sentir divorciados de su propia vida, mientras allí fuera todos se muerden entre sí en pos del “logro profesional y el ascenso social” (pág. 41).
Inventar historias. Contar historias. También lo hacen Andrés Caicedo, Julio Cortázar, Juan Emar y Gabriel García Márquez, el cuarteto complementario de estos dos uruguayos –Hernández y Onetti– a quienes escuchamos mentir y fabular con deleite culpable y complicidad permisiva. Nos pueden enfrentar a preguntas cruciales como la razón de ser del suicidio y los estéril y absurdo de nuestro tránsito por la tierra. Pero, como lo señaló Gaston Bachelard, con la pluma en la mano recobramos “la autobiografía de las posibilidades perdidas, los sueños mismos. Que vivimos con placer lento. Allí se encuentra la estética específica de la literatura. La literatura funciona como un substituto. Le restituye a la vida sus posibilidades perdidas”.
Describir el fracaso, en muchos libros, lo que termina por demostrar es la persistencia misma de la escritura, como en el caso de Samuel Beckett, y rehacer, por lo menos, “una de las derrotas cotidianas”.
Tal como sucedió con Andrés Caicedo, quien luego del triunfo que representó haber terminado Que viva la música (1977) y al suicidio poco después de verla impresa, arrastró antes la imposibilidad de su segunda propuesta narrativa Noche sin fortuna (remito a mi ensayo sobre esta misma incluido en Breviario arbitrario de literatura colombiana, Bogotá, Taurus, 2011, págs. 223-230) donde ya siente que la facilidad de una escritura manejada con soltura apenas si le concede oportunidad de exponerse, y fundirse con sus personajes, llámese Danielito Bang o Solano Patiño y experimentar el deleite morboso y sadomasoquista de ser devorado por Antígona, la heroína-caníbal. Esa violencia, ese lenguaje coloquial, esa mezcla de euforia proveniente de la droga y decepción y lástima, que expresa el padre por su aparente inutilidad laboral, será también rechazado por el incesante ruido de la máquina de escribir, ahogando los reproches, aunque ya no tenga tema que tratar. El autor se convierte así en el personaje maldito, cuya heroína se hace prostituta con deliberación, y al terminar suicidándose, al no querer vivir más allá de los 25 años, edad en la que se inician la claudicación de las rebeldías y la firmeza nihilista del rechazo al orden constituido, mostró lo fundamental y absorbente que era la escritura para poder vivir.
Cortázar, por su parte, y a partir de la noción de figura rompe la idea psicológica de la novela, y busca que sus personajes, como en Los premios  (1960) “dibujan figuras y concepciones que escapan a ellas mismas”. Como las constelaciones, por cierto, que en el cielo no son conscientes de los muchos elementos que las integran y componen el dibujo de su figura: no se pueden ver a sí mismas. Ya no hay la línea que lleva de la causa al efecto, sino los múltiples vértices con que las estrellas terminan por ser el arquero, la balanza o unos gemelos. Esa meta-escritura, que arranca de la rayuela infantil y termina con la imposibilidad de acceder a un centro, que permita un conocimiento cabal del mundo.
Finalmente, el sorprendente narrador chileno Juan Emar, quien nos dejaría una novela póstuma en quince volúmenes, con la desaforada libertad de las vanguardias, donde absurdo y fantasía se vuelven un solo elemento, y Gabriel García Márquez, que en todas sus obras coloca escribientes de cartas de amor y coroneles como Aureliano Buendía que incurren en poemas como aquel del hombre  que se extravió en la lluvia o el veterano que aguarda la carta que nunca llega, apuntan hacia el elemento final y complementario de esta pesquisa: el lector que descifra el texto y se lee a sí mismo. Este sugerente recorrido que plantea Arango concluye, entonces, con razón, en una amplia y hermosa página de Héctor Rojas Herazo: “Todo lo que representa un triunfo de los sentidos sobre la muerte es poético” (pág. 165). La única forma de no morir es escribir.





[1] Publicado en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Bogotá: Banco de la República. Vol. 48. No. 86 (2014).








domingo, 8 de febrero de 2015

La mujer que prefirió buscar a Dios

La sección "Vidas de artistos"
de la Revista Virtual Cronopio  



This is not my life
But theirs, that I am living.
And wolf, bolt, gulp it down, day after day.

“Addiction to an old mattress”,
de Iliad of Broken Verses.


Rosemary Tonks nació el 17 de octubre de 1928, en el condado de Kent, en Inglaterra. Como su padre había muerto de fiebres en el África, Rosemary y su madre se fueron a vivir a casa de sus abuelos maternos en Bournemouth, un pueblo costero al sur de la isla. Allí, entre paisajes del jurásico, Rosemary asistió a la escuela durante la guerra. 







miércoles, 4 de febrero de 2015

El laberinto del mundo


A comienzos del siglo 17 un joven checo decidió buscar un oficio tranquilo que, además de sustento, le diera alegría.  Dos guías vinieron a acompañarlo: Ubicuo y Engaño. Ubicuo lo condujo hasta un lugar elevado desde donde podía ver el mundo: una ciudad de trazos laberínticos, rodeada de murallas y de abismo. Engaño le puso mal puestos unos lentes que mostraban las cosas como deben ser vistas.
El viaje comenzó junto  a una puerta por donde entraba, del abismo a la ciudad, una fila de seres aturdidos. Un viejo de ojos fieros, llamado Destino, conminaba a cada uno a recibir un papel en el que había una palabra: “Manda”, “Obedece”, “Escribe”, “Labra”, “Estudia”, “Juzga”, “Construye”, “Pelea” y otras más. Ubicuo explicó al viajero que los recién nacidos estaban recibiendo la tarea de su vida. Engaño le dijo que tomara su papel y obedeciera sin protestas. Pero el joven le dijo a Destino que quería ver el mundo antes de tomar una decisión. El viejo accedió con un gruñido. Tomó un papel en blanco, escribió: “Especula”, y lo invitó a marcharse.
Ubicuo propuso que fueran al mercado, “donde tantos oficios y edades y clases y razas se congregan”. El viajero pensó que aquella multitud era como la de las abejas de un panal, pero mucho más extraña: unos corrían, unos paseaban, unos yacían, unos vendían, unos compraban, unos reían, unos cantaban, unos vociferaban, unos formaban grupos numerosos y otros se aislaban. “Aquí tienes”, dijo Engaño, “la hermosa variedad de los humanos, la imagen misma de Dios”. El viajero notó que por debajo de los lentes podía ver las cosas como eran de verdad. Vio las máscaras que usaban para relacionarse, vio las monstruosidades detrás de las máscaras. Cuando protestó por la impostura, Engaño la llamó prudencia. Algunos que estaban cerca miraron al viajero con enojo. Comprendió que debía cuidarse de expresar lo que veía. Así siguieron su viaje.
El joven vio el barullo de las gentes, cada uno queriendo hablar más fuerte que los otros, procurando la atención de multitudes; vio a montones ocupando su vida en necedades; vio gente caminando con espejos para verse caminando; vio gente caer y gente reír por la caída; vio a algunos sonreírse de frente y agraviarse en la distancia; vio los zancos con que algunos pretendían ponerse por encima de los otros, y vio a los otros buscando que tropezaran; vio a unos hombres destruir lo que hacían otros hombres; vio a la Muerte incansable; vio a los hombres decididos a ignorarla.
Ninguna esfera humana se escapa a la mirada desnuda que Comenius nos ofrece en El laberinto del mundo (1623). Ahí están las miserias de la vida conyugal, las desdichas y absurdas tareas que ocupan los días de todos los oficios, la vanidad de las clases instruidas, la corrupción de gobernantes y jerarcas religiosos, el cotilleo, la envidia, la crueldad, el desprecio. Sólo unos pocos hombres silenciosos parecían escapar a esa miseria general, pero Engaño se las arregló para alejar al viajero. Omito aquí el final de la historia porque después del recorrido se antoja inútil hablar de esos asuntos. Sólo quiero decir que El laberinto del mundo es una joya de la literatura alegórica, a la altura de la Divina Comedia, y que si el libro de Comenius no ha tenido un prestigio similar es porque afirma que la vida puede ser mucho peor que el Infierno de Dante. Tal vez por eso se acaba.

Oneonta, Junio de 2013.



domingo, 1 de febrero de 2015

El regreso de Hurtado - de 'Santa María del Diablo'


Los indios de la región se levantaron contra los nuevos conquistadores, quienes tuvieron que internarse en la selva. Cuando Pedrarias recibió la noticia, mandó a Bartolomé Hurtado con otro destacamento, para que defendiera a los castellanos perseguidos. Hurtado vio en esta misión una oportunidad para librarse del juicio que se le había iniciado en Santa María. Saqueó poblados, tomó muchos esclavos y, en su camino de regreso, le pidió al cacique Careta quince indios para acabar de llevar la carga a Santa María. Como era amigo de Balboa y de la colonia, Careta prestó los indios que le pedían. Hurtado regresó a Santa María con dos mil pesos en oro y más de cien cautivos. Entregó al Gobernador seis esclavos; al Obispo, otros seis; y al Tesorero, el Contador, el Factor y el Alcalde, cuatro piezas cada uno. Los oficiales de Santa María se mostraron muy complacidos e hicieron gestiones para dar por concluido el proceso en su contra. Entre los esclavos regalados, Hurtado entregó los indios que Careta le había prestado. Este gesto empezó a alimentar el descontento entre los pueblos amigos de la colonia. A los pocos días, Hurtado se hallaba con veinte soldados en Santa Cruz, y fue atacado por los indios vecinos. Los españoles fueron degollados mientras dormían. Sólo quedaron vivos los siete papagayos que Hurtado siempre llevaba consigo. 





San Gilberto de Beaconsfield


No es de verdad un santo, pero no me extrañaría que algún día la iglesia se diera cuenta del tesoro que dejó olvidado en las afueras de Londres. Su nombre era Gilberth Keith, vivió entre 1874 y 1936, y dejó una monumental obra ensayística, periodística y literaria que, sin embargo, se encuentra casi olvidada.
Hagan la prueba. Pregunten entre familia y amigos si han leído recientemente algún libro de Chesterton (suponiendo que hayan leído algún libro) y encontraran los más deliciosos gestos de desconcierto: ¿De qué?”, preguntarán algunos. “De Chesterton”, dirán ustedes, convencidos de que después de la aclaración los interlocutores empezarán a mencionar título tras título de entre los casi cien libros que publicó el polígrafo de Beaconsfield. Pero no. Casi nadie sabe o recuerda quién era él.
Cualquiera diría que los colombianos no tenemos la obligación de recordar escritores ingleses teniendo entre nosotros Shakespeares propios dedicados a ensalzar las tragedias y comedias de la sicaresca. Pero dejando de lado la dudosa gloria de nuestras letras, es posible agregar que el mundo angloparlante tampoco recuerda a Chesterton. Ni siquiera en Londres es fácil armar un equipo de baloncesto con sus seguidores.
Como esta columna es muy corta y como estamos en los tiempos del Google y la Wikipedia, prescindiré de la cortesía de mencionar las grandes obras de Chesterton. Pero más que mirar biografías, lo más aconsejable, si es que están de ánimo para recibir consejos, es que lean directamente sus obras y que le concedan la oportunidad de poner sus vidas cabeza arriba.
Me parece comprensible que Chesterton haya sido olvidado o tergiversado en nuestro tiempo. Es demasiado peligroso que la gente lo lea. Quienes se internan en sus inagotables paradojas no vuelven a aceptar los discursos de los políticos, o de los medios, o los que la cultura inocula paciente y personalizadamente en todos. Uno no vuelve a ver el mundo del mismo modo.
En cuanto a los milagros que podrían ayudar a su canonización, tal vez cuente el testimonio de su secretaria, quien nos dice que Chesterton era capaz de escribir un libro mientras le dictaba a ella otro. Pero encuentro más significativo el efecto que produce en los corazones de quienes lo leen. Podría volverme autobiográfico y contar las muchas veces que San Gilberto me ha salvado la vida o me ha devuelto el gusto por ella. Pero no creo que él mismo aprobara la abundancia de pruebas y testimonios. Como dice en su autobiografía: “El sentido de la vida se encuentra en apreciar las cosas. No tiene ningún sentido tener más cosas si uno empieza a apreciarlas menos”.
Por eso, para esta apología, dos frases sacadas de esa foresta de libros pueden ser suficientes. La primera se refiere a lo que Chesterton quiso haber dedicado toda su vida a enseñar: “la idea de que hay que recibir las cosas con gratitud”. Esa misma idea está contenida en otra de sus poderosas paradojas: “La única manera de poder disfrutar de la más pequeña hoja de hierba es sintiéndonos indignos incluso de una hoja de hierba. La más extraña y asombrosa herejía es pensar que el ser humano tiene derecho a una flor”.


Oneonta, mayo de 2008.

Texto originalmente publicado en el periódico Centrópolis.





Regreso al Centro, en Amazon.
Notas de prensa publicadas en 
el periódico Centrópolis, de Medellín, 
entre 2007 y 2011.