martes, 31 de marzo de 2015

Un discurso literario

Sigue la arqueología para el tercer volumen de Morir en Sri Lanka.
Aquí un discurso leído frente a la clase, en quinto de bachillerato (1980). Era una actividad de la clase de español. Los compañeros de clase debían escribir los títulos de obras literarias que identificaran en el discurso.



Copartidarios:
Nos encontramos aquí reunidos para hablar de los muchos problemas que nos aquejan y para que ustedes me elijan como sucesor de El Señor presidente de la Sociedad de títulos de obras literarias.
Son tantos los problemas que nos aquejan, que podría decirse que la vida es sueño o, mejor, que es una pesadilla.
El tránsito es como un gran holocausto, pues es casi una odisea cruzar las calles, en especial mientras llueve.
Al hablar de la inseguridad, pensamos que son sólo narraciones extraordinarias, pero no es así, pues tal parece que el día señalado para el fin del mundo se estuviese acercando.
La palabra que les dirijo puede ser un poco aburridora, pero es por la mala hora que escogí. Sin embargo, deben ustedes recordar que así hablaba Zaratustra.
Por eso, amigos, digamos adiós a las armas y atendamos el llamado de la selva, pues en la vorágine está el futuro económico del país. Si logramos explotar nuestras riquezas tendremos el siglo de las luces de las lámparas de petróleo.
Un consejo que les doy es que cuando tengan que decidir entre la guerra y la paz, mejor escóndanse en el túnel, antes que matar al prójimo, pues si matan a otros hombres quedarán marcados de por vida con las palabras crimen y castigo en su consciencia.
En cuanto a la economía, debo recordarles que nuestras dos grandes riquezas, la piel de zapa y las raíces de plátano las debemos cuidar y no acercarlas para nada a la ciudad y los perros.
Para terminar, Platero y yo les decimos que vuelvan a las urnas para acabar con esos cien años de soledad electoral en que todos han votado en blanco y voten por nosotros para evitar así la decadencia de occidente y celebremos juntos nuestro triunfo con un aire de tango.






lunes, 30 de marzo de 2015

Vivir en poesía

Un texto de Wenceslao Triana




Cada día que pasa estoy más convencido de que la única esperanza que nos queda está en la poesía.
Aquí, como en todo, se requieren claridades. No hablo de la poesía como esa otra forma del engaño que se ha hecho tan popular. No hablo de versos rimbombantes y vanos que se escriben y leen para buscar aplausos, reverencias, cargos públicos. Tampoco hablo de las ostentaciones lexicográficas, de esas aparatosas competencias en las que algunos se embarcan para que quede claro todo lo que saben, todas las palabras raras (y mudas para muchos) que conocen.
Para ser más exactos, cuando hablo de la poesía que puede salvarnos ni siquiera me refiero a una cosa que tenga que ser escrita, sino a una manera de enfrentar cada día, a una manera de sentir y de pensar, como la que propone la poesía.
Hace unos días estaba tratando de definir la poesía con la ayuda de unos amigos. Uno dijo que la poesía es un conjunto de palabras, pero esa definición la descartamos de inmediato, porque también una novela o un cuento, incluso el directorio telefónico, entrarían en tan ilustre categoría. Nuestro amigo se defendió con la idea de que incluso en el directorio telefónico o en una lista de mercado puede haber poesía. Pero la mayoría convino en que aceptar esa idea es caer en una de las famosas trampas de lo que llaman “postmoderno”, donde uno termina incapaz de distinguir la mierda de la pomada.
Durante un rato estuvimos barajando otros rasgos, pero todos se fueron cayendo por su peso. Ni el ritmo, ni la rima, ni la brevedad, sobrevivieron a la discusión. Sólo quedaron dos rasgos que se aplican a muchas más cosas que a un poema: la expresión de emociones o sentimientos y la exaltación del poder significativo del lenguaje. Al final, para poder dormir tranquilos, nos inventamos la conclusión de que la poesía puede estar en muchas partes.
Ignoro si mis amigos pudieron dormir aquella noche, pero yo seguí dándole vueltas a la pregunta. Recordé ese lacónico verso de Béquer, “poesía eres tú”, y se me ocurrió un nuevo rasgo del poema, la posibilidad que nos ofrece de encontrarnos con el otro. Después recordé un breve verso de Mutis, “Que la muerte te encuentre con los sueños intactos”, y pensé que la poesía es también rebeldía, libertad, resistencia contra las fuerzas que nos anulan. Creo que ya empezaba a amanecer cuando decidí aceptar que la frontera entre lo que es poesía y lo que no es, es la misma que existe entre lo que es y no es vida.
Así llegué a la conclusión con que hoy empiezo. Si la muerte nos tiene sitiados, si están tratando de robarnos nuestros sueños, si han conseguido ponernos en contra a unos con otros, es por falta de poesía. La poesía es la única fuerza capaz de oponerse a las fuerzas que nos arrasan. No hablo de hacer recitales, no hablo de pintar palomitas y poner caritas de ángeles. Hablo de elegir la vida con furia, con libertad, en medio de nuestras servidumbres cotidianas.
Vivir en poesía es detenerse, mirar, oler, sentir, los rostros, las estrellas, las manos, las naranjas, las orejas; sentir todo eso de verdad. Vivir en poesía es recorrer las cavernas horribles que llevamos dentro y regresar purificados. Es hacer un viaje absurdo para dar un beso. Es buscar ese nombre verdadero que se esconde detrás de cada nombre. Es ponerse a escuchar el tambor de la muerte en el pecho del ser amado. Es buscar con ímpetu la dicha y poder reconocer que la encontramos. Es sudar una gota más, pero una gota nuestra, una gota viva.
Vivir en poesía es vender cara nuestra muerte. Ponerle un alto precio a nuestra vida.



Abril 11 del 2001


domingo, 29 de marzo de 2015

The Land of the Crazy Trees and other stories

Coming soon...
Translated by Sean Cook



Chapter 22

When I was about ready to give up, when I started to firmly believe that Mia Swenson had lied or was delirious, that there was no such land, with no such trees, when I had started to go back and forth from one end of the earth to the other –as I had traveled before among books, feeding my curiosity about trees– thinking that I had resorted to my old obsession without even knowing the cause behind it, the Toothless Sailor came to my rescue.
It might seem rather ironic, me talking about rescue, if I were to say that when I met my savior he was lost in an extraordinary drunkenness, in the corner of some godforsaken bar on the Island of Cucumbers. I had gone there to see the trees that lay down to go to sleep, but my run-in with that man changed my intentions and my life. This story wouldn’t be what it is if I hadn’t walked into that place, if I hadn’t paid any attention to the roar of laughter, or the paradox of his perfect glimmering-white teeth.
My interest was first captivated by those teeth that he exhibited with pomp and pride. It seemed strange to me that everyone there knew him as the Toothless Sailor. I looked at him from the bar, presiding over his table, absolute master of all stories. Sometimes, the inebriation would get the best of him and his head would fall to the table and he’d start to snore, but he’d always get back on track, and I’d wait for him to let loose a big burst of laughter to see if any of the thirty-two pieces were missing. But all were accounted for.
There I was, amazed, when I saw him put his peg leg over the table and proudly declare:
“It’s made out of wood from the Land of the Crazy Trees, a place from which almost no one ever leaves.”
I feel like it was an eternity before I could really understand what I had heard. I knew that it was the confirmation that I had been looking for since I left Princeton. Two people talking about the same thing made it real. So the one place on earth where my entire life would have clarity was actually real.
I tried to find a way to join the conversation. I waited for the Toothless Sailor to come to from one of his sleeping episodes. I took advantage of his slumber to glance at the strange murkiness of his peg leg. I knew that as much as I might try, I would never be able to imagine just how that place would give me the answers I was searching for.
The Toothless Sailor lifted his head up, but it seemed like he was so drunk that it would be difficult for him to carry on a conversation. Some of the patrons got up and left in search of other entertainment. I took a seat beside him and said:
“Excuse me, sir. I’d like to know a little more about the place you’ve mentioned.”
“Place?”, he said. “What place are you talking about? You’re delirious, boy.”
“I’m talking about the Land of the Crazy Trees.”
“What?”, said the Toothless Sailor with a lost stare, raising his eyebrows, trying with that movement to keep his face from falling back on to the table.
“The Land of the Crazy Trees,” I insisted, patient, convinced that it wouldn’t be easy, but at the same time convinced that there wasn’t any other alternative except to wait for him, to try to get him to snap out of his liquor-induced stupor.
The Sailor let his forehead fall onto the table and he started to snore. I felt distraught. The world seemed disproportionately large, my solitude disproportionately sad and life, too absurd to justify.
Now it was just the two of us at the table. I decided that I would get him out of that place and try to bring him back to sobriety. When I was able to get one of his arms over my shoulder and lift him up, the owner of the bar came over and charged me for everything that had been consumed at that table for the past three weeks. And I had to pay him. 

An excerpt from The Land of the Crazy Trees




viernes, 27 de marzo de 2015

Visitantes

La columna de Vivir en El Poblado.

    Lo evidente permanece inadvertido. Pasamos nuestros días activando mecanismos, manipulando botones y mirando pantallas con gestos fascinados, pero todo eso lo hacemos con el piloto automático.

Pensemos en las manos, esas partes del cuerpo que parecen tener vida e inteligencia propias. ¿Cuántas veces nos hacemos conscientes de todo lo que hacen, de sus destrezas y sus danzas, de su obediencia de soldados y de su vehemencia de tiranos? Tras millones de años de privi­le­giada diferencia, nues­tros dedos pulgares se han visto obligados a hacer piruetas nuevas, a doblarse aparatosos para escribir en teclados, a bailar con el índice para cambiar el tamaño de una imagen.

Pensemos en el rostro. Vemos el mundo transcurrir en las pantallas y nos sentimos menos solos. Seguimos ausentes lo que pasa, sin hacernos conscientes de los miles de gestos: del apretar de labios, del arrugar del ceño, del abrir intrigado de los ojos. Todo eso podría seguir inad­vertido si no aceptáramos la terrible invitación que nos hacen los que hicieron Visitantes, un grupito de maestros con espíritu de monjes medievales.

Tardé en ser capaz de dar la bienvenida a esa película. Lo primero que vemos es el rostro de un gorila mirando hacia la cámara con gesto de desdén interesado. La imagen es eterna. Muy poco es lo que pasa: solo el mirar pensativo de ese rostro de nariz enorme y hundida, un leve movimiento de los ojos y una música lenta. Después vi la geografía desierta de la luna, fachadas de edificios que parecen monolitos y otros rostros mirándome, con gestos milimétricos, fascinados y ausentes, como si me entendieran y juzgaran. La primera vez que intenté ver Visitors me ganó la impaciencia. Aceleré la imagen para ver lo que seguía, pero entonces no podía escuchar aquella música que me sonaba familiar. Decidí darme por vencido. No podía saber lo que me perdía.

Pero el viernes pasado tenía el ánimo apropiado. Me senté en el sofá dispuesto a aceptar lo que esos rostros y paisajes tuvieran para decirme, y aquí estoy, tratando de expresar lo inexpresable. Cuando uno observa un objeto por mucho tiempo ocurren cosas extrañas: hay un momento en que se siente estar viéndolo por primera vez. Cuando uno mira sus manos y siente que nunca antes las había observado, hay una mezcla de horror y de sorpresa. No es casualidad que los bebés vivan fascinados por esas arañas que nos siguen a todos lados. Cuando uno mira un rostro y siente que lo observa por primera vez, hay algo que se estremece en las cavernas del alma. Cuando sientes que el rostro que observas también te está mirando, terremoto y eclipse sacuden las entrañas.

Al final, superado el estupor, pude allegar alguna infor­ma­ción: el director —Godfrey Reggio— y el músico —Philip Glass— son los mismos de Koyaanisqatsi. Así entendí por qué Visitors me recordaba tanto a esa película que hace treinta años nos cambió a muchos la manera de ver el mundo. Godfrey no es un director comercial. En treinta años sólo ha hecho cuatro películas. Cuando joven fue monje y la actitud contemplativa es evidente en su trabajo. También es evidente su intención de obligarnos a pensar —o mejor, a sentir visceralmente— nuestra relación con el mundo y con la tecnología.  

Visitors dura 84 minutos y solo consta de 74 tomas. Tardó más de diez años en llegar a su forma final. La elaboración de este espejo aterrador y fascinante fue una lenta y devota búsqueda expresiva. Pocos serán los que puedan apreciarlo. Exige un gran coraje mirarse en ese objeto y descubrir que solo somos unos simios culpables y asustados.


Publicado en Vivir en El Poblado en marzo 27 de 2015.











martes, 24 de marzo de 2015

La novela perdida

Un comentario en la sección "Tendencias",
de El Colombiano



        Es posible que nuestras libertades hayan desaparecido en manos de criminales. Es bastante probable que las heridas que hemos sufrido tarden mucho en sanar. Vaya uno a saber cuándo podremos liberarnos del desprecio por la vida y de la cultura cínica del “pa’ las que sea”. Pero tenemos esperanzas: todavía podemos unirnos para encontrar una novela que está perdida.

Leer el texto completo en El Colombiano.





domingo, 22 de marzo de 2015

La fiesta de Restelli

En 1983, la televisión colombiana ofreció la que quizá haya sido hasta ahora la única telenovela basada en un texto de Cortázar. "Los Premios" fue un desastre aparatoso en el que lo más rescatable fueron las duchas que se daba Paula (Amparo Grisales) en la cabina del barco. Un cronista aficionado escribió en un cuaderno su indignación.



La fiesta organizada por Restelli transcurría normalmente. La gente ya había olvidado el desmayo de Jorgito. Carlos López no había brillado por su ausencia. Sólo a Paula le había parecido extraño que no lo hubiese visto en todo el día; lo de la noche anterior no justificaba su actitud. En la hora de la retirada algunos se dirigieron a su cuarto. Esto lo deben saber los demás. No podemos tolerar esta clase de atropellos. Las madres de Atilio y de la Nena, previa mirada comprensiva a la sana diversión de sus críos, se dirigieron al cuarto de Claudia. Jorgito está mejor, pobrecito el angelito; en este barco no hay sacerdote, se va a morir sin haberse confesado.  Lucio con su “…aaay, Nora”, la obliga a permanecer en la sala donde tiene lugar la reunión. “Para qué ir al cuarto si no vamos a hacer nada especial. Llegarás con tus remilgos y no permitirás ni una sola caricia, bobita, taradita. ¿De verdad crees que nos casaremos?” Persio descubre que Medrano lo saca de taquito. Hay que ser un avión en cosas de mujeres, y Persio es sólo un globo que deambula por las inmediaciones del astro rey. Grandísimo bobo, lunático al fin de cuentas (La verdad sea dicha, el tal Julio Jiménez te volvió una nada. Tú tan despreocupado ni te quejas, de todas formas no eres Persio, eres simple y llanamente Hugo Pérez) me voy a cubierta.

El auténtico Persio se tomó la molestia de llevar un telescopio. Te ves lobísimo con esos binoculares. Ese Jiménez te la tiene velada. Por añadidura, te vuelve puritano y censurero. Yo sé, estoy totalmente convencido de que el gran Persio se hubiera quedado: qué mejor problema de reflexión que la desinhibición de los atados, la liberación de las consciencias, el desarraigo de las prendas. El resto: ¡Qué pillada!   






viernes, 20 de marzo de 2015

Herido de sombra


  Ruinas fue lo que vio cuando regresó a su refugio de meses: en el amarillo de las hojas, en el desmoronamiento de sus trazos. Ruinas de ceniza fue lo que vio en el patio, al amanecer del día si­guiente, después de haber alimentado el fuego durante toda la noche. Ruina fue la solitaria despedida que lo obligó a consolarse con tiempos ilusorios. Ruina el ardor que seguía corroyéndolo en el fondo del estómago. Ruinas chirriantes las ca­sas, el parque, la tienda de puertas clausuradas, la encía desdentada de los arcos del mercado, la iglesia con sus puertas abiertas para nadie. Crujido de olas lentas la ciudad abandonada.
Cuando guardó el papel en la maleta, compren­dió con sorpresa que en pleno mediodía empezaba a anochecer. La luz había adquirido un color ceni­ciento y las sombras de las cosas parecían tener vida. El aire vibraba ansioso, desconcertado, hecho de jirones fríos.

  Eric buscó el sol en lo alto y lo vio herido de sombra, intentando sacudirse con destellos deses­perados y violentos la piedra que trataba de extin­guirlo. Vio su humillación lenta, su agonía, la furia de sus rayos. Pasó en vela esa noche fugaz y estrellada, viendo el desconcierto furtivo de los ani­males, sintiendo la presencia asfixiante de una multitud de sombras.

  “Y si siempre fuera así”, alcanzó a pensar, antes del amanecer. “Cómo seríamos, qué pensaríamos, qué sabríamos y qué ignoraríamos, qué nombres daríamos a las cosas, si nuestras vidas transcu­rrie­ran todo el tiempo bajo esta penumbra”.
Pero el furor de la luz arreció contra la piedra y sus ojos volvieron a ser heridos por el resplandor del día.

  Cegado por la visión, buscó a tientas su maleta y caminó hacia el mercado. Eligió una canoa livia­na. Puso en la proa el equipaje, los zapatos y el saco del vestido que fue de su padre. Se movió con cautela en la playa de cáscaras. Con un pie a bordo y el otro en el piso viscoso, llevó la canoa hasta la ingravidez del agua. Cuando la sintió flotar, se apu­ró a sentarse y a remar.

  Al principio sólo era alguien aturdido, obsedido, que al parecer huía. Pero pronto empezó a sosegar­se. Fue instalándose en esa libertad recién conquis­tada, en ese presente de olas espumosas y brisas saladas.

  Remando sin prisa, bajo la luz de ceniza que aún no terminaba de desvanecerse, le habló a algo impreciso que estaba más allá de la maleta.

—Mira la ciudad —le dijo—. No hace mucho que salimos y casi ni se distingue. Pronto sólo veremos la montaña y, unas horas más tarde, ya no vere­mos nada.

  Ella asintió en silencio.

  Al pasar por un costado de la isla empezó a preguntarse si sería necesario aquel naufragio, esa larga penitencia de fríos y calores. Se preguntó si no sería mejor abrir de una vez la maleta y entre­gar­le esos papeles y cuadernos a las olas, las entrañas insensibles de los peces y las sombras mojadas de las algas.

  “Ya veremos”, pensó.

  Al final de esa tarde miró al sol compasivo.

  “No has tenido un buen día”, le dijo.

  Cuando cayó la noche, el sol aún brillaba detrás de sus párpados.


De Criatura perdida.





Alex Grijelmo: “Las palabras también tienen cromosomas”.

A propósito de los veinte años de la FNPI, 
la crónica de un taller con Alex Grijelmo, en octubre de 1997.
Texto publicado en El Dominical, de El Universal 


Aquello era cosa de locos.
Durante tres días –en el lugar donde solían reunirse, recorriendo lugares históricos, comiendo o tomando cervezas– a ese grupo de lunáticos sólo se le ocurrió hablar de aquello con lo que se habla.
El señor que venía de Cali dijo que a las mujeres con el pecho descubierto era mejor llamarlas torsidesnudas, en lugar de emplear la palabra inglesa topless. La señora argentina decía que no podía imaginarse la vida sin la palabra Marketing. Las chicas mexicanas sostenían que escribir no era lo mismo desde que empezó a sonar el Ejército Zapatista. El señor uruguayo que trabaja en el BID elogió la sinergía de ese grupo, pero el señor Abello se apresuró a decir que prefería la sinergia, y volvió a protestar con humor por la nefasta influencia de la AFP en el español. Alguien contó que su hija había empleado una expresión que lo dejó desconcertado: después de salir de las olas, la niña saboreó su brazo y proclamó contenta: “Sé a mar”. Los locos legaron al consenso de que sí era posible decir una cosa como esa y que “sé” es la conjugación correcta cuando uno proclama su sabor.
Uno de los más entusiastas era el seños de Bogotá. Fue él quien propuso que el encuentro continuara a pesar de la distancia y que entre todos siguieran defendiendo la belleza del idioma.
Y era tanta la pasión y era tanta la obsesión que esa gente parecía una pandilla de Quijotes elogiando a Dulcinea.

El Quijote mayor
El más loco de todos –¿o el más cuerdo?– era el coordinador de aquel asunto: un taller de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (la de García Márquez), dedicada esta vez a los manuales de estilo en los medios de comunicación.
Su nombre es Alex Grijelmo, y es autor de dos obras de consulta obligatoria para cualquier periodista: el Manual de Estilo de El País, de Madrid, y El estilo del periodista, una biblia del idioma que analiza los problemas  e lenguaje más frecuentes en el periodismo y sugiere alternativas que permiten emplear un lenguaje más eficaz.
 Más allá de su preocupación diaria por que en El País se emplee un correcto español, Alex Grijelmo es un hombre que se mueve por el mundo y por la vida pensando en la defensa del idioma. Lo exasperan los eufemismos del comercio (una vez quiso quejarse en un almacén y, como le dieron un formulario de sugerencias, pasó varias horas explicando que no es lo mismo quejarse que sugerir), lo irritan hasta la úlcera  las personas que quieren pasar por cultas y refinadas creando monstruos multisilábicos, y vive a la caza de los gazapos de la prensa de su país (tiene una colección de errores increíbles que podrían exhibirse en una exposición itinerante). Su sueño primordial consiste en conseguir que el idioma no se deforme por el mal uso, por influencias de otros idiomas y, fundamentalmente, que no se disuelva  la unidad que el español brinda a cientos de millones de personas en América y Europa.
Algunos dicen que tarde o temprano, quiéralo o no, será miembro de la Academia Española de la Lengua, y sabe tanto, habla de su tema con tanta pasión, que si no llega a ser académico, peor para la Academia.

Manuales de estilo
Así como defender el buen uso del idioma es más que hablar de gramática y ortografía (es una tarea de defensa y fortalecimiento cultural), así mismo los manuales de estilo son mucho más que pautas con las cuales se elaboran los periódicos.
“El manual de estilo es la defensa del espíritu profesional del periodista, es también un contrato con el lector, nuestra ‘Constitución’, y una de las razones para divulgarlo es que los lectores mismos puedan reclamar cuando sientan que el periódico no está cumpliendo con los principios que proclama en el Manual”.
Detrás de un libro de estilo debe haber alguien que vigile su cumplimiento. No es fácil hacer el Manual (Grijelmo repartió borradores entre los periodistas y muy pocos lo leyeron), tampoco es fácil conseguir que los periodistas se habitúen a consultarlo, ni que acepten que los corrijan, pero es un reto que hay que asumir, una tarea ingrata que alguien tiene que cumplir.
El Manual de Estilo de El País incluye un capítulo dedicado a definir los principios generales de ese diario (en su caso, la independencia es una de sus características primordiales). Otro capítulo se dedica a precisar la definición de los géneros periodísticos (noticia, crónica, reportaje), los demás definen elementos de titulación, tipos de letra, manejo de fotos y gráficos, uso de la firma (“buscamos que firmar un artículo sea un honor, una de las sanciones más frecuentes es quitarle la firma al redactor”), tratamiento y protocolo (no reproducir rumores, rectificar con la mayor presteza), uso de nombres propios (especialmente con los nombres extranjeros se necesita unificar la manera de escribirlos), abreviaciones, números, signos ortográficos, normas gramaticales y hasta publicidad (“porque muchas veces los avisos publicitarios plantean problemas que es necesario tener previstos”).
“La idea es que todas las consultas que se le ocurran al periodista pueda hacerlas en el Manual”, concluye Alex Grijelmo.
Cada edición (el Manual de El País va por la edición número 13) incluye nuevas precisiones cuya necesidad ha sido planteada por el mismo trabajo diario. Pero, por encima de los casos particulares, , en la base de este documento imprescindible en los medios actuales se encuentra la idea de que hasta el más pequeño problema de lenguaje, hasta el más inadvertido error de ortografía, es un problema ético donde está en juego el respeto por los lectores.

El Genio del idioma
Entre los momentos más apasionantes de los días del taller estuvieron aquellos en los que se habló de las bellezas del idioma que nos ha correspondido.
“Las palabras cortas son calientes y las largas, frías”, decía Alex Grijelmo.
“Las metáforas son cometas, siempre hay un hilo que las sostiene”.
Muchas veces habló de “el genio del idioma”, ese espíritu que hace del español una cosa viva, que respira y siente, que va resolviendo las dudas a medida que el mismo idioma crece, evoluciona, se adapta a las mentalidades y geografías. “Las palabras también tienen cromosomas”, decía Grijelmo. “Si conocemos y respetamos la genética de la palabra, podemos entendernos a pesar de la diversidad. Una de las cosas maravillosas del encuentro entre personas de diferentes países es que, a pesar de tener palabras distintas para muchas cosas, conseguimos entendernos. Esa afinidad es obra del  “genio”.
Y en medio de esas charlas desatadas era posible imaginarse a ese ser omnipresente y sagaz, inventando palabras, manteniendo las cosas en orden para que millones de personas pudieran contarse sus sueños.

No diga, diga
Buena parte del taller fue dedicada a resolver casos concretos, a intentar aclarar las dudas más frecuentes que plantea el lenguaje periodístico.
Se habló, por ejemplo, de la lucha que hoy en día se adelanta contra las palabras sexistas (no es lo mismo tipo que tipa) y contra la información discriminatoria (de las noticias que aparecen, sólo el 9 por ciento corresponde a mujeres, y las mujeres que aparecen casi todas trabajan en el mundo del espectáculo).
Se habló de los eufemismos, de como las palabras, sin mentir, deforman, y así, por ejemplo, se le dice reajuste a lo que fue un alza en los precios.
También estuvieron en la mira las “falsas amigas”: evento, chequeo, confrontación, evidencias, nominado, sofisticado, privacidad, todas ellas muy comunes en el lenguaje periodístico, a pesar de que se usan consentido equivocado.
Fueron criticados los que creen que alargándolas palabras se consigue ganar algo, aquellos que prefieren intencionalidad en lugar de intención, señalizar en lugar de señalar, finalidad en lugar del rotundo y monosilábico fin.

Bisbiseo le ha ganado a triquiñuela
Al final –poco antes de despedirse, cuando cada uno se preguntaba con quién podría seguir hablando de ese modo–Alex Grijelmo hizo un memorable elogio del idioma.
“Me gusta la riqueza expresiva del español, sus matices. No es lo mismo oír que escuchar. No es lo mismo empezar, emprender o acometer.
Las palabras que más me gustan son las onomatopéyicas, las que en su sonido contiene lo que expresan. Durante un viaje al África, con un grupo de colegas, hicimos un concurso para encontrar la palabra más bella. Yo gané injustamente con bisbiseo. Otra persona propuso triquiñuela, que me gusta más.
“De español me gusta también la sutileza de los verbos: ‘Si quieres mañana voy a verte’ no es lo mismo que ‘Si quisieras mañana iría a verte’
“Los mismo sonidos del idioma tienen su genética: lo pequeño suele estar lleno de letras i, el sonido de la u es dulce, las cosas grandes suelen ir con la a.
“Ese genio, ese espíritu del idioma, me parece apasionante. Que un continente entero hable una misma lengua, eso es invaluable. No sabemos el tesoro que tenemos”.





viernes, 13 de marzo de 2015

Por las tierras del oficio más hermoso del mundo

La crónica de cuando empezó la FNPI,
la Fundación de Gabo
  El Universal, martes 4 de abril de 1995, página cinco.


Por Gustavo Arango

Cada uno de los actos que componen nuestra vida se llena de sentido con el paso de los años. La evidencia de este hecho se ve por estos días en la sede de un periódico muy viejo con unas salas enormes llamado El Universal.
Después de un largo viaje de décadas, ha regresado lleno de gloria un hombre que dio sus primeros pasos en este diario, y la vida del periódico y del viejo reportero han adquirido un sentido adicional.
Ambos, el hombre y el periódico, han cambiado. El uno ha dejado su frágil anonimato de aquel tiempo para ser uno de los escritores más famosos y respetados del planeta, un hombre con un sitio asegurado en la inmortalidad. El otro, ha cambiado de sede, se ha modernizado y es una próspera empresa. Ambos se parecen muy poco a lo que eran la primera vez que se encontraron.
Pero el motivo del reencuentro llena de significados esa lejana experiencia compartida, cuando ambos sólo eran proyectos esperanzados.

Una escuela de periodismo
En 1994, Gabriel García Márquez volvió a sorprender al mundo al anunciar la creación de una Escuela de Periodismo. En esa ocasión recordó su trayectoria en el que ha denominado ‘el oficio más hermoso del mundo’ y recalcó la importancia de ese oficio en su carrera literaria.
El anuncio de que la Escuela de Periodismo tendría como sede la ciudad de Cartagena, se sumó a una serie de actividades y proyectos que Gabriel García Márquez ha adelantado, en los últimos años, con la ciudad como epicentro.
La construcción de la casa de sus sueños, la colaboración incondicional con el Festival de Cine y el hecho de que la ciudad sea escenario, total o parcial, de sus tres últimas novelas, habla de un verdadero romance, del escritor hoy consagrado, con la ciudad que fue testigo de sus primeros pasos.
Ahora la Escuela de Periodismo ha comenzado a trabajar.
Por circunstancias que tal vez nadie consiga explicar completamente, el primer curso de la Escuela se viene realizando en el periódico donde Gabriel García Márquez aprendió a hacer periodismo. Un círculo extraño y enorme de tiempo se ha cerrado en el momento en que ese joven reportero ha regresado, ahora convertido en el maestro.
En la mañana del primer lunes de abril de 1995, ha llegado un grupo de reporteros jóvenes y tímidos –de diferentes partes del país– a recibir las enseñanzas que él quiere proporcionarles.
Muchos de ellos han visto por primera vez de cerca a ese hombre mítico y famoso, han escuchado su voz de hombre satisfecho con la vida que ha forjado.
Y en el fondo de todo eso, rebosante de sentido, cargado de profundas resonancias, está un día remoto de hace cuarenta y siete años, cuando este maestro era un joven tan perdido como ellos que cruzó lleno de susto y de esperanza la puerta de un periódico, ignorando que el secreto que buscaba en ese sitio se veía claramente encima de la puerta que acababa de cruzar.




jueves, 12 de marzo de 2015

Trinos que alegran


El lado oculto de la luna

La columna de 
Vivir en El Poblado



   
El problema de los sueños es que suelen cumplirse cuando el soñador ha muerto. Me refiero a los sueños que tenemos despiertos, a los más improbables. En el cuaderno que me regaló el flaquito, Julio Verne dice que “todo lo que una persona puede imaginar, otras personas podrán hacerlo realidad”. Verne no pudo conocer los submarinos y cohetes, las ciudades flotantes y las tecnifi­cadas, pero muchos pensaron en él cuando se fueron cumpliendo sus sueños y pesadillas: porque no hay que olvidar que también vislumbró la crueldad del nazismo.

Encarnamos, muchas veces sin saberlo, los sueños de nuestros antepasados. He dedicado media vida a honrar los sueños de mi padre. Cada vez que logré algo de mérito pensé en el vendedor de fantasías, imaginé la alegría que sentiría. Pero ignoro de qué remotos ancestros soy un sueño realizado.

He perdido la cuenta de las veces que he leído Cien años de soledad. Lo he recorrido en busca de confesiones íntimas —creo haber encontrado algunas— o de gestos repetidos. Así descu­brí que cada vez que un personaje quería expresar afecto lo hacía enseñando a leer y a escribir. No es coincidencia que el más cruel de la familia sea el hombre al que ese gesto le fue dado de manera distraída. En una lectura reciente me llamó la atención el olvido que las generaciones del “futuro” tienen de sus antepasados. Hay en Macondo una calle que lleva el nombre de uno de los Buendía y nadie sabe, ni siquiera sus descendientes, quién fue aquel personaje; mucho menos, los sueños que tenía. La figura completa la tenemos los lectores. Vemos cumplir predicciones y nadie, en el libro, se entera de que vive lo que otros habían profetizado.

Hace apenas un mes ocurrió algo que la humanidad venía esperando por millones de años y lo curioso es que muy pocos supieron apreciarlo. Me estoy  cansando de repetir que somos criaturas distraídas que hoy perdemos horas mirando un vestido y al día siguiente fingiendo que nos indignamos. Es tanta la información con que nos abruman que nos estamos quedando sin capacidad para distinguir lo trivial y lo de veras importante.

Más allá de esa naturaleza de la que nos creemos dueños —y de ese entendimiento del que nos están despojando—, sólo hay dos cosas verdaderamente grandes que nos han sido otorgadas: el sol y la luna. Por millones de años hemos visto la luna con estupor. Hemos calculado sus ciclos y hemos sido testigos de su influencia en los cuerpos y en la tierra. Hemos creído ver un hombre que la habita. Le hemos dado atributos femeninos. Ha inspirado sentimientos. Nos ha dado consuelo. Le hemos compuesto poemas. Algunos se secaron el seso tratando de conocerla y, sin embargo, hasta ahora —como la persona amada—tuvo siempre un lado oculto a nuestros ojos.

En febrero pasado, tras larguísima espera, pudimos ver la cara oculta de la luna. Hace medio siglo los rusos intentaron fotografiarla, pero era más clara una polaroid mal sacudida. Ahora —hace sólo unas semanas— por fin se nos ofrecía luminoso, y con lujo de detalles, el rostro esquivo de nuestro cuerpo celeste más entrañable. Lo triste es que casi nadie fue capaz de apreciar la magnitud de eso tremendo que ocurría. Nos encogimos de hombros y olvidamos de inmediato la noticia de los últimos milenios.

Siempre he sido un lunático fanático. Tengo con la antiquí­sima Selene una relación más íntima que la que llegué a tener con mucha gente. Tal vez por eso me indigna el asunto. Pero, si alguien sospecha que la humanidad ya se extinguió y ha sido suplantada por robots, el desdén con que ignoramos este sueño realizado puede ser la prueba que faltaba.


Publicado en Vivir en El Poblado en marzo 12 de 2015. 







miércoles, 11 de marzo de 2015

Altamar

La sección Vidas de artistos
de la Revista Cronopio,





   La historia de Colombia nunca ha sido edificante. Es imposible recordar un tiempo sin guerras, masacres, atropellos o desigualdades criminales. La literatura nacional no puede evitar ser su reflejo. No es coincidencia que las tres novelas paradigmáticas sean, cada una a su manera, testimonio de un desastre. María es un nombre en una lápida y es el despliegue lírico de la frustración amorosa. La vorágine es injusticia social y retrato de seres devorados por su entorno. Cien años de soledad es una soledad más larga que el término de una vida y es la biblia de las estirpes condenadas.

Leer el texto completo en Revista Cronopio.






martes, 10 de marzo de 2015

Borges y la plata

Un texto de Wenceslao Triana
Marzo 6 de 2002

 Jorge Luis Borges

  Mejor no les explico como vine a parar el viernes pasado a la misma mesa donde estaba el escritor argentino Ricardo Piglia. Que baste con saber que la vida tiene sus vueltas raras y que uno puede terminar sentado en las mesas más insospechadas. Fue en un restaurante de Princeton, esa ciudad austera y clásica –que ni siquiera parece gringa– donde una larga tradición universitaria ha visto genios tan diversos como Albert Einstein, T. S Eliot, Hermann Broch o John Forbes Nash, a quien una película reciente ha puesto en primer plano.

  Puedo decir que Piglia es uno de los grandes escritores argentinos del momento. Una vez convencidos de que ni Borges, ni Cortázar, ni Bioy Casares eran eternos, le ha llegado el turno a nuevas generaciones que ya no son tan nuevas después de todo, que ya hasta peinan canas y pueden soportar con estoicismo ese equívoco supremo que es el reconocimiento.

  Piglia ha escrito “Respiración artificial”, “La ciudad ausente” y “Plata quemada”, entre muchos otros libros, pero una prueba de su grandeza la dio el viernes pasado al no hablar de sí mismo ni un momento y, en cambio, dedicarse a hablar de uno de sus maestros, del maestro de todos, de ése al que deberían canonizar como el santo de los literatos.

  Piglia era estudiante de la Universidad de la Plata, su ciudad natal, cuando conoció a Borges. Cómo él y un grupo de amigos eran los que tenían las iniciativas, consiguieron dinero para invitar a Borges a dar una conferencia.

Ricardo Piglia

  El primer contacto fue por teléfono. Cómo está, maestro, mi nombre es este y este, lo llamo a esto y esto. Borges contribuyó a la charla con una anécdota de infancia. Un día fue a visitar a su padre un poeta de La Plata cuyo nombre no recuerdo –hubo vino aquella noche en esa mesa–. Cómo era la hora de la siesta, y la siesta del padre de Borges era sagrada, le dijeron al poeta que volviera un poco más tarde. Pero el poeta insistió y al final no hubo otra opción que despertar al señor de la casa. Al día siguiente el poeta se suicidó.

  Pero volvamos a la historia principal. Cuando Piglia le dijo a Borges la cantidad que pensaban ofrecerle por la conferencia (algo así como ochocientos dólares de hoy), Borges dijo que no, que era imposible, que por esa suma no. Un silencio en la línea del teléfono contribuyó a crear el suspenso necesario: “Mejor les doy la conferencia por la mitad de ese dinero”.

  Piglia no olvida la sonrisa de Borges cuando terminó la conferencia, le estrechó la mano y le dijo, cómplice, divertido: “Buena la rebaja que conseguí, ¿cierto?”

  La anécdota ocurrió hace cuarenta años y Piglia jamás ha podido olvidarla. Recuerda el silencio en el teléfono, la sensación que tuvo de estar ofreciendo poco y la posterior sorpresa. Se ha pasado la vida tratando de entender esa actitud y ha llegado a una conclusión, donde expresa por igual cariño e indignación como la que inspira la travesura de un niño: “Ese hombre era capaz de perder cuatrocientos dólares con tal de crear una anécdota que lo hiciera inolvidable. Me ha obligado a contar esta historia toda mi vida”.

  Entre los que aman la literatura, contar historias de Borges es una de las actividades más amenas y divertidas que existen. Aquella noche en Princeton empezaron a aparecer testimonios desde todos los rincones de la mesa. Todos geniales, todos brillantes. Todos dignos de ser reproducidos, como esta hermosa historia que Borges sigue contando por medio de quienes volvemos a contarla.
Marzo 6 del 2002