domingo, 28 de enero de 2018

A propósito de un mapa genético

En Navidad recibí de regalo un 'kit' para determinar mi mapa genético.
Al recibir los resultados, recordé un viejo texto al que la ciencia ahora le ha dado más sentido.



Si tuviera que decir por qué disfruto de esta isla, si alguien me confrontara y me pidiera sólo una razón para amar esta isla, diría que la posibilidad de ver infinitos rostros de mujeres.
Hoy lo he sabido —aunque lo sabía desde antes—, hoy lo he sabido con claridad, con nitidez, con gozosa certeza.
Lo supe al salir del hotel Serendib y cruzarme con los primeros rostros: la mujer de gorro crema y cabello negro y ensortijado cayéndole a los lados, detenida en medio de la calle, reconcentrada en el sabor de un café que bebía de un vaso desechable.
Lo supe al ver a esa otra mujer desayunando sola y mirando pensativa, distante, hacia la calle a través de los cristales, mirando sin sorpresa mi mirada, sin expectativa, con sólo un leve interés fugaz.
Lo supe al ver los ojos cristalinos en los cruces de las calles, la por fin multitud, en la Quinta Avenida, los ojos directos y estrábicos y azules y negros y grises y verdes y miel del recorrido en tren hasta el museo.
No puedo ocultar que tengo preferencias, que hay juegos de luz y de sombra, que hay maneras de moverse y de mirar, que hay tonalidades y énfasis que me interesan más.
Siempre me he preguntado qué hay detrás de ese interés. He pensado que el daño irreparable de la alienación está detrás de mi sed de pieles claras, levemente trigueñas. Cuando quiero darle a mi anhelo un toque más personal, pienso en el pasado de mi sangre, en un europeo nostálgico atrapado en mi revoltijo de sangres, obligado a desear lo que ya no puede atraer con su piel tinturada, con sus rasgos imprecisos, su nariz africana, sus cejas y ojos vascos, sus pómulos indígenas.
Porque es claro que ese blanco que se ha hundido en su conquista es el que más desea, es el que mueve febril el motor de la esperanza, mientras sus hermanos negro e indio lo toleran, proponen perspectivas, intentan sosegarlo, brindarle alternativas a su búsqueda.

Fragmento de Impromptus en la isla (2010).







viernes, 26 de enero de 2018

EL REGRESO DEL ETNÓGRAFO



Siempre que regreso a esta ciudad recuerdo un cuento de Borges, “El etnógrafo”, la historia de un muchacho que se va a vivir con los indios para que los sabios de la tribu le revelen sus secretos milenarios. El etnógrafo está lleno de brillantes sutilezas. Borges pone sobre la historia una especie de neblina que la vuelve más cómoda para que el lector se instale en ella sin sentirse muy extraño. Cuenta que alguien se la refirió en Texas, pero que ocurrió en otro lado. Dice que no es seguro el nombre de su protagonista, pero cree que se llamaba Fred Murdock. De este modo nos obliga poco a poco a descartar el sofisma de la precisión y a aceptar que no son los detalles de las historias lo que de veras interesa, sino el alma de los hechos.
Murdock es un compendio de lugares comunes: es alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, su historia es parte de la historia de cientos de personas (parientes, allegados, encuentros circunstanciales). La juventud del personaje le permite a Borges hacer una observación llena de agudeza psicológica: dice que nada había de extraordinario en Fred, ni siquiera esa común tendencia entre los jóvenes a sentirse singulares. Fred está en ese momento de la vida en que todo joven está dispuesto a entregarse a cualquier derrotero que le proponga el azar. Un profesor le propone que vaya a vivir con los indios y Fred reúne justificaciones suficientes para creer que esa tarea estaba escrita en su destino. La idea era vivir en las llanuras el tiempo suficiente para que los sabios de la tribu le revelaran sus secretos y, después, regresar a escribir un libro con los hallazgos.
Al principio las cosas transcurren según lo acordado. Fred vive como el resto de la tribu, en condiciones muy distintas a las de la ciudad. Toma nota de todo lo que observa y espera paciente, por años, el momento de la revelación. Pocas líneas del relato nos indican que al interior del personaje se producen cambios definitivos. Deja de tomar apuntes (el narrador no precisa las razones de ese gesto), asimila los hábitos de la tribu, empieza a soñar en una lengua distinta a la de sus antepasados. Después de una serie de pruebas, los sabios le revelan sus secretos y Fred se marcha sin despedirse.
La parte final del relato se ocupa de la conversación de Fred con el profesor que le había sugerido hacer el estudio. Fred le comunica que no piensa escribir el libro que se había propuesto escribir cuando se marchó. Ante la insistencia del profesor, explica que no lo ata ningún juramento y que podría contar del secreto de múltiples maneras. Dice que, después de saber lo que sabe, toda ciencia le parece intrascendente, y agrega que el secreto no vale tanto como los caminos que conducen a él.
Borges tiene el acierto de no intentar explicar el secreto que ahora posee Murdock. Sabe que al interior de cada lector palpita ese conocimiento y que es preciso que cada uno emprenda el recorrido para encontrarlo. Las líneas del final nos dicen que Fred se casó, se divorció y es ahora un bibliotecario de la Universidad de Yale. El asunto del divorcio nos demuestra que el secreto no es, no puede ser, una fórmula infalible para que nos vaya bien en todo. Queda implícito que conocer el secreto no libra de las dificultades.
“El etnógrafo” es un relato denso, lleno de posibilidades, donde cada línea tiene consecuencias infinitas. Hay un pasaje de esta historia que siempre me ha intrigado. De regreso en la ciudad, Fred sintió nostalgia de los momentos en la llanura cuando sentía nostalgia de la ciudad. Siempre que vuelvo a Medellín, siento nostalgia de la nostalgia que he sentido en los parajes del destierro. Moviéndome entre multitudes que no me recuerdan nada, entre seres que ni siquiera habían nacido cuando me marché, sólo la nostalgia de la nostalgia consigue unirme a este sitio al que, por mucho que regrese, jamás podré volver.



Texto publicado originalmente en el periódico Vivir en El Poblado.






Explicación de un gesto



 La literatura está en todas partes. Es un error común pensar que sólo puede hallarse entre las páginas de un libro. Su origen fue verbal, su medio más común sigue siendo el aire, y es en las conversaciones de la gente, en las historias que contamos, en las palabras que elegimos, donde de veras tiene su expresión más viva. Cuando empiezo un nuevo curso me divierto invitando a los alumnos a confesar que no les gusta la literatura. Se sienten rebeldes, contestatarios. Luego, con el transcurrir del semestre, los saco del error: no sólo les fascina la literatura, sino que sería inconcebible vivir sin ella.


Lo de las historias es muy fácil. Necesitamos de historias como necesitamos de aire o de comida. Somos lo que somos por las historias que nos impresionaron cuando niños. Sobrevi­vimos y nos movemos por el mundo guiados por los relatos sobre el comportamiento humano, sobre el mundo y sus rarezas, sobre las curiosas paradojas que constituyen la vida. Nuestro propio carácter no es más que una colcha de retazos tomados de las sagas familiares, de las vidas de nuestros ído­los, de los sofismas que aceptamos como dogmas.
He olvidado quién dijo que todo lenguaje es meta­fórico. El hecho de que un mismo objeto se pueda nom­brar de manera distinta en cada lengua es una prueba de que toda palabra es sólo un acercamiento. Siempre hay un abismo entre las cosas y el conjunto de sonidos que las nombran. Vamos por el mundo a ciegas, expresando lo que vemos y sentimos con la ayuda del trovador que cada uno lleva dentro. Nos gustan las hipérboles. No es suficiente con que digamos que tenemos hambre; es pre­ciso asegurar que nos podríamos comer un elefante. Decimos haber repetido algo miles de veces, cuando no fueron ni siquiera diez. Miramos por la ventana y decimos, o decían las muchachas hace tiempo: “Están ca­yendo hasta maridos”. También somos prosopopéyicos: los incendios son voraces, el cielo llora, el viento aúlla.
Me he tomado la libertad de hacer esta digresión por dos razones: porque me sirve de preámbulo y porque lo que tengo para decir puede decirse en muy pocas palabras. En los últi­mos cinco años he escrito ya varias veces sobre el narrador deportivo que más admiro. Su nombre es Pablo Ramírez y suelo escucharlo en los partidos internacionales de una cadena hispana aquí en el País del Sueño. Lo llaman “La torre de Jalisco”, porque es altísimo, y es un hombre que vive en un estado de constante inspiración. Para Ramírez, la portería es un castillo sin puertas, la pelota “dibuja la silueta del aire”, y los juegos están llenos de detalles y de conversaciones diverti­dísimas; como la del defensor aplastado que le dijo al atacante: “Súbete que te llevo”. A su lado los demás narradores son unos señores que gritan, pero carecen de imaginación y de palabras.
Esta semana, Ramírez volvió a crear una joya literaria, probablemente hecha de materiales reciclados. El partido de Colombia y Argentina estaba a punto de terminar y las cámaras se regodeaban en el desconcierto y la impotencia de Messi, en la tragedia que significa para el mejor juga­dor del mundo el hecho de no haber podido “brillar” con la selección de su país. El gesto era elocuente y difícil de explicar. Entonces Ramírez contó una breve historia. Habló de un hombre que estaba tendido en su cama mirando las estrellas, extasiado, filosófico, pensando: “Qué inmenso el universo, qué pequeños somos”. La historia parecía estar fuera de lugar. Imagino que en millones de hogares muchos se preguntaban a qué venía eso. Pero todo quedó claro, incluido el gesto de Messi, cuando el hombre tendido en la cama reaccionó sorpren­dido y se dijo: “Un momento… ¿Y el techo? ¿Dónde se ha ido el techo de mi casa?”

Publicado originalmente en Vivir en El Poblado, en 2011. 




miércoles, 24 de enero de 2018

El saber destilado


Los designios de Dios son inescrutables. Uno apenas consigue tener vagas ideas del tejido de episodios de los que forma parte. A cada paso que damos estamos pi­sando, quizá sin darnos cuenta, las huellas de las mul­titudes del pasado. La primera frase de este escrito, por ejemplo, está bastante lejos de pertenecerme: ya la habían usado Borges en un prólogo, Wenceslao Triana en un ensayo olvidado, San Agustín en sus Confesiones, y sabrá Dios cuántos más en todos lados. Cuando Shakespeare puso a Hamlet a decir: “To be or not to be”, llegó con más de quince siglos de retraso a una frase que Plutarco había usado y que quizá era muy vieja en los tiempos del biógrafo latino. De manera que la atribución de una cita o de una idea es siempre un atrevimiento dictado por las modas o por la ciega imprudencia del presumido que está citando.
Hace unas semanas le atribuí a Dennis de Rougemont la afirmación de que hay mucha gente que jamás se habría ena­mo­rado si nunca hubiera oído hablar del amor. El desarrollo de esa idea me valió la amable reconvención de algunos lectores y el hallazgo de que yo mismo estaba haciendo una falsa atribución. La frase, si es preciso atribuirle un propietario, es de La Rochefoucauld. Lo curioso es que yo mismo había leído aquella frase años atrás, pero la tenía olvidada. La sensa­ción de culpa me ha hecho regresar a la obra de ese célebre francés que expresó en pocas palabras los motivos que gobiernan el corazón humano.
Protagonista de primera línea en la Francia del siglo 17, soldado, figura pública, político, enamorado, La Roche­fou­cauld sacó tiempo de no se sabe dónde para escribir una obra extensa cuya joya más visible y recordada son sus Máximas: unas frases de absoluta brevedad que son el resultado de profundas reflexiones. El género ha tenido nombres diversos: aforismos, sentencias, escolios, y es casi inevitable que sus más distinguidos practicantes —Federico Nietzsche, Emil Cioran, José María Vargas Vila, Nicolás Gómez Dávila— se hayan nutrido de las fuentes de La Rochefoucauld. En todos ellos es posible encontrar el cinismo, la visión penetrante y la crudeza que encon­tramos en el original.
Si fuera necesario exponer la idea central de las Máximas de La Rochefoucauld —y sus memorias y sus cartas son terrenos aún por explorar— podríamos decir que se encuentra en una de las primeras frases: “El amor propio es el más grande de los aduladores”. Buena parte de las Máximas se dedica a encontrar en el amor propio el origen de pasiones y vicios (egoísmo, orgullo, vanidad, interés) y el motivo de todas nuestras acciones. Pero saber eso no exime del goce perverso que se siente al recorrer ese inventario de mezquindad.

“Nunca somos tan felices o tan infelices como nos cre­emos”, le dice el francés a ese grupo de farsantes que somos sus lectores. “La astucia y las trampas son hijos de la incapa­cidad”. Al leerlo uno siente que asiste a su propio funeral. “Los halagos son monedas a los que sólo nuestra vanidad les da valor”. Sólo nuestra capacidad para enga­ñarnos, para conso­larnos pensando que las faltas de los otros son peores, explican que un ser humano llegue hasta el final de ese libro sin sentirse destrozado. “Lo que parece generosidad sólo es ambición disfra­zada”. Pero no todo es negativo entre las Máximas de La Rochefoucauld. Es posible encontrar en sus palabras una corrien­te fresca que a veces reaparece y nos dice, por ejemplo, que “el valor más preciado consiste en hacer sin testigos lo que uno haría de frente al mundo”. Creernos capaces de cosas así es lo que nos mantiene atentos hasta el final del libro. Entonces encontramos la última decepción: la certeza de que, sea como sea nuestra muerte, nunca estaremos preparados para el momento en que se marche para siempre esa criatura abomi­nable a la que dimos nuestro amor. 



jueves, 18 de enero de 2018

La liebre y la tortuga



La historia está llena de genios precoces que se hundieron sin remedio bajo el peso de su precocidad. Acorralado por el deterioro físico y mental, Andrés Caicedo no encontró otra salida que la de estar a la altura de su frase recurrente: “Vivir más allá de los veinticinco es una vergüenza” y, aprovechando una traga maluca, se llenó de pastillas de seconal. Nunca sabre­mos lo que habría pasado si hubiera seguido vivo, pero era más de esperar un destino “vergonzoso”, poblado de nos­tal­gias del pasado, que uno asociado con la gloria literaria. ¿Qué podría habernos dicho John Keats si hubiera llegado a los cuarenta años? Sin que se pueda hablar de fracaso, Rimbaud abandonó antes de los veinte años una carrera literaria que había alcanzado alturas poco frecuentadas, y se escapó para siempre a una vida mercenaria. Abundan los ejemplos de escritores que escribieron muy temprano un libro muy cele­brado y luego no hicieron nada. Parodiando la fábula, podría­mos decir que este tipo de escritores son los escritores liebre: ágiles en el arranque, despiertos, inspirados, bendecidos por talentos asom­brosos, pero también asediados por el peligro de no llegar a ningún lado. Mario Vargas Llosa fue un escritor liebre, pero logró sobrevivir a su comienzo apresurado.
Los novelistas suelen tardar en llegar a dominar un oficio que es mezcla de coleccionista de mariposas y cargador de bultos en el mercado. Pero Vargas Llosa ya había escrito a los 27 años una novela, La ciudad y los perros, que lo puso entre los grandes de América Latina. Antes de cumplir los 33 había publicado dos obras maes­tras más: Conversación en la catedral y La casa verde, que le reportó el premio Rómulo Gallegos antes que a su maes­tro y entonces amigo, Gabriel García Márquez. Onetti, ese gigante en la sombra al que cualquier premio le habría quedado chiquito, solía bromear diciendo que el Rómulo Gallegos se lo habían dado a La casa verde, y no a Juntaca­dáveres, porque el prostíbulo de su novela no tenía orquesta. Fue Onetti también quien mejor retrató a Vargas Llosa, cuando dijo que el terco discípulo de Flaubert se acer­caba a la literatura como un esposo abne­gado, mien­tras que él la frecuentaba como si fuera su amante. Pueden decir de Vargas Llosa todo lo que quieran (y aquí me tomo la libertad de ser una caja de resonancia), que le gustan sus primas, sus tías, las azafatas y hasta sus hermanas medias, pero lo que no pueden negar es que ha sido un esposo intachable de la literatura. Fiel e imagi­nativo, ha mantenido el fuego con vida.
Vargas Llosa sobrevivió a múltiples peligros para llegar a esta gloria terrenal con que ahora se le corona. Sobrevivió a una trayectoria errática en materia política. Logró escapar de esa izquierda en la que todo intelectual que quisiera ser considerado como tal debía matricularse, pero el ímpetu con que escapó lo llevó a refugiarse en una derecha tanto o más criminal. Sobrevivió a la ambición loca de querer ser presi­dente: como si pertenecer al gremio de Fujimori, de Uribe o Chávez pudiera darle dignidad a alguien. Sobrevivió a la esterilidad que impone sobre muchos creadores el paso por la academia. Si consideramos todos los peligros de los que se ha salvado, también deberían canonizarlo.
Hace un poco más de diez años entrevisté a Vargas Llosa, durante su paso por Cartagena para presentar Los cuadernos de don Rigoberto, una de las muchas novelas con que ha poblado el segundo tramo de su vida de escritor. Ya entonces estaba lejos de ser un genio precoz, pero seguía saludable, decidido, después de su afortunado fra­caso político. Aquella vez dijo algo que sintetiza el secreto de su éxito: “El genio también puede ser un largo es­fuerzo”. La liebre ya había comprendido la lección de la tortuga y seguía muy oronda y con pasitos obsti­nados su carrera hacia la meta. Poco importa que hace años la tortuga haya llegado, que ya ni se distinga el moretón que recibió cuando la lucha y la carrera eran más encar­nizadas.




 Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado, en octubre de 2010






EL BOBO DEL PUEBLO


   Cuando uno encuentra a Emerson sin demasiados preámbulos, sin que nadie se haya tomado la tarea de hablarnos de su importancia o sus flaquezas, tiene la vaga sensación de estar, al mismo tiempo, frente a uno de los más grandes escritores que sea posible encontrar y de un delirante al que sería fácil aplicarle el burlón título del bobo del pueblo. Sus libros no están a la venta en las esquinas, al lado de las últimas novelas de sicarios, ni aparecen reseñados en los periódicos que suelen ser dueños o socios o amigos de las editoriales. Así que ya cumplen con un requisito básico de la buena literatura. Pero la historia parece haberse confabulado para enterrar al bobo de Nueva Inglaterra. Le han dicho de todo: optimista, monista, trascendentalista. Su nombre quedó perdido detrás de grandes nombres en las letras norteamericanas del siglo diecinueve: Poe, Hawthorne, Melville; algunos de ellos lo miraban con desprecio. Ha recibido elogios de autores, como Nietzsche, a los que su obra había destruido por anticipado. Hasta sus discípulos directos, como Withman y Thoreau, fallan al reconocerle los méritos a su maestro y se refieren a él como a un pobre loquito embriagado de obviedades.

   Resulta comprensible que la obra de Emerson se haya perdido en los laberintos del tiempo. Sus ideas son como el brindis que alguien hace al comienzo de una fiesta, minutos antes de que empiece una balacera. ¿Quién diablos se va a acordar de que había un brindis cuando empezó la tragedia? En este caso la tragedia fue ese desfile de sabihondos que se encargó de convencernos de que somos poca cosa: Darwin diciéndonos miquitos, Freud comparando el milagro del pensamiento con una tubería aherrumbrada, Nietzsche matando a un Dios que ya estaba muerto… todos empeñados en convencernos de que somos basuritas, accidentes de la nada, que el alma es una superstición, que da lo mismo lo que hagamos o dejemos de hacer; abonando de paso el terreno para toda clase de atrocidades.

  Si fuera necesario definir a Emerson con una sola palabra, pienso que esa palabra sería “inconformidad”. La inconformidad está en el centro de “Self-Reliance”, uno de sus ensayos más encendidos, ese llamado a que cada uno de nosotros se sostenga en sus propios pies, de cara al mundo, sin buscar el amparo de instituciones, de turbas o de dogmas. Quizá porque ya olía en el ambiente el triunfo del desaliento, Emerson decidió rebelarse contra todos los poderes empeñados en destruir la grandeza del ser humano. Todos sus elogios tienen un “pero” rebelde, creativo, dinámico. La historia es importante, “pero” está en pañales, porque aún no hemos aprendido a escribir la épica del alma. La amistad y el amor son maravillosos, “pero” es mejor quedarse uno solo. Los libros son muy buenos, “pero” es mejor vivir que leer. La filosofía ha logrado prodigios descomunales, “pero” lo que nos queda por entender es infinitamente más grande. “Nada grandioso se ha conseguido sin la participación del entusiasmo”, “pero” la sabiduría verdadera consiste en aprender a abandonarse a ese espíritu universal que todo lo ordena. El mérito de Emerson consiste en conciliar esas aparentes contradicciones por medio de reveladoras paradojas.


  Cuando un lector consigue mirar a través del enturbia-miento de los ismos y el descrédito, y consigue leer a Ralph Waldo como si acabara de comprarlo en la esquina, los efectos de su lectura pueden ser intoxicantes. Quizá debería considerarse la prohibición de las dosis personales de Emerson, pues su lectura puede abrirle los ojos a cual-quiera. Y no conviene que la gente sepa que, en lugar de pobres diablos sometidos a los vaivenes del tiempo, son seres bendecidos que contienen en sí mismos toda la aventura humana. No es fácil abusar de quienes saben que en su mente están todas las ideas de los grandes filósofos y que los grandes escritores se siguen expresando por medio de sus manos.

Texto publicado en Vivir en El Poblado en 2009