martes, 25 de enero de 2022

Bernardo Caraballo: El campeón sin corona

Un perfil de Bernardo Caraballo (enero 1, 1942- enero 20, 2022) publicado en El Universal, de Cartagena, en julio de 1992


Foto Manuel Pedraza



Bernardo Caraballo

El campeón sin corona

 

 

I. Hay fiesta en casa de los Caraballo

 

La casa es alegre y tiene una sala amplia. Está en una calle tranquila llamada La Paz.

En la sala hay un afiche enmarcado de Pambelé. Al fondo, en el comedor, casi sobre la puerta que da a la cocina, un cartel nos invita a ver la pelea entre Caraballo y un boxeador de apellido Chartchai.

Un hijo de Bernardo Caraballo nos explica que el combate fue en Manila, Filipinas, en el año 64.

En la sala hay dos cuadros más. Tienen fotos pequeñas. Allí está el dueño de casa joven, vigoroso, elegante y de sombrero, caminando por calles de Bogotá.

Entonces un Bernardo Caraballo de cabello blanco se asoma a la puerta de un cuarto y pregunta si habrá fotos. Al saber que sí, desaparece en el cuarto después de prometer que volverá.

La casa está llena de gente. Mujeres sonrientes colocan guirnaldas. Montones de niños desfilan curiosos. Alguien ha descolgado el cuadro de Pambelé y ha puesto alegres tiras de papel blanco. Esa tarde habrá fiesta en casa de los Caraballo. Es cuatro de julio, se celebra un cumpleaños.

Hace veinticinco años

 

A las ocho y dieciocho de la noche del cuatro de julio de mil novecientos sesenta y siete (algo así como las cinco de la mañana en Colombia), empezó el combate por el título mundial gallo de la A.M.B entre el campeón –que hacía su cuarta defensa– Masahiko “Fighting” Harada, del Japón, y el retador –y ligero favorito en las apuestas– Bernardo Caraballo, de Cartagena, Colombia, un pueblo situado a mucha distancia de Tokio, Japón.

Harada tenía las de ganar. Era su país. Era su público el que gritaba su nombre en una de las tribunas. También era su público ese insólito sector de la concurrencia que guardaba silencio muy educado y sólo aplaudía al final de cada round.

Si la cifra dada por los organizadores de la pelea es exacta, de las once mil personas reunidas en el Nipon Budokan Hall, diez mil novecientas noventa y seis estaban a favor del japonés y sólo cuatro a favor de Caraballo.

Caraballo besó el Cristo que colgaba en su pecho, se lo entregó a su second y, después de unos instantes, el combate comenzó.

En Cartagena, Colombia, aún no salía el sol. En las calles de la madrugada, grupos de curiosos giraban como moscas en torno a los dos periódicos de la ciudad y, especialmente, a sus teletipos, a la espera de conocer el resultado de la pelea.

A esa misma hora, también, una mujer y sus tres hijos esperaban. Rezaban y esperaban.

Caraballo supo que estaba en el Japón en una pelea por el título y que había gente esperando que ganara, cuando un puño de Harada lo conectó en el primer asalto y lo derrumbó.

Eso no le gustó a Caraballo para nada. Reaccionó con tal violencia que ese round en que cayó para muchos quedó empatado.

La pelea siguió y Caraballo bailó, se movió con su agilidad legendaria. Cambió de guardia y peleó zurdo. Se movía, se agachaba, sorprendía a Harada con la rapidez de sus manos y sus pies.

Y Harada respondía. Seguía con su obstinación de japonés, conectando algunos puños rotundos sobre el baile que tenía al frente, volviendo la cara de Caraballo algo hinchado, húmedo y amoratado.

Pero Caraballo también conectaba. Llegaba con su brazo de lanza hasta la cara de piedra del japonés.

La pelea fue la primera por título mundial, en la historia, que quedaba con siete rounds empatados. Se dieron que da miedo.

 

Al final llegó el momento de escuchar el resultado. Los japoneses se miraban asustados. Los cuatro colombianos que acompañaban a Caraballo, el Embajador, el Cónsul, Camilo Morales y Sócrates Cruz, gritaban eufóricos y sudorosos. Le decían: “¡Ganamos!”, y estaban convencidos de que habían ganado hasta que el presentador leyó la decisión y el árbitro alzó el brazo de Masahiko “Fighting” Harada.

 

Una placa de cobre grabada

 

Bernardo Caraballo aparece con una camiseta que tiene estampado un sol.

Como la conversación gira en torno a fotos y carteles, Bernardo Caraballo va hasta el mueble del comedor y toma una placa de cobre que está un poco empolvada. Se acerca a la puerta del patio, quita el polvo con la mano y muestra un montón de trazos grabados sobre la placa, trazos que anuncian, en un idioma incomprensible, la pelea por el título mundial en el Nipon Budokan Hall.

Caraballo señala un grupito de letras a la derecha y dice: “Ese debe ser mi nombre. Éste es el único recuerdo de esa pelea que me queda”.

Entonces regresa la placa a su sitio, pasa serio por entre los preparativos de la fiesta y propone sacar a la terraza un par de mecedoras.

Luego del trasteo, instalados bajo la fresca sombra de un árbol, Caraballo se apresura a decir:

–Yo le gané a él. Lo partí en tres partes, las dos cejas y el pómulo. Esa pelea me la quitaron. A mí sólo me abrió una ceja.

Bernardo Caraballo se acerca para mostrar la cicatriz, pero no recuerda en qué ojo era. Al final cree recordar que era el izquierdo y una leve rayita, una cicatriz invisible, es lo único que le queda de los puños de Masahiko “Fighting” Harada.

Pero Caraballo no recuerda ese episodio con rabia. Recuerda, más bien, lo feliz que se sintió. Había terminado exitosamente la primera pelea a quince rounds de su vida. Cuando el juez levantó la mano de Harada, el mismo Caraballo buscó al japonés y también se la levantó. “Yo le levanté la mano, sentí emoción, bastante alegría”.

El japonés devolvió la atención visitándolo más tarde en el camerino. “Me dijo que yo era muy buen boxeador, que tenía bastante rapidez de piernas y de manos”.

Fue la última vez que hablaron. Antes, sólo había conversado con él una vez, cuando los presentaron en una reunión. “Él tenía intérprete. Me dijo que me daba suerte, pero que él era el campeón”.

“Dos días después de la pelea sí me sentí triste”.

Sócrates Cruz, Camilo Morales y él permanecieron tres días más en el hotel Fairmont, al que habían llegado quince días antes de la pelea. Luego viajaron a Colombia en un avión de Pan American que aterrizó en el aeropuerto de Soledad.

Esa noche durmió en Barranquilla y al día siguiente salió para Cartagena “por vía”.

En el retén de doña Manuela, a la entrada de la ciudad, había gente que esperaba su llegada. Acompañaron su carro corriendo detrás de él. Poco a poco la multitud era mayor. Pronto se formó una enorme caravana que recorrió la ciudad antes de acompañarlo hasta su casa. En medio del entusiasmo, la gente empezó a llamarlo el Campeón sin Corona.

“Lo que era la fanaticada”, dice con su voz leve Bernar­do Caraballo. “Todavía soy su campeón pa’ellos. En la calle me saludan, me dicen: ‘Caraballo, adiós’, ‘Campeón, adiós’. Gracias a Dios todavía tengo un poco de imagen. Todavía el pueblo no me ha olvidado”.

 

Una carrera

 

“Hice 124 peleas profesionales. Perdí diez y empaté como tres. Noquié a más de treinta y pico. Pelié dos veces por el título. La primera vez fue contra Eder Jofre en Bogotá. En esa pelea perdí por nocaut en el séptimo round. Era la primera pelea que perdía en mi vida”.

 

Y para terminar una pelea

 

“El día de esa pelea por el título, contra Eder Jofre, en Bogotá, me pusieron a rebajar. Cuando me pesaron, a las doce del día, di 120 libras, o sea dos libras de más. Subí a Monserrate trotando y después me metieron dos horas en unos baños turcos. Di el peso necesario, pero me debilité. Fue en el Campín. El estadio estaba lleno. Llegaron personas de todos los departamentos de Colombia”.

 

Momentos

 

“Mi primera pelea como boxeador fue en Turbaco, en el 58. Era a tres rounds y gané por puntos.

“Empecé a boxear por el factor económico. Tenía que hacerlo. Me inició Humberto Caraballo, mi hermano. Él me llevó al gimnasio. El que me enseñó fue Julio Carvajal Salamanca, un chileno que vivía en la ciudad.

“La última pelea fue en el 77, en Chile, con Astorga (era el campeón Centroamericano y del Caribe del peso pluma, pero el título no estaba en disputa). Le gané por decisión. Luego me retiré porque entré a trabajar a Colpuertos y la señora mía me dijo que no peliara más, que me dedicara a mi trabajo.

“Luego hice otra pelea en el Circo–teatro, de exhibición, con el difunto Víctor Cano.

“El boxeador al que más golpes le he dado fue el Pato Fuentes, de El Salvador, en San Salvador. Le gané por decisión en diez rounds. Lo tumbé tres veces y terminó los diez rounds parado, de pie.

“La vez que más maltratado quedé fue con Chartchai, en Manila, Filipinas. Me cerró el ojo, me partió la boca y, sin embargo, yo gané por decisión. Figúrese él cómo quedó. Eso fue una pelea tremenda”.

Y después de esas palabras, es posible comprender por qué, entre todos los recuerdos, el cartel de esa pelea es el que con mayor orgullo se conserva en esa casa. Allá en lo alto de una pared del comedor está el testimonio más elocuente, para la familia Caraballo, de que los recuerdos más profundos que deja el boxeo son recuerdos de dolor.

 


 

II. Ganadores y perdedores

 

La charla continúa bajo la sombra de los árboles que están frente a la casa de Bernardo Caraballo.

Al frente transcurre tranquila la calle La Paz.

Adentro, en la casa, siguen los preparativos para la fiesta. Para muchos ha llegado la hora de bañarse.

Luego de que Caraballo recordara que el combate en el que más lo habían golpeado fue el que le ganó en Filipinas a Chartchai, habíamos concluido que tal vez por ese hecho el cartel de esa pelea era el único que permanecía en las paredes de esa casa, por ser el que mejor expresa la esencia del boxeo, por ser un elocuente testimonio de dolor.

Pero hay también placer en torno a ese dolor.

Bernardo Caraballo afirma con orgullo que conoció más de cuarenta y ocho países y que uno de sus sueños es poder regresar.

 

La extraordinaria

 

“Teniendo dinero me gustaría ir a las partes donde estuve, para recordar”.

“Por eso todos los meses compro la Extraordinaria, para ver si me la saco para poder viajar”.

“Iría a Manila, a Hawai, Honolulú, a Los Angeles, a Las Vegas. Me gustaría pasear otra vez por el Oriente. Esa vaina es bonita, las costumbres son distintas…”. Y entonces Caraballo se acerca y pregunta casi en secreto: “¿Por qué será que en el Oriente la gente es más civilizada?”.

“El lugar que más recuerdo es una playa llamada City Boulevard, en Manila, Filipinas. Son las siete de la noche y yo estoy tomando gaseosa y comiendo maní con concha”.

Entonces Caraballo se recuesta, habla como si estuviera viendo lo que menciona. Describe con deleite un paraíso que el tiempo no le ha podido arrebatar.

“Es una playa larguísima que es como del aeropuerto al hotel Caribe. Por una avenida pasan unos buses de dos plantas. Abajo van los esposos y arriba van los novios”.

Caraballo parece despertar. Regresan sus preguntas sobre Oriente que nadie le ha podido contestar: “¿Por qué tiene que ser esa cultura así? Nosotros vamos todos revueltos”.

 

La pelea

 

La vida es una pelea que se gana o se pierde por puntos o por nocaut. Caraballo parece que la va ganando y con Knock-down, en el momento en que derrotó a Masahiko “Fighting” Harada y el peso de una corona no se vino sobre él.

Qué alivio no tener en la cabeza una corona. Las coronas, el éxito y la gloria embriagan y trastornan. A unos los hace derrochar lo que obtuvieron con unos cuantos golpes. A otros, los pone a seguir peleando para proteger una fortuna de los pícaros. Pero a muy pocos los deja tranquilos, cumplidores del deber y pensando en el futuro de sus nietos, herederos de su tradición.

 

El hijo del panadero

 

Ahora las manos de Caraballo no golpean a nadie. Estrechan cariñosas las manos de un muchacho que se ha acercado con su padre y con un brillo en los ojos repletos de admiración.

El padre del joven le pregunta a Caraballo que si se acuerda de cuando eran jóvenes y vendían juntos pan. Caraballo intenta recordar.

Mientras tanto, el hombre dice que a su hijo le gusta el boxeo, que lo practica y que quería conocerlo.

Caraballo saluda al joven con una sonrisa dulce y mirándolo a los ojos. El muchacho tiembla de orgullo. Está apretando la mano de Caraballo, el primer Campeón Mundial.

El hombre se despide y se marcha con su hijo, no sin antes recordarle a Caraballo lo del pan.

Caraballo los mira alejarse y luego se vuelve a decir en secreto: “El crio a sus hijos a su modo y yo lo hice al mío. Eso es el mundo. Cuando éramos jóvenes vendíamos pan y yo no tengo ningún problema en saludarlo. No me cuesta nada ser amable y si le hago un desaire se lleva una mala impresión”.

 

Harada me debe recordar

 

“No sé qué será de la vida de Harada. La últimas vez que hablamos fue después de la pelea, en el camerino”.

“Me imagino yo acá que debe estar bien. Fue campeón mundial mosca, gallo y pluma y, donde quiera que esté, se debe acordar de mí”.

 

La campana

 

Hoy en día Caraballo piensa en su jubilación. Trabaja en el Terminal, donde sigue trayendo y llevando mensajes.

La casa en que vive la compró con la plata que se ganó peleando con Mimún Ben Alí, al que le ganó por decisión, a comienzos de 1967, en Bogotá. De esa pelea recuerda con orgullo que entre el público estaba “el presidente de la República de Colombia, Guillermo León Valencia”.

La casa la compró por 16 mil pesos. “Este barrio era de gente bien. Aquí vivían los Caballero, los Guarriza, los Chalela, que ahora están viviendo en Bocagrande”.

Caraballo construyó seis piezas al lado de la casa y se burla porque ahora a las piezas les dicen apartamentos.

En cuatro de las piezas que Caraballo construyó viven cuatro de sus cinco hijos, cada uno con una prole considerable.

Caraballo tiene 12 nietos y está feliz. No tiene mucho dinero, pero lo que tiene le basta para abrigar la esperanza de que educará a sus nietos y seguirá al frente de esa familia y esa casa, siempre con una buena guardia, esperando sin prisa el momento en que suene la campana.

 

 

 

 

 

Los compadres

 

El tiempo le ha enseñado a Caraballo a no juzgar. Al hablar de Pambelé, dice que cada cabeza es un mundo. “Él hizo lo que él pensó hacer”.

Caraballo habla de Pambelé con cariño y con orgullo, con el mismo orgullo con el que su imagen cuelga en la sala de su casa y sólo ha sido removido por un rato para colocar unas guirnaldas.

“Además somos compadres. Yo le cargué su primer hijo, Manuel”.

Caraballo recuerda a Rocky Valdés. Dice que en otra parte de la casa hay una foto de él. “También somos compadres, él bautizó al mayor de mis nietos, Bernardo Fabio, que ya tiene trece años.

“Rodrigo Valdés está muy bien. Tiene varios apartamentos y, sin embargo, no ha perdido la humildad. No sale del mercado. Ese tipo es un amigo. Cuando estaba comenzando estuvimos en una misma velada en Bogotá”.

 

De los de ahora

 

De los boxeadores éstos que están ahora, el que más me emociona es Chicanero Mendoza.

 

Futuro

 

“Cuando me jubile voy a ser entrenador”

 

Un nieto

 

“Cada semana llevo a mi nieto, Bernardo Fabio, a entrenar a la playa temprano en la mañana y echo una trotadita de quince o veinte minutos. Físicamente me siento bien”.

 

El ganador

 

Caraballo es un hombre afortunado. Es afortunado porque, a los cincuenta años, levanta los brazos, entrelaza los dedos en su nuca y afirma suspirando: “Gracias a Dios estoy bien. Así como estoy me siento bastante bien”.

 Y queda la sensación de que, aunque en su casa no existe el lujo de una corona, la pelea de la vida Caraballo la ganó.

Y Caraballo sonríe, mira a la cámara y dice: “Esta foto que me tomo con mis nietos es la más importante”.

Y en la sala de su casa se despierta, con la música, la fiesta para un niño que está cumpliendo tres años; un niño que aún ignora los momentos más notables de un pasado que también le corresponde, un niño que algún día irá a contarle a sus hijos y a sus nietos, con orgullo, que su abuelo fue Bernardo Caraballo, el hombre que fue campeón sin serlo, hace muchos… muchos años, por la fecha de su cumpleaños.

 

 

El Universal, Julio 6 y 13 de 1992


Incluido en Retratos


Disponible en Amazon

 

 








domingo, 23 de enero de 2022

El sueño de Sócrates

Después de "Vidas de artistos", viene "Entre líneas", 

una nueva sección en la revista Cronopio, 

que ha llegado a su edición númro 90.


Pocos sabemos con certeza de la vida de Sócrates: que nació en Atenas alrededor del 470 antes de nuestra era, que fue hijo de un picapedrero y una partera, que era feo y tenía una esposa de temperamento explosivo, que aceptó con aparente frialdad la noticia de la muerte de dos de sus tres hijos y que murió en prisión, en el año 399, condenado a beber la cicuta por «corromper la juventud y querer introducir nuevas deidades».


Leer el texto completo en Cronopio





miércoles, 12 de enero de 2022

"Estar allí del todo"

"La mujer biblioteca" es, entre otras cosas, un manual para el manejo de toda clase de bibliotecas, desde la más modesta en un pueblecito perdido hasta la biblioteca pública de la ciudad más grande.  A lo largo de su carrera, Marilla Waite Freeman dejó toda clase de lecciones sobre su oficio que son también lecciones para una vida bien vivida. Marilla escribió sobre la creación y organización de la biblioteca, sus finanzas, sus relaciones con la comunidad, la psicología de su oficio, los programas especiales, la invitación y orientación a los lectores, las bibliotecas y la guerra, las bibliotecas frente a la censura, la educación para adultos y hasta las lecturas que hay que ofrecerle al moribundo. 

Este fragmento incluye pasajes de "Ideales en el servicio de referencia", publicado durante la Gran Depresión y uno de sus textos más influyentes. Allí brilla de manera muy clara su filosofía de vida.


Foto cortesía Cleveland Public Library
 

Marilla y McDonald volverían a coincidir años después en Nueva York. Esta historia he podido contarla gracias a esa cercanía. Por lo pronto diré que, para él, “Ideales en el trabajo de referencia”, publicado en diciembre de 1932 en el Wilson Bulletin, era uno de sus textos de Marilla favoritos. El artículo está basado en una charla que había ofrecido en la Escuela de Bibliotecología de la Universidad Western Reserve, de Cleveland, que mantenía una relación estrecha con la biblioteca pública. El texto se nutre de viejas convicciones, pero también permite apreciar la fluidez y claridad que Marilla había alcanzado a la altura de los sesenta y dos años.

Marilla empieza por decir que se propone “hablar un poco sobre la idea general del servicio de referencia y sobre la idea personal al interior de esa idea general”. Define el servicio como la recepción y manejo de todo tipo de preguntas o solicitudes de información o materiales, a diferencia del proceso regular de circulación y préstamo de libros.  Deja claro desde el principio que el ideal del servicio de referencia debe ser que a nadie se le puede permitir que se marche de la biblioteca sin antes haber recibido la información por la que vino o la orientación suficiente para encontrarla: “En el vocabulario de las bibliotecas no deben existir las palabras negativas. Las palabras ‘No’, ‘No lo tenemos’ o ‘No lo sé’ nunca deben ser pronunciadas, al menos no como respuesta completa y final”.

 

Es posible que pensemos: “Este hombre ha venido al lugar equivocado. Esta no es una agencia de empleo, o una clínica para almas lastimadas”. Pues bien, déjenme decirles que nuestro espíritu para el servicio de referencia o, en sentido más amplio, para el servicio de bibliotecas, casi puede medirse con precisión por el grado en que somos conscientes, y nos comportamos en concordancia con esa consciencia, de que ningún hombre ha llegado al lugar equivocado cuando ha llegado a la biblioteca pública.  Para eso es justamente que estamos –nosotros y nuestro servicio de referencia– para desempeñarnos como el centro de procesamiento de todos los conocimientos. Queremos que la gente piense en nosotros cuando hay algo, cualquier cosa, que quiere saber.

Es cierto que no somos una agencia de empleo; pero, cuando alguien ha llegado al límite de la desesperación, podemos conducir a un humano desamparado hacia el hombre de la organización que lo pondrá de pie. Tal vez no seamos una clínica para las almas lastimadas –no estoy por completo segura de que no lo seamos– pero la sabiduría de todos los tiempos se cristaliza en nuestros anaqueles, y el mínimo de simpatía humana, compren­sión e inteligencia puede hacer venir la palabra impresa o hablada apropiadas para enfrentar el momento de crisis en una vida humana.

Si asumimos como nuestro motto las palabras de Terencio: “Humani nihil a me alienum puto” (“Nada humano me es ajeno”) descubriremos que todos los elementos de la dramática, emocionante y satisfactoria experiencia humana pueden hallarse en el servicio de referencia de cualquier biblioteca, pública o de otro tipo, donde los seres humanos se congregan.

De algún modo, no puedo escapar a la superstición –si acaso es superstición–, de que cualquier persona cuya vida toca la mía, así solo sea por un momento, establece, así solo sea por ese momento, una cierta relación, una cierta obligación. A esa persona no puedo decirle a la ligera: “No tengo nada para ti”. Debo darle lo que pueda y, cuando ya se aleja, decirle: “Regresa a contarme como salió todo”. A menudo, como los que trabajamos en bibliotecas lo sabemos, esa persona nunca regresa: tal vez solo fue una embarcación que pasó frente a nosotros en la noche –y le dimos todo lo que necesitaba mientras pasaba–; pero, si hemos dejado abierta la comunicación, con esa expresión amigable, habremos al menos cumplido con nuestra obligación, habremos completado y dado cierre a nuestro servicio.

 

“Allí del todo”

Como pueden ver, el ideal general del servicio de referencia se superpone de manera muy íntima con el ideal personal; pero, desde la perspectiva puramente personal, hay otro ángulo para acercarse al tema. En uno de sus estimulantes ensayos, el juez Troward dice: “Nuestro objetivo debe ser expresar todo lo que somos en cada acto”. Piensen en eso por un momento: “Expresar todo lo que somos en cada acto”. Piensen en la manera superficial como realizamos la mayoría de nuestros actos –podría decirse que desde la superficie propia– con una presencia a medias en lo que hacemos. Piensen en lo que significaría para nosotros y para la persona a quien estamos ayudando, si concentráramos todos nuestros poderes en cada pequeño acto de servicio. Piensen en el tipo de visión intensificada con que deberíamos ver a cada persona, la manera tan plena como deberíamos entrar en su manera de ver las cosas –la esencial– y estar allí del todo en el acto de ver lo que esa persona quiere saber y en el de proporcionárselo de la manera más rápida y efectiva. Aquí es donde entra en juego toda la psicología del trabajo de referencia y su técnica: en ver que la persona que pregunta tenga una silla, que la ley de la atención haya sido aplicada para darle algo que capte su atención –así sea el índice del Almanaque Mundial–, donde pueda buscar ayuda por sí misma, mientras usted le consigue “la droga efectiva”. El tiempo es esencial –como la ley lo afirma de manera sucinta– cuando se trata de un hombre ocupado. Si están allí del todo, en el trabajo, y le ponen algo, cualquier cosa, frente a los ojos, para evitar que lo moleste el vuelo de los minutos mientras ustedes trabajan, sentirá que ha recibido un servicio rápido.

Es probable que tengamos que atender a varias personas al mismo tiempo. Tendrán que estar tan “allí del todo” –algo así como con las múltiples cabezas de la hidra–, de manera que puedan hacerle saber a cada uno, con un gesto o sonrisa o una mirada rápida o un “solo un momento”, que saben que está allí y que lo atenderán lo más pronto posible. Por supuesto que su experto artista de la referencia puede darle a cada uno un resumen estadístico o una guía del lector o el Manual de Moody o el Quién es quién o un volumen de enciclopedia abierto justo donde está el tema buscado, todo de una vez, como en una carrera de relevos, y mantenerlo ocupado y satisfecho… Supongo que la psicología del asunto sería que, si nuestro objetivo fuera el de expresar todo lo que somos en cada acto, entonces cada acto ha de ser exitoso, y una sucesión de tales actos constituirá un día exitoso, y una sucesión de tales días constituirá un exitoso bibliotecario de referencia –entre los cuales no puede haber uno más feliz.


Sobre "La mujer biblioteca"

Disponible en Amazon