lunes, 14 de septiembre de 2020

Morir en Sri lanka

Disponible en Amazon 

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Edición para Kindle

La historia toda es bastante simple: Érase que se era un pobre hombre que sabía que se iba a morir en Sri Lanka. Son los catorce años de su viaje. Nothing else. The rest is silence. 

Novela finalista del Premio Herralde 2014




martes, 1 de septiembre de 2020

García Márquez, un mundo mágico y otros ingredientes para que este libro se venda como pan caliente

Este perfil del Nereo López Meza fue escrito originalmente en inglés, para un libro que se proponía reunir una selección de sus fotografías. El libro nunca fue publicado y el texto permaneció inédito por muchos años.


 Leer la versión en inglés

 Texto y foto Gustavo Arango

 “Aquí”, dice Nereo, señalando con el dedo que ha hecho todo el trabajo. “Quiero que mis fotos se publiquen aquí”.

El dedo presiona sobre la elegante letra “T”, como si atrapara una rara mariposa. Parece un tranquilo don Quijote, liberado de la aparatosa armadura, pero igual conmovido por visiones de grandeza. A su lado, un cansado Sancho Panza anota frases y detalles. Están sentados en la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Queens, en Corona, rodeados por niños pequeños que se debaten entre leer o jugar. De vez en cuando un empleado de la biblioteca ejerce su pequeña porción de poder y les pide que se callen. Los dos ancianos también guardan silencio.

El que atrapó la mariposa tiene ochenta y ocho años, pero parece estar más vivo que los niños que lo rodean –al menos más que el niño de diez años que sufre con su tarea de matemáticas, con la ayuda de un paciente muchacho. El otro viejo tiene la mitad de la edad de Nereo, pero se ve el doble de cansado. Ya van tres días de caminar por todos lados y tomar nota de todo lo que dice su maestro.

Tienen un plan. Esperan a la dama que les ayudará a conquistar la ciudad con un libro. El libro tendrá fotos tomadas por Nereo durante las últimas seis décadas y una nota introductoria del escribano. Ambos piensan que son buenos en lo que hacen y ambos piensan que el mundo no los aprecia lo suficiente (aunque el viejo tiene más derecho a pensarlo) y, mientras esperan a que llegue la dama, permanecen sentados junto a la sección de los periódicos, hojeando, preguntándose si hay algo más por decir o preguntar.

“No veo por qué mis fotografías no podrían publicarse en el New York Times”.

El hombre que toma notas tampoco ve una razón. Han viajado para adelante y para atrás a lo largo de ocho décadas de vida, mientras han recorrido los cinco distritos de la ciudad, y podría mencionar al menos diez razones para publicar las fotos de Nereo en el periódico que señala. Una de las razones menos importantes es justo aquella que han elegido para promover ese libro que esperan que se venda como pan caliente: una serie de fotografías de García Márquez, tomadas por Nereo en momentos diferentes de la vida del escritor. Para seguir con el tono quijotesco, es como si Cervantes quisiera triunfar con un entremés, mientras lleva el manuscrito de don Quijote en una bolsa. Lo curioso es que el entremés parece la única llave que abrirá la puerta del éxito.

 

Hace unos años, después de ver unas fotos que Nereo tomó en el río Magdalena –el río donde El amor en los tiempos del cólera tiene su final grandioso–, un editor español exclamó:

“Son maravillosas, pero no se venderá. Si consigues al menos una frase de García Márquez sobre las imágenes, publicamos el libro de inmediato”.

Fue en el río Magdalena donde Nereo tomó sus primeras fotografías, en 1947. Desde entonces ha tomado cientos de miles de imágenes del mismo paisaje que inspiró la obra de García Márquez: la selva, los pueblecitos polvorientos, hombres enamorados de violines, jóvenes volando, gente alimentando piedras y muchas otras cosas increíbles ocurriendo de la manera más casual bajo ese sol tropical.

Nereo consiguió la frase que buscaba, pero no por escrito. El año pasado se encontraron en una fiesta privada en Cartagena de Indias, la ciudad donde Nereo nació y el escenario de tres novelas de García Márquez. El escritor estaba de regreso a su lugar favorito: “la ciudad más hermosa del mundo”, donde permaneció por casi tres meses dedicado a celebrar una serie de aniversarios: sesenta años de la publicación de su primer cuento, cuarenta de la publicación de Cien años de soledad, veinte de la concesión del Premio Nobel y su cumpleaños número ochenta. Aunque estaba cansado de fotos y saludos, García Márquez saludó a Nereo con afecto:

“¿En qué andas, Nereo?”, le preguntó.

Nereo consideró por un momento la idea de mencionar sus muchos proyectos, pero comprendió que aquel encuentro iba a durar poco. Se habían conocido más de cincuenta años atrás, cuando ambos trabajan en el periódico El Espectador. En aquel tiempo, García Márquez escribió una breve nota elogiosa del trabajo de Nereo, pero la nota apareció sin firma.  La última vez que se encontraron en Cartagena, hablaron de las fotos de Nereo en el río Magdalena, y de la sugerencia que le había hecho el editor español.

 “Necesito que me ayudes con eso”, le dijo Nereo. “Como compensación puedo darte una serie de fotos tuyas que he venido tomando desde hace años”.

Aquello fue como ofrecerle unas monedas de oro al rey Midas, pero fue también un despliegue de la dignidad de Nereo. Nereo ha dicho muchas veces que García Márquez ha hecho por escrito lo que él hizo con fotografías. Con García Márquez se siente junto a un igual.

“Eso no será necesario”, dijo García Márquez. “Tienes mi permiso para usar las descripciones que hago del río en El amor en los tiempos del cólera”.

“¿Puedo hacer eso?”, pregunto Nereo mientras buscaba un pedazo de papel.

“Claro que puedes”, dijo García Márquez antes de ser arrastrado por un grupito de admiradores que le pedían fotos y autógrafos.  Nereo elevó una servilleta hacia el sonriente grupo, pero comprendió que su encuentro con su majestad ya había terminado.

Pocos días después, Nereo llamó a Jaime Abello, el director de la escuela de periodismo de García Márquez en Cartagena (Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano), para explorar la posibilidad de tener la autorización de por escrito. Abello le dijo que no era necesario, que él y Mercedes –la esposa de García Márquez– habían sido testigos de lo que habían hablado.

Nereo cierra el capítulo sobre García Márquez casi sin haberlo abierto:

“Es una tontería que yo diga: ‘Llamen a Mercedes, llamen a Abello; ellos son testigos”.

Pero el hombre que está tomando notas no quiere cerrar ese capítulo. Necesitan decir algo sobre las fotos de García Márquez. Durante tres días ha tratado en vano de hacer que Nereo diga algo interesante sobre las fotografías que marcarán la diferencia.

“Esas fotos de 1966 son maravillosas. ¿Dónde las tomaste?”

“No me acuerdo.”

“¿Pero, sí ves? Los gestos, la mezcla de fatiga y de satisfacción por lo logrado, acababa de terminar Cien años de soledad. El libro no se había sido publicado todavía. Es probable que ni siquiera supiera lo que acababa de hacer. Es el rostro de un genio justo después de haber escrito una obra maestra”.

“Sí”.

Es inútil insistir, a pesar de que es muy probable que esa serie sea la mejor que se hizo de García Márquez antes de la llegada de la gloria. Uno no se cansa de contar la historia de ese difícil período en la vida de García Márquez. Hasta ese momento lo había hecho todo para ser un escritor exitoso. Había sido periodista, para conocer el oficio y conseguir disciplina. Había intentado hacer cine, para aprender a contar historias que se quedaran en la memoria de sus lectores. Había publicado incluso un libro de cuentos y un par de novelas, pero su carrera literaria podía resumirse como un fracaso digno. Si no fuera por los slogans comerciales que estaba escribiendo en México, su familia se habría muerto de hambre. Pero justo en el momento en que estaba considerando darse por vencido, y despedirse para siempre del sueño de hacer literatura, ocurrió un hecho mágico. Llevaba su familia a unas modestas vacaciones, la carretera era monótona y la tibieza invitaba a la ensoñación. Nadie había dicho nada por un buen rato, y García Márquez se devolvió en el tiempo a su infancia en Aracataca y recordó la manera encantadora como su abuela le contaba historias. De repente supo que si alguna vez iba a ser un escritor exitoso, aquello solo ocurriría si empleaba el método de su abuela para encantar y cautivar a sus lectores. El resto de la historia es relativamente conocido. Cuando volvieron a casa, García Márquez le entregó a Mercedes todos los ahorros que tenía, y pidió que no lo importunara con asuntos prácticos durante los siguientes doce meses. Luego se metió en “la cueva”, el único cuarto disponible en la casa para escribir obras maestras, y derramó su mente y su alma en su novela. El proceso de escritura le tomó dieciséis meses, y cuando salió de la cueva se encontraba al final de la cuerda. Cuando Nereo tomó esas fotos, en 1966, García Márquez era un hombre vacío y feliz que apenas se recobraba de su fiebre literaria. Un año más tarde sería rico y famoso. Nada volvería a ser como era en esos días.

“¿Y estas otras fotos?”

“Esa fue una fiesta que mi amigo Manuel Zapata Olivella le ofreció a García Márquez, en Bogotá.”

Dejando muchas cosas de lado, Manuel Zapata Olivella fue el autor de la única narración épica que existe de los pueblos negros en América, Changó el gran putas, una obra maestra que seguirá en el olvido hasta que un académico devoto la desentierre y exclame: “¡Miren lo que encontramos!”

Manuel Zapata Olivella fue también un mentor de García Márquez. En 1948, Zapata Olivella lo ayudó a obtener su primer trabajo como periodista, en el periódico El Universal, en Cartagena, cuando García Márquez tenía apenas veintiún años.  Casi veinte años después, con esta fiesta, le estaba ayudando a construirse una personalidad pública, porque no basta con escribir una obra maestra, también hay que hacer mercadeo y relaciones públicas.

Las fotos en casa de Manuel Zapata Olivella son más de tipo social, y Nereo siempre ha detestado tomar fotos sociales. En cierta ocasión, en los años 50, cuando era el fotógrafo más prominente de la revista colombiana Cromos (su salario era el segundo mejor después del del director), un editor le pidió que tomara las fotos de una boda. Nereo tomó fotos de los aspectos más ridículos de la ceremonia: los pomposos sombreros rebosantes de flores, las damas gordas embutidas en vestidos sin tirantes, los maquillajes sobrenaturales. Su editor nunca le volvió a pedir que tomara fotos de eventos sociales. Pero, cuando Manuel Zapata Olivella le pidió que tomara esas fotos, no pudo negarse. Manuel era uno de sus amigos más cercanos. Su muerte, en el 2004, ha sido uno de los momentos más dolorosos en la vida reciente de Nereo.

Lo único que Nereo encuentra notable en las fotografías de esa fiesta es la presencia de Mario Vargas Llosa. La amistad entre García Márquez y Vargas Llosa había empezado hacía poco, pero era muy cercana. Vargas Llosa fue el autor del primer estudio completo sobre la narrativa de García Márquez, Historia de un deicidio. Pocos meses después de que se tomaran esas fotos, esa amistad floreciente terminaría de manera abrupta y furiosa, con el puño de Vargas Llosa golpeando y amoratando el ojo izquierdo de García Márquez. 

“He sido un huérfano casi toda mi vida”, dice Nereo tras recobrarse del asombro que le produjo cruzar el puente Verrazano. “Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, y mi madre cuando tenía once. Una de las lecciones que aprendí desde que era niño es que cualquiera puede volverse en contra tuya en cualquier momento. Recuerdo que en una ocasión yo me había rapado la cabeza y un grupo de niños empezó a mojarse las manos con saliva y a golpearme la cabeza. Un tipo vino a defenderme y trató de hacerlo por un rato, pero cuando vio que era imposible detenerlos él mismo se mojó la mano en saliva y se unió a la fiesta”.

“¿Quiénes son los otros que aparecen en esas fotos?”

“No me acuerdo”.

Hay otro grupo de fotografías. Fueron tomadas en un lugar público. García Márquez tiene cabello abundante y ondulado. Se nota que su estrella está en ascenso. Solo lo separan unos años de las primeras fotos, pero ya es otra persona: más consciente de que lo observan, en cierta manera menos expresivo. García Márquez está en compañía de León de Greiff, un gran poeta que nunca llegará a las páginas del New York Times, entre otras cosas porque su poesía es imposible de traducir; de hecho, es casi imposible de entenderla en su propia lengua.  Lo único que Nereo recuerda es el lugar donde fueron tomadas.

“Eso fue en Campo Villamil, en 1970 o 1971.”

La razón por la que a Nereo le parece digno de mención el nombre de ese lugar es porque los negativos se encuentran ahora en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, y la identificación del lugar y de las personas en los catálogos de la biblioteca está equivocada. De hecho, casi todas las fotos de Nereo tienen problemas de catalogación.

“Mezclaron nombres, lugares, fechas. Soy el único que podría desenredar eso”.

“¿Qué más recuerda de esas fotografías?”

“Nada más”.

Es inútil. Nereo no recuerda cuándo tomó las fotografías. No les asigna un significado especial a esas imágenes. El capítulo de García Márquez es muy pequeño en relación con su vida como fotógrafo. Solo el viaje a Estocolmo parece ser significativo para él. Cuando García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1982, estaba acompañado por una delegación ruidosa y colorida. Había grupos musicales, bailarines y amigos bebedores. Es probable que aquellos hayan sido los días más festivos en la historia de Suecia.

“Los organizadores me dijeron: ‘Solo podemos darte el boleto de avión. ¿Quieres ir?’ Por supuesto que fui. Le delegué los eventos sociales a otro fotógrafo, y yo tomé las fotos de las presentaciones culturales. El tipo que estaba a cargo de la delegación se enamoró de un sueco, y se olvidó de darme el pase para entrar al banquete real. Tuve que disfrazarme como músico para entrar. Tuve que tomar las fotos mientras bailaba”.

Ahora sí tenemos algo. Finalmente, una anécdota interesante en relación con las fotos de García Márquez. Pero, de todas maneras, los millones de lectores tendrán que apelar a su propia sensibilidad para apreciarlas. Si aceptan que les den consejos, valdrá la pena que le dediquen un buen rato a cada fotografía, pues de veras retratan el alma de uno de los escritores más grandes de nuestro tiempo. En cierto sentido cuentan la historia desde la creación, en medio de la pobreza, hasta el éxito y la gloria; pero el tipo que las tomó ha tomado tantas fotos buenas que es incapaz de valorar su propio trabajo.

“Solo ahora he empezado a darme cuenta de lo que ha sido mi vida.”

“¿Tienes una filosofía de vida?”

“Lo que he aprendido en todos estos años es a vivir y dejar vivir. Me comparo con un tronco en la corriente de un río. Lo único que se puede hacer es tener cuidado para evitar chocar con otros troncos o encallar en las orillas. Eso es todo. Es lo único que necesitas saber.”

La imagen del tronco y el río viene de uno de los proyectos fotográficos más amados por Nereo. Durante décadas ha registrado con sus fotografías la devastación de las selvas en Sudamérica. Algunas de esas imágenes son deprimentes y muestran como hace cincuenta años era posible predecir la alarma ecológica que hoy resuena en todo el mundo. Ha pensado ponerse en contacto con Al Gore para publicar un libro sobre la destrucción de las selvas. Es uno de sus proyectos para el futuro, porque –aunque usted no lo crea– a sus ochenta y ocho años Nereo piensa más en el futuro que en el pasado.

“A veces no puedo dormir, por las muchas ideas que tengo”.

Pero no todos sus trabajos sobre la naturaleza son alarmantes. Otro de sus relatos fotográficos cuenta la historia de un árbol y su viaje desde las montañas selváticas hasta convertirse en la canoa de una familia de pescadores en Colombia. Esa serie es una oda a la capacidad humana para construir cosas hermosas: canoas, puentes, danzas.

“Si no fuera fotógrafo, me habría gustado ser un bailarín de ballet; pero no uno gay.”

Casi la mitad de las cosas que Nereo dice no pueden ser publicadas. Son políticamente incorrectas, pero al mismo poseen un entendimiento de la naturaleza humana que a mucha gente le falta. La corrección política, como sabemos, puede ser otra forma de la hipocresía. Uno podría concluir que la vejez y la franqueza caminan con frecuencia de la mano.

Nereo tiene la libido de un adolescente, muchos de sus chistes y comentarios tienen una carga sexual.  Uno de sus proyectos más recientes es una serie de fotografías tomadas en las escaleras del tren subterráneo, tratando de captar vislumbres de los pantis de las damas. Es inevitable preguntarse de dónde viene esa energía.

El escribano ha reprimido el impulso de preguntarle a Nereo el secreto para llegar a su edad con el entusiasmo que tiene; porque, si hay algo de veras importante en ese libro que se venderá como pan caliente, ese algo en definitiva no es el rostro de García Márquez, o el mundo fascinante que inspiró su obra, sino la historia de un artista que a sus ochenta y ocho años demuestra la pasión por la vida de un muchacho de dieciocho. El día anterior, en Midtown Manhattan, cuando le preguntó a Nereo por qué había decidido vivir en New York, el escriba recibió una respuesta asombrosa:

“Cuando esté viejo es posible que prefiera un lugar más tranquilo. Pero esta es la ciudad que quiero ahora. Es un lugar donde todo está pasando”.

Después de muchos años entrevistando ancianos, el escribano ha concluido que ninguno de ellos es consciente del secreto verdadero. En cierta ocasión, un hombre de noventa y uno le había dicho que el secreto de la larga vida era tomar un plato de sopa todos los días. Otro le había dicho que el secreto era dormir al menos ocho horas de manera regular.  Pero concluyó que, si había algún secreto, debía estar oculto entre las líneas de lo que decían.

“¿Crees en Dios?”

“No”, dice Nereo. “Pero creo en una fuerza y tengo un profundo respeto por la vida. He fracasado muchas veces, pero cada vez que fracasé encontré una solución.”

“¿Alguna vez pensaste en suicidarte?”

“Sí”, la pregunta no lo sorprende. “Hace diez años pensé que hasta ahí llegaba”.

Hace diez años, Nereo López enfrentó una de las mayores adversidades de su vida. Había usado todos sus recursos y su energía para crear una escuela de fotografía en Bogotá. Era uno de los fotógrafos más prestigiosos del país y el éxito de la empresa parecía garantizado. Había trabajado para los periódicos y revistas más importantes del país. Había ganado premios internacionales, como el que le dio la Kodak, con motivo de la Feria Mundial de Nueva York, en 1964, por un paisaje maravilloso de balcones tomado en Cartagena. En esa ocasión, el trabajo de Nereo fue elegido entre más de quince mil participantes. En los años cincuenta, unos tiempos muy violentos en Colombia, la revista Time había reproducido algunas de sus fotos. Pero la vida no ofrece garantías —ni siquiera a los talentosos– y la escuela de fotografía fue un fracaso. Nereo se vio de pronto en la bancarrota. Tenía setenta y ocho años y pensó que había agotado sus razones para seguir vivo.

Parado al borde del abismo, sus ángeles guardianes (“tengo mis ángeles guardianes, pero no puedo sentarme a esperar a que hagan el trabajo”) empezaron a buscar soluciones al problema (“Hay tres expresiones que odio: ‘No’, ‘es imposible’ y ‘problema’). Un expresidente colombiano intercedió ante la Biblioteca Nacional, para que le comprara a Nereo cerca de cien mil negativos. Dos años más tarde, el gobierno le dio la Cruz de Boyacá, la más alta distinción que la nación les confiere a sus ciudadanos, establecida por Simón Bolívar un siglo y medio antes.

“No soy un buen lector. En mi vida solo he leído cinco libros. Uno de ellos es el libro de García Márquez sobre Bolívar, El general en su laberinto. Leyendo ese libro comprendí por qué Colombia llegó a ser el desastre que es ahora. El otro libro que leí es tu novela sobre los árboles locos. Hombre, usted merece estar en la lista de best sellers del New York Times”.

“Gracias. Estaremos, Nereo. Estaremos”.

El escribano no recuerda las palabras exactas que se dijeron en ese momento. Pero está seguro de ser fiel a las ideas expresadas durante esos tres días memorables con Nereo en la ciudad.

Ante el fracaso realista de su escuela de fotografía, y la intervención mágica de sus ángeles protectores, Nereo decidió venir a Nueva York y quedarse aquí por un tiempo. Ya tenía alguna familiaridad con la ciudad. Casi medio siglo antes había venido para obtener en poco tiempo un diploma de una escuela de fotografía. En aquel tiempo tuvo también un matrimonio fugaz, después de tres semanas de noviazgo, con una chica cuyo nombre no recuerda. Vivieron juntos por seis meses, pero después Nereo regresó a Colombia. Lo único que recuerda es que años después le llegaron unos documentos para tramitar el divorcio, y que los firmó sin ningún remordimiento. Después de tres matrimonios –los otros dos duraron un poco más– y numerosos romances, Nereo parece feliz viviendo solo.

“Los problemas del mundo no se deben al capitalismo o al comunismo, sino a los seres humanos. Es nuestra condición sentirnos siempre insatisfechos, y los desacuerdos generan violencia. En el matrimonio, por ejemplo, mientras la pareja está enamorada hay algo muy importante que los une: el sexo. Pero, cuando el sexo falla, empieza el drama. Mientras hay sexo, todo es hermoso”.

Nereo tiene dos contactos a tierra: su hija, una doctora que vive en Colombia, y quien trata de recordarle de manera dulce que la vida se va a acabar, y la dama detrás del proyecto de libro que se venderá ya saben cómo, otro ángel guardián que cuida de Nereo en Nueva York. Nereo y la dama misteriosa (porque ella no quiere que su nombre se mencione aquí) han venido contemplando el sueño por un tiempo, solo necesitaban un escribano para conquistar la Ciudad. La única esperanza del escribano es que la idea de veras funcione, de lo contrario no tendrá con qué pagar sus muchas deudas.

“No tengo deudas”, dice Nereo. “El otro día me llamó una mujer a decirme que lamentablemente tendrían que cambiar mi tarjeta dorada por una tarjeta plateada, si no hacía uso del crédito que me habían dado. Le dije que podían cambiar la tarjeta a plata, bronce u hojalata, pero que no pensaba gastar más de lo que tenía.”

Nereo abre los ojos detrás de sus enormes anteojos y sonríe con malicia.

“Todavía tengo mi tarjeta dorada”.

Esa sonrisa es uno de sus gestos característicos. El otro podríamos llamarlo un desdén distante. Pero, de hecho, esta aparente altivez podría ser apenas el efecto de una miopía todavía leve. Nereo solo tiene el orgullo de un artista que es consciente del valor de su arte.

Al comienzo del último día, el escribano descubrió que no habían hablado nada del arte de tomar fotos. Pensó que sería bueno para el libro tener una breve reflexión filosófica sobre la fotografía: la batalla entre la luz y la oscuridad, el encuentro de lo temporal y lo eterno, la magia del instante; ustedes saben, ese tipo de cosas. La respuesta, por supuesto, fue directa:

“Yo no sé”.

No saber cosas parece ser un hábito saludable. El escribano había interrogado a muchos artistas –en especial escritores–sobre los secretos de su arte. En cierta ocasión, un amigo suyo llamó “espionaje industrial” a esa costumbre de andar preguntando, pero él prefería llamarlo aprendizaje sobre el oficio. Unos diez años atrás había tenido la oportunidad de frecuentar por unos días a Gabriel García Márquez, tratando de aprender algo de él. El secreto que le robó fue a la vez bíblico y poderoso: “Hay un tiempo para todo, y solo la vida decide quién es y quién no es”.

El escribano guarda silencio. Sabe que algunas de las mejores cosas en una entrevista se asoman después de largos silencios, cuando no se ha preguntado nada. También juega con la culpa de Nereo, después de una respuesta tan maleducada.

“Pregúntale al cantante por qué canta”, aquello fue en un restaurante colombiano en la  Roosevelt Avenue, en Queens, donde Nereo devoró con lentitud y de manera implacable uno de los platos más grandes del  menú. “Puedo decir que la mayoría de los mejores trabajos que he hecho los hice sin pensar”.

 

Cuando se considera la precisión sobrenatural que se requiere para tomar algunas fotos, como la imagen de los tres muchachos saltando a las aguas del río Magdalena,  no queda otra opción que estar de acuerdo con lo que dice. Solo el dedo pudo saber el momento perfecto. Si la orden la hubiera enviado el cerebro, nunca habríamos sido testigos de la plasticidad de ese árbol humano. Si la foto hubiera sido tomada una centésima de segundo antes o después, nos habríamos perdido la evidencia fotográfica de que los hombres pueden volar.

“Cuando eres joven piensas que tienes que tomar muchas fotos o, dado el caso, tomar muchos apuntes. Pero ahora rara vez puedes verme con mi cámara. Bueno, aquí en Nueva York hay muchas cosas interesantes. Pero, de todas maneras, no uso mi cámara todo el tiempo”.

El escribano recuerda que durante esos tres días no ha visto a Nereo tomar una sola foto, a pesar de que ha llevado siempre con él su pequeña cámara digital.

“A veces solo tomo fotos para mí, con mis ojos. Voy caminando y pienso: ‘Mira, Nereo. Qué bonita foto esa’. Hablo conmigo todo el tiempo: ‘Hey, Nereo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has sentido triste en estos días?’ ‘Nada en particular, Nereo. Es el estrés de haber pasado de PC a Macintosh. Ahora tengo que aprender a usar todos esos programas, y quiero hacerlo lo más pronto posible. No quiero perder tiempo”.

Eso explica que Nereo tenga el hábito de hablar de sí mismo en tercera persona. Dice, por ejemplo, que cuando se vino a vivir a Nueva York visitó cientos de galerías de arte y bibliotecas, para ver lo que el mundo había estado haciendo en materia de fotografía:

“En el mundo hay muy buenos fotógrafos, y Nereo es uno de ellos. Mi único deseo es estar vivo para ver que se reconoce”.

Pero Nereo no es la única persona con la que Nereo habla a solas. También habla con su madre, casi ocho décadas después de su muerte.

“La invoco todos los días. Me enseñó que el rencor es malvado”.

Nereo vive hoy en un cuarto alquilado, en una casa de familia situada entre Brooklyn y Queens, pero casi nadie sabe con exactitud dónde queda. Está obsesionado con aprender todos los secretos de la era digital. Hace poco, con la ayuda del internet, encontró un viejo amor, una pintora francesa a quien le tomó “uno de los retratos más hermosos que jamás se han hecho”. Pero, aunque los dos viven solos, no han pensado en vivir juntos. Han concluido que vivir solos es la mejor manera de vivir.

Y solo está Nereo, y solo está el escribano, y solas están las criaturas de la ciudad de los ermitaños.

Al final de su viaje, están en la Biblioteca Pública de Queens, en Corona, mientras esperan a la dama misteriosa. Ella ha prometido reunirse allí con ellos, porque les tiene noticias sobre el libro que están preparando.

Han hablado sobre casi todo. Nereo habló de su vida como huérfano, de su costumbre de dormir en autobuses —y eso podría explicar su pasión por el tren subterráneo—, ha hablado de sus múltiples oficios: mecánico, administrador de un teatro, actor de cine; hasta que encontró la fotografía, como los místicos encuentran a Dios.

Han hablado sobre política:

“Los nórdicos encontraron la fórmula. Usan los impuestos para impedir que el capital se vuelva voraz, y usan esos impuestos para darle a la gente oportunidades. El error de la Unión Soviética fue pensar que todo el mundo, el perezoso y el entusiasta, merecían lo mismo.”

Sobre América Latina:

“Latinoamérica se está haciendo consciente de su propio valor, y el capitalismo se siente amenazado”.

Sobre las mujeres:

“¿Cómo has podido vivir tanto tiempo sin una mujer?”, preguntó.

“Yo no sé,” el aprendiz empezaba a aprender.

Sobre la vejez:

“Cualquiera es más joven que yo”.

Y, por supuesto, sobre fotografías:

—Hice una foto como esta hace cincuenta años —el dedo de Nereo es brillante y sus huellas digitales están casi borradas por efecto de los líquidos que se usaban para revelar.

Pero el escribano sabe que todavía hay algo que falta. Años de periodismo le han enseñado a esperar, a escuchar con paciencia, a tolerar digresiones y repeticiones, a estar alerta al momento inesperado en que ocurren los milagros.

“Te digo que solo hay unas pocas cosas que de verdad me sorprenden”. Nereo lee la sección de Arte y Cultura del New York Times. “Cuando vi el montaje de Don Quijote, que hizo el American Ballet Theatre, no sabía si era que estaba drogado o si estaba en una nube. Ni siquiera podía estar seguro de que existía. Pero, cuando por fin salí a la calle, después de dar unos pasos y de apoyarme contra una pared, alcé los ojos y le di gracias a Dios, a la Divina Providencia, a los ángeles guardianes o a cualquiera que sea la fuerza que mueve el universo, por haberme permitido vivir lo suficiente para ver eso”.

Después de escuchar esas palabras, el escribano supo que su trabajo había concluido. Supo que la clave de todo, ya sea buenas fotos o buenas vidas, es una mezcla de aprecio y gratitud. Cerró el cuaderno, olió la pluma antes de guardarla en el bolsillo y suspiró.

Esa noche, mientras comía helado en Astoria con Nereo y la dama misteriosa, el escribano supo que tendría que escribir en inglés el testimonio de esas conversaciones. Después de pasarse la vida tratando de decir cosas en español, supo que aquello sería como escribir con las manos atadas y hundiendo las teclas con la punta de la nariz. Pero igual se sintió agradecido.

  Nueva York, mayo de 2008.