viernes, 18 de noviembre de 2011

Con los ojos abiertos.



Ahora que el tren de la tecnología empieza a dejarme, en medio de mi resistencia a idolatrar vendedores de cacharros, debo reconocer que una de las ventajas de estos tiempos es la posibilidad de acceder a tantas cosas que eran inalcanzables. Imagino el entusiasmo que sentiría Borges en este mundo donde hasta el incunable más recóndito se puede conseguir. Esta ciencia ficción en que vivimos habría hecho las delicias de Luis Alberto Álvarez, el hombre que nos enseñó a todos a ver cine. Álvarez pasó su vida entre rollos de películas, viajó por el mundo persiguiendo festivales, pero nunca gozó del privilegio de ver cualquier película con solo desearlo. Esta suerte, sin embargo, no parece servirnos. Como niños malcriados, nos cuesta apreciar la fortuna que tenemos. Llenamos las memorias abismales de los nuevos aparatos con cosas que jamás disfru­taremos. Con el pan en la boca nos morimos de hambre.

Empecé esta sección con la intención de combatir el culto a las novedades en materia de libros. Quise volver a textos olvidados. La idea era, y sigue siendo, que lo nuevo no es siempre lo mejor. Ahora siento que es preciso expandir el concepto de lectura. Un pasaje de Alberto Manguel me justi­fica: “El astrónomo leyendo un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto japonés leyendo la tierra en la que se construirá una casa, para protegerla de fuerzas malignas; el zoólogo leyendo los rastros de los animales; el jugador de cartas leyendo los gestos de su rival, antes de jugar la carta ganadora; el público leyendo los movimientos de la bailarina; la tejedora leyendo el intrincado diseño de un tapiz; el organista leyendo en la página las notas en la página; el padre leyendo en el rostro del bebé señales de alegría o miedo o maravilla; el adivino chino leyendo las marcas antiguas en la caparazón de una tortuga; los amantes leyendo a ciegas en la noche sus cuerpos bajo las sábanas; el psiquiatra ayudando a sus pacientes a leer sus propios desconciertos; el pescador hawaiano hundiendo una mano en el agua para leer las corrientes del océano; el granjero leyendo el clima en el cielo —todo esto comparte con los lectores de libros el arte de descifrar y traducir signos”.

En tiempos tan distraídos como estos, quizá sea necesario releer muchas cosas. Por eso he decidido alejar­me en ocasiones de los libros. Hoy, por ejemplo, quiero hablar de una película que ha pasado casi desapercibida. He sido un seguidor de Alejandro Amenábar desde que “Abre los ojos” alteró mi percepción de la realidad. Lo he visto internarse en terrenos peligrosos, y salir de ellos triunfal, como en “Mar adentro” y “Los otros”. La tecnología puso a mi alcance la película más ambiciosa de Amenábar. “Ágora” (2009) es la historia de Hipatia, una sor Juana egipcia del siglo 4, que vivió y murió buscando respuestas a las preguntas esenciales. Alrededor suyo la gente corría enloquecida, enceguecida por las pasiones y fanatismos de aquel tiempo, que no son muy distintos de los de ahora; mientras Hipatia miraba el universo con ojos muy abiertos. Al final pagó cara la osadía de mantenerse despierta. Dicen los que saben de cine que la actuación está en los ojos de los actores. Puedo decir que los ojos de Hipatia, elevados al cielo en el momento de su muerte, son una de las imágenes más bellas que el cine haya podido proyectar.





Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de noviembre de 2011.







martes, 15 de noviembre de 2011

Telón de fondo

                                                        Héctor Rojas Herazo, Bogotá 1994.



Telón de fondo
Por Wenceslao Triana

 Los designios de Dios son inescrutables. Nos asomamos a ellos con sentidos propensos al engaño, habituados tan sólo a percibir lo que nos han dicho o permitido que percibamos.

Rara vez vemos el mundo directamente, rara vez extendemos nuestro entendimiento para tocar la vibración inexplicable de la vida. Nos sentimos a gusto adormecidos y rodeados de prejuicios. Estar despiertos al mundo puede ser doloroso y molesto, por eso preferimos evitarlo.

Héctor Rojas Herazo siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y de fiereza, y en sus libros y pinturas nos dejó el estremecedor testimonio de su vigilia.

Poe nos enseñó que lo más evidente es lo menos visible. La sabiduría popular suele decir que es muy frecuente que los árboles no nos dejen ver el bosque. A mí me parece natural y explicable que un artista tan grande pasara casi desapercibido para un país tan mezquino.

Un periodista se quejaba porque al entierro de Rojas sólo fueron treinta y seis personas. Se me ocurre que fueron demasiadas. Decía también que era triste que el gobierno no hubiera estado representado. A mí me parece un alivio. No quiero imaginar lo que habría sido –y quizá sea- ver a los oportunistas y los cínicos utilizando su memoria.

Rojas merecía que lo dejaran tranquilo. Merece que lo póstumo no sea desvergonzadamente opuesto a la indiferencia con que se le trató cuando vivía. La vida de sus obras será larga y ojalá siga alejada de la vulgaridad y los equívocos de la fama.

Siempre he creído que en el título bajó el cual publicó por varias décadas sus columnas de prensa, “Telón de fondo”, se encontraba resumida la esencia de su poética. La suya era una vocación de inmensidad, de profundidad, también de totalidad. En el teatro de nuestra vida artística, Rojas era un telón de fondo, inmenso, omnipresente, un paisaje necesario y repleto de colores ardientes, al que su propia grandeza volvía a veces invisible.

Nunca supimos valorarlo porque los actores en el escenario nos robaban la atención. De vez en cuando alguien decía: “Pero miren, observen, que maravilla de telón”. Pero los actores intensificaban sus peripecias, apremiaban la voz al decir sus parlamentos y volvíamos a olvidarlo, a dejarlo con toda su belleza, con su hondura profunda en el fondo de todo.

Siempre tuve la sensación –y creo que él lo sabía y solía resignarse a que así fuera– de que su obra no podía ser valorada en su momento, que tampoco sería nunca del gusto de multitudes. Era demasiado verdadero para ser popular. Por eso padeció con estoicismo que sus escritos y pinturas, uno de los más admirables conjuntos que se han creado en Cruelombia (pregúntenselo al siglo XXIII), soportarán humillaciones, ostracismos, sabotajes.

“Somos energía padeciente”, le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”, y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la vida. Así frecuentaba día a día los vértigos del misterio.

Nos deja la lección inolvidable de que el arte no es –no tiene por qué ser– un afán desmedido de riqueza o de gloria, una patética manifestación del arribismo; que puede y debe ser –en cambio– una forma de lo sagrado.

Spinoza decía que las cosas se esfuerzan por ser lo que son, que la piedra se obstina en ser piedra y el insecto procura ser insecto. Héctor Rojas Herazo llevó muy lejos su esfuerzo por ser humano. Era una mezcla de santo y de guerrero. Era una obra maestra de la vida.


El Universal, miércoles 17 de abril de 2002.







jueves, 10 de noviembre de 2011

Álvaro Mutis: “Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”






Álvaro Mutis

“Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”

Juvenil y vigoroso, se mueve por el cuarto del hotel. Dice que es mejor hablar allí para evitar la interrupción de los intelectuales. Sonríe. Se cambia una camiseta amarilla por una camisa de marinero que compró en Saint  Maló —tiene un velero bordado cerca del corazón—  y, dentro de ella, Mutis se siente como en su casa. Dice a su hijo Santiago que no le deje olvidar La Nieve del Almirante que le va a regalar a María Luisa Bemberg. Se pone cómodo y habla: “Bueno muchachos”, con una voz rotunda, áspera y serena, como el primer trueno de una tempestad.



Dolor y alegría

El momento más doloroso ha sido para mí, hasta ahora, la muerte de mi hermano, Leopoldo, que fue durante toda la vida como un cómplice secreto de mi vida y de lo que yo escribía.

El hecho más espléndido, para mí, son los años de mi niñez que viví en Bélgica y, paralelamente, durante las vacaciones, los años que viví en una finca de mi madre y de mi abuelo que se llamaba Coello, en el Tolima. Una finca de café y caña. Los días que pasé en Coello sencillamente fueron para mí los días del paraíso.

A mí no me tienen que mostrar dónde queda y cómo es el paraíso, porque yo ya lo conozco. La finca está en la carretera entre Ibagué y Armenia, a doce kilómetros de Ibagué. Por eso fuimos con Santiago, cuando murió mi hermano, a echar sus cenizas en el río Coello y espero que se haga lo mismo con las mías, para regresar, aunque sea en forma simbólica, al sitio donde he sido más feliz.

Por eso muchas veces me dicen que soy tolimense y yo nunca lo rectifico, porque en el fondo tengo tal amor por esa tierra que pienso que eso, que es un error de tipo biográfico, es una verdad profunda.

Maqroll

Cuando comencé a publicar los primeros poemas que yo creí que eran publicables (que por cierto eran poemas en prosa, como uno que se llama La corriente), yo sentí que escribía una poesía de un escepticismo, de una desesperanza, tan grande que no iba con mi edad, con la edad de un muchacho de dieciocho o diecinueve años que liquida de repente toda esperanza y todo sentido frente a lo que hacen los hombres durante su paso por la tierra.

Entonces pensé que la voz de otro que sí tuviera experiencia y, atrás, un dolor ya sufrido y un cono­cimiento del mundo ya probado, le daría ver­dad a esa poesía. Y así nació Maqroll.

Ahora, lo que pasa —y siempre lo aclaro— , es que la vida ya alcanzó a Maqroll y ya he pasado yo por pruebas, viajes, andanzas que me permiten ha­blar así. Pero yo sigo teniendo un gran cariño al gavie­ro y, además, él es ya hoy un personaje con su propia vida, con su propio pasado, con sus propios inte­re­ses, con sus propias relaciones con sus ami­gos: hechos que voy narrando y que le van dando cada vez más peso y más verdad. Ya Maqroll es un ser vivo que me hace la vida a veces imposible.

Yo muchas páginas las estoy escribiendo con la presión del personaje muy evidente y muy sentida sobre mí. Algunas veces, por ejemplo, se me ocurre de­cir: “Bueno, ahora voy a escribir un viaje de Maqroll a tal parte” y me doy cuenta de que él va para otro lugar, con otro fin y a buscar otras cosas ya por su cuenta. Entonces tengo que parar mucho la oreja , antes de escribir, porque él está ahí.



Un solo libro

Cuando yo escribí La nieve del almirante lo hice simple y sencillamente para darme una idea de si —a partir de un poema en prosa del mismo nombre—, lo que yo vi como el fragmento de una novela, en verdad podía ser una novela. Cuando terminé, dije: ‘Bueno, sí es una novela; lo voy a publicar y con esto termina el experimento’.

Eso creía yo. Pero inmediatamente empezó la presión de los personajes y empezaron a reclamar espacio y a pedir cancha, para decirlo en una forma un poco familiar. Creo que todas las novelas son en realidad un solo libro. Y sí, en verdad, yo he pen­sado que se pueden publicar las novelas como un solo volumen.



Lo inexplicable

Me doy cuenta cada vez más de que lo inexpli­cable, lo inefable, el lado oscuro en el destino de los hombres, me interesa profundamente y creo que existe, creo que hay una parte nuestra y en nuestro destino que es indescifrable.

Cuando me preguntan si creo en Dios, siempre contesto una cosa que parece una paradoja y que es lo que me sale contestar: lo que me sucede es que no entiendo cómo se puede no creer en Dios. Para mí el gran misterio que hay es ser ateo: el tipo que de veras puede vivir un minuto en la vida pensando que es el dueño y el autor de todo lo que le rodea, y que atrás y encima de él y antes de él no hay nada. Eso es una conclusión tan absurda que si yo llegara un día a esa conclusión me pegaría un tiro.

Entonces sí hay un interés muy grande en precisar y denunciar la presencia de ese otro lado nuestro que no tiene nombre. Podría decirse que, en buena parte, mis personajes vienen de ese otro lado, sobre todo los personajes femeninos. Mis personajes femeninos vienen de una zona que yo mismo no conozco. En Flor Estévez, por ejemplo, evidentemente hay un trasfondo de misterio.



El regreso de los muertos

La muerte de mis personajes es algo que me han cobrado mucho con un personaje que yo quiero mucho, y al que las lectoras le tienen gran cariño, que es Ilona. La verdad es que a mí se me murió Ilona de repente, yo no tenía proyecto de matarla.

Abdul, por ejemplo, a pesar de que murió, vuelve a salir y se prolonga. Como mis libros no tienen una secuencia cronológica, yo puedo volver a Abdul y, en efecto, en Adbul Bashur soñador de navíos está Ilona de nuevo.



Yo aquí escribiendo

A mí nunca me ha dado por escribir novela. Para mí, cada novela es la continuación de un poema y el ambiente que yo siento, la tensión interior que yo siento cuando estoy escribiendo una novela es la que siento cuando estoy escribiendo un poema.

Tal vez por eso, lo reconozco con franqueza, las novelas tengan ciertos puntos flacos —como nove­las, como estructura novelística—, pero eso a mí ni me interesa, no me importa. Lo que me interesa es que esa condición de poesía y esa esencia poética siga corriendo por esas páginas como corre por mis libros de poesía.

En Europa, eso los tiene muy intrigados. Como los franceses, gracias a Descartes, y al carácter racionalista, no resisten una situación así, es muy curioso conversar con ellos porque lo que me dicen es que eso no es posible: o se es poeta o se es novelista. Y entonces yo siempre contesto: ‘Ni soy poeta ni soy novelista’.

Yo no me siento en la máquina y digo yo poeta voy a escribir. Es más, yo he evitado siempre, me parece profundamente abusivo y además de muy mal gusto, decir el “yo poeta” que aparecía tanto en la poesía romántica, la de los simbolistas y los modernistas.

¿Yo poeta? Uno no puede darse un título que le corresponde a alguien como el Dante o Baudelaire o a alguien como Keats o como Ezra Pound. Me parece una confianza un poquito abusiva.

Yo no me atrevo y no puedo decir “yo novelista”, mucho menos. Para mí novelista es Tolstoy o Dickens.

Diría: “Yo aquí escribiendo, yo aquí luchando a brazo partido con las palabras”.

Cada vez me cuesta más trabajo escribir, mucha dificultad. Pero ahí voy, cumpliendo con un destino. Escribo todos los días.



El destino

Es una vocación evidente que no la ves al comienzo. Al comienzo la ves como el gusto por las letras y, desde luego, en mi caso, la condición de lector devorante, insaciable, te ha llevado a escribir y de repente te das cuenta de que has tomado una responsabilidad, y de que ésa es tu vida.

La responsabilidad es contigo. Con ese otro que esta allá adentro queriendo decir una serie de cosas, sintiendo que el decirlas es su destino, y yo, que he vivido en realidad dos vidas completamente distintas, lo sé muy bien, he puesto a prueba esa vocación.

Yo jamás he vivido de mis libros, jamás he vivido de la pluma, jamás he colaborado en un periódico en forma continua, para vivir. No es que me parezca mal, y no lo digo por ustedes que están sentados ahí, pero una de las cosas que admiro más en García Márquez, fuera de las muchas que admiro en la persona y en el escritor, es que jamás ha hecho ni ha vivido de otra cosa que de su escritura.

Esa es una condición muy bella, casi parecida a la del santo. Yo no, yo fui más cobarde y, para poder vivir más cómodamente y tratar de que mi familia viviera con cierta facilidad, acepté desde muy joven puestos que nunca tuvieron que ver nada con la literatura.



Un camino de salvación

La literatura sería un camino de salvación. Yo insisto mucho en lo que llamo “el poder de salvación de la poesía”. Hay una bella página de Jorge Zalamea sobre eso.

Otra cosa sobre la que insisto muchísimo es que la poesía o es visionaria o no es poesía, es otra cosa, es prosa, es un mensaje político, es un panfleto, no me importa cómo se pueda llamar. Pero la poesía tiene en su esencia la condición de visionaria, eso quiere decir que es una visión que trasciende el marco de la realidad que nos están dando nuestros sentidos, es el otro lado también de las cosas, del mundo y de los hechos, ese lado que se ha quedado sin descifrar. La poesía intenta descifrarlo. En los grandes poetas, como el Dante, como Antonio Machado, lo descifra.

Al vuelo

La poesía la he escrito en todos los instantes que me dejaba libre el trabajo. Libros enteros como Los emisarios, como Caravansarí, como el Homenaje y siete nocturnos, los he escrito en aeropuertos.

El avión es el método más lento de viajar que ha logrado inventar el hombre. La cantidad de tiempo que se pierde en demoras y, después, a cantidad de tiempo que se pierde volando en esa especie de nada que es el tiempo dentro de un avión, a mí me ha servido para escribir.



La desesperanza

Yo creo que hay que tener gran atención a lo que dicen y narran los vencidos, entre otras cosas por­que no hay vencedores. No existen los vencedores, todos terminamos vencidos.

El diálogo de Belem do Pará: “Procura que tu propia muerte la hayas esculpido y la hayas modelado tú mismo y no los demás. En eso no dejes que los demás se metan”. No es fácil, puede venir el azar y destruirte, destruir ese sueño y esa posibilidad. Si es así, mala suerte; hay cosas en las que tú no puedes intervenir. Pero procura, es lo que digo yo, procura que lo sea. Si no fue posible, pues en fin.



La política

A mí me interesa la política cuando ya han pasado trescientos años por lo menos. Ahora empieza a interesarme la batalla de Lepanto, por ejemplo.

Y jamás he firmado un manifiesto. Jamás. Jamás he votado. Jamás he emitido una opinión política, porque sencillamente ni entiendo, ni me he ocupado de eso, ni hablo de lo que no sé... Ahora, del golpe de estado de Napoleón sí podemos hablar varias horas, si quieren.



La isla desierta

Yo leo muy poca literatura latinoamericana ya, muy poca.

Yo llevaría, desde luego, a la isla desierta, las memorias de Saint Simón porque, claro, son veinti­tantos tomos y son divertidísimas, y mientras tanto espero que ya me hayan rescatado.

La obra de Valery Larbaud, su obra en prosa y poesía. Todo Dickens, que me deslumbra y me encan­ta. Y, desde luego, el que yo llamo EL LIBRO, con mayúsculas, que es el Quijote, para caer en el lugar común absoluto. Pero, cómo decía en las palabras que tuve que decir en la Alcaldía, yo reco­miendo un regreso a los lugares comunes y no des­car­­tarlos tan rápidamente, porque por algo han sobre­vi­vido a muchas cosas que resultaron bastan­te más tontas que los lugares comunes.

El libro Don Quijote, para mí, en mi experiencia personal de lector, no se agota jamás, tienen una novedad permanente.

El otro día, arreglando los libros, en una edición grande, presuntuosa que no sé quién me regaló o dónde me robé (ilustrada con unos dibujos horri­bles de Dalí), abrí totalmente al azar el capítulo de la muerte de Don Quijote y se me llenaron los ojos de lágrimas y volví a sentir eso: ‘Se murió este loco, ahora qué hago yo, solo en el mundo. Se me murió este hombre, carajo’.

Ese sí que era un lúcido. No hay tal locura en Don Quijote, sino el poder maravilloso de trans­for­mar el mundo y de hacer del mundo un lugar de poesía.



Los niños

Ponle cuidado a los niños porque son absolu­tamente impresionantes. Yo tengo ahora un nieto que cada día me deja más asombrado. La certeza con que el niño va hacia el mundo, va dominando y va escogiendo su parcela de realidad es asombro­samente maravillosa. Luego la pierde con la razón, cuando empieza a pensar. Así se pierde todo.

La forma como los mayores nos comportamos con los niños es absolutamente grotesca. Los niños a veces se nos quedan mirando, como diciendo: ‘¿a usted qué le pasó?, ¿se volvió loco?’ Porque el niño ya vio cómo es la vaina.

El niño no parte de la realidad, parte precisa­mente de donde debe partir el poeta que es de la condición visionaria. Ellos van kilómetros adelante.

Yo tengo con Nicolás, mi nieto, unos cuidados y un respeto que desgraciadamente no tuve con estos hijos queridísimos. Yo tengo aquí tres hijos: María Cristina, que es fisioterapeuta; Santiago, que ése sí es poeta, y Jorge Manuel, que estudió cine en Londres. Tengo otra hija en Chile, de otro matri­monio, y sólo ahora me doy cuenta de la infinita torpeza con que uno se acerca a ese misterio extra­or­dinario.

De niño yo era muy travieso, insoportable, inaguantable. Todavía mis primas a veces me dicen: ‘Usted era invivible’. Interrumpía a los ma­yores, echaba mis cuentos. Era muy inquieto.



El miedo

Yo a lo que le tengo miedo es a lo que pudié­ramos llamar el deterioro de la mente: cuando la mente no te sirve para lo que te ha servido siempre. A eso le tengo temor, a la muerte no. No es que me guste, pero ahí está.



El amor

No hay otra cosa que el amor. Acuérdate siem­pre de un verso de Walt Whitman (lo digo siem­pre en la traducción de León Felipe, que encuen­tro muy bella aunque no se ajusta exac­tamente a las palabras): “El que camina una sola legua sin amor, camina directamente hacia su pro­pio funeral”.

Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte.

Cartagena, marzo de 1992
La entrevista a Álvaro Mutis se realizó en colaboración con el periodista Gustavo Tatis Guerra. El texto apareció publicado originalmente en el suplemento Dominical, de El Universal, de Cartagena.