martes, 15 de noviembre de 2011

Telón de fondo

                                                        Héctor Rojas Herazo, Bogotá 1994.



Telón de fondo
Por Wenceslao Triana

 Los designios de Dios son inescrutables. Nos asomamos a ellos con sentidos propensos al engaño, habituados tan sólo a percibir lo que nos han dicho o permitido que percibamos.

Rara vez vemos el mundo directamente, rara vez extendemos nuestro entendimiento para tocar la vibración inexplicable de la vida. Nos sentimos a gusto adormecidos y rodeados de prejuicios. Estar despiertos al mundo puede ser doloroso y molesto, por eso preferimos evitarlo.

Héctor Rojas Herazo siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y de fiereza, y en sus libros y pinturas nos dejó el estremecedor testimonio de su vigilia.

Poe nos enseñó que lo más evidente es lo menos visible. La sabiduría popular suele decir que es muy frecuente que los árboles no nos dejen ver el bosque. A mí me parece natural y explicable que un artista tan grande pasara casi desapercibido para un país tan mezquino.

Un periodista se quejaba porque al entierro de Rojas sólo fueron treinta y seis personas. Se me ocurre que fueron demasiadas. Decía también que era triste que el gobierno no hubiera estado representado. A mí me parece un alivio. No quiero imaginar lo que habría sido –y quizá sea- ver a los oportunistas y los cínicos utilizando su memoria.

Rojas merecía que lo dejaran tranquilo. Merece que lo póstumo no sea desvergonzadamente opuesto a la indiferencia con que se le trató cuando vivía. La vida de sus obras será larga y ojalá siga alejada de la vulgaridad y los equívocos de la fama.

Siempre he creído que en el título bajó el cual publicó por varias décadas sus columnas de prensa, “Telón de fondo”, se encontraba resumida la esencia de su poética. La suya era una vocación de inmensidad, de profundidad, también de totalidad. En el teatro de nuestra vida artística, Rojas era un telón de fondo, inmenso, omnipresente, un paisaje necesario y repleto de colores ardientes, al que su propia grandeza volvía a veces invisible.

Nunca supimos valorarlo porque los actores en el escenario nos robaban la atención. De vez en cuando alguien decía: “Pero miren, observen, que maravilla de telón”. Pero los actores intensificaban sus peripecias, apremiaban la voz al decir sus parlamentos y volvíamos a olvidarlo, a dejarlo con toda su belleza, con su hondura profunda en el fondo de todo.

Siempre tuve la sensación –y creo que él lo sabía y solía resignarse a que así fuera– de que su obra no podía ser valorada en su momento, que tampoco sería nunca del gusto de multitudes. Era demasiado verdadero para ser popular. Por eso padeció con estoicismo que sus escritos y pinturas, uno de los más admirables conjuntos que se han creado en Cruelombia (pregúntenselo al siglo XXIII), soportarán humillaciones, ostracismos, sabotajes.

“Somos energía padeciente”, le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”, y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la vida. Así frecuentaba día a día los vértigos del misterio.

Nos deja la lección inolvidable de que el arte no es –no tiene por qué ser– un afán desmedido de riqueza o de gloria, una patética manifestación del arribismo; que puede y debe ser –en cambio– una forma de lo sagrado.

Spinoza decía que las cosas se esfuerzan por ser lo que son, que la piedra se obstina en ser piedra y el insecto procura ser insecto. Héctor Rojas Herazo llevó muy lejos su esfuerzo por ser humano. Era una mezcla de santo y de guerrero. Era una obra maestra de la vida.


El Universal, miércoles 17 de abril de 2002.







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