Héctor Rojas Herazo, Bogotá 1994.
Telón de fondo
Rara vez vemos el mundo
directamente, rara vez extendemos nuestro entendimiento para tocar la vibración
inexplicable de la vida. Nos sentimos a gusto adormecidos y rodeados de
prejuicios. Estar despiertos al mundo puede ser doloroso y molesto, por eso
preferimos evitarlo.
Héctor Rojas Herazo
siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el
misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y
de fiereza, y en sus libros y pinturas nos dejó el estremecedor testimonio de
su vigilia.
Poe nos enseñó que lo más
evidente es lo menos visible. La sabiduría popular suele decir que es muy
frecuente que los árboles no nos dejen ver el bosque. A mí me parece natural y
explicable que un artista tan grande pasara casi desapercibido para un país tan
mezquino.
Un periodista se quejaba porque al entierro de
Rojas sólo fueron treinta y seis personas. Se me ocurre que fueron demasiadas.
Decía también que era triste que el gobierno no hubiera estado representado. A
mí me parece un alivio. No quiero imaginar lo que habría sido –y quizá sea- ver
a los oportunistas y los cínicos utilizando su memoria.
Rojas merecía que lo
dejaran tranquilo. Merece que lo póstumo no sea desvergonzadamente opuesto a la
indiferencia con que se le trató cuando vivía. La vida de sus obras será larga
y ojalá siga alejada de la vulgaridad y los equívocos de la fama.
Siempre he creído que en
el título bajó el cual publicó por varias décadas sus columnas de prensa,
“Telón de fondo”, se encontraba resumida la esencia de su poética. La suya era
una vocación de inmensidad, de profundidad, también de totalidad. En el teatro
de nuestra vida artística, Rojas era un telón de fondo, inmenso, omnipresente,
un paisaje necesario y repleto de colores ardientes, al que su propia grandeza
volvía a veces invisible.
Nunca supimos valorarlo
porque los actores en el escenario nos robaban la atención. De vez en cuando
alguien decía: “Pero miren, observen, que maravilla de telón”. Pero los actores
intensificaban sus peripecias, apremiaban la voz al decir sus parlamentos y
volvíamos a olvidarlo, a dejarlo con toda su belleza, con su hondura profunda
en el fondo de todo.
Siempre tuve la sensación
–y creo que él lo sabía y solía resignarse a que así fuera– de que su obra no
podía ser valorada en su momento, que tampoco sería nunca del gusto de
multitudes. Era demasiado verdadero para ser popular. Por eso padeció con
estoicismo que sus escritos y pinturas, uno de los más admirables conjuntos que
se han creado en Cruelombia (pregúntenselo al siglo XXIII), soportarán
humillaciones, ostracismos, sabotajes.
“Somos energía padeciente”,
le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”,
y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la
vida. Así frecuentaba día a día los vértigos del misterio.
Nos deja la lección
inolvidable de que el arte no es –no tiene por qué ser– un afán desmedido de
riqueza o de gloria, una patética manifestación del arribismo; que puede y debe
ser –en cambio– una forma de lo sagrado.
Spinoza decía que las
cosas se esfuerzan por ser lo que son, que la piedra se obstina en ser piedra y
el insecto procura ser insecto. Héctor Rojas Herazo llevó muy lejos su esfuerzo
por ser humano. Era una mezcla de santo y de guerrero. Era una obra maestra de
la vida.
El Universal, miércoles 17
de abril de 2002.
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