jueves, 29 de octubre de 2015

Con Ramiro de la Espriella

Conocí a Ramiro de la Espriella en 1994, cuando hacía la investigación para el libro Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, y desde entonces admiré su entereza moral y su alto nivel intelectual.
Fue generoso conmigo y llegó a escribir una de las primeras reseñas críticas sobre mi obra.  Este capítulo en el que recuerda a Gabito es un pequeño homenaje a su memoria. 




DE GALLINAS Y DE HOMBRES 


“El equipo de avanzada desea entrevistarse con usted, señor gobernador”.
Pálido, flaco y solemne, Gonzalo Zúñiga Torres entró al despacho del señor gobernador y le habló a su espalda ancha y encorvada.
“¿El qué?”, preguntó Ramón P. de Hoyos con voz de león con hambre, sin dejar de mirar de cerca las aspas fatigadas del ventilador.
“El equipo...”.
Ramón P. de Hoyos interrumpió a su secretario de Gobierno y haciéndose perdonar por la aspereza inicial, le dijo:
“Dígales que pasen, Gonzalito”.
Gonzalo Zúñiga era una joven promesa del liberalismo. A sus treinta años ya había sido alcalde de su natal Quibdó y era una persona infaltable a la hora de pronunciar discursos memorables (para proclamar políticos o reinas). A finales de ese año esperaba tener su título de abogado. Ahora seguía cosechando experiencia como secretario de Gobierno.
Un estruendo de zapatos en el piso de madera obligó al gobernador De Hoyos a abandonar su romance con el ventilador. Su camisa blanca tenía enormes manchas de sudor en torno a las axilas y sobre la barriga. Entrecerró los ojos frente al grupo, como si se estuviera preguntando, entre irritado y divertido, ‘qué carajos significa este tumulto de chiquillos’.
“Buenas tardes, señor gobernador”, dijo Argemiro Martínez Vega, preguntándose dónde poner los brazos para ser más convincente.
Ramón P. de Hoyos miró a cada uno de los hombres de ese grupo y fue a parar a la cara expectante y asustada de su secretario, quien se había quedado junto a la puerta por si las cosas se complicaban.
 Sin dejar de mirarlo, preguntó:
“¿A qué debo el honor de la visita?, jovencitos”.
A pesar del desconcierto que les produjo el saludo, a pesar de lo frágiles e infantiles que se sintieron frente a ese hombre que podía ser el abuelo de cualquiera de ellos, Argemiro Martínez fue directo, explícito y claro:
“Venimos a pedirle garantías”.
Ramón P. de Hoyos lo miró con sorna.
“¿Garantías?”, dijo con un énfasis burlón en el acento.
“Sí... señor”, dijo Argemiro Martínez con un intencionado titubeo antes de la palabra señor.
 “Los señores quieren garantías”, le informó desenfadado el gobernador a su secretario.
Gonzalo Zúñiga no dijo nada.
Argemiro Martínez volvió a hablar:
“Estamos haciendo campañas políticas por todo el departamento. Pero con el clima de violencia en que vivimos, con la actuación arbitraria de la Policía, nos sentimos en peligro”.
Ramón P. de Hoyos dejó de sonreír y preguntó con una preocupación caricaturizada:
“¿Los han metido al cepo?”
“No señor, a ninguno de nosotros lo han metido al cepo, pero...”.
“¿Les han dado plan?”, interrumpió el gobernador, con la voz rutinaria de quien sabe de memoria el orden de un interrogatorio.
“No, señor, a ninguno de nosotros...”.
Ramón P. de Hoyos tomó una amplia bocanada de aire, cerró los ojos con la solemnidad de quien se dispone a recitar un texto sagrado y volvió a interrumpir.
“¿La autoridad legítimamente constituida se ha negado a brindarles protección?”
Argemiro Martínez bajó la mirada apesadumbrado, todo el furor que traían al llegar a la oficina del gobernador se había derrumbado con unas pocas preguntas. Sus compañeros se sumaron a la pesadumbre y a la inspección del gastado piso de madera de la oficina.
“No”.
Ramón P. de Hoyos miró a esa juventud avergonzada, pensó en ellos como hijos y, después de dar una sonora palmada sobre la mesa y de soltar una carcajada firme, les dijo con voz festiva:
“Mierda. Ustedes lo que están es nerviosos”.
Antes de volverse por completo hacia su ventilador, el gobernador Ramón P. de Hoyos miró a su secretario, le sonrió dulcemente y le dijo con voz de animal saciado:
“Gonzalito... Los señores necesitan té de tilo”.

* * *

“A veces hace pendejadas, como todo el mundo, pero cambios fundamentales no”.
Ramiro De la Espriella pronuncia las palabras con una lentitud que hace pensar que no saldrán completas, que se interrumpirán mientras se asoman.
Está en el balcón de un restaurante en el Hotel Hilton de Cartagena, detrás suyo se dibuja el azul resplandeciente de la piscina. Viste el traje blanco del Caribe y saluda informalmente a meseros y comensales que pasan por su lado. Durante mucho tiempo ha sido miembro de la junta directiva de ese Hotel –en representación de la Corporación Nacional de Turismo– y se siente como en su casa.
Ramiro De la Espriella vive en Bogotá, donde ha desarrollado una destacada carrera como periodista, político y abogado, pero nunca ha perdido el contacto con Cartagena, vuelve a ella con frecuencia y es tema recurrente en sus columnas periodísticas. Algunos de sus amigos afirman que si en este país hubieran seguido primando las ideas sobre el dinero, Ramiro De la Espriella ya sería expresidente. Su amistad con García Márquez ha perdurado hasta hoy. La confianza que se tienen se trasluce en sus respuestas. Ahora responde a la pregunta que le hacemos sobre el cambio que él observa entre el joven de veinte años y el hombre legendario y afamado.
“Se volvió rico, puede expandirse en sus deseos, comprar más medias amarillas, pero no ha logrado vestirse bien. Se viste caro, pero no bien”.
“En aquella época vestía estrambóticamente, con medias amarillas, unos mocasines que eran de poco uso, la camisa por fuera. No era nada atractivo, era un poco camaján. Recuerdo que mi padre le decía 'Valor Civil' porque, decía, para vestir como él se vestía se necesitaba mucho valor civil”.
“Era un pelaíto ahí, insignificante, barroso, con rostro más bien palúdico. Yo no sé qué le vería Mercedes, parecía muy débil, físicamente no tenía ningún atractivo. Pero él superaba toda esa falta de impresión con los cuentos, la imaginación y el trato. Era muy especial en el trato, simpático, anecdótico. Pero, personalmente, si alguien lo veía en la calle podía confundirlo con un mensajero”.
“Ahora, a veces, cuando llega al país, me llama y nos vemos. Nos vemos con más frecuencia aquí en Cartagena que en Bogotá, porque en Bogotá me dice: ‘Llámame’ y yo le digo: 'Mira Gabito, si tú quieres hablar conmigo me llamas, porque si yo llamo quedo de sapo y hay cien sapos ahí sentados esperando hablar contigo. Si tú quieres hablar conmigo me llamas y hablamos. No voy a ir a sentarme a oír pendejadas’”.
Al comienzo, la amistad de García Márquez con Ramiro De la Espriella fue intermitente pero intensa. Ramiro estudiaba derecho en Bogotá y viajaba a Cartagena en sus vacaciones. García Márquez iba frecuentemente a casa de la familia De la Espriella y a su finca en Turbaco, tenía contacto permanente con Óscar, el hermano de Ramiro, y solía visitarlos para leerles fragmentos de la novela que estaba escribiendo. Muchas veces se quedó a dormir en su casa.
En 1949, el vínculo con Ramiro fue más estrecho, compartieron experiencias políticas con motivo de la campaña para las elecciones de junio y vivieron juntos uno de los acontecimientos más curiosos y polémicos del año: el reinado estudiantil.
El 28 de julio de 1949, con motivo del viaje de Ramiro De la Espriella a Bogotá para recibir su título de abogado, García Márquez publicó en El Universal una columna titulada ‘El viaje de Ramiro De la Espriella’, allí se refirió a las características de su amistad.

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El viaje de Ramiro De la Espriella

Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
A nosotros –personalmente– nos va a hacer falta De la Espriella durante algunos meses, para hablar mal de André Maurois, para discutir sobre Faulkner y para estar de acuerdo sobre Virginia Woolf. Nos va a hacer falta, por otra parte, para que nos recuerde por qué es necesario desplazar a los jefes naturales del liberalismo departamental y para que nos soporte días enteros leyendo originales de una novela que no puede circular sin su visto bueno. Nos hará falta, en fin, como compañía y como espectáculo de inteligencia; como motivo incomparable para perder el tiempo y como consejero insustituible para olvidar algunas tonterías de la vida y convertirse en responsables padres de familia. Pero, principalmente, nos hará falta su cercanía fraternal.
El Universal, jueves 28 de julio de 1949, página cuarta.

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“Eso de que la novela no podía circular sin el visto bueno mío es puro cuento. Yo le oía leer su novela y su vaina –y de lo que nos leía salieron después tres o cuatro novelas–, pero nunca me preguntó antes de publicar, de modo que eso era un otorgamiento gratuito”.
En esa época yo estaba estudiando en Bogotá y venía de vacaciones. Mi familia, mi papá y mi mamá, pasaban vacaciones en una finquita en Turbaco y él se presentaba los viernes o sábados y se quedaba allá hasta el domingo. Llegaba con unos rollos largos de papel periódico en los que estaba escribiendo un novelón larguísimo que se llamaba La casa y nos leía durante horas. Nos leía principalmente a mi hermano Óscar y a mí, que éramos los aficionados a la literatura, pero a veces mi mamá también se sentaba a oírlo. De ese novelón, que era largo, salió El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y mucho de lo que dice en Cien años de soledad”.
“Recuerdo que una vez estaba leyendo algo –me parece que eso quedó en el Coronel– sobre un extraño personaje que llega, tal vez a Sucre –porque él venía de Sucre–, y cuando estaba describiendo el personaje mi mamá le dijo: ‘Ese es el general Uribe Uribe’, y entonces Gabito le preguntó cómo sabía que era él. Mi mamá le respondió: ‘Porque él tenía las muñecas así de gruesas’. Mi mamá había conocido al general Uribe Uribe.
“Él recoge mucho de la historia. Lo que la historia tiene de fantástico y anecdótico, él lo insufla y lo recrea y lo vuelve realismo mágico: la verdad mentira, lo que se puede creer de la mentira”.

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Imagen sensible de García Márquez

Por RAMIRO DE LA ESPRIELLA
Un día me encontré debajo de la Gobernación en Cartagena con don Gabriel Eligio, el papá, y me dijo: 'Ese sinvergüenza no le escribe ni siquiera a la mamá'. Andaba por Venezuela o por México, no recuerdo, y ya su fama ascendía. Le contesté: ‘Pero está considerado como uno de los mejores cuentistas del Continente’. Y el viejo, casi iracundo, bien convencido de lo que tenía por dentro, me respondió: ‘¿Cuentista? Embustero... Embustero es lo que es. Desde chiquito es así. Iba a una parte, veía algo, y llegaba a la casa contando otra cosa. Lo agrandaba todo’. Eso es lo que ahora llaman Realismo Mágico, que es la verdad mentira, que se puede creer y no hace daño a nadie (...)
Escribía notas políticas en El Universal, el periódico liberal del doctor Domingo López Escauriaza, y le pagaban $0,32 por cada una. Una vez coronó a una reina de estudiantes con un discurso como de Rafael Maya, pero con una diferencia: malo, pero corto. Debía tener veinte o veintiún años (...)
Allí comenzó a escribir un novelón inmenso que se llamaba ‘La casa’, en largas tiras de papel periódico sacadas precisamente de El Universal. De esa novela arrancan, hasta ahora, todas las demás (...) Había una Adelaida de la que no recuerdo haber vuelto a oír jamás. García Márquez se iba a la Loma del Diablo, una finca donde vivíamos en Turbaco, con los originales del novelón hechos un gran rollo, y nos leía, nos leía toda la tarde, a veces también toda la noche. Todo aquello rociado con ron viejo del barril que había en el garaje, y que nosotros curábamos echándole ciruelas pasas. Naturalmente la lectura terminaba siempre en una ‘pea’, y la ‘pea’ en una gran discusión, y como entonces no sabíamos qué clase de genio era García Márquez aquellos personajes se nos borraban, y muchos de ellos no han vuelto a aparecer jamás. La novela se hinchaba a veces, crecía, en otras ocasiones aparecía totalmente podada, delgada, como un cuento. Le entraban y le salían personajes pero se seguía llamando ‘La Casa’, tal vez por eso. La verdad es que nadie le metía la mano a ‘Gabito’ en sus originales. Nuestra intervención se limitaba a la rutilante audiencia etílica de unas largas tardes viendo caminar o sentarse a sus personajes. (...)
La lectura se interrumpía, de pronto, porque había que tomarse un trago, echarle hielo a los vasos, y la Coca–cola, o porque simplemente ‘Gabito’ la suspendía para decir: ‘Este personaje hay que atornillarlo más’ y hacía el gesto con la mano empuñada. Eso podía significar, también, la liquidación total del personaje, que lo pasara al ‘paredón’, aunque el ‘paredón’ entonces no existía, o que lo transmutara en otro como quien cambia de vasija un líquido. (...)
Revista Imagen, órgano del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes de Venezuela, abril de 1972.

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Tu artículo en Imagen me confirma una vez más que la vaina era muy buena hace 20 años y que ahora es una mierda. Hablaremos esto más despacio en Caracas. Abrazos. Gabo.
Mensaje de Gabriel García Márquez a Ramiro De la Espriella.

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“Cuando le dieron el Premio Rómulo Gallegos, yo escribí, en una colaboración que me pidieron en Caracas, que Gabito no es un creador, es un narrador, un reconstructor de hechos.
“Una vez, hablando con Vargas Llosa después de haber leído su Historia de un deicidio –un volumen de más de seiscientas páginas sobre García Márquez– donde le atribuía a Gabito una gran influencia de Rabelais, con Gargantúa y Pantagruel, yo le dije: ‘Mira, en esa época Gabito no había leído a Rabelais’. Vargas Llosa se refería específicamente a la protuberancia de los Buendía y yo le dije: ‘Nosotros teníamos un amigo, Ñoli Cabrales, que se paraba en el Parque de Bolívar a contar cómo era su pene’.
“Ñoli decía, por ejemplo, que cuando él iba al cine compraba dos boletas, una para él y otra para su adminículo y que, a veces, el pene le decía con voz muy gruesa: ‘Erda Ñoli, esta película es muy mala; vámonos’. Y Ñoli lo cogía de la mano y lo sacaba del cine.
“En esa época se hacían retretas en el Parque del Centenario y él llevaba al pene a la retreta, le ponía corbatín, lo peinaba con la raya en la mitad y daban vueltas para ver las muchachas... Ñoli tenía una serie de historias fantásticas sobre eso. De ahí es de donde Gabito saca todo lo relacionado con esa excepcional condición de los Buendía; no es de Rabelais, no es de Gargantúa y Pantagruel, eso no tiene nada que ver.
“Eso de la exaltación del miembro viril es una constante mental en la Costa, hasta el punto de que yo creo que es la región del país donde el miembro viril tiene más nombres. Se llama cotopla, mondá, guasamayeta... todos los nombres que quieras. Tú puedes conseguirle veinte o treinta nombres, esta es la cultura del falo”.

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El equipo de avanzada

El hombre liberal de la provincia bolivarense –que es dos veces liberal porque es liberal perseguido– acaba de conocer el significado auténtico, el precio justo del equipo de juventudes que comanda Argemiro Martínez Vega, Felipe Paz, Carlos Alemán, Ramiro De la Espriella, Diego León García. Con el itinerario político que acaban de cumplir en el departamento bajo su segura capitanía, conquistaron limpiamente ese nombre genérico con que ya empieza a conocérseles en los puestos de avanzada: ‘El equipo’.
Ese cálido bautismo del pueblo, es apenas un testimonio de la forma jadeante y definitiva en que estos ciudadanos de la inteligencia andan predicando el evangelio democrático entre la comunidad liberal. Desde el instante en que terminó la reciente travesía del equipo, sus integrantes quedaron colocados, automáticamente, en las trincheras de la vanguardia. Porque es significativa –consoladora para nuestras costumbres políticas– la infrecuente circunstancia de que el equipo no hubiera refrendado sus credenciales en la mesa de un banquete, sino en el rectángulo de una plaza pública, sombreada de bayonetas enemigas. La fácil maniobra, la reposada intriga, no tienen carta de ciudadanía en los sistemas públicos de estos representantes decorosos de la nueva generación política.
El equipo fue a buscar su agua bautismal en la región agraria de Bolívar, donde el metal del gallo no anuncia como antes el advenimiento de una nueva madrugada, sino el final de una vigilia tormentosa. Los hombres del equipo encontraron al campesino liberal, montando la guardia a la orilla de las cosechas. Encontraron a la mujer liberal batallando diente a diente con la muerte, para que su leche no tuviera temperatura de pavor, ni sabor amargo en el paladar de las generaciones venideras. Sintieron, los hombres del equipo, el recio pulso de la patria latiendo, como desde el principio del mundo, en el costado de las multitudes. Se hundieron en el agua de los ríos domésticos, mordieron la raíz de la ceiba proletaria y pusieron símbolos de paz y conciliación frente al cuartel de los bárbaros.
El equipo ha conocido de cerca la cruda realidad de nuestras gentes agrarias; ha sostenido con ellas el inquietante diálogo de sus problemas y ha conocido el patio electoral, la casa de ese gran ciudadano anónimo que define los destinos de la nación.
El equipo –comandado por Argemiro Martínez Vega, ese irrevocable capitán del pueblo– ha empezado a transitar ya, con seguro pulso de soldado, por el auténtico territorio del departamento liberal.
El Universal, viernes 20 de mayo de 1949, página cuarta, sección ‘Comentarios’.

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“Lo de la violencia sí lo recuerdo porque me correspondió también sufrirlo. Claro que sí perseguían. Los políticos no se atrevían a salir en campaña. Los únicos que salimos fuimos nosotros. En 1949 hicimos varias giras por el departamento con lo que llamábamos ‘El Equipo’.
“El Equipo estaba conformado por Argemiro Martínez Vega, que era quien lo comandaba; Jacobo Casij, Felipe S. Paz, Carlos Alemán y yo. Los cinco recorrimos el departamento de Bolívar –que era lo que hoy son Bolívar, Córdoba y Sucre– haciendo manifestaciones contra la violencia.
“De ahí resultó elegido Argemiro para la Cámara de Representantes y Alemán para la Asamblea. Yo estaba terminando Derecho y Gabriel trabajaba en El Universal. Recuerdo que él escribió en el periódico varias notas sobre El Equipo. Búscalas. Ahí deben estar.
“Creo que el paso de García Márquez por Cartagena y por El Universal fue determinante. La influencia de Clemente Manuel Zabala no fue sólo en el oficio periodístico, fue una influencia artística también, en el sentido de que lo orientó hacia la lectura de la novela y lo inició en el aprendizaje musical, lo puso a oír música distinta a la que él traía.
“En materia musical Gabriel era un virtuoso del vallenato. Lo oí muchas veces tocar dulzaina y cantar vallenatos, tenía muy buena voz. Me parece, haciendo un poco de chiste, que habría sido mejor vallenatólogo o cantante de vallenatos que novelista, tenía un talento más visible, tal vez porque esa música la oía desde la cuna. Pero en Cartagena, Zabala lo puso a oír música clásica.
“Clemente Manuel Zabala era un caso de bondad inmarcesible. Era un tipo de una pureza de alma, de espíritu y de una gran sensibilidad. Buen escritor, conocedor de los secretos del periodismo de la época, hombre de izquierda y espíritu apacible. Yo creo que influyó bastante en García Márquez en los inicios”.
“Lo que recuerdo de Clemente es que todos los días aparecía con el pelo más negro, se pegaba unas tinteadas tremendas y mi hermano Óscar lo veía y decía: ‘Acabó de salir de la cajetica’. Vestía de blanco y corbatín negro y caminaba dando salticos.
“Bueno, pero también había otra gente ahí. Estaba Héctor Rojas Herazo, estaba Gustavo Ibarra, estaba... el viejo Domingo López no influía en nadie, era una cosa aparte. Yo creo que ni periodísticamente influía. La prosa del viejo López como periodista estaba hecha de frases incidentales que le cortaban la respiración al lector, entonces, cuando terminaba de leer la frase ya se le había olvidado lo que estaba arriba. Sin embargo, él lo que tenía, según decían aquí, era autoridad moral, porque era muy correcto. Algún ingenio criollo dijo que era el único domingo a quien no lo seguía ni el lunes.
“Gabito vino y continuó sus estudios de Derecho que había iniciado en Bogotá. Sobre él tuvo bastante influencia en esa época Mario Alario Di Filippo, que era profesor universitario y –no estoy seguro– creo que también le pudo dar algunas clases de elegancia idiomática; aun cuando Gabito no las ha necesitado nunca, él es un narrador de nacimiento.
“Hay una anécdota muy simpática del año 49. A mediados de ese año se celebró un reinado estudiantil que conmocionó la ciudad. Gabito proclamó una candidata y yo proclamé otra. Él leyó un discurso y yo leí otro discurso. Pero el discurso que leyó él lo hice yo y el que leí yo lo hizo él.
“La intención era hacer el pastiche, imitarle el estilo al otro”.

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Discurso de proclamación
de Carmen I como Candidata

Para proclamar a doña Carmen Marrugo, el doctor Ramiro De la Espriella pronunció el discurso que a continuación publicamos:
Señora:
Nosotros queremos que esta fiesta de los estudiantes sea –antes que nada– la ardida exaltación del corazón de América. Aquí, ante nuestros ojos, yace de perfil América, verdecida por las cabelleras de sus árboles, mirándonos a los ojos por los ojos de sus mares, prolongando al duro pedernal de nuestros huesos en su esqueleto hecho de metales, copiando esta sangre que nos duele en la lenta fuga dormida de nuestro petróleo, y dejando q' su corazón –que nuestro corazón– siga al treno lánguido de los pájaros salvajes, perdido para siempre entre el ruido de las ciudades que surgen.
América está aquí también, hecha dulce carne de mujer. La turbia miel de sus trapiches es ahora cabellera al viento; hierro de sus minas y duro carbón, los ojos negros; digno cansancio de orquídeas la prolongación de las manos en el talle de los brazos; en los pechos, el fruto que crece entre el gorjeo de una paloma y la oculta música de los corazones; fresca la melodía de sus ríos al cruzar la doble euritmia de los muslos hasta la playa de los pies desnudos; y todo eso, sangre vertida de América: dolor de los indios en el cansancio de los ojos; ocre quemante de Nubia en la terca piel; orgullo de España perdonada en su belleza por la angustia de los esclavos.
Porque América está aquí en cada poro de tu piel, porque su perfil es tu perfil de sereno triángulo, y tu sangre es afluente de su sangre, venimos a devolverte lo que el tiempo ha detenido en los hechos y la inteligencia eternizado en los cantos. Aquí tienes los ríos de cauce seguro, esperando el parpadeo de una lágrima para desbordarse sobre la piel de la tierra; las salvas de mil olores y colores distintos, atentas a su voz para detener su crecimiento; los sordos metales, velando la palabra que los desvíe de las manos de los avarientos; la lava que quema, urgida, el signo que cierre los cráteres de los volcanes; y el mar, lebrel a tus pies, alerta al instante preciso en que quieras hacerte con él tu gorguera de olas.
Hay entre este barro nuestro y el hombre que lo amasa con sus pies no sé qué extraña identidad que no es ya reflejo del paisaje sino hondura del ánima, prolongación del espíritu del hombre en el soplo de la greda, y regreso del pavor de la tierra, con su lenta destilación de frutos y de aromas, de piedras y de ríos, a la savia en que se nutre el pensamiento. Es este milagro, este milagro del hombre sobre la tierra, y esta entrega de la tierra bajo las plantas del hombre, lo que ahora mueve mi evocación, para buscar por entre la geología del continente la serena grandeza de su fuerza, y atar de nuevo los leones de la insurgencia bajo el tranquilo pulso de tus manos.
Esto, el secreto trino y la dureza de los metales, el temblor de las estrellas y la carne que palpita bajo la luz, el árbol que crece y el hombre que guía su ternura feraz, es también, por entre la veta silenciosa del tiempo, presencia de América. Pero no ya muda contemplación del símbolo ni expectante gesto estático, sino prolongación del ser de la vida en el ser de la historia. Dinámica del hombre sobre los elementos y precipitación de su ‘devenir gradual’ por fuerza de la voluntad que crea. Borrasca de mares ignotos hecho corola de la rosa de los navegantes, cerrada noche del sojuzgamiento rasgada por las primeras luces del alba revolucionaria. Nostalgia de los ancestros sobre el parche sonoro de los tambores, reencuentro del desposeído con el paraíso perdido. Es el corazón de América vuelto sobre su propia sangre, y la sangre que fertiliza los huesos de los hombres, que hace fuerte el puño de los descontentos, enciende una bandera y, por fin, rompe el estrecho círculo que la abate y crece en bronce hecha Héroe, Reformador, o Mártir. El descamisado de Pativilca, comandando una marcha de pies descalzos; Mariátegui o Ponce, humanizando el humanismo; Galán, mirando desde el hueco de las cuencas vacías el regreso de la Comuna.
Sólo así, cuando el símbolo se decanta, y deja de ser ya un remedo de la eternidad, para ir naciendo y muriendo en cada despertar y apagarse de la conciencia colectiva, estamos limpios para alcanzar los cien nombres puros del espíritu. Entonces, todo, el dolor de pensar en los sabios, la ira santa de los rebeldes, la pesadez productiva de los arados, se hace himno jubilar a la Belleza, y busca en su sereno rostro los acordes de su perdida melodía. Así, de nuevo, está América en ti, en contenida fuerza y en virtual economía del espíritu; y no es ya tu corazón el que late, sino el suyo alimentado en el tormentoso curso de tus arterias.
Aquí, a nuestro lado, el estudiante de América. El esclavo que libertó Lincoln y se hizo trotamundos de la cultura en Wright; el gaucho amanecido sobre el sueño de su guitarra; Porfirio, en llanto, recogiendo la cal de sus huesos para nutrir la sangre del poema; Prestes, silencioso, de bruces sobre el libro del último y verdadero profeta. Cerró para siempre la verdad convencional de los textos y ahora es el viajero de su mundo, el hombre que salió al encuentro del lucero, y trajo de regreso la semilla del canto entre sus manos. Porque la voz de la tierra y la voz de los hombres han bajado hoy hasta nosotros, yo te llamo tres veces en nombre de la Inteligencia, de la Historia y del Porvenir.
El Universal, domingo 10 de julio de 1949, página segunda.

* * *

“Lo demás era leer novelas con él. En esa época se leía a John Dos Passos, Steinbeck, comenzó a figurar Curzio Malaparte con La piel y Kaputt. Me acuerdo que lo impresionaba mucho una frase de Virginia Woolf, no me acuerdo si fue en Al faro o en Orlando o una cosa así, que la muchacha decía: ‘El amor es quitarse las enaguas...’. Decía, refiriéndose a Virginia: ‘Esa es mucha vieja macha’.
“También leímos a Hemingway y Faulkner, que lo volvió loco. No estábamos leyendo autores colombianos, entonces. Habíamos leído, porque era imprescindible en bachillerato, La María, La Vorágine y esas cosas, pero no teníamos afición o admiración hacia los autores colombianos. A Fernando González sí lo leíamos, sobre todo una revista que él hacía íntegra, se llamaba Revista Antioquia. Recuerdo que un día en esa revista apareció una página en blanco con un letrero que decía: ‘Los hijueputas de la Compañía Colombiana de Tabaco me negaron el aviso’. Yo creo que inmediatamente se lo volvieron a dar”.
La sonrisa de Ramiro De la Espriella es sutil y lenta, tiene arabescos elegantes como sus palabras. Mira el reloj. Pronto serán las doce del día. Debe ir a la agencia de viajes del Hotel a confirmar su tiquete de regreso a Bogotá. Apura su cerveza.
“Pues, a grandes rasgos, eso es lo que pasó en aquella época. Lo demás es normal. Íbamos donde las putas, tomábamos trago, lo que hacían los estudiantes de entonces. Como uno no tenía condiscípulas, pues tenía que ir donde las putas.
“Íbamos donde Juana Zúñiga, por los lados del Arsenal, al ‘Pullman bar’, en Manga, o a los sitios que quedaban cerca a los muelles. Ahí la suma sacerdotisa era una mujer a la que le decían la Carioca, una mujer deslenguada que peleaba todas las noches y siempre terminaba recibiendo botellazos.
“También íbamos al Niño de Oro o donde Mery Reyes, cuando se tenía con qué, tampoco era posible hacer con frecuencia el gasto.
“Íbamos también a robar gallinas de las ponedoras del ‘general’ Ramón León y B., y de ahí salíamos para donde las mujeres a hacer el sancocho”.

* * *

“Esta noche sabrá lo que es un tiro”, dijo el general después de golpear la mesa del comedor.
Su esposa lo vio ir hasta el cuarto, hurgar en el armario y sacar una escopeta reluciente de dos cañones.
Al salir de la casa le dijo a su mujer que se acostara.
La noche era despejada y la brisa tenía sabor salado.
El general entró al galpón y se refugió al final del ponedero donde una larga hilera de gallinas estaba concentrada en prepararle unos huevos.
Cargó el arma, miró la oscuridad, escuchó los grillos y esperó.
Se preguntó si no estaría tratando de descargar con un simple ladrón de gallinas su frustración política, la amargura de la accidentada oposición que él y sus amigos ejercían por esos días. Pero estaba decidido a dispararle. Ya eran muchas las bajas en su corral.
Poco antes de las diez de la noche vio una fila de sombras que se acercaba. Con el arma preparada esperó a que abrieran la puerta y entraran.
“Por aquí”, dijo la sombra que marchaba adelante, y se fue al extremo opuesto del ponedero. Los otros dos lo siguieron.
“Buagghh”, dijo una gallina, y de inmediato todas las gallinas se unieron a la protesta.
Los tres hombres rieron ante el estruendo. El general aprovechó para moverse en la oscuridad hasta la puerta y encendió la luz.
Todos quedaron petrificados. El general apuntaba en dirección a los tres hombres. Una lluvia de plumas pequeñas caía entre ellos.
“Soy yo, papá”, dijo avergonzado Diego, el hijo del general, con la gallina en la mano. “Gabito y Ramiro son mis amigos. Queríamos irnos donde las muchachas”.
El general siguió apuntando con el arma.
Hasta las gallinas guardaron silencio.

* * *

“Yo le saqué a Gabriel la cuenta de lo que don Domingo le pagaba por las notas que escribía, le salían a treinta y dos centavos.
“En cuanto a novias, de la única que hablaba era de Mercedes. Le decía ‘La Jirafa’ y así tituló una columna que escribió después en El Heraldo.
“Hombre, yo creo que él se fue a Barranquilla buscando más aires, más libertad y una mejor remuneración”.
El mejor remunerado de los dos paga las cervezas que se han tomado durante la charla. Al llegar a la agencia de viajes, Ramiro De la Espriella la encuentra cerrada. Tendrá que volver a las dos de la tarde.
“Mi hermano Óscar era mucho más conocedor de literatura, porque él es mayor y tenía una estructura mental y literaria mucho más solidificada que nosotros. Él debe tener algo que decir.
“Vive en el callejón del Albercón, en el pie de la Popa. Es muy difícil para conceder entrevistas, pero si lo coges de buen genio te dice muchas vainas”.





Ya te leí, don Upo; ahora, qué libro leo

Una reseña del libro "Ya te maté, bien mío; ahora, qué será mi vida sin ti" (Unaula), 
de Francisco Velásquez.


Leer el texto completo en la página web de El Colombiano.




miércoles, 28 de octubre de 2015

Sueño de otras escalinatas


El verano en Nueva York ha venido llegando poco a poco, indeciso, cargado de frescuras, de nubes pesadas y de lluvias, de ocasionales días soleados que invitan a la gente a desbordarse por las calles, a concurrir, peregrinar, a esos lugares donde conviven y se juntan lo profano y lo sagrado. Es poco más de mediodía y lugareños y turistas van llegando a Times Square, el ombligo luminoso de Manhattan, con sus avisos inmensos y sus enormes pantallas, ese centro magnético imposible de abarcar con una sola mirada, reflejo arquitectónico de nuestra pequeñez y nuestra inmensidad.
Llegan los niños y los ancianos, coincidiendo en los extremos opuestos de la vida. Van llegando los demás, creyéndose a salvo del nacimiento o de la muerte. No paran de llegar los viajeros rosados del interior del país, con sus pasos enfáticos y la sorpresa mal disimulada. Llegan los gestos inescrutables de los asiáticos, la reciente altivez de los afroamericanos, la tibieza intensa de los hindúes, la palidez flotante de los europeos, los turbadores turbantes de los árabes, las barbas largas y ostentosas del judío ortodoxo, los hispanos, los eslavos, los magnates, los esclavos; se acercan desde orígenes diversos, van alzando las miradas sorprendidas, se congregan, se revuelven, se diluyen, toman fotos, se entrecruzan, se ignoran, se miran, se huelen, se rozan, se confunden en una sopa humana.
Llegan los saris tejidos de arco iris y las ropas de marca, los bolsos finos y los morrales prácticos, las gafas caras y los lentes necesarios, los zapatos tenis y las sandalias y los tacones de punta y los pies descalzos, ampollados, quejumbrosos, pidiendo masajes y descanso. Llegan los músicos callejeros y los vendedores de paseos. Llegan los empleados con sus almuerzos, las hamburguesas y las ensaladas, las barritas de chocolate y los rollitos de sushi, las botellas de agua, los mapas, los sombreros, las sonrisas y los gestos de cansancio, los éxtasis y los taxis, las ambulancias y los vendedores ambulantes.
Llegan las cámaras con sus megapixeles, los audífonos que aíslan del mundo y le dan fondo musical a los instantes, los celulares, cargados de voces de otros lados; llegan y llegan toda clase de aparatos a las escalinatas de Times Square, a la multitud de sillas con que ahora intentan hacer más acogedor el sitio, a las aceras siempre atiborradas, con gente que entrega papelitos que invitan a comedias, a conferencias de auto superación, a presentaciones de danzas exóticas, a visitar charlatanes que resuelven los problemas en los negocios o en el amor.
Llegan los humildes y los presumidos, los sigilosos, los inseguros, los intensos, los tranquilos, los felices, los rabiosos, los preocupados y los despreocupados. Crece la audiencia y llega el rostro humano, el misterio mayor, al lado de las manos la cosa más extraña que uno pueda imaginarse. Llegan las pieles, tersas, maltratadas, cubiertas de vellos, de cabellos coloridos o descoloridos, domados o agrestes, ausentes o a borbotones. Llegan las narices siempre curiosas, siempre sensibles, oliendo el mundo y el inframundo, largas, cortas, amplias, finas, romas. Llegan las bocas, sonriendo, comiendo, gritando, hablando en toda clase de lenguas. Llegan los ojos de miles de colores, mirados y mirando a todos lados, buscando, leyendo, pero a la vez mostrando las cosas que habitan en el alma.
Llega, va llegando sin pausa el tiempo que todo arrastra y que abre espacio para que vengan otros que a su vez también van a marcharse. Llega la muerte y se lleva los rostros que he visto esta tarde de verano y estos ojos con los que he visto y estas palabras con que intento inútilmente dejar el testimonio de ese sitio donde puede vislumbrarse un pedacito de ese monstruo con infinidad de rostros que algunos llaman Dios y otros, materia a la deriva por la nada.

Nueva York, junio de 2009.  

Fragmento de "Impromptus en la isla"







domingo, 25 de octubre de 2015

Metrocles el enigmático



Hay libros que me van a durar toda la vida. El volumen único con las vidas de Plutarco, editado en 1846 por Harper and Brothers, en Nueva York, es uno de ellos. Sus ochocientas pági­nas a dos columnas hay que leerlas con lupa y tomaría mucho tiempo y dedicación agotarlas. De hecho, en la primera página de mi ejemplar descua­dernado, un tal William J. Keech escribió con lápiz que la lectura de ese universo le había tomado desde el 7 de enero de 1855, hasta el 11 de enero de 1858. Empecé a leerlo el 30 de enero del 2006 y no he podido pasar de la vida de Teseo. Me sorprendió un montón que se cansara de Ariad­na, así como el equívoco trágico con las banderas de su barco.

Pero no es de esa maravilla que quiero hablar, sino de otra maravilla cuyo carácter inagotable no viene de la profusión, sino de la sutileza: “Las vidas, opiniones y sentencias de los filó­sofos más ilustres”, de Diógenes Laercio. Es un libro fasci­nante. Mi edición de 1940, con la pudorosa traducción de José Ortíz y Sanz, publicada en Madrid en dos volúmenes por la Biblio­teca Clásica Universal, tiene también su propia historia. Pero tampoco es del libro que quiero hablar, sino de una pá­gina de ese libro, aquella donde se cuenta la vida de Metro­cles, una de las vidas más asombrosas que he leído.

Empieza Diógenes diciendo que Metrocles era hermano de Hiparquia la obstinada, y discípulo de Crates. Por cierto, lo que pasó entre esos dos –Crates e Hiparquia– es digno de una revis­ta escandalosa de farándula. Pero no se ha repuesto uno después de esta información tan pródiga, cuando ya la biogra­fía de Metrocles se torna accidentada. Resulta que, antes de ser dis­cí­pulo de Crates, Metrocles había estudiado con Teofrasto, “donde estuvo a punto de perder la vida. “Nada nos dice Dió­ge­­nes sobre los pormenores de ese accidente. Como si per­der la vida cuando se estudia fuera pan de cada día. Espero leer la vida de Teofrasto para buscar algunas luces.

Pero aquel incidente no fue el más importante de la vida de Metrocles. El evento decisivo, lo que cambió su destino, fue haber soltado un pedo cuando asistía a una lección muy con­currida con el filósofo Crates. La vergüenza de Metrocles fue total, entre otras cosas porque el olor era insoportable y tuvieron que disolver la clase. Cuenta Diógenes que tanto fue el rubor y la pena de Metrocles que se encerró en un cuarto, dis­puesto a dejarse morir de hambre. Cuando Crates supo aquello le pidió que lo recibiera por un momento y trató de convencerlo con palabras, diciéndole que no había nada absurdo o ridículo en lo que había hecho, que monstruoso habría sido no hacerlo e ir en contra de la naturaleza. Pero Metrocles no se veía convencido. Entonces Crates dio una de las lecciones más magistrales que profesor alguno haya dado: dejó salir un pedo más ruidoso y maloliente que el de su discípulo abochornado.

La historia tendría un final feliz, si pensamos que Metrocles se curó de su vergüenza y fue alumno adelantado y filósofo de renombre. Se dice que suyo es el decir que “unas cosas se ad­quie­ren por dinero, como la casa; otras con el tiempo y la aplicación, como la disci­plina”, y que “las riquezas son nocivas si de ellas no se hace buen uso”. Pero Diógenes nos deja un sabor bastante amargo cuando agrega que Metrocles vivió hasta edad muy avanzada y al final halló la muerte “sofocán­dose a sí mismo”. Cada vez que releo esa frase no puedo dejar de pensar que Metrocles tal vez llegó a cimas altísimas, en el refinamiento de su vicio. 






 Texto publicado en Vivir en El Poblado





jueves, 22 de octubre de 2015

El infierno tan temido

Juan Carlos Onetti
                                                                                      

El hombre era viudo, cuarentón y periodista. Tenía una hija que adoraba y un aire de desamparo. La chica de veinte años adivinó su soledad “adivinó que estaba amargado y no ven­cido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse”. Ella era actriz de teatro y empezó a interesarse en el hombre que se dedicó a asediarla en silencio, a esperarla y dejarse ver en un banco del parque, antes de las funciones.

La primera vez que estuvieron solos, la mujer pensó en el amor, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. Pensó que la mayor sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Se puso a creer en él, se impuso adoraciones fetichistas, “se fue orien­tando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos de las actitudes del cuerpo del hombre”. Entregada por entero a ese hombre, confió en que la lujuria descansaría y la olvidaría.

Él creía fabricar lo que le estaban imponiendo. Pero no era ella quien se lo imponía: “Todo”, dijo él tras un encuentro intenso, “absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o que inventemos nosotros”.

Cuando el hombre y la muchacha se casaron, los amigos del hombre guardaron silencio, suprimieron sus vaticinios pesimistas. La primera separación fue a los seis meses de casados. Ella había seguido trabajando con la compañía teatral. La gira por pueblos de provincia la hacía sentir en el centro de un universo con sus luces dirigidas hacia ella. Dejaron de verse por dos meses y él trató de repetir las rutinas de cuando estaban juntos. Ella, por su parte, no dejó de repetirse sus palabras: “absolu­tamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos”. Sólo ella y su esposo existían en el mundo. El resto de la gente era como piezas de utilería.

Una sombra, una figura de cartón, era aquel hombre que empezó a esperarla a la salida del teatro en uno de los pueblos de la gira. Ella no consideró necesario mencio­narlo en las cartas. Se lo contó a su esposo poco después del regreso, “con el orgullo y la ternura de haber inventado una nueva caricia”. El hombre cerró los ojos y sonrió; le pidió a la mujer que se desnudara y le contara de nuevo aquella historia. Ella describió gustosa, atenta a no perder detalles, aquella peculiar inten­sidad del amor que había sentido por él en El Rosario, “junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie”.

“Bueno; ahora te vestís”, dijo el hombre con la misma voz asombrada y ronca con que había repetido que todo era posi­ble. Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse la ropa.

Al día siguiente el hombre inició los trámites del divorcio. Recuperó las rutinas de su vida antes de ella. Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija. Combatió el deseo fiero de bus­carla. Imaginó actos de amor nunca vividos para ponerse enseguida a recordarlos.

La mujer abandonó el pueblo un mes después de la última conversación. La primera carta llegó al diario poco después; traía una foto tamaño postal. El hombre habría dado cualquier cosa por olvidar lo que vio. Las cartas siguientes empezaron a llegarles a personas cercanas, a parientes o amigos, siempre con una foto: la mujer en la cama, con alguien distinto. El hombre “se sentía como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva”. Ya había hablado de matarse. Ya había dicho y repetido en llorosas borracheras que la culpa era suya y no de la mujer. Para nadie fue sorpresa lo ocurrido cuando la mujer atinó a enviarle una foto a su hija, “lo único que Risso tenía de veras vulnerable”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 22 de octubre de 2015.