La columna de Vivir en El Poblado
“Aquellos que han trabajado con más celo por instruir a
la humanidad son los que más sufrimiento han padecido por culpa de la
ignorancia; y los descubridores de nuevos caminos en las ciencias y en el arte raras
veces han vivido para ver sus propuestas aceptadas por el mundo”. La afirmación
es de Isaac Disraeli (1766-1848), padre del primer ministro inglés y modelo del
personaje que decide vivir entre libros, en lugar de andar metido en el juego
de poderes y de intrigas que es la vida en sociedad.
Disraeli escribió obras deliciosas, entre ellas Un ensayo sobre la personalidad literaria,
Calamidades de los escritores, Disputas entre escritores y, la más
popular, Curiosidades de la literatura,
un tratado de 1.800 páginas que no tiene página aburrida. A este último le
tenía el ojo echado desde hace un año, pues la librería de viejo que está cerca
de mi casa tenía una hermosa edición de 1865 en cuatro volúmenes. Fue preciso
hacer algunos sacrificios para poder llegar con el dinero donde mi amigo el
librero y pedirle esa joya que a nadie más le había interesado. Desde entonces
vivo mis días esperando la noche para volver a meterme en ese mundo fascinante
de los libros.
Debo confesar que apenas voy por la mitad del primer
volumen, pero lo hallado hasta ahora es extraordinario. He sabido, por ejemplo,
que uno de los pasatiempos favoritos de Spinoza era organizar peleas de arañas,
y que el cardenal Richeliu retaba a todos sus visitantes a competencias de
saltos. Uno de los capítulos más conmovedores que he encontrado es el de las
persecuciones y maledicencias de que han sido víctimas los estudiosos y los
creadores. Disraeli menciona los casos dramáticos de Galileo y Sócrates, ambos
condenados a muerte por sus ideas. Cuenta que Anaxágoras fue conducido a
prisión por tratar de propagar la noción de un Ser Supremo, que Aristóteles se
envenenó a causa de las persecuciones de que fue objeto y que Heráclito —por
razones similares— renunció a todo contacto con los seres humanos.
Cornelio Agripa se vio obligado a abandonar su fortuna y
su país, por haber afirmado que Santa Ana había tenido tres maridos. Cuenta la
historia que cuando Agripa caminaba por su ciudad las calles se vaciaban; nadie
quería correr el riesgo de ser visto en su cercanía. Como Agripa, Roger Bacon y
otros más fueron acusados de brujería. Descartes estuvo a punto de ser quemado
por sus ideas. Cuando Urbano Grandier fue llevado al estrado por culpa de sus
estudios, tuvo la mala fortuna de que una mosca se posara en su frente. Un
monje, que había oído que Belcebú en hebreo significaba “el señor de las
moscas”, tomó aquello como una prueba en su contra.
En los terrenos literarios los ataques son pan de cada
día. Homero fue acusado de haber robado a otros autores los mejores pasajes de
su Ilíada y su Odisea. Los hijos de Sófocles trataron de declararlo demente
para disponer de sus propiedades. En la Grecia de Pericles se hablaba con
frecuencia de la vanidad de Píndaro, del burdo estilo de Esquilo y de los
pobres argumentos de Eurípides. Cicerón acusó a Sócrates de usurero. Platón fue
acusado de ladrón, mentiroso, lujurioso e impío. Aristóteles, de ignorante y
vanidoso. Virgilio, de mediocre y plagiador. Heródoto y Plutarco, de
parcializados.
La lista es extensa, pero la idea es clara. René Higuita
la resumió en una entrevista que le hice hace años, cuando estaba en la cárcel:
“A un árbol sin frutos no le tiran piedras”. Es grande la tentación de hacer
con la literatura colombiana lo que Disraeli hizo con los clásicos. En ese
campo hay, sin duda, materiales muy jugosos; pero, cuando uno piensa en los
castigos que podría recibir si se metiera con las vacas sagradas, comprende que
es mejor seguir leyendo tranquilito y bien lejitos del “mundanal ruido”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de octubre de 2015.
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