El verano en Nueva York ha venido llegando poco a poco,
indeciso, cargado de frescuras, de nubes pesadas y de lluvias, de ocasionales
días soleados que invitan a la gente a desbordarse por las calles, a concurrir,
peregrinar, a esos lugares donde conviven y se juntan lo profano y lo sagrado.
Es poco más de mediodía y lugareños y turistas van llegando a Times Square, el
ombligo luminoso de Manhattan, con sus avisos inmensos y sus enormes pantallas,
ese centro magnético imposible de abarcar con una sola mirada, reflejo
arquitectónico de nuestra pequeñez y nuestra inmensidad.
Llegan los niños y los ancianos, coincidiendo en los
extremos opuestos de la vida. Van llegando los demás, creyéndose a salvo del
nacimiento o de la muerte. No paran de llegar los viajeros rosados del interior
del país, con sus pasos enfáticos y la sorpresa mal disimulada. Llegan los
gestos inescrutables de los asiáticos, la reciente altivez de los
afroamericanos, la tibieza intensa de los hindúes, la palidez flotante de los
europeos, los turbadores turbantes de los árabes, las barbas largas y
ostentosas del judío ortodoxo, los hispanos, los eslavos, los magnates, los
esclavos; se acercan desde orígenes diversos, van alzando las miradas
sorprendidas, se congregan, se revuelven, se diluyen, toman fotos, se
entrecruzan, se ignoran, se miran, se huelen, se rozan, se confunden en una
sopa humana.
Llegan los saris tejidos de arco iris y las ropas de
marca, los bolsos finos y los morrales prácticos, las gafas caras y los lentes
necesarios, los zapatos tenis y las sandalias y los tacones de punta y los pies
descalzos, ampollados, quejumbrosos, pidiendo masajes y descanso. Llegan los
músicos callejeros y los vendedores de paseos. Llegan los empleados con sus
almuerzos, las hamburguesas y las ensaladas, las barritas de chocolate y los
rollitos de sushi, las botellas de agua, los mapas, los sombreros, las sonrisas
y los gestos de cansancio, los éxtasis y los taxis, las ambulancias y los
vendedores ambulantes.
Llegan las cámaras con sus megapixeles, los audífonos que
aíslan del mundo y le dan fondo musical a los instantes, los celulares,
cargados de voces de otros lados; llegan y llegan toda clase de aparatos a las
escalinatas de Times Square, a la multitud de sillas con que ahora intentan
hacer más acogedor el sitio, a las aceras siempre atiborradas, con gente que
entrega papelitos que invitan a comedias, a conferencias de auto superación, a
presentaciones de danzas exóticas, a visitar charlatanes que resuelven los
problemas en los negocios o en el amor.
Llegan los humildes y los presumidos, los sigilosos, los
inseguros, los intensos, los tranquilos, los felices, los rabiosos, los
preocupados y los despreocupados. Crece la audiencia y llega el rostro humano,
el misterio mayor, al lado de las manos la cosa más extraña que uno pueda
imaginarse. Llegan las pieles, tersas, maltratadas, cubiertas de vellos, de
cabellos coloridos o descoloridos, domados o agrestes, ausentes o a borbotones.
Llegan las narices siempre curiosas, siempre sensibles, oliendo el mundo y el
inframundo, largas, cortas, amplias, finas, romas. Llegan las bocas, sonriendo,
comiendo, gritando, hablando en toda clase de lenguas. Llegan los ojos de miles
de colores, mirados y mirando a todos lados, buscando, leyendo, pero a la vez
mostrando las cosas que habitan en el alma.
Llega, va llegando sin pausa el tiempo que todo arrastra
y que abre espacio para que vengan otros que a su vez también van a marcharse.
Llega la muerte y se lleva los rostros que he visto esta tarde de verano y
estos ojos con los que he visto y estas palabras con que intento inútilmente
dejar el testimonio de ese sitio donde puede vislumbrarse un pedacito de ese
monstruo con infinidad de rostros que algunos llaman Dios y otros, materia a la
deriva por la nada.
Nueva York, junio de 2009.
Fragmento de "Impromptus en la isla"
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