Juan Carlos Onetti
El hombre era viudo, cuarentón y periodista. Tenía una
hija que adoraba y un aire de desamparo. La chica de veinte años adivinó su
soledad “adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un
desquite y no quería enterarse”. Ella era actriz de teatro y empezó a
interesarse en el hombre que se dedicó a asediarla en silencio, a esperarla y
dejarse ver en un banco del parque, antes de las funciones.
La primera vez que estuvieron solos, la mujer pensó en el
amor, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del
pómulo y la mejilla del hombre. Pensó que la mayor sabiduría posible era la de
resignarse a tiempo. Se puso a creer en él, se impuso adoraciones fetichistas,
“se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los
silencios, de los gustos de las actitudes del cuerpo del hombre”. Entregada por
entero a ese hombre, confió en que la lujuria descansaría y la olvidaría.
Él creía fabricar lo que le estaban imponiendo. Pero no
era ella quien se lo imponía: “Todo”, dijo él tras un encuentro intenso,
“absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y
queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o que inventemos nosotros”.
Cuando el hombre y la muchacha se casaron, los amigos del
hombre guardaron silencio, suprimieron sus vaticinios pesimistas. La primera
separación fue a los seis meses de casados. Ella había seguido trabajando con
la compañía teatral. La gira por pueblos de provincia la hacía sentir en el
centro de un universo con sus luces dirigidas hacia ella. Dejaron de verse por
dos meses y él trató de repetir las rutinas de cuando estaban juntos. Ella, por
su parte, no dejó de repetirse sus palabras: “absolutamente todo puede
sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos”. Sólo ella y su
esposo existían en el mundo. El resto de la gente era como piezas de utilería.
Una sombra, una figura de cartón, era aquel hombre que
empezó a esperarla a la salida del teatro en uno de los pueblos de la gira.
Ella no consideró necesario mencionarlo en las cartas. Se lo contó a su esposo
poco después del regreso, “con el orgullo y la ternura de haber inventado una
nueva caricia”. El hombre cerró los ojos y sonrió; le pidió a la mujer que se
desnudara y le contara de nuevo aquella historia. Ella describió gustosa,
atenta a no perder detalles, aquella peculiar intensidad del amor que había
sentido por él en El Rosario, “junto a un hombre de rostro olvidado, junto a
nadie”.
“Bueno; ahora te vestís”, dijo el hombre con la misma voz asombrada y ronca con que había repetido que todo era posible. Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse la ropa.
“Bueno; ahora te vestís”, dijo el hombre con la misma voz asombrada y ronca con que había repetido que todo era posible. Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse la ropa.
Al día siguiente el hombre inició los trámites del
divorcio. Recuperó las rutinas de su vida antes de ella. Volvió a dedicar los
jueves a pasear con su hija. Combatió el deseo fiero de buscarla. Imaginó
actos de amor nunca vividos para ponerse enseguida a recordarlos.
La mujer abandonó el pueblo un mes después de la última
conversación. La primera carta llegó al diario poco después; traía una foto
tamaño postal. El hombre habría dado cualquier cosa por olvidar lo que vio. Las
cartas siguientes empezaron a llegarles a personas cercanas, a parientes o
amigos, siempre con una foto: la mujer en la cama, con alguien distinto. El
hombre “se sentía como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera
rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva”. Ya había hablado
de matarse. Ya había dicho y repetido en llorosas borracheras que la culpa era
suya y no de la mujer. Para nadie fue sorpresa lo ocurrido cuando la mujer
atinó a enviarle una foto a su hija, “lo único que Risso tenía de veras
vulnerable”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 22 de octubre de
2015.
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