domingo, 18 de diciembre de 2011

La curiosa perspectiva de los muertos

Un relato publicado en el suplemento Generación


La curiosa perspectiva de los muertos
Por Gustavo Arango
¿Un sueño notable? Muy buena pregunta. ¿Qué hará usted con lo que yo pueda contarle? ¿Qué extraña profundidad agregará a nuestro relato? Todos tenemos nuestras propias teorías sobre los sueños. Crecí en un lugar donde la superstición empezaba a compartir sus espacios con la ciencia. Al lado de símbolos rígidos para los que una boda auguraba funerales, y las heces eran oro que llegaba o se marchaba, también aprendí a tomar el mito del inconsciente como si fuera un hecho, a leer los paisajes de la noche como si fueran fruto de esas hambres superpuestas que son los deseos y temores. Me consta que hay cosas que uno puede cambiar en el camino. No muchas, no del todo. Pienso aún que las mariposas enormes y oscuras, que aparecen de no se sabe dónde, auguran visitas o despedidas. Pero mi teoría de los sueños ha cambiado con el tiempo, algunas charlas, unos libros y sueños que transcurren como si ahora mismo estuviera viviéndolos.
No hablaré de la mujer que caminaba en las estrellas, esa imagen de los tiempos en que me descubrí a mí mismo. Ya hablé en otro lado del encuentro en la piscina: el primer súcubo del que tengo memoria. De tanto repetirlo, ha perdido su temblorosa frescura el sueño premonitorio de las tumbas, ese hundirme en la tierra como entre arenas movedizas, ese entender de antemano que los muertos verdaderos son los que sobreviven. Dejaré también de lado el sueño en que caí al abismo y llegué hasta el final y morí por un rato, porque no tengo palabras para explicarlo. Digamos que el sueño más notable que he tenido es aquel que ahora mismo me estremece de manera más intensa, ocurrió hace unas horas y sé que al decir que ocurrió ya lo estoy traicionando.
En el sueño aquel soy una especie de escritor. Me disculpo de antemano si mi sueño no está libre de lugares comunes. La literatura abunda en personajes escritores. La razón es simple: cada uno está escribiendo la historia de su vida. Podría decirse que es una autoría restringida, que ni la tinta, ni el papel, ni el paisaje, ni las condiciones generales de la historia las hemos elegido. Pero, con todo y eso, la gracia del asunto consiste en que una decisión nuestra, por pequeña que sea, transforma la historia de manera dramática. Ceder o no ceder al apremio de un deseo (y habría que preguntarse si es uno el que desea), entrar o no entrar en la vida de un pueblo o una persona, aceptar o no una invitación, pagar un precio o no. Pero las opciones no siempre vienen en pares. Mientras más amplio es el abanico, mayor es la ansiedad al elegir, más inquietante es la libertad, más evidente es el hecho de que nuestro destino se encuentra en nuestras manos. Elegir el sabor de un helado, una ciudad, un vecindario, elegir un color particular, elegir un amante cuando el mundo está lleno de posibilidades… En fin, lo que quiero decir es que también, como usted, he tratado de intervenir en la trama de mi vida y que en el sueño había un hecho que me venía intrigando desde hacía varias semanas. No me pregunte cómo funciona el tiempo allá en los sueños. Esas son cosas que no ha explicado nadie. Lo cierto es que estaba en una especie de stand de feria cuando ya todo había terminado, cuando operarios agotados empezaban a empacar lo que no se vendió.
Recuerdo que me movía entre cajas y montañitas de libros rezagados. Buscaba mi novela. En el sueño yo había escrito una novela. No era que quisiera encontrarla. El éxito del libro consistía en que la gente se hubiera interesado en llevarla. Sentía al mismo tiempo una mezcla de desnudez y de impotencia, como si hubiera estallado en mil pedazos. Ignoro la naturaleza de aquel libro, su título o la anécdota, pero lo que sentía era muy claro: era un libro sincero, yo había puesto partes vivas de mí mismo y saber que ahora estaba en manos desconocidas tenía algo de gozosa pesadilla.
De manera que en el sueño trataba de imaginar a los lectores de aquel libro. Casi podría narrar un capítulo no soñado, el asedio sigiloso días antes, muy cerca del stand, la emoción cuando alguna persona se interesaba en el libro, lo tomaba para leer la reseña, la frustración cuando lo devolvían a su sitio o la alegría cuando se lo llevaban; también las ganas de abordar a esa persona y ofrecerle un autógrafo que ni siquiera esperaba. Mientras comprobaba que no habían quedado copias del libro, comprobaba también que nadie notaba mi presencia en el lugar. La incomodidad que sentí al principio con mi escrutinio, la sensación de que ningún escritor serio se pondría en esas cosas, empezó a disiparse cuando supe que nadie me veía. En ese momento es cuando el sueño se pone de verdad interesante.
Las palabras falsean, distorsionan, nos separan de las cosas. Pero son lo que tenemos, son nuestra hacha de piedra mientras llega el momento de entregarle a otra persona lo que somos. Digamos que cuando uno está soñando se imagina que tiene un cuerpo con dimensiones y formas similares a las del cuerpo que lo transporta cuando está despierto. Imaginé que tenía un cuerpo mientras me movía por entre el desmantelamiento, mirando portadas, títulos llamativos. Pronto comprobé sin sorpresa que mi mirada viajaba de manera más fluida que la que permite un cuerpo. Era una mirada que subía o bajaba, que se acercaba o se alejaba como flotando. Mi mirada se deslizó en el aire hasta el centro del stand, al sitio donde ahora una mujer enorme coordinaba la tarea de empacar. A pesar de lo cerca que estuve de su rostro, no recuerdo haber hablado con ella. Recuerdo la prisa con que me alejé hasta un rincón, la nueva perspectiva desde donde la vi hablar con un hombre que a veces tenía el aspecto que yo mismo reconozco como mío: los movimientos cortos y rápidos, la timidez y el sigilo.
Entonces me marché de aquel lugar, sin decidir marcharme, sin tener adónde ir, sin pensamientos de rechazo o nostalgia por lo que dejaba. Estaba simplemente en las calles, navegando entre rostros, y podía acercarme al que me interesara. Podía oír lo que decían, podía examinar como con lupa cada rasgo, cada gesto elocuente y fugaz. Ignoro cuántas vidas visité. Recuerdo en especial el encuentro que tuve con un hombre mayor. Tendría setenta años. Era pequeño, de cabello corto y blanco, irradiaba poder y se veía saludable. Caminaba acompañado, o mejor rodeado, por un grupo de hombres. Puedo poner otras palabras, pero quizá me equivoque. Los hombres que lo rodean pueden ser escoltas, guardaespaldas, súbditos, empleados. Lo cierto es que el hombre camina rodeado por el grupo y que el poder, la autoridad, emana de lo que dice y lo que hace. Ese hombre fue el único que me vio. Se detuvo de repente, me miró con fijeza, con gesto de quien reconoce a alguien que perdió o dejó de ver hace mucho tiempo. Empezó a hablarme cuando sentí que debía alejarme. No sé si el impulso de alejarme había sido todo mío. A veces pienso que algo detrás de mí me obligó o me persuadió. El alejamiento fue muy rápido y entre mi rostro y el del hombre vi formarse una niebla. Sentí que me alejaba sin querer alejarme. Pensé que así debían ver las cosas los fantasmas cuando desaparecían. No sé si fui yo mismo quien invento el consuelo de que podría volver. Pensé que todo aquello era la manifestación de un extraño poder que siempre había tenido, que ya no iba perder después de haberlo revivido.
Mi encuentro con el hombre me ha hecho pensar que, tal vez, lo que viví fue la curiosa perspectiva de los muertos. Tal vez ahora mismo, mientras me abro ante usted como nadie me ha visto, hay miradas que flotan muy cerca de mi rostro y consiguen entender mejor que yo lo que he vivido. He pensado también que es lo contrario, que aquel sueño que tuve me dejó visitar ese sitio al que nadie vuelve. He pensado otras cosas que no vienen al caso. Lo cierto es que después de aquel encuentro me seguí moviendo por las calles, auscultando a la gente, escuchando el barullo de sus rostros, y que al final llegué a un cuarto de luz amarilla donde transcurría una escena que pronto dejó de interesarme. Ya entonces sabía que en mi sueño podía fijar mi atención en cualquier cosa, que era yo quien conducía aquel vehículo, y decidí acercarme a esa chica delgada de falda tan corta que dejaba ver el panty, traslúcido y breve, la textura agreste y viva de aquel pubis. La chica se volvió y tuve muy cerca de mi rostro una piel tensa, tibia, hermosa como un planeta al que las rocas que pueblan el universo jamás han visitado. Recuerdo el olor. Un olor imposible, un olor que era casi la ausencia de olor. Lo recuerdo y estoy convencido de que podría identificarlo si volviera a encontrarlo. Lo recuerdo porque aún sigo perdido en la embriaguez que me causó.
He olvidado detalles que quizá me llevarían a la locura si llegara a recordarlos. Las historias del hombre y la muchacha, la extraña habilidad para moverme, serían suficientes para hacerlo inquietante. Pero eso no fue todo. Al final del largo vuelo de mis ojos encontré a una mujer que conozco y con quien nunca había tenido la ilusión de estar cerca. En el sueño estamos cerca; más cerca de lo que he estado con cualquier otra mujer. Ella tiene un vestido blanco de encaje, acepta ese abrazo que le impongo y sus ojos admiten que lo ha estado esperando. Ahora mi cuerpo ha vuelto de la nada. La mujer es pequeña, su rostro está a la altura de mi pecho, tiene gesto embriagado, se sabe perdida y no piensa escapar. El sueño termina cuando elevo el brazo y su rostro se hunde en mi axila.




Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de diciembre de 2011.





jueves, 15 de diciembre de 2011

El arte de la incredulidad

En memoria de Willy Caballero



                                                 
Hace como veinte años conocí en Cartagena a Willy Caballero, un hombre de locuacidad maravillosa que era capaz de echarse en los hombros la fiesta más aburrida y convertirla en un éxito, gracias a su capacidad para contar historias. Willy podía tomar las anécdotas más simples: como la del hombre que recorrió Europa con una bolsa del Éxito en la mano,  y transformarlas en gestas quijotescas, llenas de humor y de sentido de lo absurdo, donde el destino de la humanidad estaba en juego. Recuerdo que siempre que Willy se disponía a contar un chisme picante empezaba con una frase que me sigue pareciendo genial. Decía: “No me crean”. Lo curioso es que quienes lo escuchábamos no teníamos otra alternativa que creerle. Su encanto radicaba en que él mismo no se tomaba en serio. Eran tan vivas y divertidas sus historias que resultaba una pena que pudieran no ser ciertas.

Esta semana me acordé de Willy cuando leía un texto donde Borges decía que hay que enseñar en las escuelas el arte de leer los periódicos con incredulidad. Como profesor de literatura me he pasado un buen tiempo enseñando ese arte –aplicado a toda clase de mensajes–, pero esta semana, al juntar las ideas de Borges con el “no me crean” de Willy, he encontrado una revelación adicional.

Pienso que hay gente interesada en que la lectura no sea muy popular. Creo que hay una confabulación que aspira a entregar manadas dóciles a los sedientos de poder. Por eso apenas se enseñan los rudimentos de la lectura, los conocimientos básicos para decodificar letras, el vocabulario justo para que obedezcan; pero no se promueven el sentido crítico ni la incredulidad. A ningún tirano le interesa que la gente piense, que se haga preguntas, que sepa que miente.

Ser crédulos puede ser una cosa bastante peligrosa. “El idiota”, la novela de Dostoievsky, es una reflexión sobre todas las tragedias que pueden sobrevenir cuando alguien cree todo lo que le dicen. Yo mismo me he visto metido en problemas tremendos cuando he aceptado como ciertas las palabras de algunas personas. Ser crédulos no es sólo ejercer la ingenuidad; en ciertos momentos puede ser también una falta grave.

Tengo la idea de que para moverse por el mundo se necesitan herramientas prácticas y ligeras. Después de quemarme las pestañas leyendo teorías, he llegado a la conclusión de que un buen lector sólo debe tratar de responder tres preguntas básicas frente a lo que lee: “¿Qué dice?”, “¿Cómo lo dice?” Y “¿Qué significa?” Las preguntas son básicas, pero las respuestas pueden ser bastante complejas. De hecho, la tercera la estamos respondiendo todo el tiempo y no tiene una única respuesta: las cosas tienen un significado para quien las escribe, para el contexto en que aparecen o se leen, para quien las lee, para el que las utiliza. Toda expresión verbal es un acto y, como tal, debe también responder a la pregunta que el abad Faria invitaba al conde de Montecristo a hacerse frente a los actos de la gente: “¿Quién se beneficia?”. El arte de leer con incredulidad no debe perder de mira esta última pregunta.

Así que al encontrar la frase de Borges, y al recordar las historias de Willy Caballero, llegué a la conclusión de que una de las razones por las que estamos como estamos es justamente por la credulidad que los pastores de borregos llaman opinión pública. Los periódicos, como los cigarrillos, deberían tener una advertencia sobre sus peligros; en especial aquellos medios que protegen y representan grandes intereses. En algún lado deberían decir en letras grandes: “No me crean”.


Oneonta, Marzo de 2010
Texto originalmente publicado en el periódico Centrópolis






Tequatlasupe

Tequatlasupe


Cuenta la leyenda que, en la madrugada del 9 de diciembre de 1531, cerca de la colina de Tepeyac, en el valle de México, un indio converso vivió una experiencia sobrenatural. Primero escuchó un canto exquisito de pájaros que lo hizo perder el sentido de la realidad.  Por un momento pensó que estaba en el cielo. Luego escuchó una voz de dulzura arrobadora que lo llamaba por su nombre.

Cuauhtlatoatzin era un tejedor de tilmas, tenía 57 años y había sido testigo de la invasión de los españoles comandados por Hernán Cortés. En 1525, él y su esposa fueron catequizados y bautizados con los nombres de  Juan Diego y  María Lucía. Después de escuchar un sermón sobre las virtudes de la castidad, la pareja decidió abrazar ese estilo de vida. La esposa de Juan Diego enfermó y murió en 1529. Dos años más tarde, cuando Cuauhtlatoatzin  iba para misa, ocurrió el misterioso episodio.

Perturbado por los sonidos, Cuauhtlatoatzin vio a una mujer hermosísima, como de catorce años, que le habló en náhuatl. Le dijo que era la madre misericordiosa de la humanidad y que estaba allí para para aliviar a todos de sus sufrimientos, de sus necesidades e infortunios. La niña le pidió que fuera donde el obispo de México y le comunicara su deseo de que se le construyera un altar en ese sitio. Cuauhtlatoatzin le respondió que él era un pobre hombre al que el obispo no iba a creerle, pero ella se mantuvo firme en su pedido.  Los días siguientes fueron de infructuosas visitas de Cuauhtlatoatzin al obispo, quien le decía que se dejara de yagés y de mezcales. Al final, el indio decidió dar un rodeo para evitar encontrarse con la niña. Pero ella se le apareció de nuevo y le dijo que recogiera unas raras rosas invernales que había en la colina de Tepeyac y que se las llevara al obispo.  Cuauhtlatoatzin obedeció y, cuando se presentó donde el obispo, ocurrió lo que se conoce como el milagro de las rosas: las flores arrojaron un olor embriagador y en la tilma apareció estampada la imagen de la que con el tiempo se ha conocido como la virgen de Guadalupe.

El pasado 9 de diciembre yo estaba en Manhattan, cansado de los despliegues comerciales de la Navidad. Muy bonitas las vitrinas, muy bonitas las canciones, muy raros los rostros de las multitudes; pero podía decir como Sócrates: “Cuánto hay que no necesito”. Decidí entrar a la iglesia de San Patricio y acercarme a mi rincón favorito, el altar de la virgen de Guadalupe. Siempre me ha intrigado esa virgen, me parece que hay en ella unas fuerzas que no tienen otras vírgenes. Noté con curiosidad que ese día era justo la fecha en que la mujer se le había aparecido a Cuauhtlatoatzin y eso me despertó un interés especial en la imagen y en su historia. Así me enteré de las cosas que he contado.

La imagen de esta virgen cumple con los requisitos básicos de la simbología católica, como el cinturón que es símbolo de preñez, pero tiene también sus cosas raras: unas curiosas cadenas en las manos, una corona de rayos de luz que le rodean todo el cuerpo, un niño o un ángel al que parece estar pisoteando. En un folleto que regalan en la iglesia me enteré del misterio que rodea los materiales con que la imagen fue hecha. Supe también que Cuauhtlatoatzin pasó los últimos años de su vida como ermitaño, dedicado a cuidar el altar de la virgen. Murió en 1548, fue beatificado en 1990 y declarado santo en el 2002. Me marché de la iglesia pensando en la ironía de que la virgen de Guadalupe sea la única manifestación física que acredita la iglesia católica. “La virgen habla en náhuatl”, pensé antes de salir a la calle y olvidarme del asunto. Esa noche, en otro lado, cuando pensaba en el tema para esta columna, sentí que pisaba algo y me incliné a ver qué era. Era una medalla diminuta de la virgen morena.




Publicado en Vivir en El Poblado, el 15 de diciembre de 2011. 







jueves, 1 de diciembre de 2011

Calila y Dimna

Calila y Dimna

(La columna de Vivir en el Poblado)




Dicen que las historias de ese libro tienen cuatro mil años. Fueron y vinieron entre familias y pueblos; viajaron a lomo de mercaderes, en busca de personas que les sacaran provecho. Algunas se adaptaron donde llegaban: “Un muchacho recibía cada día una ración de mante­quilla, miel y pan. El muchacho se comía el pan y guar­daba lo demás en un cántaro colgado en la pared. Un día, el muchacho pensó que con la venta de ese pequeño tesoro podría comprar unas cabras. Calculó que, con los años, su riqueza aumentaría. Más tarde construyó una mansión en el paisaje de sus sueños y consiguió despo­sarse con una mujer hermosa. Pensó que tendría un hijo y que lo educaría con severidad y con cariño: ‘Y si veo que es torpe e ingrato’, dijo levantando un bastón, ‘le daré un golpe así…’ Y al hacerlo golpeó el cántaro y terminó bañado en miel y mantequilla”. En Damasco, la historia habla de un chico que recogía huevos. La versión que llegó a estos parajes habla de una muchacha que llevaba leche al mercado. Mil años antes de Cristo, ya los inquietos fenicios habían traído al Medio Oriente algunos de esos relatos. Esopo no tuvo que esforzarse demasiado para componer sus fábulas; en el siglo 6 antes de Cristo, ya esas historias eran muy viejas.
Por esa misma época, en un reino de la India, había un rey famoso por su crueldad. Sólo pensaba en su interés y en la satisfacción de sus antojos, a expensas de sus súb­ditos y de los reinos vecinos. También en aquel reino vivía un sabio llamado Baidabá. Un día Baidabá reunió a sus discípulos y les dijo que se presentaría ante el rey para tratar de hacerlo cambiar. Los discípulos pensaron que era un error, pero respetaron su decisión. Baidabá fue recibido por el rey, le señaló sus excesos y lo invitó a honrar la memoria de sus antepasados, a ganar el respeto de sus súbditos y a dejar un buen recuerdo tras la muerte. El rey entró en furia y ordenó que lo mataran, pero luego decidió perdonarle la vida y mandarlo a la cárcel. Pasa­ron varios años y, una noche, el rey se desveló mirando las estrellas y tratando de entender los misterios más complejos. Al día siguiente llamó a sus consejeros, pero no le supieron dar respuestas. Entonces, se acordó de Baidabá, quien fue llevado a su presencia y respondió todas sus preguntas. El rey se disculpó por su aspereza y le pidió que escribiera un libro que contuviera la sabiduría de los siglos. Cuando Baidabá y sus discípulos terminaron la tarea, el rey le dijo al sabio: “Pídeme lo que quieras”. Baidabá dio las gracias y dijo que no necesi­taba nada. El libro, por su parte, fue depositado con mucho celo en la biblioteca del reino.
Doce siglos más tarde, un rey persa supo de la existencia de aquel libro y envió a un hombre talentoso para que lo trascri­biera. La misión fue muy larga y arriesgada. El enviado se granjeó la amistad del biblio­tecario del reino y logró lo que buscaba. Años después, en el siglo 7, Abdala Ibn Almokaffa se basó en el texto persa para escribir la versión árabe. Aquella fue la base de las traducciones posteriores: al latín, al castellano (ordenada por Alfonso el Sabio) y a muchas otras lenguas. A comienzos del siglo 20, Antonio Chalita Sfair hizo una versión directa del árabe al castellano moderno y ese libro, cargado de criaturas parlanchinas, siguió su largo viaje. Hace como treinta años, el vendedor de fantasías lo puso en mis manos. Me explicó la importancia de aquellas historias y me dijo que cada ser humano debe conducir su vida como un soberano. Al lado de la vida, ese libro fue su mejor regalo.

*Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 1 de diciembre de 2011.







viernes, 18 de noviembre de 2011

Con los ojos abiertos.



Ahora que el tren de la tecnología empieza a dejarme, en medio de mi resistencia a idolatrar vendedores de cacharros, debo reconocer que una de las ventajas de estos tiempos es la posibilidad de acceder a tantas cosas que eran inalcanzables. Imagino el entusiasmo que sentiría Borges en este mundo donde hasta el incunable más recóndito se puede conseguir. Esta ciencia ficción en que vivimos habría hecho las delicias de Luis Alberto Álvarez, el hombre que nos enseñó a todos a ver cine. Álvarez pasó su vida entre rollos de películas, viajó por el mundo persiguiendo festivales, pero nunca gozó del privilegio de ver cualquier película con solo desearlo. Esta suerte, sin embargo, no parece servirnos. Como niños malcriados, nos cuesta apreciar la fortuna que tenemos. Llenamos las memorias abismales de los nuevos aparatos con cosas que jamás disfru­taremos. Con el pan en la boca nos morimos de hambre.

Empecé esta sección con la intención de combatir el culto a las novedades en materia de libros. Quise volver a textos olvidados. La idea era, y sigue siendo, que lo nuevo no es siempre lo mejor. Ahora siento que es preciso expandir el concepto de lectura. Un pasaje de Alberto Manguel me justi­fica: “El astrónomo leyendo un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto japonés leyendo la tierra en la que se construirá una casa, para protegerla de fuerzas malignas; el zoólogo leyendo los rastros de los animales; el jugador de cartas leyendo los gestos de su rival, antes de jugar la carta ganadora; el público leyendo los movimientos de la bailarina; la tejedora leyendo el intrincado diseño de un tapiz; el organista leyendo en la página las notas en la página; el padre leyendo en el rostro del bebé señales de alegría o miedo o maravilla; el adivino chino leyendo las marcas antiguas en la caparazón de una tortuga; los amantes leyendo a ciegas en la noche sus cuerpos bajo las sábanas; el psiquiatra ayudando a sus pacientes a leer sus propios desconciertos; el pescador hawaiano hundiendo una mano en el agua para leer las corrientes del océano; el granjero leyendo el clima en el cielo —todo esto comparte con los lectores de libros el arte de descifrar y traducir signos”.

En tiempos tan distraídos como estos, quizá sea necesario releer muchas cosas. Por eso he decidido alejar­me en ocasiones de los libros. Hoy, por ejemplo, quiero hablar de una película que ha pasado casi desapercibida. He sido un seguidor de Alejandro Amenábar desde que “Abre los ojos” alteró mi percepción de la realidad. Lo he visto internarse en terrenos peligrosos, y salir de ellos triunfal, como en “Mar adentro” y “Los otros”. La tecnología puso a mi alcance la película más ambiciosa de Amenábar. “Ágora” (2009) es la historia de Hipatia, una sor Juana egipcia del siglo 4, que vivió y murió buscando respuestas a las preguntas esenciales. Alrededor suyo la gente corría enloquecida, enceguecida por las pasiones y fanatismos de aquel tiempo, que no son muy distintos de los de ahora; mientras Hipatia miraba el universo con ojos muy abiertos. Al final pagó cara la osadía de mantenerse despierta. Dicen los que saben de cine que la actuación está en los ojos de los actores. Puedo decir que los ojos de Hipatia, elevados al cielo en el momento de su muerte, son una de las imágenes más bellas que el cine haya podido proyectar.





Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de noviembre de 2011.







martes, 15 de noviembre de 2011

Telón de fondo

                                                        Héctor Rojas Herazo, Bogotá 1994.



Telón de fondo
Por Wenceslao Triana

 Los designios de Dios son inescrutables. Nos asomamos a ellos con sentidos propensos al engaño, habituados tan sólo a percibir lo que nos han dicho o permitido que percibamos.

Rara vez vemos el mundo directamente, rara vez extendemos nuestro entendimiento para tocar la vibración inexplicable de la vida. Nos sentimos a gusto adormecidos y rodeados de prejuicios. Estar despiertos al mundo puede ser doloroso y molesto, por eso preferimos evitarlo.

Héctor Rojas Herazo siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y de fiereza, y en sus libros y pinturas nos dejó el estremecedor testimonio de su vigilia.

Poe nos enseñó que lo más evidente es lo menos visible. La sabiduría popular suele decir que es muy frecuente que los árboles no nos dejen ver el bosque. A mí me parece natural y explicable que un artista tan grande pasara casi desapercibido para un país tan mezquino.

Un periodista se quejaba porque al entierro de Rojas sólo fueron treinta y seis personas. Se me ocurre que fueron demasiadas. Decía también que era triste que el gobierno no hubiera estado representado. A mí me parece un alivio. No quiero imaginar lo que habría sido –y quizá sea- ver a los oportunistas y los cínicos utilizando su memoria.

Rojas merecía que lo dejaran tranquilo. Merece que lo póstumo no sea desvergonzadamente opuesto a la indiferencia con que se le trató cuando vivía. La vida de sus obras será larga y ojalá siga alejada de la vulgaridad y los equívocos de la fama.

Siempre he creído que en el título bajó el cual publicó por varias décadas sus columnas de prensa, “Telón de fondo”, se encontraba resumida la esencia de su poética. La suya era una vocación de inmensidad, de profundidad, también de totalidad. En el teatro de nuestra vida artística, Rojas era un telón de fondo, inmenso, omnipresente, un paisaje necesario y repleto de colores ardientes, al que su propia grandeza volvía a veces invisible.

Nunca supimos valorarlo porque los actores en el escenario nos robaban la atención. De vez en cuando alguien decía: “Pero miren, observen, que maravilla de telón”. Pero los actores intensificaban sus peripecias, apremiaban la voz al decir sus parlamentos y volvíamos a olvidarlo, a dejarlo con toda su belleza, con su hondura profunda en el fondo de todo.

Siempre tuve la sensación –y creo que él lo sabía y solía resignarse a que así fuera– de que su obra no podía ser valorada en su momento, que tampoco sería nunca del gusto de multitudes. Era demasiado verdadero para ser popular. Por eso padeció con estoicismo que sus escritos y pinturas, uno de los más admirables conjuntos que se han creado en Cruelombia (pregúntenselo al siglo XXIII), soportarán humillaciones, ostracismos, sabotajes.

“Somos energía padeciente”, le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”, y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la vida. Así frecuentaba día a día los vértigos del misterio.

Nos deja la lección inolvidable de que el arte no es –no tiene por qué ser– un afán desmedido de riqueza o de gloria, una patética manifestación del arribismo; que puede y debe ser –en cambio– una forma de lo sagrado.

Spinoza decía que las cosas se esfuerzan por ser lo que son, que la piedra se obstina en ser piedra y el insecto procura ser insecto. Héctor Rojas Herazo llevó muy lejos su esfuerzo por ser humano. Era una mezcla de santo y de guerrero. Era una obra maestra de la vida.


El Universal, miércoles 17 de abril de 2002.







jueves, 10 de noviembre de 2011

Álvaro Mutis: “Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”






Álvaro Mutis

“Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”

Juvenil y vigoroso, se mueve por el cuarto del hotel. Dice que es mejor hablar allí para evitar la interrupción de los intelectuales. Sonríe. Se cambia una camiseta amarilla por una camisa de marinero que compró en Saint  Maló —tiene un velero bordado cerca del corazón—  y, dentro de ella, Mutis se siente como en su casa. Dice a su hijo Santiago que no le deje olvidar La Nieve del Almirante que le va a regalar a María Luisa Bemberg. Se pone cómodo y habla: “Bueno muchachos”, con una voz rotunda, áspera y serena, como el primer trueno de una tempestad.



Dolor y alegría

El momento más doloroso ha sido para mí, hasta ahora, la muerte de mi hermano, Leopoldo, que fue durante toda la vida como un cómplice secreto de mi vida y de lo que yo escribía.

El hecho más espléndido, para mí, son los años de mi niñez que viví en Bélgica y, paralelamente, durante las vacaciones, los años que viví en una finca de mi madre y de mi abuelo que se llamaba Coello, en el Tolima. Una finca de café y caña. Los días que pasé en Coello sencillamente fueron para mí los días del paraíso.

A mí no me tienen que mostrar dónde queda y cómo es el paraíso, porque yo ya lo conozco. La finca está en la carretera entre Ibagué y Armenia, a doce kilómetros de Ibagué. Por eso fuimos con Santiago, cuando murió mi hermano, a echar sus cenizas en el río Coello y espero que se haga lo mismo con las mías, para regresar, aunque sea en forma simbólica, al sitio donde he sido más feliz.

Por eso muchas veces me dicen que soy tolimense y yo nunca lo rectifico, porque en el fondo tengo tal amor por esa tierra que pienso que eso, que es un error de tipo biográfico, es una verdad profunda.

Maqroll

Cuando comencé a publicar los primeros poemas que yo creí que eran publicables (que por cierto eran poemas en prosa, como uno que se llama La corriente), yo sentí que escribía una poesía de un escepticismo, de una desesperanza, tan grande que no iba con mi edad, con la edad de un muchacho de dieciocho o diecinueve años que liquida de repente toda esperanza y todo sentido frente a lo que hacen los hombres durante su paso por la tierra.

Entonces pensé que la voz de otro que sí tuviera experiencia y, atrás, un dolor ya sufrido y un cono­cimiento del mundo ya probado, le daría ver­dad a esa poesía. Y así nació Maqroll.

Ahora, lo que pasa —y siempre lo aclaro— , es que la vida ya alcanzó a Maqroll y ya he pasado yo por pruebas, viajes, andanzas que me permiten ha­blar así. Pero yo sigo teniendo un gran cariño al gavie­ro y, además, él es ya hoy un personaje con su propia vida, con su propio pasado, con sus propios inte­re­ses, con sus propias relaciones con sus ami­gos: hechos que voy narrando y que le van dando cada vez más peso y más verdad. Ya Maqroll es un ser vivo que me hace la vida a veces imposible.

Yo muchas páginas las estoy escribiendo con la presión del personaje muy evidente y muy sentida sobre mí. Algunas veces, por ejemplo, se me ocurre de­cir: “Bueno, ahora voy a escribir un viaje de Maqroll a tal parte” y me doy cuenta de que él va para otro lugar, con otro fin y a buscar otras cosas ya por su cuenta. Entonces tengo que parar mucho la oreja , antes de escribir, porque él está ahí.



Un solo libro

Cuando yo escribí La nieve del almirante lo hice simple y sencillamente para darme una idea de si —a partir de un poema en prosa del mismo nombre—, lo que yo vi como el fragmento de una novela, en verdad podía ser una novela. Cuando terminé, dije: ‘Bueno, sí es una novela; lo voy a publicar y con esto termina el experimento’.

Eso creía yo. Pero inmediatamente empezó la presión de los personajes y empezaron a reclamar espacio y a pedir cancha, para decirlo en una forma un poco familiar. Creo que todas las novelas son en realidad un solo libro. Y sí, en verdad, yo he pen­sado que se pueden publicar las novelas como un solo volumen.



Lo inexplicable

Me doy cuenta cada vez más de que lo inexpli­cable, lo inefable, el lado oscuro en el destino de los hombres, me interesa profundamente y creo que existe, creo que hay una parte nuestra y en nuestro destino que es indescifrable.

Cuando me preguntan si creo en Dios, siempre contesto una cosa que parece una paradoja y que es lo que me sale contestar: lo que me sucede es que no entiendo cómo se puede no creer en Dios. Para mí el gran misterio que hay es ser ateo: el tipo que de veras puede vivir un minuto en la vida pensando que es el dueño y el autor de todo lo que le rodea, y que atrás y encima de él y antes de él no hay nada. Eso es una conclusión tan absurda que si yo llegara un día a esa conclusión me pegaría un tiro.

Entonces sí hay un interés muy grande en precisar y denunciar la presencia de ese otro lado nuestro que no tiene nombre. Podría decirse que, en buena parte, mis personajes vienen de ese otro lado, sobre todo los personajes femeninos. Mis personajes femeninos vienen de una zona que yo mismo no conozco. En Flor Estévez, por ejemplo, evidentemente hay un trasfondo de misterio.



El regreso de los muertos

La muerte de mis personajes es algo que me han cobrado mucho con un personaje que yo quiero mucho, y al que las lectoras le tienen gran cariño, que es Ilona. La verdad es que a mí se me murió Ilona de repente, yo no tenía proyecto de matarla.

Abdul, por ejemplo, a pesar de que murió, vuelve a salir y se prolonga. Como mis libros no tienen una secuencia cronológica, yo puedo volver a Abdul y, en efecto, en Adbul Bashur soñador de navíos está Ilona de nuevo.



Yo aquí escribiendo

A mí nunca me ha dado por escribir novela. Para mí, cada novela es la continuación de un poema y el ambiente que yo siento, la tensión interior que yo siento cuando estoy escribiendo una novela es la que siento cuando estoy escribiendo un poema.

Tal vez por eso, lo reconozco con franqueza, las novelas tengan ciertos puntos flacos —como nove­las, como estructura novelística—, pero eso a mí ni me interesa, no me importa. Lo que me interesa es que esa condición de poesía y esa esencia poética siga corriendo por esas páginas como corre por mis libros de poesía.

En Europa, eso los tiene muy intrigados. Como los franceses, gracias a Descartes, y al carácter racionalista, no resisten una situación así, es muy curioso conversar con ellos porque lo que me dicen es que eso no es posible: o se es poeta o se es novelista. Y entonces yo siempre contesto: ‘Ni soy poeta ni soy novelista’.

Yo no me siento en la máquina y digo yo poeta voy a escribir. Es más, yo he evitado siempre, me parece profundamente abusivo y además de muy mal gusto, decir el “yo poeta” que aparecía tanto en la poesía romántica, la de los simbolistas y los modernistas.

¿Yo poeta? Uno no puede darse un título que le corresponde a alguien como el Dante o Baudelaire o a alguien como Keats o como Ezra Pound. Me parece una confianza un poquito abusiva.

Yo no me atrevo y no puedo decir “yo novelista”, mucho menos. Para mí novelista es Tolstoy o Dickens.

Diría: “Yo aquí escribiendo, yo aquí luchando a brazo partido con las palabras”.

Cada vez me cuesta más trabajo escribir, mucha dificultad. Pero ahí voy, cumpliendo con un destino. Escribo todos los días.



El destino

Es una vocación evidente que no la ves al comienzo. Al comienzo la ves como el gusto por las letras y, desde luego, en mi caso, la condición de lector devorante, insaciable, te ha llevado a escribir y de repente te das cuenta de que has tomado una responsabilidad, y de que ésa es tu vida.

La responsabilidad es contigo. Con ese otro que esta allá adentro queriendo decir una serie de cosas, sintiendo que el decirlas es su destino, y yo, que he vivido en realidad dos vidas completamente distintas, lo sé muy bien, he puesto a prueba esa vocación.

Yo jamás he vivido de mis libros, jamás he vivido de la pluma, jamás he colaborado en un periódico en forma continua, para vivir. No es que me parezca mal, y no lo digo por ustedes que están sentados ahí, pero una de las cosas que admiro más en García Márquez, fuera de las muchas que admiro en la persona y en el escritor, es que jamás ha hecho ni ha vivido de otra cosa que de su escritura.

Esa es una condición muy bella, casi parecida a la del santo. Yo no, yo fui más cobarde y, para poder vivir más cómodamente y tratar de que mi familia viviera con cierta facilidad, acepté desde muy joven puestos que nunca tuvieron que ver nada con la literatura.



Un camino de salvación

La literatura sería un camino de salvación. Yo insisto mucho en lo que llamo “el poder de salvación de la poesía”. Hay una bella página de Jorge Zalamea sobre eso.

Otra cosa sobre la que insisto muchísimo es que la poesía o es visionaria o no es poesía, es otra cosa, es prosa, es un mensaje político, es un panfleto, no me importa cómo se pueda llamar. Pero la poesía tiene en su esencia la condición de visionaria, eso quiere decir que es una visión que trasciende el marco de la realidad que nos están dando nuestros sentidos, es el otro lado también de las cosas, del mundo y de los hechos, ese lado que se ha quedado sin descifrar. La poesía intenta descifrarlo. En los grandes poetas, como el Dante, como Antonio Machado, lo descifra.

Al vuelo

La poesía la he escrito en todos los instantes que me dejaba libre el trabajo. Libros enteros como Los emisarios, como Caravansarí, como el Homenaje y siete nocturnos, los he escrito en aeropuertos.

El avión es el método más lento de viajar que ha logrado inventar el hombre. La cantidad de tiempo que se pierde en demoras y, después, a cantidad de tiempo que se pierde volando en esa especie de nada que es el tiempo dentro de un avión, a mí me ha servido para escribir.



La desesperanza

Yo creo que hay que tener gran atención a lo que dicen y narran los vencidos, entre otras cosas por­que no hay vencedores. No existen los vencedores, todos terminamos vencidos.

El diálogo de Belem do Pará: “Procura que tu propia muerte la hayas esculpido y la hayas modelado tú mismo y no los demás. En eso no dejes que los demás se metan”. No es fácil, puede venir el azar y destruirte, destruir ese sueño y esa posibilidad. Si es así, mala suerte; hay cosas en las que tú no puedes intervenir. Pero procura, es lo que digo yo, procura que lo sea. Si no fue posible, pues en fin.



La política

A mí me interesa la política cuando ya han pasado trescientos años por lo menos. Ahora empieza a interesarme la batalla de Lepanto, por ejemplo.

Y jamás he firmado un manifiesto. Jamás. Jamás he votado. Jamás he emitido una opinión política, porque sencillamente ni entiendo, ni me he ocupado de eso, ni hablo de lo que no sé... Ahora, del golpe de estado de Napoleón sí podemos hablar varias horas, si quieren.



La isla desierta

Yo leo muy poca literatura latinoamericana ya, muy poca.

Yo llevaría, desde luego, a la isla desierta, las memorias de Saint Simón porque, claro, son veinti­tantos tomos y son divertidísimas, y mientras tanto espero que ya me hayan rescatado.

La obra de Valery Larbaud, su obra en prosa y poesía. Todo Dickens, que me deslumbra y me encan­ta. Y, desde luego, el que yo llamo EL LIBRO, con mayúsculas, que es el Quijote, para caer en el lugar común absoluto. Pero, cómo decía en las palabras que tuve que decir en la Alcaldía, yo reco­miendo un regreso a los lugares comunes y no des­car­­tarlos tan rápidamente, porque por algo han sobre­vi­vido a muchas cosas que resultaron bastan­te más tontas que los lugares comunes.

El libro Don Quijote, para mí, en mi experiencia personal de lector, no se agota jamás, tienen una novedad permanente.

El otro día, arreglando los libros, en una edición grande, presuntuosa que no sé quién me regaló o dónde me robé (ilustrada con unos dibujos horri­bles de Dalí), abrí totalmente al azar el capítulo de la muerte de Don Quijote y se me llenaron los ojos de lágrimas y volví a sentir eso: ‘Se murió este loco, ahora qué hago yo, solo en el mundo. Se me murió este hombre, carajo’.

Ese sí que era un lúcido. No hay tal locura en Don Quijote, sino el poder maravilloso de trans­for­mar el mundo y de hacer del mundo un lugar de poesía.



Los niños

Ponle cuidado a los niños porque son absolu­tamente impresionantes. Yo tengo ahora un nieto que cada día me deja más asombrado. La certeza con que el niño va hacia el mundo, va dominando y va escogiendo su parcela de realidad es asombro­samente maravillosa. Luego la pierde con la razón, cuando empieza a pensar. Así se pierde todo.

La forma como los mayores nos comportamos con los niños es absolutamente grotesca. Los niños a veces se nos quedan mirando, como diciendo: ‘¿a usted qué le pasó?, ¿se volvió loco?’ Porque el niño ya vio cómo es la vaina.

El niño no parte de la realidad, parte precisa­mente de donde debe partir el poeta que es de la condición visionaria. Ellos van kilómetros adelante.

Yo tengo con Nicolás, mi nieto, unos cuidados y un respeto que desgraciadamente no tuve con estos hijos queridísimos. Yo tengo aquí tres hijos: María Cristina, que es fisioterapeuta; Santiago, que ése sí es poeta, y Jorge Manuel, que estudió cine en Londres. Tengo otra hija en Chile, de otro matri­monio, y sólo ahora me doy cuenta de la infinita torpeza con que uno se acerca a ese misterio extra­or­dinario.

De niño yo era muy travieso, insoportable, inaguantable. Todavía mis primas a veces me dicen: ‘Usted era invivible’. Interrumpía a los ma­yores, echaba mis cuentos. Era muy inquieto.



El miedo

Yo a lo que le tengo miedo es a lo que pudié­ramos llamar el deterioro de la mente: cuando la mente no te sirve para lo que te ha servido siempre. A eso le tengo temor, a la muerte no. No es que me guste, pero ahí está.



El amor

No hay otra cosa que el amor. Acuérdate siem­pre de un verso de Walt Whitman (lo digo siem­pre en la traducción de León Felipe, que encuen­tro muy bella aunque no se ajusta exac­tamente a las palabras): “El que camina una sola legua sin amor, camina directamente hacia su pro­pio funeral”.

Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte.

Cartagena, marzo de 1992
La entrevista a Álvaro Mutis se realizó en colaboración con el periodista Gustavo Tatis Guerra. El texto apareció publicado originalmente en el suplemento Dominical, de El Universal, de Cartagena. 










viernes, 21 de octubre de 2011

García Márquez, a Magic World, and Other Things to Make this Book Sell Like Hot cakes

Note: This profile of the Colombian photographer Nereo Lopez Mesa was intended to be part of a book with a selection of his pictures. The book was never published and this text remained unpublished for three years.
Nota: Este perfil del fotógrafo colombiano Nereo López Meza fue escrito para un libro que se proponía reunir una selección de sus fotografías. El libro nunca fue publicado y el texto permaneció inédito por tres años.

By Gustavo Arango
“Here,” says Nereo, pointing with the finger that has done all the work, “I want to publish my pictures here.”
The finger presses onto the fancy letter “T”, like trapping a rare butterfly. He resembles a relaxed Don Quixote, free from the metallic paraphernalia, but yet moved by visions of greatness. At his side, a tired Sancho Panza commits to writing sentences and details. They are seated in a reading room of the Queens Public Library, at Corona, surrounded by little kids who feel torn between reading or playing. Every now and then a clerk exercises her small portion of power by asking everyone to keep quiet. Even the two old guys stop talking.
The one that trapped the butterfly is eighty eight years old, but he seems more alive than most of the kids around –at least more than the ten year old boy who suffers with his math homework, helped by a patient teenager.  The other old guy is half Nereo’s age, but he seems twice as tired. It has been three days of walking around and writing down everything his master says.
They have a plan. They are waiting for the lady that will help them conquer the City with a book. The book will have pictures taken by Nereo over the last six decades and an introductory note written by the scribe. Both of them think they are good at their craft and both feel unappreciated (although the older one has much more right to think that), and while they wait for the lady to arrive, they are seated near the newspaper sections, browsing pages, wondering if there is anything else to say or to ask.
“I don’t see why my pictures can’t be published in the New York Times.”
Neither can the guy taking notes. They have moved back and forth through eight decades of life, while walking throughout the four boroughs of the city, and he can mention at least ten good reasons to publish Nereo’s pictures in the newspaper he is pointing at. One of the least important reasons is precisely the one they have chosen to promote a book they expect to sell like hot cakes: a series of pictures of Gabriel García Márquez taken by Nereo at different moments of the writer’s life. Keeping the quixotic tone, it’s like if Cervantes wanted to find his way as a writer with a short play, having Don Quixote in his backpack. Curiously enough, the short play seems the only key that can open the doors of success.


Years ago, after looking at Nereo’s pictures of the Magdalena River, the river where El amor en los tiempos del cólera (Love in the Time of Cholera) has its glorious ending, a publisher from Spain replied:
“They are great, but won’t sell. If you manage to get at least a sentence from García Márquez supporting the images, we will publish the book immediately.”

It was in the Magdalena River where Nereo took his first pictures, in 1947. Since then, he has taken hundreds of thousands of images of the very same landscapes that inspired García Márquez’s works: the jungle, the small and dusty towns, men falling in love with violins, youngsters flying around, people feeding stones, and many other incredible things just happening inadvertently under the tropical sun.
Nereo managed to get the sentence he needed, but not in writing. Last year, they met at a private party in Cartagena de Indias, the city where Nereo was born and the setting of three of García Márquez’s novels. The writer had returned to his favorite place in the world, “the most beautiful city in the world”, and stayed for almost three months, to celebrate a series of anniversaries: sixty years of the publication of his first short story, forty years of the publication of Cien años de soledad (One Hundred years of Solitude), twenty five years of receiving the Nobel Prize, and his eightieth birthday. Although he was tired of greetings and pictures, García Márquez was affectionate with Nereo:
“What are you up to, Nereo?” he asked.
Nereo considered for a second to mention his many projects, but realized that the encounter wouldn’t last long. They had met for the first time more than fifty years ago, when both of them worked for the newspaper El Espectador. At the time, García Márquez wrote a short note praising Nereo’s work, but the note didn’t have his signature.  When they met in Cartagena, they talked about Nereo’s pictures of the Magdalena River, and the suggestion of the publisher from Spain.
“I need your support with that,” said Nereo. “I can give you as compensation a series of pictures I have taken of you over the years.”
That was like offering some golden coins to King Midas, but it was also a display of Nereo’s dignity. Nereo has said many times that what García Márquez did in writing, he had done with pictures. Alongside García Márquez,  Nereo feels like an equal.
“That won’t be necessary,” said García Márquez. “You have my permission to use the descriptions I have in Love in the Time of Cholera.”
“Can I do that?” asked Nereo, looking around for a piece of paper.
“Sure you can” said García Márquez before being taken hostage by a crowd of fans asking for pictures and autographs.  Nereo raised a napkin towards the smiling group, but understood that the meeting with his majesty had already ended.
Days later, Nereo called Jaime Abello, the director of García Márquez School of Journalism in Cartagena (Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano), to explore the possibility of having the authorization in writing. Abello said that it wasn’t necessary, that he and Mercedes –García Márquez’s wife– were witnesses of what they had talked.
Nereo closes the García Márquez chapter almost without having opened it:
“It’s kind of dumb for me to say: ‘Call Mercedes, call Abello; they are witnesses.’”
But the guy taking notes doesn’t want to close the chapter. They need to say something about the pictures of García Márquez. For three days he has tried in vain to have Nereo say something interesting about the pictures that will make the difference.
“Those pictures taken in 1966 are great. Where were they taken?”
“I don’t remember.”
“You see? The gestures, the mixture of accomplishment and exhaustion, he had just finished One Hundred Years of Solitude. The book hadn’t been published yet. He probably didn’t know what he had just done. This is the face of a genius right after having written a masterpiece.”
“Yep.”
There is no use in insisting, although that series is probably the best existing set of pictures of García Márquez before the glory came. One could not tire of telling the story of that difficult period of García Márquez’s life. At the time he had done everything to be a successful writer. He had tried journalism, to get discipline and craftsmanship. He had tried cinema, to learn to tell stories to remain in the memory of his readers. He even had published a book of short stories and a couple of novels; but his literary career could only be summarized as a dignified failure. If it weren’t for the commercial slogans he was writing in Mexico, his family would have starved. Precisely at the moment when he was considering quitting, and saying goodbye to the literary dream, something magical happened. He was taking his family on a modest vacation, the road was monotonous and the weather incited daydreams. Nobody had said anything in a while, and García Márquez traveled back in time to his childhood in Aracataca and remembered the enchanting manner in which his grandmother would tell stories. Suddenly, he knew that if he was ever going to be a successful writer that would only happen if he employed her method of charm to captivate his readers. The rest of the story is relatively known. When they returned home, García Márquez gave Mercedes all the savings he had, and asked not to be disturbed with practical matters for the upcoming twelve months. Then he entered “the cave”, the only room available in their house to write masterpieces, and poured both his mind and his soul into his novel. The process of writing took him sixteen months, and when he came out of the cave his family was at the end of their rope. When Nereo took those pictures, in 1966, García Márquez was an empty and happy fellow still recovering from a creative fever. A year later he would be rich and famous. Nothing would be the same as it was in those days.

“And these other pictures?”
“That was a party that my friend Manuel Zapata Olivella threw for García Márquez, in Bogotá.”
Leaving a lot of things aside, Manuel Zapata Olivella was the writer of the only existing epic of the African people in America, Changó el gran putas (Changó, the Holy Motherfucker), a masterpiece that will remain in oblivion until a dedicated scholar unburies it and exclaims: “Look what we have here!”
Manuel Zapata Olivella was also a mentor for García Márquez. In 1948, Zapata Olivella helped him get his first job as a journalist in El Universal, in Cartagena, when García Márquez was just twenty one years old.  Almost twenty years later, with this party, he was helping him to build a public persona; because it is not enough to write a masterpiece, you also have to do some marketing and public relations.
The pictures at Manuel Zapata Olivella’s house are more social ones, and Nereo has always hated to take pictures of social events. On one occasion, in the 1950’s, when he was the most prominent photographer of the Colombian magazine Cromos (his salary was second best, after the director’s), an editor asked him to take the pictures of a wedding. Nereo took pictures of the most ridiculous aspects of the ceremony: the pompous ladies hat overflowing with flowers, the fat ladies stuffed into strapless dresses, the supernatural make up. His editors never asked him to take pictures of any social events again. But when Manuel Zapata Olivella asked him to take those pictures, he couldn’t refuse. Manuel was one of his closer friends. His death, in 2004, was one of the most painful moments in Nereo’s recent years.
The only thing Nereo finds remarkable in the pictures at Manuel Zapata’s party is the presence of Mario Vargas Llosa. The friendship between García Márquez and Vargas Llosa was a close and short lasting one. Vargas Llosa was the author of the first complete study on García Márquez’s narrative, Historia de un deicidio (Story of a Deicide). A few months after the pictures were taken, that blossoming friendship abruptly and angrily ended with Vargas Llosa’s fist striking, and blackening, García Márquez’s eye.  
“I have been an orphan for almost all my entire life,” said Nereo the first day, after recovering from the awe inspired by crossing the Verrazano Bridge. “My father died when I was five, and my mother when I was eleven. One of the lessons I learned since I was a kid was that anybody can turn against you at any time. I remember an occasion when I had just shaved my head, and a group of kids began to wet their hands with saliva and smack my head. A guy came to defend me, and he tried for a while, but when he saw that it was impossible to stop them he himself wet his hand with saliva and joined the party.”
“Who are the other guys in these pictures?”
“I don’t remember.”  
There is another group of photographs. This is a public place. García Márquez has abundant, undulated hair. You can see that his star is rising. He is only a few years removed from the first pictures, but he is already another person: more conscious of being observed, in some sense less expressive. García Márquez is in the company of León de Greiff, a great poet who will never make it to the pages of the New York Times, among other reasons, because his poetry is impossible to translate; actually, it is even almost impossible to understand in its own language.  The only thing Nereo remembers is the place where the pictures were taken.
“Those were taken in Campo Villamil, in 1970 or 1971.”
The reason why Nereo finds the place worth mentioning is because the negatives are now at the Biblioteca Nacional, in Bogotá, and the place and characters are misidentified in the library catalogs. Actually, most of Nereo’s pictures at the library are misclassified.
“They mixed names, places, dates. I am the only person who could disentangle that.”
“What else do you remember of those pictures?”
“Nothing else.”
There is no use. Nereo doesn’t recall the moments when he took the pictures. He doesn’t give any special meaning to those images. The García Márquez chapter is a very small one in his life as a photographer. Only the trip to Stockholm seems to have significance for him. When García Márquez received the Nobel Prize of Literature, in 1982, he was accompanied by a colorful and noisy entourage. There were musical groups, dancers, and heavy drinking friends. Those days were probably the most festive in the history of Sweden.

“The organizers told me: ‘We can only give you the airplane ticket. Do you want to go?’ Of course I went. I assigned the social events to another photographer, and I took the pictures of the cultural presentations. The guy in charge of the entourage fell in love with a Swedish guy, and forgot to get me a pass to enter the royal banquet. I had to disguise myself as a musician to enter. I had to take the pictures while dancing.”
That is really something; finally there is an interesting anecdote related to García Márquez pictures. But still, the millions of readers will have to relay on their own sensibility in order to appreciate those images. If they wanted some advice, it would be worth suggesting that they take their time with each picture, as they really portray the soul of one of the greatest writers of our time. In some sense they tell the story of the voyage from creation, in the middle of poverty, to glory and success; but the guy who took them has taken so many good pictures that he fails to value his own work.
“Only now am I becoming aware of what my life has been.”
“Do you have a philosophy of life?”
“What I have learned in all these years is to live and let live. I compare myself to a trunk in the stream of a river. The only thing to do is to be careful not to collide with other trunks or get stranded in the banks. That’s it. That’s all. That’s all you need to know.”
The image of the trunk and the river comes from one of Nereo’s most beloved projects. For decades, he has registered the devastation of the rain forests in South America with his photos.  Some of the images are very depressing and show how fifty years ago it was possible to predict the green alarm which rings in the world today. He has considered contacting Al Gore to publish his book on the destruction of the rain forest. That’s one of his projects for the future, because, believe it or not, at his eighty eight years of age, Nereo thinks more of the future than of the past.
“Sometimes I can’t even sleep because of the many ideas I have.”
But not all his works about nature are alarming. Another one of his series tells the story of a tree and its journey from its indigenous mountain to its service as a canoe for a family of fishermen in Colombia. That series is an ode to the human capacity to build beautiful things: canoes, bridges, dances.
“If I weren’t a photographer I would have liked to be a ballet dancer; but not a gay one.” 
Almost half of the things Nereo says are unsuitable for print. They are politically incorrect, but at the same time are filled with an understanding of human nature that many people lack. Political correctness, we all know, can be just another form of hypocrisy. One could conclude that frankness and ripe old age are in some sense related.
Nereo has the libido of a teenager, many of his jokes and comments are sexually charged.  One of his most recent projects is a series of pictures in the stairs of the subway, trying to get a peek of the ladies’ panties. One can’t but wonder from where that energy comes.
The scribe has restrained himself from asking Nereo the secret to reach his age with the enthusiasm he has; because, if there is something really important in this book that will sell like hot cakes, that thing isn’t García Márquez’s face, or the amazing world that inspired his work, but the story of an artist who at his eighty eighth year demonstrates an eighteen year old’s passion for life. The day before, in Midtown Manhattan, when he asked Nereo why he chose to live in New York, the scribe received an astonishing answer:
“When I get old I might prefer a more peaceful place. But now, this is the city I want. This is a place where everything is happening.”
After many years interviewing very old people, the scribe has concluded that none of them is aware of the real secret. Once, a ninety something year old guy told him that the secret to live long was to have a bowl of soup every day. Another very old guy told him that it was to sleep at least eight hours at a regular time.  But he concluded that, if there was a secret, it was hiding in between the lines of what they said.
“Do you believe in God?”
“No,” says Nereo. “But I believe in a force and I have a profound respect for life. I have failed many times, but every time I failed I found a solution.”
“Have you ever considered committing suicide?”
“Yes,” says Nereo, not surprised with the question. “Ten years ago, I thought that that was it.”
Ten years ago, Nereo López faced one of the biggest adversities of his life. He had used all his resources and energy in the creation of a school of photography in Bogotá. He was one of the most prestigious photographers of the country and the success of the enterprise seemed guaranteed. He had worked for the most important magazines and newspapers of the country. He had won international prizes, like the one Kodak gave him during the New York World Fair, in 1964, for one amazing landscape of balconies taken in Cartagena. On that occasion Nereo had triumphed over more than fifteen thousand contestants. During the fifties, violent times in Colombia, Time magazine had reproduced some of Nereos pictures. But life gives no guarantees—not even for the talented– and the school of photography was a failure. Nereo found himself in bankruptcy.  He was seventy eight years old and he thought that he had exhausted his reasons to keep living.
As he stood at the edge of this abyss, his guardian angels (“I have my guardian angels, but I can’t just sit and wait for them to do the job”) started to look for solutions to the problem (“There are three expressions I hate: ‘No’, ‘It’s impossible’, and ‘Problem’).  A Colombian ex-president influenced the Biblioteca Nacional, the main library in the country, to buy almost a hundred thousand of Nereo’s negatives. Two years later, the government gave him La Cruz de Boyacá, the biggest distinction existing in the country for their citizens, an honor established by Simon Bolívar a century and a half earlier.
“I’m not a good reader. In my life I only have read five books. One of them is García Márquez’s book about Bolívar, El general en su laberinto (The General in His Labirynth).  Reading that book I understood why Colombia is the mess it is today. The other book I read is your novel about the crazy trees. Man, you deserve to be on the New York Times Best Sellers List.”
“Thank you. We will, Nereo. We will.”
The scribe doesn’t recall the exact words they said at that moment. Moreover, they were talking in Spanish and some things might be lost —or found— in translation. But he is sure that he is being faithful to the ideas they expressed during those three memorable days that he shared with Nereo in the City.
After the realistic failure of his school of photography, and the magical intervention of his guardian angels, Nereo decided to come to New York and stay for a while. He already had some familiarity with the city. Almost half a century early, he had come here to get a quick diploma in a school of photography. At that time, he also had a quick marriage, after a three week acquaintance, with a girl whose name he doesn’t remember. They lived together for six months, but then Nereo returned to Colombia. The only thing he remembers is that years later some divorce papers were sent to him and he signed without regret. After three marriages –the other two were a little bit more lasting– and many love affairs, Nereo seems happy being alone.
“The problems of the world are not because of Capitalism or Communism, but because of the human being. It is our condition to be always dissatisfied, and disagreement generates violence. In marriage, for example, while the couple is in love there is a very important thing that unites them: sex. But when sex fails, the drama begins. While there is sex everything is beautiful.”
Nereo has two main contacts to earth: his daughter, a forty something year old physician living in Colombia, who always try to remind him in a sweet manner that life is going to end; and the lady behind this project that is going to sell like you already know what, another guardian angel who takes care of Nereo in New York City. Nereo and the Mysterious Lady (because she doesn’t want her name mentioned here) have been cherishing this dream for a while; they only needed a scribe to conquer the City. The only hope of the scribe is that the project really works; otherwise, he won’t pay his many debts.
“I don’t have debts,” says Nereo. “The other day a lady called me to say that regrettably they would have to change my golden card to a silver one if I didn’t use the credit they had given me. I answered that they could change the card to silver, bronze, or tin, but I wouldn’t spend more than what I had.”
Nereo opens his eyes behind his big glasses with a malicious smile.
“I still have my golden card.”
This is one of his characteristic gestures. The other one could easily be called a distant contempt, if it weren’t that Nereo doesn’t seem to have contempt for anything.  In fact, this distant air could just be an effect of his still brief short-sightedness. Nereo only has the pride of an artist fully aware of the value of his art.
At the beginning of the last day, the scribe discovered that they hadn’t talked at all about the art of taking pictures. He thought that it would be good for the book to have a small philosophical reflection about photography: the battle of darkness and light, the encounter of the temporal and the eternal, the magic of the instant; you know, that kind of stuff. The answer, of course, was a straightforward one:
“I don’t know.”
Not knowing things seems to be also a healthy habit. The scribe had questioned many artists –especially writers– about the secrets of their art.  A friend once called what he did “industrial espionage”, but he preferred to see that as a learning of the craft. About ten years ago he had the chance to hang around for a few days with Gabriel García Márquez, trying to learn something from him. The secret he stole was biblical and powerful: “There is a time for everything, and only life determines who is an artist and who is not.”
The scribe remains in silence. He knows that some of the best things that show up in an interview rise after long silences, when nothing has been asked. He is also playing with Nereo’s guilt after such an uncouth answer.
“Ask a singer why he sings,” that was at a Colombian restaurant in Roosevelt Avenue, in Queens, where Nereo devoured slowly and implacably one of the biggest dishes of the local cuisine. “I can say that most of the best works I have done I did them without thinking.”

When you consider the supernatural precision required to take some pictures, like Nereo’s image of the three young guys jumping into the Magdalena River, you only have the option of agreeing with what he says. Only the finger knew the perfect moment. Had the order been sent from the brain, we wouldn’t have witnessed the plasticity of that human tree. Had the picture been taken one hundredth of a second before or after, we would have lost the chance to see the photographic evidence that humans can fly.
“When you are young you think that you have to take many pictures; or write down many notes, for that matter. But now you rarely see me with my camera. Well, here, in New York, there are many interesting things. But still, I don’t use my camera all the time.”
The scribe recalls that during those three days he hasn’t seen Nereo taking a single picture, even though he has carried his small digital camera with him at all times.
“Sometimes I just take pictures for myself, with my eyes. I walk by and think: ‘Look, Nereo. What a beautiful picture over there.’ I talk to myself all the time: ‘Hey, Nereo. What’s the matter? Why are you feeling bad these days?’ ‘Nothing special, Nereo, it is the stress of having changed from PC to Macintosh. Now I need to learn to use these new programs, and I want to do that as soon as possible. I don’t want to waste time.’”
That explains the fact that Nereo has a habit of talking about himself in the third person. He tells, for example, that when he came to live to New York he visited hundreds of art galleries, and visited libraries, to see what the world had been doing in the art of photography:
“There are very good photographers in the world, and Nereo is one of them. My only wish is to be alive to see that recognized.”
 But Nereo is not the only person with whom Nereo talks. He also talks with his mother, almost eight decades after her death.
“I invoke her every day. She taught me that rancor is evil.”
Today Nereo lives in a rented room in a family house, between Brooklyn and Queens, but almost no one knows exactly where. He is obsessed with learning all the secrets of the digital era. Recently he found, through the internet, an old flame, a French painter of whom he took “one of the most beautiful portraits I ever made”. But, although both live alone, they haven’t thought about getting together. They both concluded that living alone is the best way to live.
And alone is Nereo, alone is the scribe, alone are the kids in the city of the hermits.
At the end of the trip, they are in the Queens Public Library, in Corona, waiting for the Mysterious Lady. She has promised to meet them there, because she has some news about the book they are preparing.
They have talked about almost everything. Nereo told the story of his life as an orphan, how he used to live and sleep in buses —that could explain his passion for the subway—, he has talked about his many trades: mechanic, administrator of a theater, film actor; until he found photography, like a mystic finds God.
They have talked about politics:
“The Nordics found the formula. They use taxes to prevent capital from getting voracious, and use those taxes to give opportunities to the people.  The mistake of the Soviet Union was to think that everybody, the enthusiast and the lazy, deserved the same.”
About Latin America:
Latin America is becoming aware of its own value, and Capitalism feels threatened.”
About women:
“How could you live with that woman for such a long time?”
“I don’t know,” the apprentice, apparently, was beginning to learn.
About old age:
“Anyone is younger than me.”
And about pictures, of course:
—I did a picture like this one fifty years ago —Nereo’s finger is glossy and his fingerprints are almost erased by effect of the chemicals used for developing pictures.
But the scribe knows that there is still something lacking. Years of journalism have taught him to wait, to listen patiently, to be tolerant with digressions and repetitions, to be alert to the unexpected moment when miracles happen.
“I told you that only a few things really surprise me.” Nereo is reading the section of Arts and Culture in the New York Times. “When I saw Don Quixote, by the American Ballet Theater, I didn’t know if I was on drugs, or if I was in a cloud, or if I even existed. But when I finally got to the street, after walking and leaning against the walls, I raised my eyes and thanked God, the Divine Providence, the guardian angels, or whatever force that moves the universe, for having permitted me to live long enough to see that.”
After hearing those words, the scribe knew that his work was done. He understood that the key to all, be it good pictures or lives, is a compound of appreciation and gratitude. He closed his notebook, smelled his pen before putting it in his pocket, and sighed.
Later that night, while eating an ice cream in Astoria with Nereo and the Mysterious Lady, the scribe learned that he would have to write the text for the best seller in English. He thought that, after having spent his life trying to say things in Spanish, his task would be like writing with his arms tied, while pressing his nose against the keyboard; but he was also grateful about that.
  
New York, May 2008.