viernes, 22 de julio de 2016

El editor y su sombrero

La columna de Vivir en El Poblado




Al principio hay un hombre de gesto ansioso. Llueve en New York y todos –menos él– se mueven resguardados por paraguas y abrigos y sombreros. Es una tarde gris de hace noventa años y el país en que vive esa gente se encamina hacia una depresión arrasadora. El hombre está detenido. La lluvia parece no importarle. No tiene som­brero y su cabello es de un rubio sucio y ensortijado. Cubre con la mano la brasa del cigarrillo, aspira con intensidad y dirige la mirada al edificio de la editorial donde dejó el manuscrito de su primera novela.

El manuscrito se mueve lentamente por un laberinto de escritorios. Si logra llamar la atención de Max Perkins, tiene posibilidades. Perkins es legendario; descubrió y pulió a Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Es un hombre de ojos tristes y ademanes contenidos. No se quita el sombrero para nada. Perkins decide leer el manuscrito durante el viaje en tren hasta su casa. La prosa frondosa lo atrae y desconcierta. Aquella voz que se derrama a borbo­tones tiene posibilidades. Esa noche participa dis­traído en los rituales del hogar. En pijama, y todavía de sombrero, sigue aferrado a esas páginas.

Pocos días después el hombre que esperaba bajo la lluvia irrumpe en la editorial, burla la barrera de la recepción y se mete en la oficina de Perkins. Dice que sabe que no le van a publicar su novela y demanda que el mejor editor de su tiempo le diga que no sirve para nada. Perkins sosiega el ímpetu del escritor –ahora sabemos que se llama Thomas Wolfe–, le habla del interés de la editorial en su novela y le ofrece un anticipo. El autor lo mira incrédulo. Perkins dice que sólo hay una condición: habrá que editar mucho el texto. Wolfe acepta sin pensarlo demasiado, pues ignora todo lo que tendrá que eliminar. Así empezó una legendaria relación de autor-editor que dejó huella en la literatura estadounidense. En ella se resume una época remota en que los editores sabían de literatura y las editoriales procuraban difundirla.

Nunca he sido amigo de los biopics, porque pienso que nos dicen más del director que del biografiado. Vi una película sobre Edgar Allan Poe por la que su director merecía ser emparedado vivo. Pero dejé de lados mis reservas para ver Genius, porque la escritura y la edición siempre me han apasionado y es raro verlas en el cine.

Es casi seguro que el Thomas Wolfe encarnado por Jude Law sea muy distinto del Thomas Wolfe real. El actor le coquetea a la academia de los Óscares con un personaje visceral, gesticulante. Su amante –representada por Nicole Kidman– es una caricatura. Uno de los pocos momentos que salvan la película ocurre cuando Perkins –Colin Firth– le dice a la mujer que edite los excesos de su personaje. La mujer estaba celosa de Perkins, porque Wolfe pasaba más tiempo con él, y había llegado a su oficina con un arma, indecisa entre matarlo o suicidarse.

Casi nada es plausible en esta película. Salvo por la callada intensidad de Perkins y una que otra reflexión sobre el arte de editar, lo demás es aparatoso. La concep­ción del genio es estereotipada, los personajes son excesivos, las situaciones y las emociones son como de telenovela. Pero hay algo en la historia que consigue redimirla.

Thomás Wolfe murió de 38 años. Había publicado varias novelas al lado de Perkins, pero al final se fue con otra editorial, para huirle al rumor de que el mérito de sus libros era del editor. En la última escena, Perkins recibe la carta que Wolfe le escribió antes de morir. Al recorrer esas líneas nostálgicas, temerosa del final, Perkins se despoja del sombrero y derrama una lágrima. Su cabello es ondu­lado, un poco más oscuro que el de Wolfe, y en esa desnudez quedan expuestos el dolor y la fragilidad de ese hombre cuyo único propósito era dar brillo a los otros. Si Perkins hubiera estado a cargo de la edición de Genius, me temo que sólo habría dejado el minuto final.



Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de julio de 2016.





viernes, 8 de julio de 2016

Colbert en la oscuridad

La columna de Vivir en El Poblado




Uno descubre que ha envejecido cuando la lista de cosas que quiere hacer empieza a reducirse. Después de visitar Sri Lanka sentí que la lujuria de viajar se había aca­bado. Salvo por las geografías del amor o por los hábitos de la nostalgia, podría pasar el resto de la vida en un solo sitio. Hace unas semanas, Gloria Virginia me pre­guntó con quiénes, vivos o muertos, quisiera o hubiera querido conversar. Entre los que ya se han ido, mi encuen­tro con Chesterton no lo cambiaría por ninguno. En cuanto a los vivos, tuve que pensar mucho para concluir que el único con quien tendría esa ilusión sería George Steiner. 

El primer libro de Steiner que leí fue Lenguaje y silencio y me ayudó a entender que mi extrañeza frente al mundo podía encontrar expresión en la literatura. Por eso me emocionó tanto encontrar hace poco una entrevista en la que Steiner, a sus 88 años, se expresa con el tono agridulce de las despedidas. Entre las muchas cosas que dijo en esa entrevista, Steiner especulaba que si Shakespeare viviera hoy en día trabajaría para la televisión. La frase me quedó resonando porque aún tenía viva la emoción de haber visto a Stephen Colbert, un hombre que sin ser Shakes­peare bien puede tener algo de su estatura.

A Colbert lo he seguido desde hace mucho. Su humor nace de una herida profunda: el accidente de aviación que mató a su padre y dos hermanos suyos. No me perdía la parodia con la que por años denunció la hipocresía de la sociedad norteamericana. Cuando ascendió a la cima de la televisión –como sucesor de David Letterman– pensé que Colbert estaba entrando en su decadencia. Viéndolo forcejear con la presión de los anunciantes y las políticas de su canal, viendo la manera temeraria como exhibe su catolicismo, uno piensa que en cualquier momento se puede “quemar”. Pero, aunque eso ocurriera, no dejaría de ser una de las mentes más brillantes que han pasado por la televisión. A esa mente inquieta y deslumbrante tuve la suerte de verla el lunes pasado.

Colbert no está en la lista de personas con quienes quisiera conversar, porque frente a su inteligencia me sentiría como un idiota; pero siempre quise asistir a la gra­bación de uno de sus programas. Valentina, mi hija, consiguió las entradas. Mi hijo y yo nos instalamos emo­cio­nados en el segundo nivel del pequeño y acogedor teatro Ed Sullivan, el mismo donde medio siglo antes se presentaron los Beatles. Vi a Colbert decir sin equivocarse las líneas que él y los escritores del programa habían preparado. Se le vio salvar de la intrascendencia entre­vistas que parecían no tener rumbo. Coordinó escenas y dirigió al director. Lo que más me gustó fue verlo cuando las cámaras no lo estaban grabando. Colbert fue más auténtico cuando respondió preguntas del público antes de empezar el show. Llevo conmigo cada gesto de esa humanidad pulida por la tragedia y el sentido religioso: su manera obsesiva de morder el lapicero, sus miradas al reloj cuando la grabación empezaba a prolongarse, la avidez con que asume su oportunidad. Pero, de todos los momentos, me quedo con uno en especial.

Ocurrió cuando la banda de rock invitada se robó la atención. Colbert vino hasta el extremo opuesto del escenario y, escondido en la sombra, se dedicó a mirar los perfiles del público atento a la canción. Gozaba del placer de mirar sin ser mirado. Parecía un adolescente dedicado a contemplar agradecido un sueño realizado. Pero el encanto se acabó cuando vio que en las sillas de arriba había un gordito que no prestaba atención a la banda de rock, porque en ese mismo instante no dejaba de mirarlo. Colbert se escondió tras bambalinas y yo sentí la dicha breve de haber hecho contacto. Salí del teatro pensando que, acabadas las listas, todo lo que la vida tuviera para darme sería en adelante regalos inesperados.

Publicado en Vivir en El Poblado en julio 8 de 2016.