La columna de Vivir en El Poblado
Uno descubre que ha envejecido cuando la lista de cosas
que quiere hacer empieza a reducirse. Después de visitar Sri Lanka sentí que la
lujuria de viajar se había acabado. Salvo por las geografías del amor o por
los hábitos de la nostalgia, podría pasar el resto de la vida en un solo sitio.
Hace unas semanas, Gloria Virginia me preguntó con quiénes, vivos o muertos,
quisiera o hubiera querido conversar. Entre los que ya se han ido, mi encuentro
con Chesterton no lo cambiaría por ninguno. En cuanto a los vivos, tuve que
pensar mucho para concluir que el único con quien tendría esa ilusión sería
George Steiner.
El primer libro de Steiner que leí fue Lenguaje y silencio y me ayudó a
entender que mi extrañeza frente al mundo podía encontrar expresión en la
literatura. Por eso me emocionó tanto encontrar hace poco una entrevista en la
que Steiner, a sus 88 años, se expresa con el tono agridulce de las despedidas.
Entre las muchas cosas que dijo en esa entrevista, Steiner especulaba que si
Shakespeare viviera hoy en día trabajaría para la televisión. La frase me quedó
resonando porque aún tenía viva la emoción de haber visto a Stephen Colbert, un
hombre que sin ser Shakespeare bien puede tener algo de su estatura.
A Colbert lo he seguido desde hace mucho. Su humor nace de
una herida profunda: el accidente de aviación que mató a su padre y dos
hermanos suyos. No me perdía la parodia con la que por años denunció la
hipocresía de la sociedad norteamericana. Cuando ascendió a la cima de la
televisión –como sucesor de David Letterman– pensé que Colbert estaba entrando
en su decadencia. Viéndolo forcejear con la presión de los anunciantes y las
políticas de su canal, viendo la manera temeraria como exhibe su catolicismo,
uno piensa que en cualquier momento se puede “quemar”. Pero, aunque eso
ocurriera, no dejaría de ser una de las mentes más brillantes que han pasado
por la televisión. A esa mente inquieta y deslumbrante tuve la suerte de verla
el lunes pasado.
Colbert no está en la lista de personas con quienes
quisiera conversar, porque frente a su inteligencia me sentiría como un idiota;
pero siempre quise asistir a la grabación de uno de sus programas. Valentina,
mi hija, consiguió las entradas. Mi hijo y yo nos instalamos emocionados en
el segundo nivel del pequeño y acogedor teatro Ed Sullivan, el mismo donde
medio siglo antes se presentaron los Beatles. Vi a Colbert decir sin
equivocarse las líneas que él y los escritores del programa habían preparado.
Se le vio salvar de la intrascendencia entrevistas que parecían no tener
rumbo. Coordinó escenas y dirigió al director. Lo que más me gustó fue verlo
cuando las cámaras no lo estaban grabando. Colbert fue más auténtico cuando
respondió preguntas del público antes de empezar el show. Llevo conmigo cada
gesto de esa humanidad pulida por la tragedia y el sentido religioso: su manera
obsesiva de morder el lapicero, sus miradas al reloj cuando la grabación
empezaba a prolongarse, la avidez con que asume su oportunidad. Pero, de todos
los momentos, me quedo con uno en especial.
Ocurrió cuando la banda de rock invitada se robó la
atención. Colbert vino hasta el extremo opuesto del escenario y, escondido en
la sombra, se dedicó a mirar los perfiles del público atento a la canción.
Gozaba del placer de mirar sin ser mirado. Parecía un adolescente dedicado a
contemplar agradecido un sueño realizado. Pero el encanto se acabó cuando vio
que en las sillas de arriba había un gordito que no prestaba atención a la
banda de rock, porque en ese mismo instante no dejaba de mirarlo. Colbert se
escondió tras bambalinas y yo sentí la dicha breve de haber hecho contacto.
Salí del teatro pensando que, acabadas las listas, todo lo que la vida tuviera
para darme sería en adelante regalos inesperados.
Publicado en Vivir en El
Poblado en julio 8 de 2016.
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