La columna de Vivir en El Poblado
Al principio hay un hombre de gesto ansioso. Llueve en
New York y todos –menos él– se mueven resguardados por paraguas y abrigos y
sombreros. Es una tarde gris de hace noventa años y el país en que vive esa
gente se encamina hacia una depresión arrasadora. El hombre está detenido. La
lluvia parece no importarle. No tiene sombrero y su cabello es de un rubio
sucio y ensortijado. Cubre con la mano la brasa del cigarrillo, aspira con
intensidad y dirige la mirada al edificio de la editorial donde dejó el
manuscrito de su primera novela.
El manuscrito se mueve lentamente por un laberinto de
escritorios. Si logra llamar la atención de Max Perkins, tiene posibilidades.
Perkins es legendario; descubrió y pulió a Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway.
Es un hombre de ojos tristes y ademanes contenidos. No se quita el sombrero
para nada. Perkins decide leer el manuscrito durante el viaje en tren hasta su
casa. La prosa frondosa lo atrae y desconcierta. Aquella voz que se derrama a
borbotones tiene posibilidades. Esa noche participa distraído en los rituales
del hogar. En pijama, y todavía de sombrero, sigue aferrado a esas páginas.
Pocos días después el hombre que esperaba bajo la lluvia
irrumpe en la editorial, burla la barrera de la recepción y se mete en la
oficina de Perkins. Dice que sabe que no le van a publicar su novela y demanda
que el mejor editor de su tiempo le diga que no sirve para nada. Perkins
sosiega el ímpetu del escritor –ahora sabemos que se llama Thomas Wolfe–, le
habla del interés de la editorial en su novela y le ofrece un anticipo. El
autor lo mira incrédulo. Perkins dice que sólo hay una condición: habrá que
editar mucho el texto. Wolfe acepta sin pensarlo demasiado, pues ignora todo lo
que tendrá que eliminar. Así empezó una legendaria relación de autor-editor que
dejó huella en la literatura estadounidense. En ella se resume una época remota
en que los editores sabían de literatura y las editoriales procuraban
difundirla.
Nunca he sido amigo de los biopics, porque pienso que nos
dicen más del director que del biografiado. Vi una película sobre Edgar Allan
Poe por la que su director merecía ser emparedado vivo. Pero dejé de lados mis
reservas para ver Genius, porque la
escritura y la edición siempre me han apasionado y es raro verlas en el cine.
Es casi seguro que el Thomas Wolfe encarnado por Jude Law
sea muy distinto del Thomas Wolfe real. El actor le coquetea a la academia de
los Óscares con un personaje visceral, gesticulante. Su amante –representada
por Nicole Kidman– es una caricatura. Uno de los pocos momentos que salvan la
película ocurre cuando Perkins –Colin Firth– le dice a la mujer que edite los
excesos de su personaje. La mujer estaba celosa de Perkins, porque Wolfe pasaba
más tiempo con él, y había llegado a su oficina con un arma, indecisa entre
matarlo o suicidarse.
Casi nada es plausible en esta película. Salvo por la
callada intensidad de Perkins y una que otra reflexión sobre el arte de editar,
lo demás es aparatoso. La concepción del genio es estereotipada, los
personajes son excesivos, las situaciones y las emociones son como de
telenovela. Pero hay algo en la historia que consigue redimirla.
Thomás Wolfe murió de 38 años. Había publicado varias
novelas al lado de Perkins, pero al final se fue con otra editorial, para
huirle al rumor de que el mérito de sus libros era del editor. En la última
escena, Perkins recibe la carta que Wolfe le escribió antes de morir. Al
recorrer esas líneas nostálgicas, temerosa del final, Perkins se despoja del
sombrero y derrama una lágrima. Su cabello es ondulado, un poco más oscuro que
el de Wolfe, y en esa desnudez quedan expuestos el dolor y la fragilidad de ese
hombre cuyo único propósito era dar brillo a los otros. Si Perkins hubiera
estado a cargo de la edición de Genius,
me temo que sólo habría dejado el minuto final.
Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de julio de 2016.
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