martes, 17 de abril de 2018

sábado, 14 de abril de 2018

Recuerda


Fragmento de La balsa del Medusa, de Gericault (Museo del Louvre)



Sed.
La sed infinita del mar.
Desierto de sal mimetizada que tortura mi gar­gan­ta.
Agua desmesurada en la que me consumo, me calcino, me disuelvo.
Lento, insistente y voraz, el sol quema mis que­maduras, hurga la piel sangrante con sus astillas de fuego, deslumbra hasta la ceguera a través de la traslúcida cortina de mis párpados.
No hay arriba ni abajo, noche ni día.
La luna es una daga rutilante.
También el resplandor de las estrellas resulta in­so­portable.
Llevo una puerta en la espalda y sobre ella llevo un mundo que me aplasta contra el aire.
Las olas balancean mi caída. Me veo lejos, ar­dien­­do, a millones de kilómetros. Intento sin fuer­zas pedirle a una mano que cubra mi rostro. En un arco formado por un brazo y por el torso se refugia la ma­le­ta, mojada y humeante.
Sólo eso ha regresado del estruendo. Esa puerta de madera que ahora me sirve de balsa, la maleta con­tra un cuerpo abandonado por su dueño y un rui­do distante que parece una voz.
Lejos, no allí, en medio de esa luz, en esa sequía sitiada por el agua, tal vez temblando de frío en otro lado, una voz. Una exasperación lúcida que intenta poner orden, rescatar alguna imagen, alguna noche furibunda, alguna embarcación pulverizada por el mar.
Pero no. Sólo el sol. El sol y la sal y la sed y el do­lor. Una boca reseca que suplica, que busca hume­decerse con la sombra de un aliento, y la voz, cerca y lejos, murmurando detrás de la nariz, en el fondo de los ojos, en una breve zona que aún vive, como si sostu­viera más allá de sus fuerzas una cuerda que ha terminado por pegarse a la piel de las manos.
“Recuerda”, se dice. 
Pero la palabra suena como el agua que acaricia la madera, como el viento que lo encuentra a la deriva y desciende a trenzarle los ca­bellos.
“Recuerda", intenta balbucir la boca seca, la len­gua lacerada, expuesta como un peñasco.
“Recuerda", se ordena sin fe y sin fuerzas.




lunes, 9 de abril de 2018

De antología

La Colección del Cuento corto colombiano, publicado por la Universidad del Valle, y editada por Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer, incluye mi cuento "Calamidad doméstica", de la colección Bajas pasiones (Ediciones El Guarro, 1990).












El pergamino vivo: El lector como personaje en Cien años de soledad

Un artículo publicado por la revista COMUNICACIÓN de la Universidad Pontificia Bolivariana.

Foto Gustavo Arango. Barranquilla, 1997.








Humo


El 9 de abril de 1948 en Cartagena y Bogotá.
Un fragmento de Un ramo de nomeolvides 
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Nadie miró el atardecer. Aunque todos alzaron su mirada hacia las nubes sólo vieron al viejo y archiconocido humo. 
El humo, el mismo humo de las hogueras primitivas, el humo de los conquistadores españoles, el de pestes e invasiones de piratas, volvió a elevarse como un árbol tibio y negro sobre la ciudad amurallada. La furia y el temor habían vuelto a encenderse en medio de musgosas construcciones militares, a la sombra de conventos convertidos en cuarteles y hospitales, en casonas divididas y calles de ladrillo y macadán.
Los primeros escarceos comenzaron a la una y veinticinco de la tarde, a la hora en que llegaron las primeras noticias por la radio.
Alguien recuerda haber visto al doctor Domingo López Escauriaza cruzar lívido la Plaza de la Aduana a la una y treinta y siete de la tarde. A esa hora, en ese sitio, la gente seguía desprevenida, aún no recibían la noticia que haría que quedaran boquiabiertos.
 Según quien lo recuerda, el doctor López traía el sombrero en la mano –como sólo sucedía en casos excepcionales– y su voz fue entrecortada al informar, sin detenerse, que iba para su periódico, que acababan de atentar contra Gaitán. El doctor López Escauriaza era un hombre alto y solemne con la espalda siempre erguida, un ser obstinado y reflexivo a quien algunos, en broma, llamaban el único prócer vivo y otros, por sus rígidos principios, el domingo al que no seguía ni el lunes. La persona que lo vio cruzar la Plaza de la Aduana siguió al doctor López por la calle de la Amargura, tuvo apuros para igualarle el paso en la calle de San Pedro Claver y llegó hombro a hombro con él a la sede del periódico, una casa macilenta y encorvada en la calle San Juan de Dios.
Poco antes de llegar, el doctor López bajó el ritmo de sus pasos, quebró el ala del sombrero y dibujó en su rostro de pájaro un gesto de fastidio. Tres soldados nerviosos y armados custodiaban la entrada de la casa.
El periódico tenía sólo un mes de nacido y era la única publicación de oposición en esa vieja ciudad con rezagos coloniales.
“¿Qué quiere?”, preguntó el soldado que bloqueó la entrada.
El doctor López miró al soldado con una indignación que lo obligó a apartarse.
Adentro, sentado en una silla detrás del mostrador, Julio Pretelt Olier esperaba su llegada.
“¿Qué se supone...?”, pudo decir Domingo López Escauriaza con su lengua inutilizada.
Miró en torno suyo: dos soldados más, el rostro de Zabala –tan pálido y brillante como sus gafas–, Eduardo Ferrer, dos redactores de pie, pasmados, mirando desde la salita de redacción sin decidirse a sentarse y seguir escribiendo.
El periódico era un linotipo trastabillante, una gastada máquina rotaplana, una salita para periodistas que daba grima y unos cubículos de vidrio y de madera que parecían inodoros. Pero en la mente del doctor López Escauriaza era una mezcla de espada y de bandera que esgrimía por las causas liberales.
Julio Pretelt Olier se puso de pie y caminó hacia el doctor López Escauriaza.
“No demos rodeos, doctor Escauriaza”, dijo. “Queremos tener la primicia de lo que piensa publicar”.
El doctor López miró a su gente, habló en silencio con Zabala, calmó a sus reporteros, perdió la rigidez que había en su espalda y dijo, con voz tranquila y perfectamente audible:
“Si es así, entonces saldremos con el editorial en blanco”.
Esa tarde mucha gente se apuró a buscar refugio tras la puerta de su casa, se asomó furtivamente por ventanas entreabiertas, oyó gritos y disparos, vio en el cielo el humo espeso y corrió a encender la radio.
“Pueblo de Cartagena”, decía un vozarrón emocionado. “Ha llegado la hora de la revolución. Como Virgilio al Dante, así mismo os guiará mi voz”.
La voz era solemne, con un dramatismo acentuado por los gritos y disparos de la calle. La gente la escuchó como si anunciara el fin del mundo. Pero toda la tensión se diluyó con las siguientes palabras.
“No les diré mi nombre, pero seré su guía. Esta es una emisora clandestina”.
En medio de la furia y el temor, una ola de risas recorrió la ciudad. Llevaban muchos años escuchando por la radio aquella voz que se negaba a dar su nombre.
“Carajo, oigan la última ocurrencia del Negro Artel”, se escuchó en muchas casas cerradas.
Afuera seguían los gritos. Los grupos de seres de rostro indistinguible corriendo como endemoniados, golpeando puertas de almacenes, disparando al aire, perdidos en ese feroz juego de escondidas para adultos.
Y hubo fuego. El fuego de las hogueras primitivas, el fuego de piratas y españoles, el de pestes y de casas que se pierden para siempre volvió a encenderse en la vieja ciudad amurallada.
Algunos que huyeron de los disparos y el desorden en los botes del mercado recuerdan todavía la imagen que ofrecía la ciudad desde el refugio del mar. Era un horno de piedra que humeaba sin parar, contra un atardecer que nadie había mirado.
Tal vez nunca se sepa todo lo que sucedió en aquella fecha. Algunos recuerdan los disparos. Otros hablan de turbas enfurecidas que derribaron puertas de almacenes para proveerse de machetes y de hachas. De las calles desaparecieron cientos de metros de cables de energía y de teléfono. Se sabe que hubo ataques contra los dos diarios conservadores: El Fígaro fue incendiado y el Diario de la Costa reportó daños en sus oficinas.
Dicen que un grupo de muchachos liberales se tomó la Alcaldía y trató de establecer un gobierno revolucionario que sólo estuvo en el poder durante diez minutos.
Pero en la memoria todo es humo.

* * *

La sopa ya había llegado por la nariz, pero el plato humeante seguía en la cocina.
Al joven García, más conocido como Gabito, se le había hecho tarde para almorzar y la dueña de la pensión bogotana de estudiantes costeños lo castigaba haciéndolo esperar.
Miró el cuadro del comedor, el hombre en un árbol muy cerca de un río y el caimán que lo estaba esperando. Tamborileó sobre la mesa y cantó en voz baja. Cuando la sopa se asomó en la puerta de la cocina, escuchó los gritos en la escalera. Un joven agitado llegó al comedor, se pegó a la pared cerca del cuadro y miró al joven en la mesa y a la mujer en la puerta:
“Se jodió el país. Mataron a Gaitán”.
Gabito miró con desconsuelo su plato de sopa y se dejó arrastrar escaleras abajo hasta una multitud revuelta. Casi en la esquina de la carrera séptima con la avenida Jiménez de Quesada, vio un corrillo inquieto y pálido.
La gente rodeaba un charco de sangre frente a la sombrerería San Francisco y contaba retazos de lo sucedido: a la víctima la habían subido a un taxi, estaba agonizante; al victimario lo había descalabrado un lustrabotas con su cajón de trabajo y la gente seguía golpeándolo y arrastrándolo, carrera séptima abajo, rumbo al Palacio Presidencial.
Gabito pensó que, visto lo visto y sabido lo sabido, se iría a buscar ese plato de sopa que Bogotá estaría enfriando sin misericordia. Cuando iba por la calle doce, rumbo a la calle de Florián, Gabito vio salir de un edificio al doctor Carlos H. Pareja, su profesor de Derecho Administrativo.
“¿Para dónde vas?”, le dijo su profesor, mirándolo y mirando la agitada multitud.
“Voy a almorzar”, respondió.
“¿A almorzar?”, lo miró escandalizado el doctor Pareja. “Cómo se te ocurre pensar en almorzar en un momento como éste. Te vas ya mismo para la Universidad”.
Gabito pasó toda la tarde de un lado para otro, gritando con rabia y los puños en alto, golpeando y pateando a esa ciudad helada, turbia e insensible al dolor de su destierro.
Al anochecer –cansado, sudoroso y liberado– pensó en volver a casa y encontró que la pensión estaba en manos de las llamas que habían comenzado en la Gobernación. Sintió el calorcito en su cara, el estupor milenario de los hombres frente al fuego, y escuchó los crujidos de adiós de la pensión de estudiantes costeños.
Se quemaba la sopa que nunca iba a tomarse. Se quemaba ese hombre en el árbol, ardía con el río y el caimán. Se quemaba su ropa. Se quemaba el privilegio alimenticio, subsidiado por su padre, de un huevo adicional al desayuno. Bajo las llamas sedientas se iba para siempre su primera máquina portátil, ese otro regalo de su padre. Se iban sus cuentos, los que había publicado y los nuevos borradores, entre ellos una historia de un fauno en un tranvía bogotano. Se preguntó si sería capaz de volver a escribir los relatos malogrados y, en medio de la duda, decidió entrar a buscarlos. Pero amigos oportunos lograron detenerlo.
Alguien irrecordable le ofreció refugio contra el desorden. Toda la noche permanecieron en vela, escuchando los disparos, los gritos y sirenas. Escuchando los ríos de sangre descritos en la radio.
El cuerpo destrozado del asesino –con una corbata de rayas azules y rojas como única prenda– bloqueó varios días la entrada del Palacio de Gobierno. Sobre el charco de sangre del caudillo, liberales compungidos pusieron una bandera y arrojaron una llovizna de flores.
Pocos días después, Gabito retornaba del exilio. Cansado y aterrado regresaba a la tibieza de su tierra.





miércoles, 4 de abril de 2018

El día que Óscar Delgado conoció el hielo

Un fragmento de "Un ramo de nomeolvides", a propósito 
de un homenaje en Barranquilla al poeta Óscar Delgado.

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Años después, frente a la turba enfurecida que acabaría con su vida y con la de su padre, el poeta Óscar Delgado había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Santa Ana era un pueblo en decadencia desde el momento en que el río comenzó a marcharse. Tal como sucedía con Mompox, Santa Ana había visto secarse ese brazo de agua que por años le había traído noticias, personalidades y vestidos, espejos de cristal de roca y vitrolas que en las noches empezaron a acobardar a los grillos.
En pocos años Mompox y Santa Ana serían poblaciones encalladas en el tiempo. Ya a sus puertos no llegaban siquiera los grandes inventos. Había que mandarlos a traer de una Magangué ahora próspera y sorprendida ante el enriquecimiento del brazo de río que le correspondía.
Sintiendo ya el aliento de la muerte, esa joven promesa de las letras lloró de tristeza por la vida, por el odio, por el fuego, por el ciego y furioso país que le había correspondido. Y recordó la frustración de aquella tarde lejana en que su padre lo llevó a conocer el hielo y no pudo conocerlo.
Recordó la mañana y los preparativos. El orgullo de su padre, el patricio don Temístocles Delgado, frente al espejo, cuidando cada detalle de su mejor traje.
Recordó la terrible expectativa de todos frente al agua. La ansiedad por ver llegar la lancha con el más grande invento de todos los tiempos, un mágico misterio al que llamaban el hielo.
Las personas que esperaban en la orilla estuvieron a punto de irse de bruces al agua cuando la lancha se asomó en el extremo del río.
Pronto supieron que aquello, lo que fuera, ese invento mezclado con brujería, estaba en la única caja que venía en la lancha. Cuatro hombres bajaron la caja y esperaron nuevas órdenes sin ponerla en el suelo.
Don Temístocles Delgado se abrió paso entre la muchedumbre, sonriente y erguido, y siguió hasta la plaza principal, saludando a todo el que encontró a su paso, seguido por los hombres de la caja. A la entrada del Concejo Municipal de Santa Ana dio instrucciones para que llevaran la caja al patio y esperó la llegada de sus invitados.
El soldado que estaba junto a la puerta tenía órdenes de no dejar entrar curiosos por el momento. Le habían dicho que sólo entrarían las personas importantes. A un lado de la puerta, don Temístocles saludó con deferencia a las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, quienes no se habían hecho esperar. Cuando todos entraron, don Temístocles acarició el cabello de su hijo y lo empujó suavemente en la espalda para que entrara a la casa.
Óscar Delgado nunca olvidó la tensa solemnidad con que todos esos hombres esperaron el momento de abrir la caja. Antes de abrirla, su padre improvisó un lento discurso para jugar con los nervios de su distinguido público.
“Señores”, había dicho. “Si Santa Ana no va al progreso, que el progreso venga a Santa Ana”.
El grupo miraba desconcertado la caja. Óscar Delgado observó la quietud presta al salto del obrero que la abriría en cuanto lo ordenara don Temístocles. Pensó en ese misterio agazapado y siguió las palabras de su padre.
“Mi gran amigo, don David Puccini, de la Casa importadora ‘Puccini y Puccini’, de la vecina población de Magangué, acaba de hacerme llegar el más grande invento de la humanidad. Su nombre es ‘hielo’ y enseguida lo veremos”.
Don Temístocles hizo un gesto a su empleado y éste procedió a abrir la caja. Como rompiendo briznas de hierba, el hombre arrancó las tres tablas de la parte de arriba y empezó a retirar manotadas de aserrín, primero secas, después mojadas.
El empleado estuvo arrojando aserrín mojado hasta que llegó al final de la caja. Tanteó el fondo por todos sus rincones y se volvió triste y avergonzado.
Todos, incluido don Temístocles, lo miraron con ojos desconcertados.
El hombre tardó en decir:
“Don Temi, tengo algo que decirle. Ese maldito animal se mió y se fue”.
Poco antes del momento de su muerte, Óscar Delgado recordó los detalles de esa tarde. Doblegado por los golpes, comprendió que no sería el escritor que había soñado, que no hablaría de la vida con sus versos encantados.