lunes, 9 de abril de 2018

Humo


El 9 de abril de 1948 en Cartagena y Bogotá.
Un fragmento de Un ramo de nomeolvides 
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Nadie miró el atardecer. Aunque todos alzaron su mirada hacia las nubes sólo vieron al viejo y archiconocido humo. 
El humo, el mismo humo de las hogueras primitivas, el humo de los conquistadores españoles, el de pestes e invasiones de piratas, volvió a elevarse como un árbol tibio y negro sobre la ciudad amurallada. La furia y el temor habían vuelto a encenderse en medio de musgosas construcciones militares, a la sombra de conventos convertidos en cuarteles y hospitales, en casonas divididas y calles de ladrillo y macadán.
Los primeros escarceos comenzaron a la una y veinticinco de la tarde, a la hora en que llegaron las primeras noticias por la radio.
Alguien recuerda haber visto al doctor Domingo López Escauriaza cruzar lívido la Plaza de la Aduana a la una y treinta y siete de la tarde. A esa hora, en ese sitio, la gente seguía desprevenida, aún no recibían la noticia que haría que quedaran boquiabiertos.
 Según quien lo recuerda, el doctor López traía el sombrero en la mano –como sólo sucedía en casos excepcionales– y su voz fue entrecortada al informar, sin detenerse, que iba para su periódico, que acababan de atentar contra Gaitán. El doctor López Escauriaza era un hombre alto y solemne con la espalda siempre erguida, un ser obstinado y reflexivo a quien algunos, en broma, llamaban el único prócer vivo y otros, por sus rígidos principios, el domingo al que no seguía ni el lunes. La persona que lo vio cruzar la Plaza de la Aduana siguió al doctor López por la calle de la Amargura, tuvo apuros para igualarle el paso en la calle de San Pedro Claver y llegó hombro a hombro con él a la sede del periódico, una casa macilenta y encorvada en la calle San Juan de Dios.
Poco antes de llegar, el doctor López bajó el ritmo de sus pasos, quebró el ala del sombrero y dibujó en su rostro de pájaro un gesto de fastidio. Tres soldados nerviosos y armados custodiaban la entrada de la casa.
El periódico tenía sólo un mes de nacido y era la única publicación de oposición en esa vieja ciudad con rezagos coloniales.
“¿Qué quiere?”, preguntó el soldado que bloqueó la entrada.
El doctor López miró al soldado con una indignación que lo obligó a apartarse.
Adentro, sentado en una silla detrás del mostrador, Julio Pretelt Olier esperaba su llegada.
“¿Qué se supone...?”, pudo decir Domingo López Escauriaza con su lengua inutilizada.
Miró en torno suyo: dos soldados más, el rostro de Zabala –tan pálido y brillante como sus gafas–, Eduardo Ferrer, dos redactores de pie, pasmados, mirando desde la salita de redacción sin decidirse a sentarse y seguir escribiendo.
El periódico era un linotipo trastabillante, una gastada máquina rotaplana, una salita para periodistas que daba grima y unos cubículos de vidrio y de madera que parecían inodoros. Pero en la mente del doctor López Escauriaza era una mezcla de espada y de bandera que esgrimía por las causas liberales.
Julio Pretelt Olier se puso de pie y caminó hacia el doctor López Escauriaza.
“No demos rodeos, doctor Escauriaza”, dijo. “Queremos tener la primicia de lo que piensa publicar”.
El doctor López miró a su gente, habló en silencio con Zabala, calmó a sus reporteros, perdió la rigidez que había en su espalda y dijo, con voz tranquila y perfectamente audible:
“Si es así, entonces saldremos con el editorial en blanco”.
Esa tarde mucha gente se apuró a buscar refugio tras la puerta de su casa, se asomó furtivamente por ventanas entreabiertas, oyó gritos y disparos, vio en el cielo el humo espeso y corrió a encender la radio.
“Pueblo de Cartagena”, decía un vozarrón emocionado. “Ha llegado la hora de la revolución. Como Virgilio al Dante, así mismo os guiará mi voz”.
La voz era solemne, con un dramatismo acentuado por los gritos y disparos de la calle. La gente la escuchó como si anunciara el fin del mundo. Pero toda la tensión se diluyó con las siguientes palabras.
“No les diré mi nombre, pero seré su guía. Esta es una emisora clandestina”.
En medio de la furia y el temor, una ola de risas recorrió la ciudad. Llevaban muchos años escuchando por la radio aquella voz que se negaba a dar su nombre.
“Carajo, oigan la última ocurrencia del Negro Artel”, se escuchó en muchas casas cerradas.
Afuera seguían los gritos. Los grupos de seres de rostro indistinguible corriendo como endemoniados, golpeando puertas de almacenes, disparando al aire, perdidos en ese feroz juego de escondidas para adultos.
Y hubo fuego. El fuego de las hogueras primitivas, el fuego de piratas y españoles, el de pestes y de casas que se pierden para siempre volvió a encenderse en la vieja ciudad amurallada.
Algunos que huyeron de los disparos y el desorden en los botes del mercado recuerdan todavía la imagen que ofrecía la ciudad desde el refugio del mar. Era un horno de piedra que humeaba sin parar, contra un atardecer que nadie había mirado.
Tal vez nunca se sepa todo lo que sucedió en aquella fecha. Algunos recuerdan los disparos. Otros hablan de turbas enfurecidas que derribaron puertas de almacenes para proveerse de machetes y de hachas. De las calles desaparecieron cientos de metros de cables de energía y de teléfono. Se sabe que hubo ataques contra los dos diarios conservadores: El Fígaro fue incendiado y el Diario de la Costa reportó daños en sus oficinas.
Dicen que un grupo de muchachos liberales se tomó la Alcaldía y trató de establecer un gobierno revolucionario que sólo estuvo en el poder durante diez minutos.
Pero en la memoria todo es humo.

* * *

La sopa ya había llegado por la nariz, pero el plato humeante seguía en la cocina.
Al joven García, más conocido como Gabito, se le había hecho tarde para almorzar y la dueña de la pensión bogotana de estudiantes costeños lo castigaba haciéndolo esperar.
Miró el cuadro del comedor, el hombre en un árbol muy cerca de un río y el caimán que lo estaba esperando. Tamborileó sobre la mesa y cantó en voz baja. Cuando la sopa se asomó en la puerta de la cocina, escuchó los gritos en la escalera. Un joven agitado llegó al comedor, se pegó a la pared cerca del cuadro y miró al joven en la mesa y a la mujer en la puerta:
“Se jodió el país. Mataron a Gaitán”.
Gabito miró con desconsuelo su plato de sopa y se dejó arrastrar escaleras abajo hasta una multitud revuelta. Casi en la esquina de la carrera séptima con la avenida Jiménez de Quesada, vio un corrillo inquieto y pálido.
La gente rodeaba un charco de sangre frente a la sombrerería San Francisco y contaba retazos de lo sucedido: a la víctima la habían subido a un taxi, estaba agonizante; al victimario lo había descalabrado un lustrabotas con su cajón de trabajo y la gente seguía golpeándolo y arrastrándolo, carrera séptima abajo, rumbo al Palacio Presidencial.
Gabito pensó que, visto lo visto y sabido lo sabido, se iría a buscar ese plato de sopa que Bogotá estaría enfriando sin misericordia. Cuando iba por la calle doce, rumbo a la calle de Florián, Gabito vio salir de un edificio al doctor Carlos H. Pareja, su profesor de Derecho Administrativo.
“¿Para dónde vas?”, le dijo su profesor, mirándolo y mirando la agitada multitud.
“Voy a almorzar”, respondió.
“¿A almorzar?”, lo miró escandalizado el doctor Pareja. “Cómo se te ocurre pensar en almorzar en un momento como éste. Te vas ya mismo para la Universidad”.
Gabito pasó toda la tarde de un lado para otro, gritando con rabia y los puños en alto, golpeando y pateando a esa ciudad helada, turbia e insensible al dolor de su destierro.
Al anochecer –cansado, sudoroso y liberado– pensó en volver a casa y encontró que la pensión estaba en manos de las llamas que habían comenzado en la Gobernación. Sintió el calorcito en su cara, el estupor milenario de los hombres frente al fuego, y escuchó los crujidos de adiós de la pensión de estudiantes costeños.
Se quemaba la sopa que nunca iba a tomarse. Se quemaba ese hombre en el árbol, ardía con el río y el caimán. Se quemaba su ropa. Se quemaba el privilegio alimenticio, subsidiado por su padre, de un huevo adicional al desayuno. Bajo las llamas sedientas se iba para siempre su primera máquina portátil, ese otro regalo de su padre. Se iban sus cuentos, los que había publicado y los nuevos borradores, entre ellos una historia de un fauno en un tranvía bogotano. Se preguntó si sería capaz de volver a escribir los relatos malogrados y, en medio de la duda, decidió entrar a buscarlos. Pero amigos oportunos lograron detenerlo.
Alguien irrecordable le ofreció refugio contra el desorden. Toda la noche permanecieron en vela, escuchando los disparos, los gritos y sirenas. Escuchando los ríos de sangre descritos en la radio.
El cuerpo destrozado del asesino –con una corbata de rayas azules y rojas como única prenda– bloqueó varios días la entrada del Palacio de Gobierno. Sobre el charco de sangre del caudillo, liberales compungidos pusieron una bandera y arrojaron una llovizna de flores.
Pocos días después, Gabito retornaba del exilio. Cansado y aterrado regresaba a la tibieza de su tierra.





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