jueves, 25 de julio de 2013

Muere Márai




Qué sería de la vida sin los amigos que conocen nuestra alma y reconocen el tipo de alimento que la nutre. Debo a un amigo, Jorge Núñez, mi encuentro con el último volumen de los diarios del escritor húngaro Sándor Márai: una pequeña joya frente a la que palidecen las piruetas verbales que abundan en nuestro tiempo y hasta las mismas obras de Márai.

Ese lento ejercicio de sinceridad empieza el 7 de enero de 1984 con una referencia inevitable a la novela de George Orwell. Ese día Márai escribe que la profecía no se ha cumplido, pero que a cambio ha llegado la amenaza nuclear. Márai ignoraba que el error sólo fue de fechas y que un día sus diarios serían leídos por seres como el Smith de Orwell, inconformes con los abusos del Gran Hermano.

Los diarios son un libro de su tiempo. Ahí está la política mundial, la guerra fría, la amargura del exiliado que ha pasado media vida alejado de su tierra, la llegada de las nuevas tecnologías: su primera transacción en un cajero automático le despierta una reflexión sombría.

Márai nació con el siglo y, en 1984, empezaba a despe­dirse de la vida. Los diarios hablan de sus lecturas (Mariana Alcoforado, Virgilio, Cervantes y muchos poetas húngaros), de la muerte constante de parientes y amigos, del trabajo literario cada vez más escaso. También nos hablan del deterioro de su esposa Ilona, del negocio que hacen los médicos con su enfermedad, de las visitas de Márai al hospital para sentir los apretones tenues de su mano, para escuchar el estremecedor monólogo de la mujer agonizante: “Qué lento muero”.

Tras la muerte de Ilona, Márai entra en una especie de delirio que rara vez se encuentra en las páginas de un libro: es un delirio vivo, verdadero, sin artificios. La soledad lo acorrala. Mueren sus hermanos, muere su hijo adoptivo; pasa semanas sin ver a otros seres humanos. Desencantado de la literatura (de su vanidad, de su inutilidad, de que la industria editorial acabe con el arte), Márai teclea obstinado para dar testimonio del descenso a su infierno personal. En una especie de letargo alucinado nos habla —a esa nada que somos para él- de la lectura de los diarios de su esposa (más de cien cuadernos con el registro meticuloso de su vida común), de un “teléfono rojo” a través del que sigue en contacto con la mujer muerta. Habla de sus escasas salidas a las calles de San Diego, del deterioro, de la creciente ceguera, de la sen­sación de absurdo frente a la insensibilidad del universo.

Cuesta leer literatura después de haber leído el diario de Márai. En los últimos meses, las entradas son crudas y esporádicas. Márai habla sin énfasis de la aventura de comprar un arma, de las clases que ha tomado para usarla, de la muerte y sus frías estadísticas. Lo único que parece preocuparle es que la vejez creciente le impida usar el arma, pues no quiere ser víctima de la avaricia médica. A principios de 1989, en la única entrada escrita a mano, dice que espera “el llamamiento a filas”. Así termina el diario. Pocos días después, Márai se pega un tiro. Lo más aterrador que tiene el libro es que, con todo ese dolor que hay en sus páginas, la muerte de Márai es un alivio.



 Texto publicado en Vivir en El Poblado




jueves, 11 de julio de 2013

Cartagena


La semana pasada tuve el gusto de volver a Cartagena. Volví a sentir su tibieza, volví a escuchar su música, volví a ver rostros que hace tiempo eran mi vida cotidiana. Al llegar recordé las palabras de Ramón de Zubiría, quien decía que el aire de Cartagena embriaga tanto que a algunos los deja locos. Doy fe de sus palabras. La locura que me aqueja se debe en buena parte a los diez años que viví respirando el aire de ese lugar.

No fui en plan de turista ni de culebrero fino. Esta vez quería dejar que la ciudad me regalara a su capricho. El primer recorrido estuvo lleno de sonidos: el vaivén de las aguas, la inquietud de los pájaros, los saludos y charlas. Así empecé a entender la deuda que tengo con Cartagena. Años atrás, cuando llegué a vivir a esa ciudad, mi único lenguaje era el acento rústico, golpeado, del lugar donde nací. Cartagena se dispuso a limar asperezas, a enseñarme que el habla es siempre un canto.

Me pregunto si este viaje a Cartagena era una des­pedida o el preludio de un regreso. Peregriné en silencio frente a la casa donde hoy vive un olvido que ocupa sus horas cantando boleros y vallenatos, me puse al día en chismes, vi rostros sonrientes y brillantes de sudor, tuve conversaciones insensatas, participé en tertulias, me fueron reveladas las intrigas de la corte y los dramas menudos de los subalternos, vi la vida transcurriendo como si me llevara de la mano un narrador omnisciente. Esa visión sin obstáculos es otra de las deudas que tengo con Cartagena. Medellín es una ciudad que te confina, te pone una etiqueta y te limita. Cartagena, al menos por mi experiencia, te da acceso a todas las facetas de lo humano.

Uno de los episodios más curiosos del viaje fue mi visita a Juan Gossaín. El cronista y exdirector de noticias de RCN goza de buen retiro en Cartagena, dedicado a leer y escribir, a organizar tertulias con amigos. Gossaín ha sido uno de los lectores más entusiastas de Un ramo de nomeolvides, mi libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez. Hace unos años, Gossaín me regaló una anécdota que atesoro. Un día del 2007, García Márquez le pidió prestado mi libro. Cuando volvieron a verse, se lo arrancó de las manos, se lo entregó a Mercedes y se volvió a decirle: “Considéralo perdido”. A principios de este año, cuando se reeditó Un ramo de nomeolvides, Gossaín me escribió que le avisara cuando fuera a Cartagena. Así llegué a ese enorme apartamento-biblioteca, de cara a la bahía, donde hoy disfruta de una comodidad conquistada a costa de muchas madrugadas. Tardé en hacerme a la idea de que estaba con el hombre y no con un radio de gafas oscuras. Hablamos de libros, de escritores, de episodios menudos de la historia de Cartagena. A él le debo otra de las revelaciones de mi viaje.

Gossaín ha vivido intrigado por algo a lo que llama el “perrateo”, una curiosa forma de la informalidad y de la envidia que hace que en Cartagena nadie respete los logros ajenos. Allí no hay Nobel ni carrera brillante que valga para evitar que cualquiera te ponga la mano en el hombro y te trate como igual y hasta con aire de supe­rioridad. Ignoro si aquello es bueno o malo; con Gossaín no pudimos llegar a una conclu­sión. Por lo pronto se me antoja que hay algo de hermosa democracia en esa forma sonriente y cantora que tiene Cartagena de bajarle los humos hasta al más encumbrado.



Publicado originalmente en Vivir en El Poblado






lunes, 1 de julio de 2013

La perrilla


La Perrilla

José Manuel Marroquín





Es flaca sobremanera
toda humana previsión,
pues en más de una ocasión 
sale lo que no se espera. 

Salió al campo una mañana 
un experto cazador,
el más hábil y el mejor
alumno que tuvo Diana.

Seguíale gran cuadrilla
de ejercitados monteros,
de ojeadores, ballesteros
y de mozos de traílla.

Van todos apercibidos
con las armas necesarias,
y llevan de castas varias
perros diestros y atrevidos,

caballos de noble raza,
cornetas de monte, en fin,
cuanto exige Moratin
en su poema La Caza.

Levantan pronto una pieza,
un jabalí corpulento,
que huye veloz, rabo al viento,
y rompiendo la maleza.

Todos siguen con gran bulla
tras la cerdosa alimaña;
pero ella se da tal maña
que a todos los aturulla;

y aunque gastan todo el día
en paradas, idas, vueltas,
y carreras y revueltas,
es vana tanta porfía.

Ahora que los lectores
han visto de qué manera
pudo burlarse la fiera
de los tales cazadores,

oigan lo que aconteció,
y aunque es suceso que admira,
no piensen, no, que es mentira,
que lo cuenta quien lo vio,

Al pie de uno de los cerros
que batieron aquel día,
una viejilla vivía,
que oyó ladrar a los perros;

y con gana de saber
en qué paraba la fiesta,
iba subiendo la cuesta
a eso del anochecer. 

Con ella iba una perrilla,
mas, sin pasar adelante,
es preciso que un instante
gastemos en describilla: 

perra de canes decana
y entre perras protoperra,
era tenida en su tierra
por perra antediluviana; 

flaco era el animalejo,
el más flaco de los canes,
era el rastro, eran los manes
de un cuasi-semi-ex-gozquejo;

sarnosa era, digo mal,
no era una perra sarnosa,
era una sarna perrosa,
y en figura de animal;

era, otrosí, derrengada;
la derribaba un resuello;
puede decirse que aquello
no era perra ni era nada.

A ver pues la batahola
la vieja al cerro subía,
de la perra en compañía,
que era lo mismo que ir sola.

Por donde iba, hizo la suerte
que se hubiese el jabalí
escondido, por si así
se libraba de la muerte.

Empero, sintiendo luégo
que por ahí andaba gente,
tuvo por cosa prudente
tomar las de Villadiego.

La vieja entonces, al ver
que escapaba por la loma,
¡sus! dijo por pura broma,
y la perra echó a correr.

Y aquella perra extenuada,
sombra de perra que fue,
de la cual se dijo que
no era perra ni era nada,

aquella perrilla, sí,
cosa es de volverse loco,
no pudo co.ger tampoco
al maldito jabalí.