jueves, 11 de julio de 2013

Cartagena


La semana pasada tuve el gusto de volver a Cartagena. Volví a sentir su tibieza, volví a escuchar su música, volví a ver rostros que hace tiempo eran mi vida cotidiana. Al llegar recordé las palabras de Ramón de Zubiría, quien decía que el aire de Cartagena embriaga tanto que a algunos los deja locos. Doy fe de sus palabras. La locura que me aqueja se debe en buena parte a los diez años que viví respirando el aire de ese lugar.

No fui en plan de turista ni de culebrero fino. Esta vez quería dejar que la ciudad me regalara a su capricho. El primer recorrido estuvo lleno de sonidos: el vaivén de las aguas, la inquietud de los pájaros, los saludos y charlas. Así empecé a entender la deuda que tengo con Cartagena. Años atrás, cuando llegué a vivir a esa ciudad, mi único lenguaje era el acento rústico, golpeado, del lugar donde nací. Cartagena se dispuso a limar asperezas, a enseñarme que el habla es siempre un canto.

Me pregunto si este viaje a Cartagena era una des­pedida o el preludio de un regreso. Peregriné en silencio frente a la casa donde hoy vive un olvido que ocupa sus horas cantando boleros y vallenatos, me puse al día en chismes, vi rostros sonrientes y brillantes de sudor, tuve conversaciones insensatas, participé en tertulias, me fueron reveladas las intrigas de la corte y los dramas menudos de los subalternos, vi la vida transcurriendo como si me llevara de la mano un narrador omnisciente. Esa visión sin obstáculos es otra de las deudas que tengo con Cartagena. Medellín es una ciudad que te confina, te pone una etiqueta y te limita. Cartagena, al menos por mi experiencia, te da acceso a todas las facetas de lo humano.

Uno de los episodios más curiosos del viaje fue mi visita a Juan Gossaín. El cronista y exdirector de noticias de RCN goza de buen retiro en Cartagena, dedicado a leer y escribir, a organizar tertulias con amigos. Gossaín ha sido uno de los lectores más entusiastas de Un ramo de nomeolvides, mi libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez. Hace unos años, Gossaín me regaló una anécdota que atesoro. Un día del 2007, García Márquez le pidió prestado mi libro. Cuando volvieron a verse, se lo arrancó de las manos, se lo entregó a Mercedes y se volvió a decirle: “Considéralo perdido”. A principios de este año, cuando se reeditó Un ramo de nomeolvides, Gossaín me escribió que le avisara cuando fuera a Cartagena. Así llegué a ese enorme apartamento-biblioteca, de cara a la bahía, donde hoy disfruta de una comodidad conquistada a costa de muchas madrugadas. Tardé en hacerme a la idea de que estaba con el hombre y no con un radio de gafas oscuras. Hablamos de libros, de escritores, de episodios menudos de la historia de Cartagena. A él le debo otra de las revelaciones de mi viaje.

Gossaín ha vivido intrigado por algo a lo que llama el “perrateo”, una curiosa forma de la informalidad y de la envidia que hace que en Cartagena nadie respete los logros ajenos. Allí no hay Nobel ni carrera brillante que valga para evitar que cualquiera te ponga la mano en el hombro y te trate como igual y hasta con aire de supe­rioridad. Ignoro si aquello es bueno o malo; con Gossaín no pudimos llegar a una conclu­sión. Por lo pronto se me antoja que hay algo de hermosa democracia en esa forma sonriente y cantora que tiene Cartagena de bajarle los humos hasta al más encumbrado.



Publicado originalmente en Vivir en El Poblado






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