La semana
pasada tuve el gusto de volver a Cartagena. Volví a sentir su tibieza, volví a
escuchar su música, volví a ver rostros que hace tiempo eran mi vida cotidiana.
Al llegar recordé las palabras de Ramón de Zubiría, quien decía que el aire de
Cartagena embriaga tanto que a algunos los deja locos. Doy fe de sus palabras.
La locura que me aqueja se debe en buena parte a los diez años que viví
respirando el aire de ese lugar.
No fui en
plan de turista ni de culebrero fino. Esta vez quería dejar que la ciudad me
regalara a su capricho. El primer recorrido estuvo lleno de sonidos: el vaivén
de las aguas, la inquietud de los pájaros, los saludos y charlas. Así empecé a
entender la deuda que tengo con Cartagena. Años atrás, cuando llegué a vivir a
esa ciudad, mi único lenguaje era el acento rústico, golpeado, del lugar donde
nací. Cartagena se dispuso a limar asperezas, a enseñarme que el habla es
siempre un canto.
Me pregunto si
este viaje a Cartagena era una despedida o el preludio de un regreso.
Peregriné en silencio frente a la casa donde hoy vive un olvido que ocupa sus
horas cantando boleros y vallenatos, me puse al día en chismes, vi rostros
sonrientes y brillantes de sudor, tuve conversaciones insensatas, participé en
tertulias, me fueron reveladas las intrigas de la corte y los dramas menudos de
los subalternos, vi la vida transcurriendo como si me llevara de la mano un
narrador omnisciente. Esa visión sin obstáculos es otra de las deudas que tengo
con Cartagena. Medellín es una ciudad que te confina, te pone una etiqueta y te
limita. Cartagena, al menos por mi experiencia, te da acceso a todas las
facetas de lo humano.
Uno de los
episodios más curiosos del viaje fue mi visita a Juan Gossaín. El cronista y
exdirector de noticias de RCN goza de buen retiro en Cartagena, dedicado a leer
y escribir, a organizar tertulias con amigos. Gossaín ha sido uno de los
lectores más entusiastas de Un ramo de
nomeolvides, mi libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez. Hace
unos años, Gossaín me regaló una anécdota que atesoro. Un día del 2007, García
Márquez le pidió prestado mi libro. Cuando volvieron a verse, se lo arrancó de
las manos, se lo entregó a Mercedes y se volvió a decirle: “Considéralo
perdido”. A principios de este año, cuando se reeditó Un ramo de nomeolvides, Gossaín me escribió que le avisara cuando
fuera a Cartagena. Así llegué a ese enorme apartamento-biblioteca, de cara a la
bahía, donde hoy disfruta de una comodidad conquistada a costa de muchas
madrugadas. Tardé en hacerme a la idea de que estaba con el hombre y no con un
radio de gafas oscuras. Hablamos de libros, de escritores, de episodios menudos
de la historia de Cartagena. A él le debo otra de las revelaciones de mi viaje.
Gossaín ha
vivido intrigado por algo a lo que llama el “perrateo”, una curiosa forma de la
informalidad y de la envidia que hace que en Cartagena nadie respete los logros
ajenos. Allí no hay Nobel ni carrera brillante que valga para evitar que
cualquiera te ponga la mano en el hombro y te trate como igual y hasta con aire
de superioridad. Ignoro si aquello es bueno o malo; con Gossaín no pudimos
llegar a una conclusión. Por lo pronto se me antoja que hay algo de hermosa
democracia en esa forma sonriente y cantora que tiene Cartagena de bajarle los
humos hasta al más encumbrado.
Publicado originalmente en Vivir en El Poblado
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