martes, 22 de diciembre de 2015

Muchos libros de regalo

El periódico El Colombiano pregunta a un grupo de escritores 
qué libros regalarían y cuál fue el primer libro que recibieron de regalo.

















lunes, 21 de diciembre de 2015

El corazón del amado




El corazón del amado

 El Lord de Councy, vasallo del Conde de Champagne, era uno de los hombres más apuestos y admirados de su tiempo. Amaba con pasión desaforada a la esposa del Lord du Fayel y tenía la fortuna de ser correspondido por la dama. La mujer se llenó de tristeza cuando supo que su amado había resuelto acompañar al Rey y al Conde en las guerras de Tierra Santa, pero decidió no oponerse a su voluntad. Pensó que la distancia haría que las sospechas de su esposo se disiparan.
Cuando llegó el momento de partir, los amantes se reunieron en secreto y llenaron el encuentro de ternuras y de lágrimas. Antes de dejarlo ir, la dama le dio de regalo a su amado un anillo, unos diamantes y un lazo de seda entretejida con su pelo y adornado con perlas. Según era costumbre en aquel tiempo, los soldados ataban lazos como ese al casco de su armadura, para armarse de valor y también recibir protección en la batalla. El joven aceptó gustoso el regalo de su amada, prometió volver lleno de gloria y se marchó a la guerra.
Corría el año de 1191. En Palestina, durante el sitio de Acre, al momento de ascender una rampa, el hombre recibió una herida que resulto ser mortal. Los pocos momentos de vida que le quedaban los invirtió en escribir una carta a su amada. En las hojas dejó derramado el fervor de su alma. Luego le ordenó a su escudero que –en cuanto muriera– le arrancara el corazón, lo embalsamara y lo hiciera llegar a su dueña, junto con los presentes que ella le había dado en el momento en que se separaron.
El escudero obedeció la orden de su amo. Regresó a Francia con los regalos y el corazón embalsamado y, al acercarse al castillo del Lord du Fayel, se escondió en un bosque, a la espera de un momento propicio para hablarle a la dama. Pero quiso la mala fortuna que el escudero fuera descubierto y reconocido por el Lord du Fayel, quien sospechó de inmediato que aquel hombre le traía a su esposa algún mensaje de su amo y lo amenazó con matarlo si no revelaba el propósito por el que había regresado. El escudero aseguró que su amo estaba muerto, pero Du Fayel no le creyó y en un arrebato de furia esgrimió la espada. Aterrorizado, el escudero confesó todo y entregó el corazón, los regalos y la carta de su amo.
Enloquecido por los celos, Du Fayel planeó la más terrible venganza. Le ordenó al cocinero que macerara el corazón y lo mezclara con carne, para después preparar un estofado, el plato favorito de su esposa. Esa noche, la dama comió el estofado con mucho deleite. Terminada la cena, el Lord du Fayel le preguntó a su esposa si le había gustado lo que había comido. La mujer respondió satisfecha que la carne había estado excelente.
“Es por eso que hice que te la sirvieran”, dijo su esposo. “Porque es una carne que te gusta mucho. Acabas, querida, de comer el corazón del Lord de Councy”.
La mujer no podía creer lo que su esposo le decía. Sólo cuando vio la carta de su amado y el anillo y los diamantes y el lazo de seda, comprendió que era cierto lo que le decía. Un estremecimiento de pavor la recorrió. Luego alzó la mirada enrojecida y, embriagada de dolor, le dijo a su marido:
“Es verdad que yo amaba este corazón, porque era digno de ser amado. Nunca encontré uno mejor. Y ya que he comido de carne tan noble, y que mi estómago es la tumba de tan precioso corazón, no volveré a comer nada que le sea inferior”.
Luego se retiró del comedor, cerró para siempre la puerta de su cuarto, se negó a aceptar cualquier forma de comida o de consuelo y, después de cuatro días de horrible agonía, murió.



 Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 4 de diciembre de 2015.




viernes, 4 de diciembre de 2015

Reverendos




La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de “Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Super­ilustres”, pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.

Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos los documentos oficiales.

La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza” sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y dignidad real.
  
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.

En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”, por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de “Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser ejecutado por traición.

En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo llamaran “Excelencia Reveren­dísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el tiempo fue reemplazado por “Eminente”.

Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos resulta imposible sustraer­nos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus reinados.




Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de 2015.