La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo
siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de
“Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para
referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al
principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era
la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el
título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe
era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su
lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Superilustres”,
pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para
el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de
méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.
Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban
cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de
tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los
protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos
fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores
victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos
los documentos oficiales.
La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza”
sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en
España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el
título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y
dignidad real.
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El
primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un
hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado
por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era
suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.
En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria
y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”,
por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe
don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada
lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y
mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de
“Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser
llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser
ejecutado por traición.
En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con
el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el
Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo
llamaran “Excelencia Reverendísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba
en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el
de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el
tiempo fue reemplazado por “Eminente”.
Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una
sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y
vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos
resulta imposible sustraernos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o
Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual
señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus
reinados.
Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de
2015.
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