jueves, 31 de julio de 2014

El feo durmiente - La columna de Vivir en El Poblado


      Foto http://bib-on-the-sofa.blogspot.com/


Hace un mes comentaba un texto medieval donde está resumido lo que puede decirse sobre el tema del amor. No dejé de anotar que El romance de la rosa era el relato de un sueño que luego se cumplió. Los sueños me interesan. Siempre me han intrigado. Pero me iré de este mundo sin entender lo que son.

Mis amigos psicólogos recurrirán al loco de Freud para decir que los sueños son deseos reprimidos, pequeñas neurosis, basuritas mentales que procesamos de noche para poder seguir siendo sensatos. Mis amigos supers­ticiosos esgrimirán, por su parte, el último diccionario de sueños y me dirán solemnes que las bodas anuncian funerales y que la mierda es oro. La idea, por supuesto, es refugiarse en la fantasía de tener todo explicado. ¿El agua? Sí, claro: dos de hidrógeno y uno de oxígeno. ¿La vida? Pan comido: ciertas formas del ácido desoxirribonucleico. ¿Una mariposa negra? Cuidado, viene una mala noticia.

Reconozco que algunos de los sueños se pueden explicar como deseos o neurosis. Siempre que iba a empe­zar un nuevo año en la escuela soñaba con el primer día de clases, con los útiles, con los encuentros iniciales. Aún ahora sueño con aeropuertos, con aviones a punto de dejarme, cada vez que tengo planes de viajar. Reconozco también que los símbolos son el lenguaje de los sueños. Pero tengo la firme convicción de que, en medio de las basuras, de deseos y temores, hay voces que nos hablan cuando estamos soñando.

En las transmisiones del Mundial de Fútbol escuché a varios jugadores decir, al final de los partidos, que habían soñado el triunfo que acababan de obtener. Uno dijo haber soñado el número de goles que marcó y otro dijo haber soñado el minuto de juego y las circunstancias. Los escépticos dirán: “Sí, claro. Tenían ganas de hacer goles. Se predispusieron después de haber soñado”. Me pre­gunto qué dirán los escép­ticos sobre el sonámbulo brasi­lero al que su esposa le preguntó cómo iba a quedar el partido de Brasil contra Alemania y predijo el siete a uno.

Hace tres semanas volví a tener uno de esos sueños extraños que prefiguran lo que vendrá. He tenido muchos sueños así. Algunos me han anunciado tragedias definitivas. Esta vez la cosa fue menos dramática, pero no ha dejado de intrigarme. En el sueño, un Gabriel García Márquez con cuerpo de niño dormía incómodo en un sofá. No era la primera vez que lo soñaba. Desde que escribí la biografía sobre sus inicios, cada cierto tiempo he tenido extraños sueños con él. Alguna vez me mostró unos manuscritos escondidos tras los ladrillos de una pared. Esta vez sólo dormía. Cómo tenía los pies en el aire, decidí acomodarlo y cubrirlo con una manta. Agradeció con gestos plácidos y siguió durmiendo.


A la mañana siguiente encontré en mi correo electrónico un mensaje de Silvana de Faria, una actriz brasilera que tenía la sospecha de haber inspirado “El avión de la bella durmiente”, el cuento de García Márquez. Silvana había encontrado mi blog y me preguntaba detalles sobre ese cuento. Buscaba claridad, explicaciones. Así empezamos una charla intensa y detallada que se convirtió en crónica (cualquiera puede encon­trarla en la red buscando nuestros nombres). Silvana aún no sale del asombro que le inspira pensar que su encuentro fugaz con Gabo —en un aeropuerto— se convirtió en literatura. Lamenta no haber contactado a aquel hombre que trató de seducirla, y a quien sólo pudo reconocer cuando se despedían, aquel día de octubre de 1990. Yo aún no salgo del asombro que me inspira pensar que ese sueño de Gabo durmiendo me anunciaba la llegada de Silvana de Faria.


Publicado en Vivir en El Poblado el 31 de julio de 2014.





lunes, 28 de julio de 2014

Una experiencia mística


      
No he visto los juegos olímpicos porque hace ya varios años decidí erradicar de mi vida el vicio de la televisión. Pero si de informar se trata, el internet parece estar dándole el golpe de gracia a la televisión. Así que he podido enterarme de que Colombia ganó un par de medallas, que China está barriendo en casi todo y que, al colgarse ocho medallas de oro, el estadounidense Michael Phelps ha vuelto trizas la legendaria hazaña de su compatriota Mark Spitz.
Algún día veré en youtube, o cualquier otra página de la red, los videos de las competencias; por lo pronto la información que tengo me resulta suficiente para que los Juegos Olímpicos de Beijing hayan conseguido revivir en mí emociones que creía perdidas. El éxito de Phelps en los juegos me emociona, no por las medallas de oro, ni siquiera por los records, sino porque ha traído a mi memoria momentos que ahora, en la distancia, puedo ver que estaban llenos de felicidad.
Recuerdo muy poco de lo que fue mi vida entre los doce y los diecisiete años. Supongo que estaba haciendo lo que hacían todos los adolescentes en el milenio pasado. Pero si algo consiguió que aquellos años fueran una época especial, ese algo fueron las dos o tres horas diarias que invertía en los entrenamientos de natación, primero en el club del colegio, después en el club Huracanes.
Empecé a nadar porque me recomendaron ese deporte para combatir el asma y al principio me costó adaptarme a la rutina de entrenamientos. Algunas tardes, cuando llovía o simplemente el cielo se ponía gris, me preguntaba por qué tenía que ir a esas extenuantes travesías en el frío que me dejaban tiritando y con los dedos arrugados. Pero con el tiempo las horas invertidas en el agua llegaron a convertirse en el mejor momento de cada día. El color del cielo o la temperatura dejaron de preocuparme y, si alguna vez me veía obligado a faltar a un entrenamiento, tenía la sensación de que a mi día le había quedado faltando la mejor parte.
No puedo decir que los entrenamientos fueran emocionantes. Durante horas, un grupo de muchachos iba y venía a lo largo de una piscina, unos detrás de otros, guiándose con las líneas del fondo para no chocar unos con otros. Eso era todo. Pero era justo en la monotonía donde residía el encanto de todo aquello. Después de las primeras piscinas, las del afloje, el cuerpo entraba en una especie de trance, los nadadores se movían como autómatas, y las mentes empezaban a volar. Si he llegado a tener alguna profundidad de pensamiento sobre la vida, sobre la existencia, sobre el lugar que ocupo en el universo, todo aquello se lo debo a las meditaciones, a las experiencias casi místicas que tuve cuando nadaba.
Nunca fui un nadador brillante. Raras veces gané medallas de oro. El honor más grande que alcancé fue el de formar parte de una selección departamental que recorría el país participando en torneos intermedios. Pero eso no fue un obstáculo para que sintiera en aquel tiempo algunos de los momentos de felicidad más puros e intensos que he tenido en mi vida. He tratado de encontrar sensaciones similares a la liviandad jubilosa con que uno sale del agua después de haber dejado hasta el último residuo de energía buscando mejorar en fracciones de segundo la marca personal. Algo en el fondo me dice que nunca voy a encontrarlas.


Oneonta, agosto de 2008.

Texto publicado originalmente en el periódico Centrópolis.







jueves, 17 de julio de 2014

Celebración de un poema - la columna de Vivir en El Poblado




Uno podría escribir largos volúmenes, valorando las diversas dimensiones del poema y, por mucho que escribiera, le quedaría faltando[1]. Porque un poema perfecto es la expresión de lo inefable, de aquello que no es posible expresar con las palabras.

Podríamos mirar sus relaciones con el tiempo, la manera como todo se detiene cada vez que volvemos a habitarlo. Porque un poema perfecto consigue que escapemos de la trampa mortal que es el tiempo y permite que tengamos atisbos de eternidad.

Podemos seguir fascinados la ingravidez, el vuelo, que recorre las líneas del poema. Como si por un instante se hubieran roto las amarras que nos mantienen cautivos de la tierra. Podemos mirar y mirar miles de veces el contrapunto final, el furioso regreso a la tierra para tomar un impulso con avidez de cielo.

Podemos apreciar con devoción conmovida la preci­sión que requiere cada línea. Las horas y los años de devota artesanía que fueron necesarios para que todo transcurriera sin pensarlo, como por inspiración divina.

Podemos quedarnos un rato en el tono moral del comienzo, en el error inicial que se transformó en acierto sobrenatural. Podemos imaginar, ahora tranquilos, todas las variantes milimétricas que no habrían resultado en el prodigio.

Podemos alejarnos y mirar la sociedad donde surgió el talento enorme del poeta, la redención que millones encontraron en esa prueba asombrosa de que un orden superior envolvía el caos aparente de sus vidas. Podemos saltar decenios y siglos para entender el privilegio de ser contemporáneos del poema, de sentirnos de algún modo sus artífices.

Podemos apreciar todos sus símbolos: la cabeza –la pobre y ciega razón– convertida en sirviente de la luz del corazón… y después el corazón, el fuego de la vida, acogiendo el logos con ternura, adormeciéndolo y dicién­dole: prepárate, obedece, porque somos instrumentos de toda la creación… y –sin olvidar la danza en la que participa todo el cuerpo– viene después la pierna, el pie que es símbolo del trasegar de la especie, de la esperanza y la búsqueda, del escapar y la guerra, ahora llamado a pronunciarse con la fina sutileza de pintor.

Podemos apreciar también el miedo y la impotencia del defensa, la filigrana en el aire, el esfuerzo digno, extremo y fallido del adversario, el sometimiento del metal que habría podido ser obstáculo y, al final, por fin, la red, ese símbolo sagrado en que quedaron atrapadas como peces nuestras almas.

Tal vez nos tome mucho tiempo llegar a entender lo que vimos y vivimos en las semanas pasadas. Hubo también otros poemas, opacados por el poema perfecto que lo resume todo (las batallas de Ospina, la inteligencia y el poder transformador de José Pekerman, los prodigios endiablados de Cuadrado, la invención del esfuerzo colectivo, la dignidad trasegada de Yepes y Mondragón, el respeto, el esfuerzo de Quintero por demostrar su talento, el alma que le pusieron a todas las jugadas).

Pero lo cierto es que esta dicha incalculable ahora parece un premio justo y merecido, una compensación que nos debían por vivir en un país que ha estado en manos de crueles criminales, como aquellos que hace justo veinte años, matando a Andrés Escobar, intentaron –y casi lo lograron– asesinar nuestros sueños.



Publicado en Vivir en El Poblado el 17 de julio de 2014.







[1] El texto celebra el gol de James Rodríguez contra Uruguay, en el Mundial de Fútbol Brasil 2014.














martes, 15 de julio de 2014

El despertar de las bellas durmientes

Tras la muerte de Gabriel García Márquez, la ex modelo y actriz brasilera Silvana de Faria descubrió que su encuentro fugaz con el autor colombiano se convirtió en literatura. Silvana aún no sale del desconcierto que le inspira ese mensaje que permaneció escondido mucho tiempo entre las líneas de un cuento peregrino.


El despertar de las bellas durmientes

Por Gustavo Arango




Silvana de Faria con su nieta Ayla.



“Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París.
Gabriel García Márquez, “El avión de la bella durmiente”.


Hace tres meses, cuando el mundo se inundó con la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, Silvana de Faria sintió que despertaba de un largo encantamiento. Expresó su tristeza en su página de Facebook y recordó un encuentro que tuvieron, a finales de 1990, en el aeropuerto Charles de Gaulle. Su familia y sus amigos reaccionaron incrédulos. Silvana casi nunca había dicho que conoció a García Márquez. “Ya viene mi mamá con sus historias”, dijo Maya, su hija de doce años. Pero pronto empezó a revelarse que aquel fugaz encuentro también dejó una huella en Gabriel García Márquez.
Para convencer a los suyos de que no mentía, Silvana trató de buscar en internet alguna prueba de que García Márquez estaba en París por los días en que ella situaba su recuerdo. Así encontró “El avión de la bella durmiente”:
Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias".
Al principio, Silvana no podía creer lo que leía. La descripción de sus rasgos y su atuendo era precisa. Recordaba bien la blusa y los zapatos rojos de Kenzo que llevaba aquel día. Pero eso no era todo. Dispersa entre las líneas de ese cuento estaba la conversación que sostuvieron mientras el caos del aeropuerto se solucionaba. “Es un vampiro”, pensó. “Lo estaba absorbiendo todo”. La historia en general tenía poco que ver con lo ocurrido. Silvana pensó que la escena del avión debía corresponder a otra experiencia, a otra mujer. Pero estaba segura de que Gabo -como él le pidió que lo llamara- le había enviado un mensaje, la había complacido en su pedido de que le escribiera un cuento. Lo triste era que el mensaje le había llegado tarde.
Desde entonces Silvana no ha parado de volver a ese recuerdo. Ha leído y releído “El avión de la bella durmiente” en todos los idiomas que conoce. Ha descubierto que el relato tuvo una versión temprana que prefigura el encuentro (una columna de prensa publicada en 1982). Se ha vuelto una experta en aspectos precisos de la vida y la obra de Gabriel García Márquez.
Buscando respuestas, Silvana también ha empezado a aceptar la atención de los medios. La fama no le interesa para nada. Dice que hace tiempo tuvo sus quince minutos de fama y que no quiere un minuto más. Pero tiene la esperanza de encontrarse con respuestas, claridades, que le ayuden a entender ese raro episodio en que se ha visto involucrada.



La mujer de las selvas
Silvana nació en Acre, un pueblo del Amazonas brasilero, cerca de las fronteras con Perú y Bolivia. Sus abuelos caucheros tuvieron una enorme fortuna. Eran dueños de embarcaciones y de enormes casonas en la selva. En 1910, cuando nació su padre, la fortuna familiar empezaba a declinar. Las compañías internacionales se habían llevado las semillas de caucho a Malasia, donde la explotación y el transporte eran más fáciles, y la abuela de Silvana terminó de criar a sus hijos vendiendo las joyas de sus antepasados. Hace cincuenta años, cuando nació Silvana, ya todas las riquezas se habían evaporado.
La familia se mudó a Belém, al norte del Brasil, y Silvana creció con el sueño de vivir en París. Quería ser profesora, investigar, escribir libros. Pero sus padres no tenían recursos para enviarla. En 1984, un golpe de suerte le permitió a Silvana conocer al director inglés, John Boorman, quien le dio un papel pequeño en la película Emerald Forest. Con lo que le pagaron, compró el tiquete de avión. Tenía veinte años cuando llegó a París con la intención de estudiar Historia del Arte en la Sorbona.
Gracias a su belleza exótica, Silvana encontró trabajos de actuación y modelaje que le ayudaron a sobrevivir y a pagarse los estudios. También tuvo una incipiente carrera como cantante. Tenía la ilusión de ingresar a la exigente Ecole du Louvre, pero le resultaba muy difícil estudiar y trabajar. El cansancio la abrumaba, pasaba mucho tiempo de un lado para otro,  viajando en el Metro y viviendo en casas de amigos o en cuartos alquilados. Al final, se enamoró del director francés Gilles Behat, quedó embarazada y se alejó de los estudios. Su hija, Oona, tenía siete meses cuando Silvana conoció a García Márquez.
Silvana tenía veintiséis años y se sentía descontenta con su vida. Su esposo había pensado que una visita de sus padres podría ser beneficiosa. Aquel día de octubre de 1990, Silvana había ido a recibirlos. Cuando llegó, el aeropuerto estaba cerrado por mal tiempo y el terminal parecía un refugio para náufragos.
“Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. También la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar”.
Silvana no consigue precisar quién de los dos llegó a ocupar la única silla disponible. Lo cierto es que quedaron uno al lado del otro y que se entendieron de inmediato. Silvana pensó: “Que homem Simpático”.  Tenía un aire elegante,  olía bien, le pareció italiano. Cuando sonrió, Silvana pensó que tenía bonitos dientes.




Monólogo de la bella
“Me encanta la gente con dientes bonitos. Yo misma estoy obsesionada con los dentistas. Así que me gustó su sonrisa. Había leído Cien años de soledad -que me encantaba, lo leí muchas veces cuando vivía en Brasil- y El amor en los tiempos del cólera, pero no lo reconocí cuando lo vi en el aeropuerto. En aquel tiempo no existía el internet y uno leía los libros sin pensar mucho en la cara que tenían sus autores. Yo estaba esperando a mis padres, que venían de Brasil. No recuerdo muy bien la ropa que él llevaba. Tal vez tenía un chaleco de tartán. Me conmueve pensar en todo eso. No digo que yo sea su “inspiración”, porque no puedo probarlo. Es por eso que ando en busca de respuestas en quienes lo conocieron. Lo único que tengo es la poderosa sensación de que él estaba coqueteando conmigo y, cuando leí la historia, me dije: “Aquí hay un mensaje para mí”. De eso estoy segura.
“En ‘El avión de la bella durmiente’ nada ocurre como en nuestro encuentro, pero todo está ahí como subtexto: lo que le conté sobre mi vida, lo que hablamos del amor, de intuiciones que se vuelven realidades, de los signos del zodiaco, del montón de pastillas que tomaba en aquel tiempo (incluso las de dormir). Al final, por ejemplo, encuentro una alusión. Él me había pedido que le contara mi vida y yo le hablé de mi infancia en Acre, el pueblo de las selvas del Amazonas donde nací. Le hablé de mis antepasados, de la modesta casita de madera donde vivía con mi familia. La versión final del cuento, la que incluyó en el libro publicado en 1992, termina con la frase: ‘... y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York’.
“El tema de los signos del zodiaco le interesaba. También la frase ‘¡Por qué no nací Tauro!’ fue agregada para la versión final de su relato y pienso que es otra alusión a lo que hablamos. Yo le había dicho que elegí vivir en París por mi signo del zodiaco. Le dije que yo era Leo y no puedo evitar encontrar un reflejo de esa respuesta en los “trancos de leona” y en los jardines “devastados por leones”. También le dije que mi ascendente era Tauro y mi descendente Escorpión, pero que éste no me gustaba por el temperamento fuerte. Él me dijo que era Piscis, pero que quería ser Tauro. ‘¿Piscis?’, le dije, y me reí. Le conté que mi madre también era  Piscis, que las personas de ese signo eran muy amables y que su problema era que siempre querían hacer felices a los demás.
“La referencia sobre el amor a primera vista también es una señal. Cuando me preguntó cómo era mi vida en París le dije que estaba allí por culpa del amor a primera vista. Pero no entré en detalles. No quise decirle que estaba casada, porque pensé que eso lo haría sentirse incómodo. Yo había notado que me estaba coqueteando y que era un hombre tímido. Pensé que era frágil e inseguro. Me hizo muchas preguntas, pero no me preguntó si era casada. Así que lo dejé que adivinara. En aquel tiempo no sabía si quería seguir viviendo en París o marcharme a otro lado. Amaba al padre de mi hija, pero había muchos celos. Era muy posesivo y a mí me encanta hablar con todo el mundo. Hablar es mi deporte preferido.
“Yo soy como un imán. Me he encontrado en la vida a muchos de mis héroes. No necesito viajar mucho, porque es como si ellos vinieran a mí. Aquel encuentro con Gabo fue fascinante. Al principio nos saludamos en francés. Después, él me dijo que era de Colombia y que hablaba español. Tuvimos una divertida discusión sobre si se decía español o castellano. Yo le dije que podía entenderlo si me hablaba despacio, pero que yo hablaría francés o portuñol. Le hizo gracia la palabra portuñol. No parábamos de hablar. Hablamos sobre el amor, sobre literatura, sobre las coincidencias, sobre el café de Brasil y el de Colombia, sobre cosas que uno a veces imagina y que luego se vuelven realidad.
“Es divertido. Le pregunté muchas veces si iba a viajar y nunca me respondió. Siempre que quise saber algo personal, me respondía con otra pregunta. No llevaba equipaje, por eso presumo que no iba a ningún lado. Sólo después de mucho preguntarle me dijo que estaba esperando a su hijo. Pero no me dio más detalles.
“Cuando por fin lo reconocí me sentí muy disgustada. Estaba furiosa con él, por no haberme dicho quién era, y conmigo, por haber hecho unos comentarios desobligantes sobre La bella palomera, la película de Ruy Guerra basada en uno de sus libros. Habíamos estado hablando de cine, yo le había contado de mi experiencia como actriz de cine y televisión, y fue él quien me preguntó si conocía a Ruy Guerra. Le dije que claro que conocía su trabajo. Ruy Guerra es de Mozambique, pero las películas que lo hicieron famoso fueron hechas en Brasil. Le dije que hacía poco había visto esa película y él me preguntó si me había gustado. ‘Más o menos’, le respondí. Le dije que no me había gustado el tratamiento que Guerra le había dado a la historia de Gabriel García Márquez. ¿Te imaginas? Yo no tenía idea de con quién estaba hablando. Le dije que el casting estaba equivocado, que la chica estaba bien, que era bonita, y lo mismo el esposo, pero que el amante no tenía presentación. Le dije que como mujer no podía imaginar por un minuto que la bella palomera pudiera enamorarse de ese hombre. Yo no paraba de hablar y hablar y hablar.  Le dije que me gustaba Eréndira, la primera película de Ruy Guerra, porque estaba  llena de poesía. Le dije que me encantaban Irene Papas y la protagonista, Claudia Ohana, pero que, con La bella palomera, Guerra había hecho un mal trabajo. Hablé mal de la escenografía, de los problemas del doblaje. Me dediqué a analizar toda la película y él se limitaba a escucharme. Dios mío, soy terrible. Me hacen una pregunta y no paro de hablar. Eso me pasó en el aeropuerto. Dije que la escena donde Bella camina con la sombrilla era una copia de una escena de La hija de Ryan, de David Lean. Dije que tenía la impresión de que Ruy Guerra no tenía dinero para hacer la película, que el set olía a viejo, no por que la historia lo exigiera sino por la improvisación, porque usaron lo que tenían a la mano. Soy una persona apasionada. Amo el cine, me tomaba muy en serio lo que decía y él seguía escuchando mi crítica alocada. Por eso me sentí tan mal, al final del día, cuando lo reconocí. Quería morirme. Trató de defender a Ruy Guerra y yo me burlé de él. Le dije: ‘Sí, claro. Tenías que ser Piscis’.

Foto Luiz Braga
“Las horas pasaban y nosotros hablábamos como viejos amigos. El caos del aeropuerto no importaba para nada. Yo me había olvidado de que esperaba a mis padres. Disfrutaba de manera absoluta de la conversación. Él es de ese tipo de personas que miran a los ojos cuando te hablan. Tiene unos gestos con las manos y los brazos que son muy agradables… quiero decir, era...tenía. Pobre Gabo, me da pena y tristeza pensar que está muerto.
“Sólo supe quién era poco antes de despedirnos.  Fue al final de la tarde. La calefacción del aeropuerto era muy alta y decidimos buscar agua. Seguimos hablando y caminando. Me encantaba su compañía y su coquetería. Era apuesto y no tenía la actitud de macho de la mayoría de los latinoamericanos. Después de mucho preguntarle qué hacía, me dijo que era periodista. Entonces, de repente, tuve la revelación.
“‘¡Yo te conozco!’, exclamé en voz alta y creo que todos en el aeropuerto me escucharon. ‘Mi madre me regaló O Amor nos Tempos da Cólera y tu fotografía está en la contraportada’.
“Él me dijo: ‘Y la foto, ¿me hace justicia?’, o algo por el estilo.
“Yo no podía creerlo. Le dije: ‘Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad’. Es una frase que mi madre siempre dice, creo que es del Eclesiastés.
“Me sentía furiosa y me alejé. Pero él siguió detrás de mí, me tomó del brazo y me detuvo. Me preguntó por qué estaba enojada y me pidió que me calmara. Le dije que si hubiera sabido quién era no habría dicho todo lo que dije. ‘¿Quién soy yo para criticar a Ruy Guerra?’
“Yo no quería estar ahí. Me sentía avergonzada. Dije que lo sentía y que tenía que irme. Pero él siguió caminando a mi lado. Nunca dejó de ser amable y educado, pero mi reacción fue convirtiendo todo aquello en una especie de novelón mexicano. ¿Te imaginas? Parecíamos una vieja pareja discutiendo en el aeropuerto. Yo me sentía una idiota. Traté de calmarme, mientras él seguía tomándome del brazo. En aquel tiempo yo era muy delgada. Era como una ramita en sus manos. Le dije que lo sentía y que tenía que irme. En ese momento pude ver a mis padres a través de los cristales. Me pidió una agenda que yo llevaba en la mano y me dijo: ‘Ya sabes mi nombre. Pero, para ti, soy Gabo’. Escribió su teléfono, su número de fax y su dirección postal en México. Me dijo: ‘Me vas a escribir, cierto? Escríbeme, por favor’.

“Yo le dije: ‘Sólo si me escribes un cuento’, y agregué: ‘Un cuento... y un guión de cine’. “Él me miraba de cerca y le dije: ‘Gabo, estoy bromeando’. Entonces nos despedimos como los franceses, con un beso en cada mejilla.
“Cuando ya me alejaba, su voz me alcanzó: ‘¡No me dijiste tu nombre!’ Le respondí: ‘No te lo diré. Tú no me dijiste quién eras. Eres un mentiroso’. Pero volví a acercarme: “Mi nombre es Silvana”. Dijo: “Silbana”, como quien dice ‘banana’, y me reí de su pronunciación. ‘Silvana’, le dije. Volvió a decir ‘Silbana’. Entonces le dije: ‘Esta bien, para ti seré SilBana’.
“Después de reunirme con mis padres, me volví a buscarlo en la distancia y vi que estaba hablando con una mujer alta, de cabello oscuro, que todo el tiempo estuvo  sentada cerca de nosotros. La reconocí hace unos meses, cuando vi los reportes de televisión y comprendí que era la Gaba”.
El e-mail de la bella durmiente
La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en diciembre de 1997, durante un taller de narración periodística, en Barranquilla, y en casa de su madre, en Cartagena. Pero seguí encontrándolo en los laberintos de los sueños. Hace diez días volví a soñar con él.  Esta vez tenía cuerpo de niño y dormía, incómodo y con los pies en el aire, sobre algo con aspecto de sofá. Me acerqué a acomodarlo y lo cubrí con una manta. A la mañana siguiente encontré el primer mensaje de Silvana de Faria.
Silvana había leído en mi blog una crónica sobre el taller de narración en Barranquilla. La había encontrado porque hacía referencia a “El avión de la bella durmiente”. Agradecía de antemano la información que yo pudiera darle sobre ese relato.
En el taller de narración, García Márquez había dicho que nada en ese cuento era inventado:  “Cuando la mujer subió al avión y se sentó a mi lado, me quedé pasmado. Yo no he visto nada igual. Antes de que el avión despegara se tomó una pastilla, se cubrió los ojos y durmió todo el viaje. Yo viajé sin moverme y casi sin respirar. Sólo cambió de posición una vez. Es indescriptible la belleza de esa mujer. Al llegar la estaba esperando un ejecutivo con unas rosas. Sólo supe su apellido: Mrs Warren”. Era evidente que García Márquez seguía pensando en la mujer. “Qué tal que haya leído ese cuento y nunca sepa que era ella”. Podría decirse que en ese comentario latía la esperanza de que se manifestara. También en el taller de narrativa García Márquez había hablado de su descontento como Piscis: “Mejor me voy para Tauro”.
Cuando le respondí lo que sabía, Silvana me habló del encuentro en el aeropuerto Charles de Gaulle y me dijo que tenía la certeza de que García Márquez le había enviado una señal. Así empezó a contarme su historia.
Me habló de su infancia en el Amazonas, de su sueño de viajar a París, de las fortunas e infortunios que le trajo su belleza y de los hombres que quisieron comprarla. Tras una relación difícil con el padre de Oona, su hija mayor, Silvana decidió dejar París y mudarse a Londres, en 1994. Allí conoció a su segundo esposo, el músico Martin Ditcham, con quien tiene una hija de doce años llamada Maya. Silvana decidió hace mucho tiempo abandonar la actuación, la música y el modelaje para dedicarse a su familia. Ahora es una hermosa abuela de cincuenta años, llena de fortaleza y de espiritualidad. Todos los días se levanta a las cuatro a meditar. Cree en las intuiciones y en lo sobrenatural. Admite con resignación que ella misma es como un imán. Eso explica los encuentros mágicos que ha tenido con sus héroes de juventud. No sólo tiene historia con García Márquez, sino también con el guitarrista de Led Zepellin, Jimmy Page -su ídolo desde que tenía nueve años-, con Eric Clapton y con el parlamentario laborista Tony Benn. Silvana le debe a Tony Benn su ocupación más reciente. Desde hace unos años, se ha dedicado a producir documentales de apoyo a la causa palestina. En marzo pasado, la muerte de Benn, a los 89 años de edad, la afectó muchísimo. Un mes más tarde, la muerte de Gabriel García Márquez terminó de devastarla.
Silvana habla más que perdido cuando aparece. Por los días en que empezó a contarme su historia estaba a punto de salir una nota en Newsweek Europa, escrita por el novelista y crítico inglés Nicholas Shakespeare. Silvana estaba inquieta y asustada. Fue difícil que aceptara posar para unas fotos que ilustrarían el artículo.
Nicholas Shakespeare -un remoto pariente del afamado William-  ha venido preparando a Silvana para el exceso de atención y las polémicas que puedan generarse. También le ha ayudado a entender el mensaje misterioso que García Márquez le dejó entre líneas. Tiene incluso la sospecha que hay algo de Silvana en algunos pasajes de Memorias de mis putas tristes.
García Márquez insistió mucho en que no había una sola línea de su obra que no estuviera inspirada en la realidad. La historia de Silvana parece una parte mínima de los muchos secretos que guardan sus libros. Quizá algún día sepamos quién fue la misteriosa Mrs. Warren que dormía en el avión. Pero nunca sabremos cuántas bellas durmientes habitan ese cuento y jamás conoceremos la totalidad de los secretos que, con marcas de agua, dejó García Marquez. Por lo pronto, hemos tenido el privilegio de encontrar el origen de unas frases enigmáticas en uno de sus cuentos peregrinos.




Escrito en las estrellas
Todo esto es muy extraño”, dice Silvana por Skype, mientras juega con su nieta. “No se me ocurre otra palabra para definirlo. La descripción que él hace en su nota de prensa de 1982 corresponde a lo que yo llevaba cuando nos encontramos en octubre de 1990. Nicholas me ha dicho que cuando nos encontramos García Márquez estaba recorriendo Europa, visitando lugares, recordando ambientes, para su libro Doce cuentos peregrinos. A veces he pensado que fue al aeropuerto porque tenía la certeza de que iba a encontrarme. Lo imagino buscando los zapatos rojos.
“Cuando Nicholas ofreció mi historia, hubo muchas revistas y periódicos interesados. Yo no quiero ser célebre. Sólo quiero entender. Me resulta un misterio que la Gaba hubiera estado cerca de nosotros todo el tiempo y que no hubiera intervenido. Era evidente que su esposo coqueteaba conmigo. He pensado que su relación podía ser un poco como la de mis padres. Mi madre siempre supo que mi padre tenía amantes, pero ella no se preocupaba. Decía: “Él siempre va a regresar”. Poco antes de la publicación en Newsweek, Nicholas me advirtió que debía prepararme para que me dijeran que soy una oportunista y que mi historia es inventada. Yo le dije que la Gaba podía, si quería, dar fe de la veracidad de mi relato. Pero descartamos la idea de contactarla”.
¿Cómo explicas que no lo hayas buscado en todos estos años, que ni siquiera hayas vuelto a leer sus libros?
“No sé. No me lo explico. Tal vez, después de todo, estuve dormida todo este tiempo. Yo tenía miedo de él. Sabía que estaba interesado en mí. Pensé que, si le escribía o lo llamaba, eso querría decir que también yo estaba interesada. Pero no era así. Al menos, no de ese modo. Creo que fui orgullosa. Pensé que era como todos los hombres: ‘Se cree que puede tenerme’. Imaginé que, si nos veíamos, vendría la invitación a la cama, disfrazada de invitación a tomar café. Pensé que vendrían las palabras de amor y el ofrecimiento de la luna y las estrellas. Lo admiraba mucho. No quise arriesgarme a una situación en la que tendría que decirle que el dinero no puede comprarlo todo.
“No lo busqué. No volví a leer sus libros. No le dije nada a nadie de mi encuentro con él porque siempre pensé que era un asunto muy mío y no había que andar proclamándolo. Pero me impresionó mucho la noticia de su muerte. Me sentí muy triste y apenada. Escribí en mi página de Facebook que tenía un recuerdo muy especial con él. Así empezó todo. Después no ha habido forma de detener las cosas.
“Ahora mismo estoy a punto de abrir un Coffee Shop aquí en Kensington, porque de alguna manera hay que ganarse la vida. Quiero ganarme la vida vendiendo café y sánduches. Me alegra haberte encontrado antes de que empezara el ruido, porque en adelante no pienso hablar con nadie.
“Tengo un dossier completo que he venido llenando a lo largo de estos meses. He encontrado en los textos de Gabo detalles que ni los académicos han notado. Hay que ver la cantidad de tonterías que dicen los académicos. Entre lo que he encontrado me llamó mucho la atención algo que dijo un amigo de Gabo, Álvaro… no recuerdo el apellido, quien dijo que Gabo era un visionario, que muchas veces, en sus escritos o en lo que decía, anunciaba cosas que después pasaban.
“Pienso que, aquel día, él ya sabía que íbamos a encontrarnos. Lo sabía desde años atrás, cuando describió el vestuario que yo tendría. Todo eso me asusta y me maravilla.
“Después de saludar me preguntó si creía en las coincidencias.
“Le respondí que todo estaba escrito en las estrellas”.







jueves, 3 de julio de 2014

La rosa y sus espinas - La columna de Vivir en El Poblado



Cosas curiosas ocurrieron en Europa alrededor del siglo doce. Hasta entonces, las mujeres eran vistas como un mueble de la casa, su papel se limitaba a procrear y ejercer la servidumbre. El matrimonio era un negocio. El “enamora­miento”, que hoy nos hace suspirar, no había sido inventado.

De repente, algo cambió. Algunos sitúan el origen de ese cambio en un lugar preciso: la región de Provence, al sur de Francia. De allí vienen muchas de las ideas que han marcado el destino del mundo occidental. Al lado de la sirviente y de la bruja –aquella que se negaba a asumir el papel de esposa– empezó a aparecer la mujer inalcanzable, la mujer divinidad. Este nuevo paradigma da origen al culto de la Virgen, determina la inclusión de la Dama en el ajedrez e inspira la leyenda de que el Espíritu Santo se encarnaría en una mujer.

La mujer idealizada y la unión irrealizable son la base de lo que se conoce como el “amor cortés”. Lo encontramos en la literatura de caballería, en la Beatrice de Dante y en la Dulcinea de Cervantes. Hoy en día persiste en las novelas y películas románticas, donde más que el amor interesan la fascinación y los obstáculos. A esa tradición le debemos la popularidad que hoy tienen el enamoramiento y la seducción. Por eso no es de extrañar que el final de las novelas y películas románticas sea el día de la boda. Para el amor cortés, el amor y el matrimonio son incompatibles.

Si alguien quisiera comprender todo lo que ocurría y se discutía alrededor del siglo doce, hay un poema de aquel tiempo que lo contiene todo. El romance de la rosa reúne el tra­bajo de tres autores distintos y -por la amplitud y variedad de sus temas- algunos lo comparan con una catedral. Lo que empie­za como una alegoría sobre el amor, sus alegrías y dificultades, termina siendo la obra más ambiciosa de la literatura occidental hasta ese momento: un tratado sobre la vida, sobre las relaciones humanas, sobre el ser humano frente al mundo y frente a la divinidad.

Poco se sabe de Guillaume de Lorris, el autor de los primeros cuatro mil versos, y quien fija la pauta para el resto de la obra. Lorris vivió veinticinco años y, al parecer, murió sin concluir su poema. El romance de la rosa es el relato de un sueño premonitorio en que el poeta es herido por las flechas de cupido y su amada es un botón de rosa. La intención es alegórica. La rosa está en el centro del Jardín de la Dicha. El amante oscila entre el goce y el dolor, pero al final la Envidia y las Malas Lenguas lo separan de su amada.

Un poeta anónimo y apurado se propuso reunir al amado con su rosa y escribió 78 versos para redondear la obra inconclusa de Lorris. Pero El romance de la rosa no habría pasado de ser una curiosa alegoría –de los tiempos en que prosperaba el amor cortés– si otro poeta, Jean de Meun, no hubiera injertado quince mil versos adicionales que revelan un conocimiento enciclopédico.

Ocho siglos después de su escritura, El romance de la rosa sigue siendo la reflexión más completa que existe sobre las dichas y desdichas del amor, sobre sus motivos y sus trampas, sobre las complejas relaciones que plantea entre el instinto, la emoción y la razón. Todo lo dicho después, en materia de amor, ya se encuentra contenido en este poema total. Nada nuevo ha habido desde entonces: la gente sigue hundiéndose en la dicha que produce la hermosura de la rosa y sigue recibiendo las heridas que producen sus espinas. 



Publicado en Vivir en El Poblado el 3 de julio de 2014.