No he visto los juegos olímpicos porque hace ya varios
años decidí erradicar de mi vida el vicio de la televisión. Pero si de informar
se trata, el internet parece estar dándole el golpe de gracia a la televisión.
Así que he podido enterarme de que Colombia ganó un par de medallas, que China
está barriendo en casi todo y que, al colgarse ocho medallas de oro, el
estadounidense Michael Phelps ha vuelto trizas la legendaria hazaña de su
compatriota Mark Spitz.
Algún día veré en youtube, o cualquier otra página de la
red, los videos de las competencias; por lo pronto la información que tengo me
resulta suficiente para que los Juegos Olímpicos de Beijing hayan conseguido
revivir en mí emociones que creía perdidas. El éxito de Phelps en los juegos me
emociona, no por las medallas de oro, ni siquiera por los records, sino porque
ha traído a mi memoria momentos que ahora, en la distancia, puedo ver que
estaban llenos de felicidad.
Recuerdo muy poco de lo que fue mi vida entre los doce y
los diecisiete años. Supongo que estaba haciendo lo que hacían todos los
adolescentes en el milenio pasado. Pero si algo consiguió que aquellos años fueran una época
especial, ese algo fueron las dos o tres horas diarias que invertía en los
entrenamientos de natación, primero en el club del colegio, después en el club
Huracanes.
Empecé a nadar porque me recomendaron ese deporte para
combatir el asma y al principio me costó adaptarme a la rutina de
entrenamientos. Algunas tardes, cuando llovía o simplemente el cielo se ponía
gris, me preguntaba por qué tenía que ir a esas extenuantes travesías en el
frío que me dejaban tiritando y con los dedos arrugados. Pero con el tiempo las
horas invertidas en el agua llegaron a convertirse en el mejor momento de cada
día. El color del cielo o la temperatura dejaron de preocuparme y, si alguna
vez me veía obligado a faltar a un entrenamiento, tenía la sensación de que a
mi día le había quedado faltando la mejor parte.
No puedo decir que los entrenamientos fueran
emocionantes. Durante horas, un grupo de muchachos iba y venía a lo largo de
una piscina, unos detrás de otros, guiándose con las líneas del fondo para no
chocar unos con otros. Eso era todo. Pero era justo en la monotonía donde
residía el encanto de todo aquello. Después de las primeras piscinas, las del
afloje, el cuerpo entraba en una especie de trance, los nadadores se movían
como autómatas, y las mentes empezaban a volar. Si he llegado a tener alguna
profundidad de pensamiento sobre la vida, sobre la existencia, sobre el lugar
que ocupo en el universo, todo aquello se lo debo a las meditaciones, a las
experiencias casi místicas que tuve cuando nadaba.
Nunca fui un nadador brillante. Raras veces gané medallas
de oro. El honor más grande que alcancé fue el de formar parte de una selección
departamental que recorría el país participando en torneos intermedios. Pero
eso no fue un obstáculo para que sintiera en aquel tiempo algunos de los
momentos de felicidad más puros e intensos que he tenido en mi vida. He tratado
de encontrar sensaciones similares a la liviandad jubilosa con que uno sale del
agua después de haber dejado hasta el último residuo de energía buscando
mejorar en fracciones de segundo la marca personal. Algo en el fondo me dice
que nunca voy a encontrarlas.
Oneonta, agosto de 2008.
Texto publicado originalmente en el periódico Centrópolis.
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