viernes, 30 de noviembre de 2012

Recuerde el alma dormida


Recuerde el alma dormida
Nuevo epílogo para 'Un ramo de nomeolvides':
García Márquez en El Universal.

Incluido en el libro
Recuerde el alma dormida:
Reflexiones sobre la creación escrita



Por Gustavo Arango

 “Si quieren saber sobre aquellos tiempos, lean su libro”, dijo por fin Gabito, dos años después de recibir la primera edición de Un ramo de nomeolvides. “Considérenlo un libro póstumo”.

Era el segundo día de su taller de narración periodística en Barranquilla, en diciembre de 1997, y ya era habitual que hiciera referencia a mi libro sobre sus inicios como periodista, o que me preguntara por detalles cuando intentaba recordar algo. Aquella mañana de viernes se había sentado a mi lado y tuve que vencer el arrobamiento para aprovechar al máximo esa oportunidad. Ignoraba que empezaba a despedirme para siempre del personaje de mi libro, de ese ídolo de juventud que en esos días se autoproclamaría mi “patriarca”. No podía saber que desde entonces llevaría conmigo la tarea de hablar de sus libros, de ofrecer testimonios de él como antes lo habían hecho sus amigos. 

Pocos meses después, llegué a hacer mis estudios graduados en la Universidad de Rutgers, en New Jersey, donde Tomás Eloy Martínez era escritor en residencia. Tomás fue por varios años mi mentor y mi contacto con García Márquez. Siempre que iba a México a visitarlo se ofreció como mensajero de libros y saludos. Los años que pasé en Rutgers traté de olvidarme del prestigio de gabólogo que me había conferido la escritura de aquel libro. Quería que mis cuentos y novelas recibieran atención. Temía quedar reducido a ser otro loquito que vivió a la sombra de García Márquez. Pero las invitaciones a dar conferencias o a escribir artículos siguieron llegando.

En junio del 2007 fui invitado a Cartagena para dar una charla sobre la relación de Gabriel García Márquez con Cartagena de Indias. Fue en el marco de un programa académico cuyo objetivo era acercar la obra de García Márquez a los espacios vivos que la inspiraron. Aquella vez dije que la historia de las relaciones de García Márquez con Cartagena habían comenzado sesenta años atrás y habían llegado a su punto culminante, pocos días antes, en el mismo lugar donde empezaron: la Bahía de las Ánimas, el sitio donde antes quedaba el mercado público y donde ahora se erigía el Centro de Convenciones. Sesenta años atrás, García Márquez había sentido en ese sitio que volvía a nacer. Pocos meses atrás, en el Centro de Convenciones, había recibido el homenaje más emotivo de su vida. Durante otra sesión de aquel evento académico, el periodista Juan Gossaín me mandó a decir con uno de sus guardaespaldas que necesitaba hablarme. Estaba dando una charla sobre la importancia del periodismo en la obra de García Márquez. Cuando terminó, se acercó y me dijo: “Gabo me robó mi ejemplar de Un ramo de nomeolvides”.

Fue durante los meses que García Márquez pasó en Cartagena a comienzos de ese año. Un día, García Márquez le había dicho a Gossaín que los recuerdos de su paso por El Universal se estaban perdiendo, que desaparecerían si alguien no se apuraba a rescatarlos. Ya entonces empezaba a hablarse con insistencia de sus problemas de memoria. Gossaín le recordó la existencia de Un ramo de nomeolvides, le dijo que los recuerdos estaban a salvo. García Márquez suspiró tranquilo y le pidió el favor de que le prestara el libro. Días después volvieron a reunirse para almorzar. Cuando Gossaín le mostró su ejemplar de Un ramo de nomeolvides, García Márquez se lo arrancó de las manos, se lo dio a su esposa Mercedes para que lo guardara en el bolso y agregó con una sonrisa: “Considéralo perdido”.

Gossaín le pidió que cantara la canción del nomeolvides, pero García Márquez le dijo que sólo recordaba esas dos líneas que mencionó en Vivir para contarla. La anécdota del Nobel robándose mi libro es, junto con la última conversación que sostuvimos, un recuerdo que atesoro.

Atesoro también las amistades que me trajo la escritura de Un ramo de nomeolvides. Hubo un tiempo, a fines del siglo pasado, cuando mis mejores amigos eran casi todos octogenarios. Luego empezaron a morirse. Primero murió Óscar de la Espriella. Yo había seguido visitándolo después de la publicación del libro. Nos gustaba sentarnos en las mecedoras de su casa a hablar de tiempos remotos. Mantuvo hasta el final un espíritu rebelde. Alguna vez me dijo con orgullo que ninguno de los candidatos por quienes había votado para presidente había ganado las elecciones, que eso le había dado “el honor de ser siempre de la oposición”. A Óscar de la Espriella lo alegraba tener quién lo escuchara. A veces, cuando el tema de García Márquez volvía a asomarse, me decía: “Hace cuarenta años no sé de él”.

Cuando me despedí para irme a los Estados Unidos, Óscar no pudo ocultar la tristeza. Años después pude volver a visitarlo y lo encontré dormido en su mecedora. Dije su nombre en voz baja y tardó en comprender que no soñaba. Volvió a quejarse de su vejez, de su soledad, de lo estrecha que había llegado a ser su vida con los años. Me dijo que en las noches, al dormirse, solía preguntarse si llegaría al otro día. Aquella vez se fue llenando de vida con la conversación. Volvió a recordar viejos episodios, pero ahora eran borrosos, repetidos. A ratos le volvía el desaliento y me decía: “Estoy perdiendo la memoria. A veces olvido tu nombre y paso tardes enteras tratando de recordarlo”. Me preguntó por mis libros y le dije que estaba escribiendo una novela. “Y la novela que hagas después, ¿será igual a ésa?” Comprendí que había estado esperando mi regreso para hacerme esa pregunta. “Será mejor”, le dije. Óscar suspiró aliviado y recostó la cabeza contra el espaldar de su mecedora. “Hay muchos que se repiten por dinero”, me dijo. Ese día conversamos hasta que descubrí que empezaba a fatigarse y le prometí volver a visitarlo antes de marcharme. Pero cuando volví dos días después ya era muy tarde.

A la muerte de Óscar de la Espriella le siguió la de Gustavo Ibarra Merlano. También con Gustavo el contacto había sido permanente. Siempre que tuve oportunidad me las arreglé para buscarlo, para gozar de su erudición modesta e inagotable. La noticia de su muerte fue a buscarme a mi destierro. En diciembre del 2001 recibí una llamada telefónica desde Bogotá. La vida en aquel tiempo era estrecha, difícil, fría. Seguía estudiando en Rutgers y el teléfono rara vez sonaba. Una voz desencantada se limitó a decirme: “Gustavo ha fallecido”. Fue una tristeza rara, seca, muda. Busqué los poemas de Gustavo y empecé a consolarme, comprendí que llevaba mucho tiempo preparándose, sabiendo que vivir es ir muriendo, que la nada no es tan triste, tan sola como parece. Esa noche volví a leer La muerte de Iván Ilich. Años atrás, cuando era periodista de El Universal, Alberto Salcedo Ramos me había urgido a leerlo. También, a nuestro modo, Salcedo y yo tuvimos nuestra escuela en la redacción de El Universal.

Tres meses después murió Rojas Herazo. Con cada muerte empecé a comprender algo que años atrás era sólo una intuición: que el momento preciso para escribir Un ramo de nomeolvides había sido aquella mitad de los años noventa, cuando tuve la fortuna de estar en el lugar indicado y de contar con las circunstancias propicias. Héctor Rojas Herazo siempre quiso estar despierto, era un artista habituado a frecuentar el misterio, un buceador de abismos, una criatura encendida, repleta de ternura y de fiereza. “Somos energía padeciente”, le oí decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”, y al decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la vida. Nos dejó la lección inolvidable de que el arte no es un afán desmedido de riqueza o de gloria, que puede y debe ser una forma de lo sagrado.

He vivido los últimos años temiendo que llegue la noticia de la muerte de García Márquez. He pensado que no tendré palabras. Como nadie es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan joven que no pueda morir mañana, he pensado que tal vez no tendré que participar de aquel estruendo. Sé que si un día me llega la noticia, viviré aquella muerte como algo personal. Mientras lo imaginó allá en México, tranquilo y sumido en un olvido dichoso y heredado, al margen de su pesada gloria, capaz de seguir así por muchos años, he vuelto a revivir las últimas veces que lo vi. Cumplo por fin la tarea de dar ese testimonio.

* * *

El jueves 18 de diciembre de 1997, cuando lo vi entrar al salón donde tendría lugar el taller de narrativa en Barranquilla, supe que tenía que agudizar los sentidos, que no podía perderme ni los suspiros. Durante tres días gozaría del privilegio de oírlo y de verlo. Sabía que mi tarea de escribir sobre él no había terminado.

“¿Qué hora es?”, preguntó.

“Las nueve y tres”, dijo Jaime Abello. 

“Está mal tu reloj”.

Se sabía observado con agudeza. Empezó a saludar uno a uno a los participantes del taller, a preguntarles sobre su vida. Cuando llegó a Carlos Mario Gómez, el periodista de El Colombiano, le preguntó:

“En tu periódico, ¿quién es el del lápiz rojo?”

Carlos Mario pensó la respuesta y García Márquez aprovechó para agregar: “Vamos a hablar mucho aquí de los editores”. Dijo que su primera columna en El Universal la escribió su jefe de redacción, me señaló y dijo: “Este hombre tiene una versión mejor que la mía”. Contó la  historia de la publicación de sus primeros cuentos en Bogotá. Habló del “Bogotazo”, del incendio de la pensión de estudiantes costeños y de su viaje a Cartagena, de su llegada a El Universal: “Había un hombre escribiendo a mano detrás de una baranda. Yo me acerqué y le dije que quería escribir en ese periódico. Le dije mi nombre y, como él había leído  los cuentos que me publicaron en El Espectador, me dijo: ‘Siéntate ahí y escribe’. Cuando le entregué la nota, tachó la primera línea y la reescribió debajo; luego tachó la segunda y también la reescribió. Hizo lo mismo con el resto. Cuando terminó, la nota entera estaba escrita entre las líneas de mi texto. Decía todo lo que yo quise decir, pero lo decía bien. Luego la pasó a talleres”.




García Márquez se extendió en detalles sobre Cartagena, habló de los amigos, dijo que llegó a ser muy amigo de Zabala, de Ibarra Merlano y de Rojas Herazo. Recordó que Rojas Herazo había sido su profesor de dibujo en Barranquilla. “Tenía veinte años, usaba un sombrero bombín como el de Chaplin, y era de una elegancia y una belleza… era un gran hablador. Pero no recuerdo una sola de sus clases”. Luego volvió a sus recuerdos de Cartagena. Contó que como a las nueve de la noche se iban al mercado donde un cocinero que se ponía un clavel en la oreja. Dijo que no recordaba el nombre y me invitó a que interviniera: “Juan de las Nieves”, le dije. “Juan de las Nieves”, dijo y agregó confidencial: “Conoce de mi vida más que yo. Pero yo no lo traje aquí para eso”.

“A Juan de las Nieves lo tengo en varias novelas. Es Catarino, el de Cien años de soledad. Está en El otoño. Ahí en el mercado, con los amigos del periódico, aprendí lo que sé sobre periodismo y sobre novela”.

Luego se interrumpió, miro al techo y dijo para sí mismo: “¿Por qué conté esto?”  Se respondió de inmediato: “Por ganas de acordarme”.

Volvió a las presentaciones y me pregunto qué estaba haciendo. Le dije que era el editor del suplemento Dominical, de El Universal. Dijo que le gustaba, porque incluía reportajes extensos, e hizo notar que el suplemento había aumentado el número de páginas cuando en otros lados los suplementos estaban desapareciendo.

“El periodismo es un género literario”, dijo­. “Eres periodista literario. Si lo que quieres es ser un literato, ya eres un literato”.

En aquella primera sesión del taller habló de la importancia de renunciar a tiempo al periodismo. Contó que cuando estaba en El Espectador aprovechó unas amenazas, “que no eran inminentes”, y se quedó en Europa. Explicó el proceso de recopilación de información para Noticia de un secuestro y, como cortesía para los periodistas de otros países, habló de lo difícil que es Colombia: “Colombia tiene mala prensa en el exterior, pero si vienes aquí te das cuenta de que es peor”.

Habló de sus tres vidas: “la pública, la privada y la secreta”, y dijo que ahora sólo tenía las dos primeras. Explicó que, por ley, debía vivir seis meses en México porque allá declaraba sus ingresos: “Escribo muy bien allá, porque tengo la inmensa fortuna de ser extranjero”.

También reveló algunos secretos de su carpintería literaria.

 “Desde que escribí la Crónica no uso adverbios terminados en mente. Cada vez que tienes que eludirlos encuentras una cosa más rica. Los adverbios terminados en ‘mente’ son fáciles, son perezosos”. Contó que su tarea de edición se concentra en eliminar rimas internas, que “debilitan las frases”, y en “descabezar endecasílabos y alejandrinos”. También explicó su manera de evitar problemas con las repeticiones de palabras: “El castellano es el único idioma donde se considera pecado repetir una palabra en un párrafo. Si tienes que repetir una palabra, repítela tres veces”.

“La única manera de aprender todo eso es leyendo a los autores, y estar seguro de que uno tiene realmente la vocación y la aptitud. Cuando me siento a escribir un libro es como si lo hubiera leído. No hago esquema, ni miro las notas. Pienso que lo que se me olvida no interesa. Cuando ya tienes todo y estás listo para escribir, la pregunta es por el tono. Casi siempre el tono se define desde el primer párrafo, con lo que más te llamó la atención. Si después no sirve como principio, ya veremos dónde se pone. Es más fácil seguir escribiendo cuando uno ya empezó. Por eso es más fácil escribir novela que cuento; sólo tienes que empezar una vez. En la computadora parece que no corrijo, pero corrijo y corrijo. Siempre es necesario escribir conciso, pero conciso no significa más corto. Una historia es buena cuando le gusta al lector; pero no puede ser buena para todo el mundo.

“El lector se quiere ir siempre. En la mayoría de los casos escribo primero el final y después lo demás. Pero el primer párrafo debe agarrar al lector por el cuello. Lo ideal es que cada línea deje en suspenso para la otra. Donde uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo. Hay que aligerar y obviar. Es una pena que en periodismo se hayan eliminado los intertítulos; se están privando de otra oportunidad para atrapar”.

Dijo que tenía “precocidas” tres novelas de amor, pero que decidió no publicarlas. “Me di cuenta de que es mejor publicar las memorias. Serán unas memorias temáticas. El primer tomo es mi vida como escritor y como novelista. Ése ya está terminado. Luego viene otro tomo sobre los amigos”.

Contó que entre libro y libro pasaba un tiempo durante el cual no escribía y que era muy difícil volver a calentar el brazo. “En algún momento decidí escribir una columna semanal. Era curioso, la escribía en cualquier parte del mundo y todavía no existía el fax. En París, por ejemplo, había que ir a la Bolsa, a pasarla por telex. La suspendí cuando se encendió la chispa de El amor en los tiempos del cólera. También fue entonces cuando empecé a escribir las memorias, en los tiempos muertos. Cuando escribía a máquina mi promedio por cada libro era de siete años. Con el computador me toma tres.

“Ahora trato de viajar lo menos posible y trato de que los espacios en las casas y los computadores sean iguales, así es más fácil reanudar la escritura cuando uno se desplaza. Siempre que escribo guardo en el disco duro, en un diskette e imprimo en el papel. Porque yo sólo creo que existe si está en el papel.

“En las mañanas corrijo. Lo primero es transcribir, de ahí entonces sigo. He decidido romper los originales de mis libros, porque se vuelven un negocio. Sólo guardé y numeré las distintas versiones de Del amor y otros demonios. El último libro tuvo doce versiones”.

“Bueno”, dijo al final de la primera jornada del taller. “Es la una en punto. Nos vemos mañana”.

Cuando los periodistas fascinados quisieron reaccionar, había desaparecido.


El viernes vino a sentarse a la cabecera de la mesa. Cuando habló de la estructura de sus libros me pidió mi ejemplar de Cien años de soledad. Sonrió al ver los subrayados y notas al margen. Me fue dictando los números de las páginas en que empezaban los capítulos.

“Desde que tengo el panorama completo del libro, calculo la longitud y trato de que los capítulos tengan el mismo número de páginas. No sé por qué. En Noticia se me desarmó la simetría porque tenía que intercalar material. Pero al final, por la simetría, sacrifiqué el texto”.

Ese día osciló entre una multitud de temas. Habló los presagios y las supersticiones:

“Pienso que las casualidades son menos casuales de lo que uno piensa. Cuando escribes hay que estar atento a los presagios. Algo te están diciendo. No es magia o superstición, pero es como si algo se te anticipara. Una tarde en México se me cayó una galletica. Recordé el refrán que decía: ‘Cuando se te caiga el pan de la boca, acuérdate de que tu madre tiene hambre’. Llamé a Cartagena y me dijeron que mis hermanas acababan de llevar a mi madre a un restaurante porque tenía mucha hambre. Son loterías que uno se va ganando. Escribo con todos los sentidos abiertos. Cualquier cosa puede entrar en lo que escribo. Yo necesito de los ruidos, de las voces; a veces los atrapo si los necesito”.

Era inconcebible usar una grabadora en ese momento. Todos los participantes del taller conocíamos su aversión por las grabadoras, porque alentaban la distracción y convertían la charla en un gesto mecánico. La única opción era multiplicarse, no dejar escapar ni un detalle y consignarlo todo en un cuaderno, sentir su presencia ahí al lado, manifestándose con gestos y palabras, convencido de que no quedarían olvidados.

“La mejor pregunta me la hicieron unos estudiantes de una escuela que estaba al lado de mi casa: ‘¿Cómo puede escribir al lado de una escuela?’”

Le pregunté por las marcas de agua en sus libros: esos detalles que parecían dirigidos a lectores muy atentos o poseedores de información privilegiada. Mencioné como ejemplo las mujeres secuestradas que dormían en una misma cama y parecían el dibujo del signo Piscis. Cambió el tema con elegancia: “Yo sufría mucho como Piscis. Como mi ascendiente es Tauro, me dije: ‘Mejor me voy para Tauro’ ”.

El taller se fue desarrollando como una rueda de prensa sobre el oficio. Las preguntas venían desde todos los extremos de la mesa.

“La ortografía no la sé. Los correctores se ocupan de eso. La gramática sí, porque es el producto de una larga tradición. Uno no tiene que ser consciente de la gramática. Eso lo sabe uno. El escritor tiene que ser un gran lector”.

“Uno siempre anda buscando pretextos para no escribir. Uno piensa en llamar por teléfono o en hojear algún libro. Tengo una colección de diccionarios que creo que nadie tiene. Tengo también muchos libros de referencia: libros que enseñan cómo cometer asesinatos o cómo desaparecer. En la biblioteca sólo conservo los libros que he leído y que me gustaron. Drácula, por ejemplo. Cada vez que me acuerdo lo vuelvo a releer. También regreso a las novelas de Conan Doyle. De Chesterton lo que más me gusta son las historias del padre Brown”.

Como vio que los periodistas no se molestaban con la digresión, se acomodó y propuso: “Hablemos de literatura.

“En literatura debería haber divisiones, como en el boxeo, porque es injusto lo que pasa con ciertos autores. Si no se es peso pesado, lo demás es mierda.

“Somerset Maugham escribió el cuento que más me gusta. Se titula ‘P.O.’ , que son las iniciales de una compañía de navegación que hacía grandes cruceros al Oriente. Es el cuento de un magnate inglés que se va a alguna de estas islas remotas, Sumatra, o algo así. Durante treinta años había vivido con una especie de plan en el que cada detalle estaba cuidadosamente calculado: ‘en tal momento hago esto, en tal otro momento debo tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla’. Cuando el magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P.O., se vistió, fue al bar, pidió un whisky y al primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día el barco estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el viejo. Para mí, ese cuento es un peso pesado.

“Borges es una medida muy dura. En Estocolmo me dijeron las razones de la Academia Sueca para no darle el Nobel. Cuando uno va a recibir el Premio Nobel hay un programa muy duro, muy apretado. En Suecia no sucede otra cosa que la entrega de los premios. El primer punto de la agenda era la cena con los de la Academia. Allí se cuentan todos los secretos. Fue una noche muy divertida. Como estaban pasados de tragos, empezaron a hablar y llegamos a los ‘nobelizables’.

“La primera pepa que les solté fue que quienes no lo recibieron eran mejores que quienes sí lo recibieron. Les hablé de Tolstoi, Conrad, Proust, Joyce, Kafka. Les  dije que tenía una gran vergüenza con Borges. Me dijeron que habían discutido mucho el tema de Borges y que la conclusión había sido que cada página de Borges es una página maestra, pero que todas juntas no hacían una obra.

“Les hablé de Graham Greene, quien me enseñó a describir el trópico. A propósito, con la modestia que me caracteriza, les cuento que yo vendo más que Graham Greene. Luego les mencioné a Rulfo. Me dijeron que había escrito poco y que era una réplica de Sófocles y del autor del Lazarillo. Al final, cuando ya todos teníamos la lengua pesada por el whisky, les dije: ‘Ustedes no tienen la menor idea de literatura’. Uno de ellos me respondió: ‘Tiene razón. Nosotros no somos literatos. Somos los curadores de la lengua sueca’.

“Para conceder el Nobel, la academia empieza con una lista de cien candidatos. En mayo, la lista se reduce a veinte. Yo había entrado en esa lista varias veces, pero como después de escribir El otoño del patriarca dije que no volvería a escribir, me sacaron de la lista. Los de la academia le tienen horror a que los Premios Nobel no vuelvan a escribir. También los preocupa mucho la idea de que casi nadie vive más de cinco años después de recibir el premio. Están muy pendientes de no equivocarse. Cuando supieron que había terminado un nuevo libro, que era Crónica de una muerte anunciada, la Academia pidió una copia y me volvieron a meter en la lista. El proceso de selección termina en el verano, cuando los académicos se dedican a leer la obra de cinco finalistas.

“Poco antes del anuncio oficial recibí una llamada de Olof Palme, desde Estocolmo, para decirme que era inminente que me dieran el Nobel. Me dijo: ‘Si dices que sí, los socialistas ganamos las elecciones’. Pase una mala noche pensando en el asunto. Todavía no había recibido la notificación y me acordé de Thomas Mann, el único escritor al que trataron de darle el premio dos veces y nunca lo recibió. Doctor Faustus, de Mann, es la mejor novela de un novelista. Cuando quisieron darle el premio, vino la Segunda Guerra Mundial y después murió. No hay mejor alivio que no ser candidato al Nobel.

“Aquella madrugada, el primero en llamarme fue un periodista sueco que trabajaba para L’Express. Le dije que no daría declaraciones mientras el anuncio no fuera oficial. Entonces empezaron a llegar periodistas frente a la casa, vino el anuncio y todo fue un caos. Al mediodía me acordé del sueco que me había llamado de primero y lo llamé y le di la entrevista.

“Qué tal si no trabajamos”, dijo García Márquez con gesto de picardía. Cuando los periodistas empezaban a salir del estado de hipnosis y a entender el chiste, agregó divertido: “Ah, no. Este es el segundo día apenas”.

Como el tema central del taller era la narración periodística, alguien le preguntó si sabía del famoso desembarco de armas del movimiento revolucionario M19. La sospecha de que García Márquez colaboraba con ese movimiento determinó su salida abrupta de Colombia, a comienzos de los años ochenta, durante el gobierno de Turbay Ayala. Ante la posibilidad inminente de que el ejército lo detuviera para interrogarlo, García Márquez había vuelto a radicarse en México. Pensó por un momento y luego respondió: “Eso no lo cuento. Ustedes son buenos periodistas y un buen periodista corre a publicarlo”.

Entonces se dedicó a hablar del proceso de escritura de Noticia de un secuestro:

Noticia de un secuestro me reconcilió con mucha gente. Volví a hablar con Hernando Santos, con quien tenía una vieja amistad, desde que él comenzaba en El Tiempo y yo comenzaba en El Espectador. Nydia Quintero de Turbay  era amable, pero no aceptó que su hija Diana no fuera el centro del relato. Con Turbay decidí hacer el acto protocolario de mandarle una versión y me citó en Santo Domingo –no le convenía venir a Colombia en ese momento, pero no supe por qué. Almorcé con él. Vimos juntos el texto. Tuvo mucho cuidado de no alterar nada ni sugerir cambios. Aprovechó para decirme que a él nunca le dijeron que había el propósito de allanar mi casa y llevarme a las caballerizas del ejército. Escribir un libro para reconciliarse con amigos siempre vale la pena. Pero escribir para pelearse no vale la pena”.

Reconoció que con Noticia de un secuestro fue la primera vez que utilizó la grabadora. Confesó que había incluido en ese libro detalles inventados, como el gallo que Francisco Santos escuchaba durante su cautiverio. Dijo que le parecía válido editar las palabras de los entrevistados, hacer frases con cosas separadas, sin alterar la esencia de lo que han dicho. “Un ingrediente muy importante es la buena fe”.

Pero la charla siempre tuvo la tendencia a derivar hacia la ficción:

“Se me ocurren muchas ideas para cuentos y novelas, pero nunca las anoto porque las que de veras me interesan no las olvido, se vuelven recurrentes. Mientras hay unas que desaparecen, con otras uno dice: ‘carajo, algo debe tener esta historia’. Hasta que me doy cuenta de que hay que escribirla.

“A veces tomo apuntes, pero al final los miro poco. Lo que importa se queda en la memoria. También anoto títulos. Tanto para lo que estoy escribiendo, como para desarrollar después ideas. Hemingway anotaba posibles títulos y al final se encontraba hasta con ochenta. Con Cien años de soledad el título sólo apareció cuando escribí el último párrafo. El lector lo encuentra antes porque después lo incorporé en otros lados. El primer tomo de las memorias se llamará ‘Vivir para contarlo’. También tengo otro título del que algo tiene que salir: ‘Pene cautivo’.

Hay en la charla de García Márquez una curiosa coquetería. Meses después, en Buenos Aires, Jaime Abello daría una clave para entender ese curioso estilo personal. Estábamos en el Café Tortoni con Darío Gallo, un brillante y aguerrido periodista argentino, tratando de sacarle a Jaime Abello algún secreto sobre su cercanía con García Márquez. Abello clausuró amable el tema con una frase: “Le encanta fascinar; a hombres y mujeres por igual”.

Pero volvamos al taller de narración periodística en Barranquilla. Es el viernes 19 de diciembre de 1997. Es la segunda sesión del taller:

“Cuando decido escribir una historia primero la pienso sin escribir. Pienso en imágenes. A veces me despierto y, sin abrir los ojos, veo el personaje. Cuando la tengo completa empiezo a contarla a los amigos, a ver qué cara ponen. Por la cara que ponen la voy corrigiendo. Eso lo sigo haciendo mientras escribo. Pero no me gusta contar exactamente lo escrito; tengo una historia paralela.

“Cuando escribí Cien años les contaba detalles a Álvaro Mutis y a María Luisa Elio –una de las personas a quienes les dedico el libro. En esa época venía mucha gente a visitarnos. Ya habíamos empeñado todo y entre los amigos, unos más discretamente que otros, llevaban mercado. También llevaban whisky; nunca hubo tanto whisky en nuestra casa. Álvaro Mutis iba todas las noches y yo le contaba lo que había escrito en el día. Después Mutis lo contaba en reuniones y alguien me lo volvía a contar con mejoras que yo adoptaba. Cuando terminé la primera versión de la novela se la presté a Mutis. A los dos días me la devolvió y me dijo: ‘Usted es un hijo de puta. Me ha hecho quedar mal con los amigos’.

“Contar lo que uno está escribiendo siempre es bueno. Siempre se encuentran cosas que no se le ocurren a uno.

“Cuando leo un buen libro, me da una gran alegría. Me pasó algo maravilloso con La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, el primer Premio Nobel japonés, quien se suicidó con gas. Cuando leí ese libro sentí que tenía que volver a escribirlo. Decidí ambientarlo en Barranquilla, donde en plena juventud yo había estado tan cerca de esa vida. Bueno, con la diferencia de que en Barranquilla no estaban dormidas. Ésa será mi próxima novela. Ya antes había escrito un cuento sobre el tema, El avión de la  bella durmiente. Ahí nada fue inventado. Cuando la mujer subió al avión y se sentó a mi lado, me quedé pasmado. Yo no he visto nada igual. Antes de que el avión despegara se tomó una pastilla, se cubrió los ojos y durmió todo el viaje. Yo viaje sin moverme y casi sin respirar. Sólo cambió de posición una vez. Es indescriptible la belleza de esa mujer. Al llegar la estaba esperando un ejecutivo con unas rosas. Sólo supe su apellido: Mrs Warren. Qué tal que haya leído ese cuento y nunca sepa que era ella”.

Pero siempre el periodismo llamada de regreso:

“No veo televisión. Los grandes periódicos son los que cuentan el cuento completo. Los Angeles Times decidió elegir la noticia más importante –a nivel local, nacional o internacional– para desarrollarla a fondo. Ese es el periodismo ideal. Aquí dejamos pasar historias. Aceptamos las noticias que se dan primero. No se termina una noticia cuando ya viene otra. Hay un sistema oficial de echar una por la tarde para tapar otra. A eso se le suma que a los periódicos les sale muy caro tener un redactor dedicado por tres o más días a preparar un reportaje. Entonces se siguen haciendo cagarrutitas de noticias”.

Como la ocasión era propicia, le pregunté por qué no había escrito nunca el cuento completo del “Bogotazo”, a pesar de haberlo vivido de primera mano. En aquel tiempo no había terminado su libro de memorias.

“Yo no era periodista”, dijo. “No habría sabido contarlo. Apenas llevaba dos cuentos publicados”.

Se apoyó en mi brazo y se inclinó confidencial:

“Pero no me hagas entrevista, que ya el libro está”.

Luego se dirigió a todos:

“Si quieren saber sobre aquellos tiempos, lean su libro. Considérenlo un libro póstumo. Tiene el mérito de haber sido escrito sin hablar conmigo.

“Yo quise ser escritor desde que nací. Creo que lo hubiera sido de todas maneras. Sin el 9 de abril, de todas maneras sería el escritor que soy. No había terminado derecho cuando me fui para Cartagena. En El Universal pedí trabajo como dibujante, pero ya tenían uno, que era Rojas Herazo. Nunca he olvidado la tertulia de las cinco de la tarde en el periódico. Cada día a esa hora nos reuníamos a hacer justamente lo mismo que hacemos ahora”.

Cuando todos se dejaban arrastrar por el ambiente evocador, se levantó y dijo: “Los dejo”, y desapareció.


Esa noche hubo una fiesta en una casa lujosa de las afueras de Barranquilla. Para agasajar al invitado distinguido, el dueño de la casa había contratado un grupo de danzas folclóricas. El tema de las danzas era el Carnaval. Después de la presentación, García Márquez bromeó con los participantes del taller, tomó whisky, jugó con su teléfono celular, que en aquel tiempo todavía era un lujo que pocos podían darse. Los periodistas extranjeros lo rodeaban, le hacían preguntas, se bebían cada segundo de aquella noche con García Márquez. Yo preferí mirarlo de lejos. Guardar distancia. Hundirme en una borrachera silenciosa.

Al día siguiente fui el último en llegar. Ocupé una silla en el extremo opuesto al suyo en la mesa. Volvió a empezar a las nueve en punto de la mañana.

“Lo más difícil es hacer creíble lo que uno escribe. Si uno lo cree, el lector lo cree. La credibilidad la cuido mucho, cuesta mucho trabajo conquistarla. Cuando escribí Noticia nadie se atrevió a pedirme que cambiara algo. Uno de los hombres de Pablo Escobar trató de contactarme, pero preferí no hablar con él. Pensé que podría tratar de utilizarme. Nadie trató de comprarme. Saben que cuesto caro”.

Empecé a tomar apuntes con dificultad. Todavía la borrachera de la noche anterior no se decidía a volverse guayabo.

“La humildad es lo más difícil del mundo, pero es útil mientras se escribe. Cuando estoy escribiendo busco todas las opiniones de gente con quien tengo confianza, de mi amigos, de aquellos que conozco desde hace tiempo. Pero después hay que defender el libro. De los primeros cuentos que publiqué en El Espectador hoy no publicaría ninguno. Pero es como si le saliera a uno un hijo tonto. Uno los defiende aunque no le parezcan buenos. Además ya no son de uno, son de los lectores. Mi novela preferida es El amor en los tiempos del cólera. Estoy contento porque le pisa los talones a Cien años de soledad.

Cien años de soledad tiene la carga mítica de toda la cultura del Caribe, que va desde el Mississippi hasta el norte del Brasil. Un libro que pase de una generación a otra prácticamente es un libro para siempre. Cien años ya va para la tercera generación. Si contamos las ediciones piratas –en China, por ejemplo– se han publicado más de cien millones de ejemplares. Figura entre los más robados”.

Como la realidad se me antojaba inestable, decidí levantarme a buscar un café. Había una mesita con termos y vasos en una esquina del salón. Todos lo escuchaban fascinados. Nadie quería perderse una palabra. Comprendí que ese episodio de la vida llegaba a su final. Cuando volví a la mesa, García Márquez recitaba los primeros versos de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique:

“Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Forcejeó para seguir, pero se dio por vencido.

“Me las sabía de memoria”.

Decidí sacar la cámara y empezar a disparar. Noté un gesto irritado, pero no me dijo nada.

“Hay que escribir para que la gente lo lea a uno. Al lector le gusta empezar bien. El recuerdo que le queda de lo que leyó es el final, la resonante cola”.

El ambiente empezó a dispersarse porque alguien anunció la llegada de Liliana Cáceres, una chica humilde que había engañado a la prensa del país con un embarazo de sextillizos fingido. La idea era que los periodistas le hicieran preguntas y después escribieran en sus medios sobre el tema. Antes de llamarla al salón, agregó: 

“Estas conversaciones son para mí como una especie de desahogo. He hablado sin cuidarme. Si le aplican ética al asunto, sabrán qué se debe y qué no se debe publicar”.

Y concluyó diciendo:

“Uno escoge la clase de escritor que puede ser. Cuando uno escribe está solo. En eso no hay quien te ayude. Cuando se hace una obra, el gran problema es uno mismo. La vida es la que decide quién es y quién no es”.

La entrevista con Liliana Cáceres fue dispersa, caótica. Los participantes del taller estaban pensando en despedirse del maestro, en rodearlo con libros para que los firmara. Algunos participantes del taller habían aceptado la sugerencia de leer Un ramo de nomeolvides; habían comprado el libro y me pidieron que lo firmara. Katia D’artigues, la periodista mexicana, me hizo notar el lujo de estar firmando libros en la misma mesa con García Márquez. Dirigí la mirada al horizonte de la mesa. Me propuse no olvidar ese momento. Esa misma tarde regresé a Cartagena en compañía de Darío Gallo. Darío trabajaba para la revista Noticias, de Buenos Aires; quería visitar Cartagena y conocer la familia de García Márquez. Al día siguiente, un domingo, me fui a la redacción desierta de El Universal a escribir una crónica sobre el taller. Tenía tantos apuntes que me vi obligado a hacer una síntesis apretada y posponer el cuento completo para un futuro tal vez remoto. Éste es ese futuro remoto.

La crónica apareció el lunes 22 de diciembre en la primera página de El Universal. Su título, ‘La lección del maestro’, era un guiño para García Márquez. Pensaba que era muy probable que la leyera. Sabía de su interés en la obra de Henry James y quise decirle que entendía lo ambiguas que eran las relaciones entre los maestros y sus discípulos. Ese lunes en la noche acompañé a Darío Gallo a visitar a la madre y las hermanas de García Márquez. La casa estaba al final del callejón de los Nísperos, en Manga. Las hermanas nos acogieron amables y nos invitaron a sentarnos en la terraza. Ayda aprovechó para decirnos que necesitaba ayuda para crear la Cátedra García Márquez. También estaba Ligia de visita. Todas hablaban al mismo tiempo. En medio del ruido y el movimiento, Luis Santiaga parecía una muñequita. Había pasado de los noventa años y tenía la mente en blanco. Sentada en un taburete, con labios apretados y gesto de niña juiciosa, fingía interesarse en la conversación.

Tardamos en notar su llegada.

“Qué mundo tan grande”, dijo y se acercó a besar la frente de su madre.

“Gabito”, dijeron en coro las hermanas, tratando de arrancarle una emoción al gesto ausente de la madre. “Vino Gabito”.

“¿Quién?”, dijo Luisa Santiaga cuando aquel hombre se alejó y ocupó una silla.

“Tu hijo, Gabito”, le repitieron.

“¿Gabito?”, repitió con lentitud y su mirada se perdió en la oscuridad.

Pensé en la ironía. Aquello que acababa de ocurrir nos dejó a todos con un nudo en la garganta. Él trató de aligerar las cosas con un chiste: “Carajo, todo lo que uno se ha matado escribiendo para que la mamá no se acuerde de uno”.

Luego agregó mirándola:

“Ahí están mis memorias. Pero no puedo entrar”.

Dijo que le había gustado la crónica sobre el taller. Nos preguntó los planes que teníamos para esos días. Agregó que esa noche tenía una invitación a cenar con un alto oficial del ejército. Tuve la tentación de decirle que cancelara esa cena y que se fuera con nosotros, como en sus noches remotas de reportero. Pero no le dije nada. Tardó poco en macharse. Se despidió de su madre con otro beso.

Cuando se fue, el entusiasmo en la terraza se había disipado. Darío y yo nos despedimos con la promesa de regresar pronto. Un par de días después supe que aquella noche García Márquez llamó por teléfono y pidió que me pasaran. Nunca sabré para qué.

He llegado a la conclusión de que Gabriel García Márquez es un escritor incomprendido. Cuando hablo del contenido de sus libros, encuentro pocas personas que de veras los hayan leído. Ahora mismo, cuando escribo este epílogo al libro sobre sus inicios, las nuevas generaciones no saben qué hacer con su legado. En las últimas semanas he visto al viejo espíritu iconoclasta, siempre en manos de los jóvenes, atacando a ese ídolo cuya sombra parece que no acaba.

Reconocer que se admira a García Márquez, admitir que los pequeños encuentros que uno tuvo con él son significativos, equivale más o menos a un suicidio intelectual. Por suerte nunca he querido ser un intelectual. Me contento con ser una persona. Eso me permite preservar la emoción que me produce haberme cruzado en la vida con un escritor como él.

Me hace feliz saber que uno de mis héroes de juventud, uno de los escritores que influyeron en mis decisiones vitales, leyó varios de mis libros, que no le parecieron malos y que llegó a robarle uno de ellos a un tipo que andaba con guardaespaldas. También me divierte imaginarle posibilidades a esa llamada telefónica que nunca recibí. Desconocer el motivo de la llamada me permite inventar. A veces pienso que llamó para hablar de lo ocurrido aquella noche en casa de sus hermanas, cuando el autor de la oda inmortal habría querido regalarle a su madre un ramo de nomeolvides, para que hiciera lo que dice el significado.


Oneonta (Nueva York), Noviembre de 2011.


Un ramo de nomeolvides
Segunda edición, a la venta en

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El país de los árboles locos

Edición impresa disponible en

y


Edición digital en:



Sobre la novela:

    El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella o dónde encontrarla. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
  El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. Es una novela de viajes y, en cierto modo, es un homenaje a Julio Verne. Pero también es una historia de amor.
   Al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen parientes y amigos que le abrieron al autor las puertas del mundo y de la imaginación


Reseñas:


El país de los árboles locos:
Sobre el viajero absurdo y la incertidumbre de su deseo

Nadia Celis Salgado
Department of Romance Languages
Bowdoin College



Amor y dolor existencial en El país de los árboles locos,
de Gustavo Arango

Erasmo Hernández González
I.E.S. Luis Carrillo de Sotomayor, de Baena (Córdoba)




El escritor Gustavo Arango habla de su última novela
"Cuando quiero novedades las busco en el pasado"


Una entrevista de John Junieles Acosta, a propósito de la presentación
en Cartagena de  El país de los árboles locos


  Hay plantas que crecen en lugares inhóspitos, como en los tejados de las casas, donde precisan sólo de una reducida sombra de polvo para seguir insistiendo. Más extrañas aún son las que vemos colgando de los cables de luz eléctrica, y que sobreviven de los nutrientes del aire, o de lo que lleva el viento a su paso.
  Es posible imaginarse que esas plantas han aprendido a vivir con poco, hasta el punto de que ese poco, llega el día en que parece demasiado para ellas. 
  Algún día esas plantas fueron de la tierra, y la tierra de ellas, pero su curiosidad, o fuerzas incomprensibles operaron sobre ellas, e impusieron, o despertaron, una necesidad de búsqueda.
  Imagino –tal vez sin acierto–, que los escritores en el exilio, como estas plantas aéreas, ejercen una nostalgia de orígenes, que es dolor y alimento. Exilio, esa palabra extraña, hija de los aeropuertos y estaciones de autobuses y trenes, que se duerme con la canción de cuna de las sirenas de los barcos.
  Pero hay formas imperceptibles de exilio: abrir un libro y transportarse a la Florencia de Boccacio, cerrar los ojos mientras se escucha la música de esferas de Bach, o ese mongol que fatiga la estepa en su caballo (casi olemos el sudor del animal) frente a la fotografía que los eterniza a ambos. Cruzar las fronteras de la imaginación es también, sobre todo, un ejercicio de exilio (y de estilo, diría jugando Cabrera Infante).

  Gustavo Arango es un exiliado en muchos sentidos (vive hace mucho años en Estados Unidos, actualmente es profesor de Oneonta College, de la State University of New York) pero hay un tipo de exilio que causa más curiosidad todavía: es un exiliado de los "temas hamburguesa" de la literatura colombiana (y latinoamericana) de hoy, sus novelas y cuentos todavía no han sido empacados y etiquetados por las editoriales masivas.
Arango es autor de Un tal Cortázar (reportaje), Bajas pasiones (cuentos), Su última palabra fue silencio (cuentos), Retratos (reportajes), Un ramo de Nomeolvides (reportaje sobre las vivencias y aprendizaje de García Márquez en el diario El Universal de Cartagena), La risa del muerto (Premio Internacional de Novela de la Casa Dominicana de Nueva York), y Criatura perdida (novela).
  
Hace poco en Francia apareció la Antología de cuentos colombianos del siglo XX, de la escritora y crítica literaria Christiane Laffite, Maitre de Conferences en la Universidad de París Sorbona. En esa antología hay un cuento suyo, El intruso.

  Todo escritor funda gran parte de su literatura en la autobiografía, toda obra es una reescritura, o un deja vu distorsionado de la memoria. Gustavo Arango no escapa a esto, sin embargo, hay un pudor y un silencio natural que busca arropar el origen biográfico de sus invenciones.

  Esta entrevista que nos ha concedido, es una invitación a volver del exilio de las fronteras inútiles, y del universo personal del creador.

Usted hace parte de la denominada diáspora de escritores colombianos, ¿en qué medida esa situación condiciona o influye en su trabajo? ¿El exilio ha modificado su percepción creadora?

— La palabra exilio se ha llenado con el tiempo de sentidos nuevos. En cierto modo ha perdido la connotación de castigo que solía tener y, hoy en día, podría decirse que es un privilegio. Muchos de los que estamos fuera de Colombia hemos salido impulsados por fenómenos económicos o sociales que no se parecen en nada a los destierros a la manera de Ovidio o, para no ir muy lejos, de los escritores latinoamericanos de los años setenta. En tiempos en que la mayor parte de la población de un país quiere o necesita marcharse, el exiliado es algo así como el sobreviviente de un naufragio.
No quiero decir que no haya amenazas detrás de quienes abandonamos el país. Las amenazas existen, muchas veces he pensado que de no haber salido primero de Medellín y luego de Colombia, las probabilidades de estar muerto serían mucho mayores, pero es más significativa la sensación de haber conquistado nuevas perspectivas, cierta independencia y, en cuanto a la creación literaria, una mayor libertad creativa.
Cuando vivía en Colombia me sentía en cierta forma un exiliado interior. Ninguno de los textos literarios que escribí allá (una novela, dos libros de cuentos) están situados en espacios colombianos. Rara vez los lugares donde transcurren mis historias tienen un nombre. Vivir fuera de Colombia me ha servido para corroborar que la nacionalidad puede ser otra forma de la alienación.

¿Cuáles han sido sus recientes descubrimientos personales como lector, no sólo en materia literaria, y por qué su interés y valoración?

— Cuando quiero novedades las busco en el pasado. Creo, como dice el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Soy un convencido de que la gran mayoría de las innovaciones en literatura pueden ser halladas en épocas como el siglo de oro español.
Nada de lo que se ofreció como nuevo en las últimas décadas ha sido de verdad tan nuevo. Mucho de lo que hoy en día aparece promovido por la prensa está muy por debajo de lo que se hizo en literatura siglos atrás. Como decía el inevitable Borges: "Ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad".
Por eso mis hallazgos literarios suelen parecerse al descubrimiento del agua tibia. Llevo varios años fascinado con una escritora mexicana del siglo XVII, llamada Juana de Asbaje. Plutarco puede ser suficiente lectura para muchos años. Siempre me gusta escarbar en tiendas de libros de segunda y anticuarios, allí es donde suelo hacer los mejores hallazgos. Pero si me obligaran a mencionar un contemporáneo, hablaría de David Markson, el autor de Wittgestein’s Mistress y Vanishing Point, para los amantes de los chismes literarios sus obras son manjares.

En relación con lo anterior, ¿cuáles han sido las lecturas que han sobrevivido al tiempo, y cuya relectura se ha convertido en una necesidad?

— Hay un libro que necesito leer cada cierto tiempo, se trata de Ortodoxia de Gilbert K. Chesterton. Pienso que sigue siendo un libro válido para entender nuestro mundo actual y para identificar las mentiras que lo constituyen, también para descubrir que casi nunca aquello que parece rebeldía constituye una verdadera rebeldía.
Tampoco me canso de leer a Juan Carlos Onetti, especialmente El astillero. Siempre que leo ese libro pienso que estoy frente a una obra que durará siglos. La razón parece obvia: dura más la ruina que el edificio. Otro libro de poesía que me reconforta es Cosmos, de Carl Sagan.

La literatura colombiana de hoy tiene varias corrientes temáticas o expresivas reconocibles, a veces por sus influencias. ¿Cuál es su opinión sobre esas tendencias, ha identificado alguna, o algunas, desde su perspectiva?

— Debo confesar que no leo mucha literatura contemporánea, aunque sí me entero a veces de los ires y venires de los escritores, de sus asociaciones y rivalidades.
Otra ventaja del exilio es que uno no tiene que sumarse a ningún bando ni pedir demasiados permisos para escribir sus tonterías. A pesar de que enseño literatura latinoamericana, he tenido la suerte de trabajar con períodos en los que ya las pasiones se han sosegado.
Mi impresión general es que hoy en día en Colombia son más los herederos de Andrés Caicedo que los de García Márquez. Sé que hay una corriente exitosa que emplea los personajes y situaciones de la violencia contemporánea: los narcotraficantes, los sicarios, los guerrilleros, los paramilitares. Supongo que esa corriente es heredera del realismo social y que, como su antecesor, no tiene un lugar preciso entre la denuncia y la apología.
Por mi parte pienso que no hay que rendirles tanta pleitesía a los criminales. Un matón no es un héroe, es una enfermedad.
Sé también que Colombia ha entrado en la moda de fabricar escritores como figuras del espectáculo, donde interesa más la pose que lo escrito. Todo eso es entretenido y no veo que sea demasiado reprochable. Un país teleadicto como el nuestro necesita ese tipo de celebridades. Por la calidad de la literatura no hay que preocuparse, muchas obras buenas ya fueron escritas y la vida no nos va a alcanzar para leerlas.

¿Qué temas o preocupaciones cree que son una constante en su obra creativa, y qué raíces u orígenes intuye o reconoce?

— Puedo hacer una breve lista de temas que me obsesionan y están en todo lo que escribo: la soledad, el silencio, la brevedad de la vida frente a la inmensidad de la nada, la incapacidad que tenemos para entender el universo, el absurdo y el sinsentido.
Creo que el origen de todo eso está en haber tenido desde niño una vida muy al margen de las relaciones personales. Las estrellas eran más importantes que los vecinos.
Por eso mis historias son casi siempre vagas, imprecisas, abstractas, tratando de agarrar al mismo tiempo el instante y la eternidad. Mi primera novela, Criatura perdida, habla de un hombre que viaja de ciudad en ciudad y todos los lugares a los que llega se van quedando desiertos, la gente desaparece hasta que él se queda solo.
La risa del muerto, mi segunda novela, habla de las huellas que las personas dejan después de morir, del paulatino borrarse de nuestros gestos y nuestras obras. Cada libro ha sido una experiencia distinta. Criatura perdida me tomó cinco años de escritura muy dificultosa, llena de interrupciones, de obligaciones que me alejaban. Fue una obsesión que se mantuvo viva por mucho tiempo. A veces me impuse la tarea de transcribir a mano lo que llevaba escrito para recuperar el tono del libro.
Con La risa del muerto ocurrió algo distinto. Un día me puse a revisar los cuadernos que he venido llenando desde hace veinte años y descubrí que allí estaba la novela casi lista. Me tomó mes y medio organizar los textos y darle una forma final al libro. Para mí ha sido una cosa rara que la novela ganara un premio aquí en Nueva York.
Comparto la opinión de mi madre cuando la leyó: "No me explico que le vio el jurado a eso tan enredado".
Nunca he creído que mis libros lleguen a ser populares. Pero confío en que circularán por un tiempo de mano en mano.

¿Cuál ha sido la semilla, o el detonante, de alguno de sus libros?

— En los últimos años mi manera de escribir ha cambiado. Antes me preocupaba si pasaba mucho tiempo sin escribir, pensaba que algo andaba mal. Ahora sé que pueden transcurrir meses y años, que puedo leer y hacer otras cosas, porque cuando llegue un tema que de verdad me apasione me sentaré a escribir con todas las ganas. Así he escrito las últimas cuatro novelas. Tres de ellas las he reunido en un libro que he titulado Tríptico de la tristeza. Están inéditas y espero que un editor o algún jurado se "equivoquen".
Una de ellas, Confieso que he matado, surgió a partir de una obsesión con el poema de Sor Juana, Primero sueño. Otra, Oscuridad variable, es un relato construido a partir de seis fotografías. La tercera, El origen del mundo, tiene su origen en el cuadro de Courbet con ese título.

¿Qué puede comentarles a los lectores sobre El país de los árboles locos, su último trabajo?

— El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. De hecho, al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen mis amigos Juan Carlos Pérez y Gustavo Colorado. Es otra historia de viaje. En cierto modo es un homenaje a Julio Verne, uno de mis autores preferidos cuando niño. Pero también es una historia de amor.
El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
Creo que de todos los libros que he escrito éste es el que tiene más posibilidades de llegarles a muchos lectores. Después de nueve libros empiezo a escribir desenredado.

El cine y la televisión son factores influyentes a la hora de estudiar posibilidades creativas en los creadores actuales. ¿Qué significa para usted lo audiovisual?
— Muchas de mis influencias creativas son audiovisuales. Soy tan heredero de Cortázar o de Borges, como de la serie Dimensión desconocida.
El absurdo lo aprendí tanto de Beckett como del Superagente 86. Por cierto, me parecieron fascinantes los efectos que produjo en Colombia la muerte del protagonista de esa serie. Creo que en ningún otro país del mundo la noticia ocupó tantas primeras páginas de periódicos y hasta comentarios editoriales. Eso revela más de los colombianos como nación que cualquier estudio sociológico.
Como les sucede a muchos, mi vida está marcada por las películas o series de televisión que he ido viendo a medida que vivía. La película más hermosa que he visto es Cartas de un hombre muerto (también está en la bibliografía de El país de los árboles locos). Ahora no me pierdo un capítulo de la serie Monk, pienso que esa serie es una celebración de los actos de leer e interpretar.
Todas esas influencias aparecen tarde o temprano reflejadas en la literatura que uno hace. Pero las influencias pueden venir de cualquier lugar. De un amigo o pariente. De algo que nos llama la atención. Personalmente creo que mi estilo literario tiene alguna influencia del estilo futbolístico de Carlos Valderrama. Inmodestia aparte, creo que algunos de mis escritos participan de esa condición engañosa, inesperada y sorpresiva que tenía el estilo de juego del Pibe.
***
Ese es Gustavo Arango. Sus personajes son como un pianista que regresa de la guerra, entra a un café y se acerca a un piano para tocar las teclas con sus muñones.

Buena parte de la belleza o verdad de una obra, está en los lectores que la completan. Arango, a través de sus cuentos y novelas, a la manera de Velásquez y su aposento lleno de reflejos, ha hecho posible que vislumbremos dimensiones escondidas de nuestra realidad.

En un juego de espejos, el escritor usa sus palabras como reflejo para mostrarnos el lado oculto de nuestra cabeza, como espejos en manos de un peluquero. Historias e ideas que intentan hacer las preguntas centrales, y cuyas respuestas deben ser de la misma naturaleza del alimento de las plantas aéreas. Un intento por deshojar la cebolla desde adentro, o trazar los planos para edificar una ciudad en un grano de arroz.